miércoles, 31 de julio de 2019

Ese objeto pequeño y llevadero

Pues ahora sabemos que por mucho que viajemos y veamos y nos deslumbren brillos novedosos, no saldremos de aquellos primeros libros que leímos. Tampoco de los segundos, ni del último, el de anoche mismo, pero acaso todos sean consecuencia de aquéllos. Ay, amigo, qué seres más extraños y poderosos estos, porque seres son, por más que ni respiren ni suden ni exijan ni alboroten. En una buena medida somos como somos por lo que sabemos, y sabemos lo que leímos. O sea, por los libros. Ya dijo alguien que el destino de muchos hombres depende de que haya habido una biblioteca en su casa paterna.
Este objeto pequeño y llevadero como un pensamiento es compañía, placer, consuelo, incitador de fantasías y creador de realidades gozosamente metafísicas. Una reunión de don Quijote, Hamlet, don Juan y Ana Karenina en torno a una mesa nos parece mucho más real que la de bastantes políticos, pongo por caso. Y mucho más interesante. A ver quién tiene tal poder sobre el delicado mecanismo que dibuja y desdibuja la realidad.
- ¡Ah de la vida!... ¿Nadie me responde?
Le responden un millón de ojos agradecidos por cosas como esos dos tercetos suyos de aquel soneto inolvidable, don Francisco. Gracias a ellos uno siempre se ha atrevido a afirmar públicamente y cuantas veces hiciera falta, que una palabra vale más que mil imágenes. Y le aseguro que nadie me ha replicado todavía.
El libro es la posibilidad de un diálogo a solas con quienes han sabido y saben bastante más que nosotros. Con él se entra en conversación con los difuntos y se lee con los ojos a los muertos, es cierto, don Francisco. Y además, es silencioso y permanente como ningún otro amigo puede serlo. Y encima puede ser increíblemente bello. Y tremendamente poderoso. ¿Alguien ha visto que el contenido de alguna obra de arte cambiara el curso de la Historia, modificando el pensamiento de la humanidad? Pues hubo libros que sí. Quizá no exista arma de mayor alcance, y sin embargo, cómo no preferir el libro de palabra sencilla, humilde, casi intranscendente, no importa, pero acariciadora y mansa.
- ¿Qué leéis, mi señor?... Palabras, palabras, palabras.
Sí, sir William, palabras donde aprendemos que somos de la misma materia de que están hechos los sueños. A veces parece que hay que recordárnoslo para sentirnos sublimes y que el mal aire de la desesperanza no se asiente en nuestros escondrijos. Sólo por eso, amigos, sólo por eso, valdría más una línea de ese cariz que el centón de solemnes vaciedades que tenemos que escuchar cada día desde tantos púlpitos como nos hablan. La felicidad es tener una biblioteca que dé a un jardín, fue dicho. Que cada uno se siente y piense qué quedaría de él si le quitaran todo lo que aprendió en los libros.
El libro incita, excita, suscita, mueve y conmueve, hace reír y llorar, cambia amarguras por licor suave, ilumina, enseña, muestra y demuestra, da alas a la imaginación más gris, suaviza soledades y abre ventanas con vistas de lejanos horizontes. En el libro, los escenarios y las caras de los personajes son como uno quiere que sean, y no como quiera un señor de Hollywood.
- Yo he dado en Don Quijote pasatiempo al pecho melancólico y mohíno.
Ya lo creo, don Miguel, y en qué medida. El espectro lapón o japonés de su hidalgo está más vivo que todas las figuras bien definidas de tantos pretenciosos, y no digamos que esos cuerpos clónicos y millonarios de ahora, esculpidos por la publicidad. Y algo más que pasatiempo fue, no me diga, que en pocos sitios tenemos los hombres una palabra dirigida particularmente a cada uno como en su historia de locos y cuerdos. Esa inmensa suerte de tener un idioma universal que nos permite leer a grandes autores en su idioma original, qué poco valorada. Qué ganas de traducir a veces sin motivo.
Luego está el cuerpo, papel, sólo papel. Y tinta, claro; puede que algún material pretendidamente noble en las cubiertas, pero en definitiva sólo papel. Y sin embargo, pocos objetos cotidianos arrastran tanto la necesidad de un acercamiento sensorial. Al libro hay que verlo, tocarlo, olerlo, sentir en la yema de los dedos el cortante filo de sus páginas. Que nadie tema por su querida figura, porque ni los ebooks ni todas las macanas digitalizadas van a poder con él; les falta carácter sensual.
- No soy nada, no lo seré nunca. Esto aparte, tengo en mí todos los sueños.
Y yo, señor Pessoa. Los sueños que me brindáis cada vez que os abro una tarde de lluvia, melancólico el corazón y un algo abatido por cualquier mal aire de la vida. Las sombras que a veces se nos cuelan por dentro tienden a esfumarse cuando se las llama por su nombre exacto, y ese nombre puede que nos lo dé un libro. El lector, que suele ser alma cabal y bien nacida, sabrá siempre agradecerlo, porque no se le escapa que pocas cosas hay más fáciles de soñar y más difíciles de hacer que un libro.
Y al fin, de todos los libros que hay en el mundo sólo habré leído unos pocos. La vida es pequeño recipiente para mar tan grande de sensaciones, pero quién sabe. Yo también imagino el paraíso bajo la especie de una biblioteca.

miércoles, 24 de julio de 2019

Aquella noche de luna

Está ahí al lado, a algo más de un segundo/luz, una distancia tan ridícula en el Universo que preferimos expresarla en kilómetros, y sin embargo es el viaje más largo que ha logrado hacer el hombre en toda su historia. Casi un viaje de familia, porque en definitiva no fue más que visitar un pedazo de nosotros que prefirió seguir su propio camino aun a costa de quedarse sin el azul del mar y sin la vida misma. Ay, Luna, cuántas cosas perdiste en aquella noche de hace cincuenta años, en que supimos de una vez para siempre que no mereces la pena. Estabas en tu cuarto creciente, en la que quizá fuera tu última noche de musa de poetas y anhelo de enamorados, acompañándonos en aquellas horas vacías de sueño, sin percibir que la niña de ojos vivos que vierte fuego blanco, que dijo el poeta, estaba dejando de ser doncella para convertirse en un cadáver descarnado, hecho tan solo de polvo y piedra. Qué decepción después de tantas miradas interrogantes, de tantos suspiros resignados y tantas interpelaciones como compañera intemporal de nuestras vidas. Esa noche supimos que la belleza exige distancia y que la sugerencia, sobre todo cuando está hecha de luz, siempre es más sugestiva que la realidad.
Seguirás alzándote rotunda sobre nosotros, seguirás siendo testigo indiferente de nuestras noches en vela y hasta seguiremos tratando de buscarte en el mismo jardín, como cuando te teníamos por confidente y diosa, pero ya hemos dejado de preguntarnos qué misterio se oculta en la palidez de tu resplandor y si alguna vez has cobijado algún latido en esa hermosa casa que nos enseñas, porque esa noche también confirmamos la absoluta soledad que te habita. Seguirás moviendo cada día el mar a tu capricho y siendo para nosotros tan inalcanzable como siempre, suspiro de toros enamorados y desesperación de pinceles ambiciosos, y te seguiremos teniendo como esa pequeña compañera que hace que no nos sintamos tan solos en la inmensidad que nos rodea, pero tu hechizo se nos ha quedado roto para siempre.
Quizá nunca la ciencia llegó tan lejos en su papel de romper hechizos, pero es eso, ciencia. Has sido utilizada como demostración de nuestra capacidad para asomarnos al universo insondable. Aquella noche perdiste casi todo lo que tenías y en cambio nosotros ganamos la certeza de nuestra capacidad de enfrentarnos a lo hasta entonces impensable y una autoafirmación de nosotros mismos como especie trascendente. Por primera vez habíamos puesto los pies sobre algo que estaba fuera de nuestro planeta, aunque fuese en esa cercana y humilde compañera que nos sigue en nuestro eterno girar en torno al sol. Y ganamos también en conocimientos técnicos que dieron un impulso a nuestro progreso posterior en muchas ramas científicas, en experiencia para futuros objetivos espaciales y en especulaciones racionales sobre la normalización de los viajes y hasta sobre una futura colonización. Pero eso no importa. Tu imagen en medio de la oscuridad es la de nuestro destino. Te seguiremos mirando cada noche, y tu brillo reflejado en el agua de un charco de lluvia seguirá siendo una buena metáfora de nuestra existencia.

miércoles, 17 de julio de 2019

Fiestas

El verano viene a ser ese gran patio de recreo que el año nos concede para desarrollar nuestras necesidades de especie de homo ludens. El sol abre las puertas a los impulsos más placenteros y alienta los afanes lúdicos que todos tenemos escondidos en algún lugar. Es la hora de la calle, de echarse a ella con el pretexto de alguna reminiscencia histórica, real o inventada, o de cualquier forma de competición, y crear un ambiente colectivo de jolgorio que al mismo tiempo señale nuestra personalidad. Y así, España entera es un muestrario de fiestas a cual más pintoresca, y da igual por donde se vaya, por el norte, el sur, el centro o cualquier lado. En todo momento, en algún lugar, siempre habrá un pueblo engalanado, haciendo las cosas más extrañas para divertirse.
Uno mira el catálogo de las fiestas veraniegas de nuestros pueblos y se queda convencido de que este es un país imaginativo como ninguno a la hora de encontrar modos y pretextos para pasarlo bien. No cuentan aquí las de las grandes ciudades ni esas que tienen fama mundial y valor de documento de identidad de su lugar, sino las nacidas de alguna vieja tradición o de una humilde historia de pueblo y que no suelen tener más recursos que el empuje y el entusiasmo de ese mismo pueblo. El abanico de muestras es de lo más variopinto, y eso que han ido desapareciendo las que tenían que ver con el maltrato animal. La preferencia, desde luego, va por las batallas de eco histórico; se ve que hay mucho que recordar; batallas sobre todo contra los romanos, bien de astures, de cántabros, de cartagineses o de cualquier pueblo que se crea que puso en apuros al Imperio. Están también las de moros y cristianos, las que celebran las invasiones de los bárbaros y de los vikingos y otras en las que se recrean justas medievales. Las hay que procuran evitar alusiones a la sangre y prefieren liarse a tomatazos o lanzarse chorros de vino o tirarse flores. Otras fiestas optan por adoptar un nombre más sabroso, y así las hay del vino, de la sidra, del cordero, del pan, del queso, del pulpo, del jamón, del azafrán, del orujo y de cualquier cosa que se cultive en el pueblo como lo mejor del mundo. Hay quienes hacen consistir la fiesta en atravesar descalzos unas brasas ardientes con alguien a cuestas y quienes centran la base de la celebración en rapar las crines a unos caballos. En algún sitio hay una romería de muertos vivos y en un pueblo granadino la fiesta es troglodita. Están también las que se basan en un pretexto más o menos deportivo: carreras, concursos o descensos de ríos de todas las maneras posibles, desde las serias y competitivas hasta las folclóricas y creativas. Y si se trata de danzas las hay de todas las advocaciones: del diablo, de la muerte, de los zancos, celtas, medievales, de lo que quiera.
Ancladas en lo más profundo del tiempo y del recuerdo de que una sociedad tenga constancia, sostenidas unas veces por un débil armazón histórico, otras por la fuerza del mito y la leyenda y siempre por la tradición oral, nuestras fiestas mantienen cada año su enorme poder de seducción. Ya se sabe que lo difícil no es organizar una fiesta, sino asegurar la alegría, pero este no es un país en que eso sea precisamente una dificultad.

miércoles, 10 de julio de 2019

El río de los eremitas

El Duratón y la ermita de San Frutos
El Duratón es un río de meseta pobre, que no estaría llamado a más destino que el de entregarse al Duero sin haber hecho otra hazaña a lo largo de su oscura vida que la de dar alguna que otra trucha. Un río como tantos de los que corren por tierras poco agradecidas, incapaces de brindar sotos risueños y riberas jugosas y de acoger con gesto amistoso a quien trata de cambiarles la hosquedad de su rostro. Sin embargo, a mitad de su recorrido, el Duratón se empeña en perder su anonimato para unir su nombre a uno de esos sorprendentes parajes que de vez en cuando se encuentran en la península: las Hoces del Duratón.
Cuentan que, cuando la invasión musulmana, vivía aquí un ermitaño, San Frutos, que, ante la llegada de los infieles, separó con su báculo las rocas para impedirles el paso, originando así este imponente desfiladero. Luego los geólogos nos dijeron que no hubo más báculo que la acción continuada del agua sobre los bloques de caliza mesozoica, mediante un proceso de karstificación, que originó no solo la entalladura, sino las numerosas oquedades y cuevas que se abren en sus paredes. Qué manía la de los científicos de poner las cosas en su lugar cuando están tan guapas revoloteando por ahí sin ningún orden.
El río se retuerce en pronunciados meandros, encajonado a más de cien metros de profundidad, entre farallones abruptos en los que anida el buitre leonado. Las aguas son apenas una cinta de color cambiante, azules, verdes y grises, según el capricho del cielo. En torno, todo es páramo, desnudez y soledad.
Un paraje así, provisto además de abundantes oquedades naturales, tuvo por fuerza que atraer a eremitas y gentes deseosas de despegarse del mundo y sus vanidades, hasta convertirse en una verdadera Tebaida hispánica. Las crónicas, y aún más las leyendas, hablan, entre otros, de San Valentín, de Santa Engracia, de San Julián y, sobre todo, de San Frutos, que desde su muerte, en el 715, no ha cesado de hacer milagros, especialmente los relacionados con las fracturas de huesos. De todo esto tiene constancia el visitante en ermitas, monasterios, tumbas y cuevas santas a todo lo largo del Parque.
Entre chopos, en un lugar delicioso y al lado de uno de los escasos puentes sobre el río, se encuentra la Cueva de los Siete Altares. Se trata de una iglesia excavada en una gran roca, formada por dos capillas, una serie de hornacinas que servían de altares y unas pequeñas celdas donde habitaban los monjes de esta pequeña comunidad. Un arco de herradura, también tallado en la piedra, indica su origen visigodo, lo que convierte a este templo en el más antiguo de la provincia. El viajero contempla todo esto a través de la verja que protege el interior y no puede menos de quedarse un rato pensativo. Los monjes de este rincón perdido prefirieron la concavidad a la convexidad. Quizá sea más fácil construir mediante sustracción que por adición; quizá resulte más lógico hacer un pozo que una torre; o quizá haya que dejarse llevar por lo simbólico y entender que aquellos monjes prefirieran acogerse al materno seno de la tierra antes que a un techo sin voz y sin caricias. Cuando el viajero vuelve a la chopera, el sol que se filtra entre las hojas está convirtiendo el aire en un laberinto de luz.

miércoles, 3 de julio de 2019

Un mundo de sal

Cámara de los Duendes, homenaje a los enanos buenos,
que avisaban a los mineros del peligro.
Debe de ser el museo del mundo que más escondidos tiene sus tesoros: en lo profundo de la tierra y sin posibilidad de separarse nunca del entorno del que han sido creados. Lo de Wieliczka es una de esas cosas que ni el viajero más avezado puede ver con frecuencia. Descubrir a 135 metros de profundidad un universo insospechado de figuras de sal, hechas por los propios hombres de la mina, ver aquel mundo subterráneo de oscuridad y angustia convertido en un escenario mágico de luz e imágenes, entre lagos de aguas inmóviles y misteriosas galerías, no es en absoluto frecuente. Wieliczka se encuentra cerca de Cracovia, en la Polonia más profundamente polaca, y lo cierto es que no sería nada si no fuera por la presencia, desde hace 700 años, de las minas de sal más importantes y famosas de Europa. El pozo tiene nueve niveles; su profundidad máxima es de 340 metros y sus galerías alcanzan una longitud de casi 300 kilómetros. Las de los tres primeros niveles están abiertas al público. En el nivel V, a 211 metros de profundidad, se encuentra un sanatorio para enfermos de asma, que aprovechan las propiedades curativas del microclima de la mina. Por haber en este universo de fantasía hay hasta un campo de deportes.
Pero lo realmente espectacular de este mundo subterráneo es el trabajo realizado con los bloques de sal. Hay cientos de cámaras decoradas con conjuntos escultóricos de temas diversos; escenas y personajes de la historia o la leyenda de Polonia, motivos universales, como un enorme belén, objetos y figuras humanas aparecen ante los ojos sorprendidos del visitante como si estuvieran esperándole. Copérnico, el rey Casimiro, enanos, los quemadores de metano. La cámara de la Gran Leyenda escenifica la devolución a la princesa Kinga del anillo que había arrojado a un pozo y que sirvió para descubrir la mina. Todo, hasta las arañas que cuelgan del techo, está esculpido en sal. Sorprende el realismo de los rostros y de las actitudes. La textura salina da a las expresiones una frialdad distante, a la vez que una impresión de poderosa serenidad, como de alguien que se ha preparado para la eternidad. La mujer de Lot, la única congénere conocida, no tendría aquí cabida. Demasiado fina, demasiado blanca, demasiada sorpresa en sus ojos curiosos. Los personajes de Wieliczka, quizá porque el Hades no permite miradas perdidas, saben que han renunciado a las fuentes de la vida, el sol y el agua, y parecen compadecerse del visitante, que los necesita.
La sal tiene un color verdegris y es dura y compacta. El aire es extremadamente seco, porque el mayor enemigo de la sal es el agua; de este modo, la madera de las entibaciones es incorruptible. Los lagos son verdadera salmuera; su saturación de sal alcanza niveles únicos. Las galerías se extienden en todas direcciones, formando un laberinto del que resultaría muy difícil salir. Nos dicen que a la mina ya no le falta mucho para agotarse, o al menos para dejar de ser rentable, pero que seguirá abierta al turismo, y hasta es posible que ofrezca una mayor rentabilidad.
Cuando el visitante vuelve de nuevo a la luz de la superficie, no siente esa envolvente sensación de libertad que le sacude cuando sale de otras minas. Más bien le embarga un cierto sentimiento de nostalgia por lo que ha dejado en las entrañas de la tierra. Porque, en definitiva, ha vuelto a la vulgaridad.