
En 96 años la vanguardia, al menos la de base objetual, ha recorrido un camino que va desde un urinario hasta un montón de escombros. A Duchamp ya se la había ocurrido exponer como escultura un botellero que había comprado y que luego tiró su hermana, que no debía de tener mucha sensibilidad artística; por cierto, del urinario tampoco se supo nunca más. Después, por esas ferias de la progresía y esos museos de arte contemporáneo que en los últimos años han surgido por todas partes, ha podido verse de todo, desde un folio arrugado sobre una mesa hasta un corcho clavado en una pared. Así están las limpiadoras de esas salas, que no se atreven ni a recoger una colilla del suelo por temor a estar destruyendo la obra maestra de algún genio. Y todo es arte, y todo requiere de nosotros una preparación especial para comprenderlo, y todo tiene, naturalmente, un precio. Cuánto se han reído de nosotros.
A la autora de esa descarga de escombros seguramente se le han ocurrido y se le ocurrirán muchas más creaciones similares, porque siempre encontrará a alguien dispuesto a pagar cualquier precio por un marchamo de vanguardista. Lo que resulta más difícil es saber en qué clase de expresión artística hay que incluir su obra, al menos la de Venecia. Evidentemente no es pintura; tampoco escultura. Acaso pueda incluirse en la arquitectura, eso sí, deconstruida, o sea, como hace Ferrán Adriá con la tortilla de patata. Más de un siglo de sucesión frenética de ismos, de búsqueda de la expresión de un arte conceptual, de intentos de sometimiento de la forma al subjetivismo más extremo, y hemos terminado en la consagración de lo meramente contemporáneo como categoría artística, en lo coyuntural, lo utilitario, lo estéril de conceptos. En un montón de escombros que acaso sea una metáfora del arte actual.
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