miércoles, 5 de junio de 2013

El montón de escombros

La Bienal de Venecia ofrece este año como representación de nuestro arte un montón de escombros. Así, como suena. Llegó un camión, levantó el volquete, descargó unas cuantas toneladas de piedras y materiales de desecho de construcción, y allí dejó la participación española. Posa la autora, -otro genio zaragozano, como Cecilia la del Ecce Homo, y que Goya nos disculpe- con gesto satisfecho, explicando que se trata de “una reflexión sobre el ciclo vital de los edificios”, pero lo que ve la mayoría de los visitantes, pobres mentes ignorantes, no es más que eso, un montón de escombros sin posibilidad de generar ninguna meditación. Pues que no se preocupen. Seguramente lo explicará algún crítico diciendo, por ejemplo, que se trata de un análisis intraconsciente del no ser ontológico en su calidad y condición de elemento deviniente dentro de una visión introspectiva e intemporal del mundo como proyección de los propios impulsos de búsqueda; o, digámoslo de modo más sencillo, una metáfora dualista del sentido ambivalente que seduce nuestra voluntad en forma de una entelequia inalcanzable, aunque siempre inmanente. Está claro ¿no? A ver, que se levante el que sólo vea aquí un montón de escombros. Y naturalmente no se levanta nadie.
En 96 años la vanguardia, al menos la de base objetual, ha recorrido un camino que va desde un urinario hasta un montón de escombros. A Duchamp ya se la había ocurrido exponer como escultura un botellero que había comprado y que luego tiró su hermana, que no debía de tener mucha sensibilidad artística; por cierto, del urinario tampoco se supo nunca más. Después, por esas ferias de la progresía y esos museos de arte contemporáneo que en los últimos años han surgido por todas partes, ha podido verse de todo, desde un folio arrugado sobre una mesa hasta un corcho clavado en una pared. Así están las limpiadoras de esas salas, que no se atreven ni a recoger una colilla del suelo por temor a estar destruyendo la obra maestra de algún genio. Y todo es arte, y todo requiere de nosotros una preparación especial para comprenderlo, y todo tiene, naturalmente, un precio. Cuánto se han reído de nosotros.
A la autora de esa descarga de escombros seguramente se le han ocurrido y se le ocurrirán muchas más creaciones similares, porque siempre encontrará a alguien dispuesto a pagar cualquier precio por un marchamo de vanguardista. Lo que resulta más difícil es saber en qué clase de expresión artística hay que incluir su obra, al menos la de Venecia. Evidentemente no es pintura; tampoco escultura. Acaso pueda incluirse en la arquitectura, eso sí, deconstruida, o sea, como hace Ferrán Adriá con la tortilla de patata. Más de un siglo de sucesión frenética de ismos, de búsqueda de la expresión de un arte conceptual, de intentos de sometimiento de la forma al subjetivismo más extremo, y hemos terminado en la consagración de lo meramente contemporáneo como categoría artística, en lo coyuntural, lo utilitario, lo estéril de conceptos. En un montón de escombros que acaso sea una metáfora del arte actual.

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