martes, 28 de febrero de 2017

Días señalados

Debe de ser tan grande el interés que tienen algunos de que tomemos conciencia de todo lo que nos rodea que cada día está ya dedicado a algo, a un concepto, a una enfermedad, a un objeto, a un animal, a una campaña, a cualquier cosa. No sé quiénes deciden de qué debemos preocuparnos cada jornada, pero no parecen darse cuenta de que todas las causas no son iguales y que, en todo caso, el exceso de llamadas de atención lleva a la pérdida de ella y, por tanto, a la indiferencia. Además, al ser impuestas y decididas de forma discrecional, pueden generar más rechazo que aceptación y conseguir así el efecto contrario. Los aniversarios, en cambio, por su misma concreción y por su carácter ocasional, sirven mucho mejor al personaje que recuerdan o al hecho que conmemoran.
Todos los años nos traen fechas que nos ponen en el mapa del presente a algún personaje cuya silueta, aunque conocida, se hallaba bastante desvaída en la memoria cotidiana. Los aniversarios vienen a ser como una llamada de atención desde el más allá hacia la figura de alguien; una especie de área de descanso en la que detenerse durante algún tiempo a considerar un nombre o unos hechos dignos de ser considerados y que el torbellino del tiempo se llevaría si no se lo impide. Eso en su finalidad más noble; en la más terrena se los procura convertir en un foco de atracción turística y en la consiguiente fuente de rentables dividendos. La lista de candidatos anuales es amplia. Este año hay cumpleaños redondos de hechos como la Revolución rusa, las apariciones de Fátima o el más doméstico del desembarco de Carlos I en Asturias, pero abundan, mucho más los que se refieren a las personas. Entre aniversarios de nacimientos y de muertes, y aun atendiendo tan solo a los nombres que estén en la memoria general, en 2017 se cumplen los centenarios de gentes tan diversas como Cisneros, Murillo, Zorrilla, Kennedy, Manolete, Ventura Rodríguez, Campoamor, Degas, Dean Martin, Mata Hari, Pedro Infante, D'Alambert, Indira Gandhi, Rodin o Buffalo Bill. Gente y gentecilla para toda la gama de homenajes posibles, a gusto y beneficio de quien los rinda. Si el año pasado estuvo ocupado en su totalidad por el brillo de dos estrellas gigantes, Cervantes y Shakespeare, este apenas tiene alguno sobre el que se proyecte algún reflejo institucional.
Instalarse en la inmortalidad es el sueño perenne del ser humano, pero resulta sumamente difícil adjudicar ese premio con justicia. Decía Ledoux que la fama que conceden los hombres nunca está de acuerdo con la razón de la que se deriva; es como la sombra, que siempre resulta más larga o más corta que el objeto que la produce. Seguramente los interesados jamás sospecharon que el recuerdo de sus nombres habría de exceder con mucho la hora de trabajo del marmolista de que hablaba Kant, y puede que, de haberlo sabido, sus vidas hubieran sido otras, acaso con mayores ansias y peores resultados. Esa es una pobre ventaja que tenemos la mayoría de los mortales, con quienes el viento de los siglos y las trompetas de la fama van a tener poco trabajo.

miércoles, 15 de febrero de 2017

Los congresos

Estuvo el fin de semana ocupado por los congresos de dos partidos, a izquierda y derecha, coincidentes en el mismo tiempo y en la misma ciudad, y los dos con todas sus velas desplegadas al aire de la actualidad. Bien nos enteramos, desde luego, porque hay que ver el tiempo sin medida que dedicaron casi todos los medios a tan altos acontecimientos. Y todavía queda el relato del postcongreso, que prolongará la felicidad de algunas cadenas durante unos cuantos días, en un proceso que agota su carácter informativo para convertirse en opinión, y que termina convirtiendo la opinión en una mera secuela epigonal.
Los congresos vienen a ser el vértice sobre el que se sostiene todo el entablamento doctrinal del partido en esa religión laica que es la política. Allí se fijan los dogmas, se consagra a su sumo sacerdote, se decide la liturgia, se nombran los acólitos y hasta las víctimas a sacrificar, si es el caso. Al igual que la Iglesia se reúne en concilio para examinar su rumbo, los partidos convocan sus congresos más o menos para lo mismo. Solo que la Iglesia mide la distancia entre sus concilios por siglos, y los partidos se reúnen para verse las caras cada tres o cuatro años; se ve que necesitan una mirada mucho más vigilante sobre sus interioridades.
La tipología de los congresos es muy poco variada; apenas ofrece diferencias de una formación a otra e incluso de un país a otro. Todo consiste en enardecerse con las propias ideas y hacer que los asistentes se transmitan unos a otros la certeza de que son imprescindibles para la sociedad. Lo que sí varía son las circunstancias de su desarrollo. Hay congresos a los que se va con los egos ya defraudados previamente, quizá porque afloraron a destiempo, y entonces todo transcurre sin sobresaltos, se adivina en el aire sosegado un aleteo de palomas blancas, y los resultados se reciben con la naturalidad de lo previsible. Hay otros, en cambio, a los que los aspirantes al cetro de mando acuden lanza en ristre, con la mirada clavada en las defensas del adversario y la sonrisa tratando de ocultar los colmillos afilados, configurando la puesta en escena de un ajuste de cuentas. Alguno se desmelena, literalmente, quizá para aprovechar el principio del temor a la apariencia, mientras otros recurren a las palabras y actitudes que generen un proceso empático en su torno. Se prevé en el ambiente un duelo en la alta sierra con final a decidir por los pulgares alzados en las gradas. Luego, la experiencia casi siempre nos dice que, después de decirse lo que callaban, callar lo que decían, jurar fidelidades o hacer ademán de requerir la espada, miraron al soslayo, fuéronse y no hubo nada. Los problemas nacen cada día y requieren atenciones que no están escritas en ningún manual previo, y en el próximo congreso ni siquiera se examinará el cumplimiento de las conclusiones de este y volverá a surgir alguna voz nueva para hacer viejos a los cachorros de hoy.
Poco de esto importa al ciudadano. Las miradas al ombligo tienen un interés limitado para los demás, por mucha forma de círculo que tenga, y al final lo que cuenta es el día siguiente y el otro.

miércoles, 8 de febrero de 2017

Cuestión de modernidad

Entre los cultos que ha practicado el hombre en todas las épocas, quizá el más persistente y el que siempre ha salido fortalecido con cada generación es el que ha tributado a la modernidad. Extraña divinidad esta, que siempre requiere sacrificios, a veces tan valiosos como el de las propias convicciones. La modernidad, y esa extraña hija que algunos le han inventado y que llaman postmodernidad, es una deidad tiránica que, si no recibe una veneración sin reservas, cuelga al rebelde la etiqueta de retrógado, carca, cavernario y cosas así. Luego resulta que una mirada objetiva a los hechos y su reflejo en la sociedad nos enseña que no hay nada más reaccionario que eso que nos dan a entender como modernidad.
Lo peor de este culto es que nos lleva a la dictadura del pensamiento único. Tal parece que hemos entregado la decisión de lo que debemos pensar a una clase superior que está en posesión de todas las certezas, aunque nadie sabe de dónde la sacó. Se han hecho dueños de todas las ideas y dictaminan sobre cuáles se deben admitir o no. Salen en tromba a anular cualquier opinión que se salga fuera de su esquema; utilizan eficazmente las redes y los medios; pululan por ahí de tertulia en tertulia, pontificando sobre todo lo que se les plantee y descalificando a quien no comparta su sagrada opinión. Su poder se volvió tan grande que consigue que muchos no se atrevan a hacer aflorar sus propios convencimientos. Cuántos hay que sienten vergüenza de manifestar sus pensamientos más personales por temor a ser tenidos por retrógrados y poco modernos. Cuántos se sienten heridos en su interior al ver que cualquier botarate de la progresía se mofa de su idea acerca de su patria o de la familia y de la educación de los hijos, en nombre de no se sabe qué nuevos dogmas. O cuántos terminan por dudar de su buen gusto cuando contemplan verdaderos mamarrachos artísticos y ven que los gurús de la postmodernidad las califican de obras geniales y a él de ignorante.
Desde que la frasecita esa de "lo políticamente correcto" tomó rango de norma poco menos que de obligado cumplimiento, parece que hemos de ocultar nuestras verdaderas convicciones, no se sabe si para no herir la fina susceptibilidad de los que se sienten eternamente agraviados o para evitar que nos miren con su sonrisa desdeñosa y compasiva los prohombres de la progresía. O sea que, cuando miremos, por ejemplo, una sardina colgada del techo o cualquiera otra de esas obras artísticas de los genios de la ultramodernidad, hemos de decirles a nuestros ojos que lo que tienen delante no es el mamarracho que ven, sino algo cuya genialidad no podemos entender por culpa de nuestra pobre capacidad de comprensión, según nos dicen. Como en el cuento, el rey está vestido, naturalmente.
Nada posee el hombre más preciado que sus convicciones, sedimentadas por el tiempo, maduradas por la vida y contrastadas por el entendimiento. Demasiado preciadas para destruirlas por un falso título de modernidad. Y además, al final comprobamos que la modernidad se encuentra a lo largo de la Historia, en las grandes mentes del pasado, porque, como alguien dijo, toda la sabiduría está ahí, bajo tierra.

miércoles, 1 de febrero de 2017

Basura en la red

Cuenta el filósofo Leszek Kolakowski que, un tranvía de la Polonia comunista, oyó a su conductor decir esta frase a los pasajeros: "Por favor, avancen hacia atrás". Ningún esfuerzo literario daría como resultado un hallazgo tan expresivo para referirse a los aires que cimbrean nuestra sociedad. Nunca un oxímoron ha generado un sentido tan exacto a partir de sus términos contradictorios. Avanzar hacia atrás, ser conscientes de ello y estar encantados, tal es la trilogía que esta nueva revolución parece haber elegido como lema. Cuando cabría esperar que tantos siglos de aportaciones éticas y de aprendizaje social hubieran depurado y agudizado el afán por el buen gusto, el respeto ajeno, la educación y las buenas maneras, el acceso masivo a las redes sociales nos descubre cuánta miseria puede albergar el ser humano cuando se sabe amparado por el anonimato y la impunidad. Basta cualquier muestra en cualquier momento. Por ejemplo, una de estos días. Un descerebrado rellena unas galletas con pasta de dientes y se las da a un mendigo. Naturalmente, graba su hazaña y la difunde por la red; el abuso de la necesidad del otro ha de tener su crónica; la humillación necesita espectadores que admiren la genialidad de su autor. Y vaya si los tiene. Resulta que el individuo este cuenta con más de un millón de seguidores en las redes sociales. Un millón de cretinos siguiendo las hazañas de un imbécil. Si él mismo se autodefine como un inmaduro, qué serán entonces todos esos que permanecen atentos a su pantalla.
Ese es el terrible lado oscuro de un medio que ha venido a revolucionar todo lo hecho hasta ahora en materia de comunicación, y que sería realmente formidable si lograra algún modo de depurarse a sí mismo y dejar de ser el vertedero donde se arrojan todas las inmundicias que los cobardes llevan dentro, aprovechando su escondite y la indefensión de los destinatarios. Burlas a costa de los más débiles, insultos despiadados, apología de los asesinos, chistes crueles, mentiras interesadas y calumnias injuriosas, todo tiene cabida en ese río convertido en cloaca. Por supuesto, a su miseria moral se añade una absoluta indigencia de expresión, con un lenguaje compuesto por media docena de palabras mal escritas y peor dispuestas. No puede ser de otro modo; a cada contenido le corresponde su envoltorio. Ese es otro de los aspectos negativos que nos están descubriendo los recién llegados modos de comunicación, su incidencia en el empobrecimiento de la lengua.
Lo preocupante del tipo ese de las galletas no es él, ni siquiera su gesta; es la legión de seguidores a quienes interesa. Ya nos lo advirtió Gibbon al analizar la decadencia de Roma: todo lo humano, si no avanza, debe retroceder; solo que ahora a eso se le llama progresismo. Hemos olvidado lo que las voces más sabias del pasado y la propia Historia nos advierten continuamente: que el verdadero instrumento del progreso de los pueblos está en el hecho moral. Y si el modo más fiable de enjuiciar el estado moral de una sociedad es observar cómo actúan sus instintos primarios en la impunidad, la nuestra presenta síntomas sobre los que habría que reflexionar.