martes, 23 de septiembre de 2008

Al borde de lo infranqueable

Hace quizá un millón de años, algún hombre miró el cielo estrellado y se preguntó por primera vez de dónde procedía todo aquello. Y ante la gran pregunta sin respuesta surgió el mito, y así satisfizo la humanidad sus ansias de comprensión de lo desconocido y del profundo misterio que rodeaba su existencia. Fueron necesarios centenares de miles de años para que alguien tratase de convertir el mito en una incógnita susceptible de ser objeto de estudio por parte de la razón humana. La búsqueda de la explicación de la realidad visible por parte de los filósofos griegos es una de las páginas más conmovedoras y fascinantes de la historia, y su resultado fue la creación de un sistema racional que configuró un modelo del orden cósmico que se mantuvo vigente durante dos mil años, hasta la aparición de los primeros avances técnicos, ya en la Edad Moderna. En el último siglo, el progreso de la ciencia nos ha desvelado secretos insospechados. Ahora sabemos que el espacio y el tiempo no son conceptos absolutos, que las estrellas no son más que gigantescos reactores nucleares o que el átomo no es la partícula indivisible de Demócrito, sino que posee una estructura interna tan compleja como la del propio universo. Del nous de Anaxágoras hemos llegado a los quarks, y de la teoría ptolemaica, aquella que hizo exclamar a Alfonso X el Sabio que si Dios le hubiera consultado sobre el sistema del universo le habría dado unas cuantas ideas, hemos pasado a saber que nuestra Tierra no es más que un planeta pequeño, que gira en torno a una estrella mediana, perdida en el extremo de una modesta galaxia, que a su vez se desplaza por el espacio junto a millones de otras galaxias mayores que ella.
Ahora el hombre se propone dar un paso definitivo: nada menos que recrear el universo milésimas de segundo después del Big Bang. Diez mil científicos se han esforzado en construir las condiciones necesarias para liberar haces de protones que viajarán casi a la velocidad de la luz y que, al colisionar entre sí, liberarán los quarks, permitiendo así observar como éstos formaron la materia. La búsqueda va más allá; se pretende encontrar el bosón de Higgs, la llamada partícula de Dios, que sólo se conoce en teoría y que permitiría explicar el origen de la masa, casi nada.
Si todo sale como se espera, el hombre habrá alcanzado el último umbral al que le es permitido llegar y que seguramente jamás podrá cruzar, porque es el umbral del infinito. ¿Qué había antes del Big Bang? ¿En qué punto se puede localizar la primera singularidad causal que dio origen a todo lo que existe? ¿Hasta dónde es posible retroceder en lo que ni siquiera puede llamarse tiempo? Entre el primer hombre que miró el cielo estrellado y el que se dispone a lanzar los haces de protones ha pasado apenas un instante en el reloj cósmico, es cierto, pero lo limitado no puede abarcar lo ilimitado. Es posible que quedemos para siempre a la puerta del misterio. Uno se conforma con admirar a esos científicos que tratan de enseñarnos cómo fue el borde mismo de la eternidad.

viernes, 12 de septiembre de 2008

Los ojos de la perrita

El otro día, mi hija volvió del colegio con una perrita que encontró en el patio. Parecía haberse perdido o tal vez había sido abandonada precisamente por ser perra o por quién sabe qué inconfesables motivos. Venía dormida entre sus brazos, con cara de estar muy a gusto en aquel calorcillo, que posiblemente hacía tiempo que no disfrutaba. Cuando la dejó en el suelo sacudió la cabeza, como desperezándose, y luego nos miró uno a uno y se tumbó patas arriba para que le rascáramos la barriga. Era una manifestación tal de confianza que tenía algo de conmovedor: aquella mirada transparente, el vivaracho hocico buscando la mano amiga, los ojos cerrados y satisfechos al recibir la caricia. Ni una pizca de recelo ni de sombra alguna. O la vida hasta entonces la había tratado muy bien o es que los perros tardan más que nadie en perder la fe en la solidaridad de las criaturas. La perrita veía en aquellos extraños, que éramos nosotros, unos amigos, y no podía plantearse que pudiera ser de otro modo. Prometía lealtad y un torrente de afecto; no conocía otro sentimiento que el afecto. Cuando esa misma tarde se la llevaron unos amigos que se encapricharon de ella, se fue con ellos igual de contenta, dando y buscando del mismo modo sus caricias. No varió su mirada comunicadora ni su ademán entregado; no vio cambio alguno en el objeto y sujeto de su cariño. Se fue como quien va a iniciar una nueva aventura con la seguridad absoluta de que ha de ser gozosa, y ojalá así le haya sido.
Los ojos de la perrita eran mansos y limpios de resabios, como lo es todo lo primerizo; como la primera nieve o la primera luz de cada día, como los brotes tiernos del trigo o el agua que acaba de asomar entre las rocas. Y uno, que en esto de los sentimientos nunca supo explicar mucho, pudo darse cuenta en apenas unos minutos de su inmenso poder, que llega a ser capaz de establecer cadenas entre desiguales. Y comprobar de paso cómo, en un estado puro, los sentimientos alcanzan una dimensión totalizadora. Para la perrita los sentimientos estaban escritos en todas las cosas que nos rodean, sin distinciones de apariencias ni de grados, y así ella los vivía. Los científicos nunca nos han dicho dónde residen los sentimientos.
Los científicos no nos lo han dicho, sin duda porque no lo saben, y a uno, sin embargo, le parece el misterio más decisivo de nuestra esencia. Si alguien demuestra que la ternura, la conmoción ante las lágrimas ajenas, la tristeza, el agradecimiento, la emoción ante la belleza, la alegría y la esperanza, el amor, el impulso de abrazar el cuerpo querido, el pudor y la vergüenza, el remordimiento, el afán de perfección o el dolor del alma no son más que una activación química de unas células llamadas axones, que se encuentran en no sé qué lugar de la corteza cerebral, entonces fuera creencias trascendentales y viva el culto de admiración hacia la naturaleza y las leyes químicas. ¿El hombre, ser creado diferenciadamente, o sus sentimientos no son más que productos de una evolución que ha avanzado al mismo ritmo que el cuerpo? Los científicos no saben decirnos nada, así que hemos de creer a los poetas cuando dicen que los sentimientos reposan en el corazón.

jueves, 4 de septiembre de 2008

Quiérete a ti mismo

Al espejo hay que procurar no hacerle demasiado caso, sobre todo cuando no nos gusta lo que nos enseña. No es que debamos cerrar los ojos a la realidad ni practicar el viejo e inútil recurso del avestruz, no; la realidad es inseparable de nuestra percepción hasta el punto de que sin una no podría existir la otra. Lo que uno trata de decir es que la realidad de lo que vemos acerca de nosotros mismos no debe imponerse sobre nuestro ánimo ni condicionar nuestra actitud ante la vida.
Estamos en el tiempo de la entronización absoluta del dios cuerpo. Nunca nuestra pobre envoltura se ha visto obligada a seguir unos patrones tan rigurosos ni unas normas tan rígidas, y al mismo tiempo tan universales, como ahora. Prohibido envejecer, prohibido engordar; hay que ser guapo, joven y delgado, lo dicen unos cuantos individuos que parecen estar en el secreto último de la belleza, casi nada. Las revistas del colorín y los programas de la cutrevisión nos machacan con los productos creados por estos nuevos chamanes: un desfile de figurillas de palabra lela, eso sí, pero sin un gramo de más y con una distribución armónica de todo su género, aunque para ello casi todas hayan tenido que pasarse sus buenos tragos liftándose, liposuccionándose, inyectándose y remendándose. Lo que hay detrás de todo esto, el imperio económico que sostiene, la ausencia de toda reflexión ética ante el hecho de primar de forma absoluta lo material del hombre sobre su espíritu, la vacuidad que supone, su intrascendencia como factor del progreso humano, la inversión de valores, todo eso no cuenta nada ante el poder del mensaje. Nadie que no se parezca a esos cuerpos de semidioses tiene nada que hacer.
Las consecuencias que esto genera van más allá de la simple categoría circunstancial. Esa niña de trece años que se arrojó por la ventana, incapaz de soportar el remordimiento por haberse comido un trozo de tarta, no es más que un grado más de un drama terrible y vital. Pesaba 47 kilos, y su momento de debilidad ante el dulce constituyó la acción más grave de su existencia. ¿Qué se le podría haber dicho? ¿Qué palabras habrían podido modificar su estado de conciencia? Es posible que la anorexia tenga una causa somática más que psíquica; quizá los enfermos se vean a sí mismos con una imagen distorsionada, como ante un espejo trucado, pero si lo que ven encajase sin chirridos en la norma, no odiarían a su propia persona. La tragedia nace del culto a una norma tan absurda como interesada.
Quiérete a ti mismo. Mira a tu cuerpo con ojos de amigo y no le impongas nada extraño, que él es como es, y a mucha honra. Aprende a convivir con él, sea como sea, que al fin y al cabo es lo único que te va a durar toda la vida. Si te salen unos kilos y no te gustan, trata de quitártelos, pero sólo porque te parezcan mal a ti, no a los demás. Si eres calvo o tienes una nariz como un apagavelas, acéptate así con serena naturalidad, sin pensar en nadie. Uno de los secretos de la paz interior consiste en evitar que el cuerpo y la mente se odien el uno al otro, porque ambos son únicos y ambos conforman la indivisibilidad del ser. La armonía entre ellos es la armonía de uno mismo. Y en último término, al cuerpo no lo pueden fabricar ni las dietas ni el gimnasio ni el bisturí; lo fabrica el espíritu.