miércoles, 25 de junio de 2014

Junio

Con los días más largos del año y las horas de luz estrechando la noche hasta convertirla en apenas un resuello, las expresiones de la vida diaria parecen acumularse, como si quisieran manifestarse con prisa. Algo tendrán estos días de solsticio en los que el ciclo del año y el tiempo se parten en dos y el espíritu se inflama brevemente en un corto período de plenitud, aunque con la inalterable certeza de que se ha doblado la cima y comienza de nuevo el declive. Son días en los que hasta el santoral reúne a la mayor parte de sus nombres más señeros, lo que llena nuestros pueblos de romerías y de invitaciones a la fiesta. Hemos contado nuestros deseos a los dioses del fuego en la noche mágica de la purificación y se han apagado ya las brasas de los trastos viejos que lanzamos a la hoguera para dejar sitio a esa renovación que nunca llega. Con el señorío del sol llega una actitud renovada ante el paisaje de cada mañana, llegan las desinhibiciones y la inclinación a airear lo oculto, quizá también una disposición distinta ante los mismos problemas. Quién sabe del poder de la luz sobre lo más oculto de nuestros escondrijos. El poeta pedía al sol que se detuviera para poder saludarlo y que oyera su canto, tanta euforia le infundía. Claro que era un romántico.
También la intensidad informativa parece haberse contagiado estos días del efecto del calendario. Aquí hemos cambiado nada menos que de Jefe de Estado sin grandes alharacas, como si fuese un hecho habitual, casi con mirada y actitud acostumbradas, a pesar de que la mayoría de españoles era la primera vez que lo vivían. La normalidad mostrándonos su condición de bendita virtud por encima de su significado de rutina, pero advirtiéndonos de que precisamente lo normal siempre es mucho más sencillamente complicado e interesante. En este caso, la normalidad encierra la contradicción de ser infrecuente, al menos si miramos los acontecimientos similares en los dos últimos siglos. Parecía como si en la ovación de las Cortes al nuevo rey, en las gentes que aplaudían en la calle y en las que lo veían en el país entero, en los ánimos de todos, especialmente de los mayores, flotara una especie de “algo hemos hecho bien cuando estamos asistiendo a esto sin incertidumbre”.
Otro punto que estaba llamado a ser vibrante actualidad veraniega dejó pronto de serlo para nosotros, aunque parece que no para otros que ni siquiera tenían nada que hacer allí, según puede uno leer en este mismo periódico. La noticia cuenta que tres aficionados chinos han muerto tras pasar varias noches sin dormir para ver en directo los partidos del Mundial. También la afición futbolística tiene sus mártires o, mejor, sus paradigmas de estupidez. Los nuestros han vuelto derrotados nada más empezar en medio de la sorpresa y la decepción general. Tras un ciclo largo y triunfal todo es más amargo, pero ya se sabe que todas las cosas de nuestra vida, y aun más las placenteras, están sujetas a mudanza. Lo más detestable es el afán destructor de los mezquinos que parecen esperar cualquier tropiezo para verter la mala baba de su desdén hacia todo lo que nos represente. A esos nuestro desprecio.

miércoles, 18 de junio de 2014

Labor de trilla

En todo ese desfile de personajes que cada día se dirigen a nosotros desde las ventanas de los medios, qué pocos hay que realmente merezcan nuestra atención. Esa pasarela sin fin de tipos repetidos, hablando continuamente de todo en tertulias y comadreos, da para un análisis en el que nos encontraríamos con elementos muy diversos: ideología del medio, objetivo a conseguir, intereses en juego, coste, etc. Hay casos en que se ve una intencionalidad clara de crear algún nuevo liderillo, como ha sucedido en las recientes elecciones europeas. Otras veces son una amalgama de tipos, cada uno con sus limitaciones a cuestas. Están los que tienen soluciones para todo y parecen ofendidos porque no se pongan inmediatamente en práctica. Están también los que siempre saben lo que va a pasar, esos que tienen las claves del futuro, una grey muy abundante, por cierto; cuando estalle el fin del mundo, en medio del caos seguro que se oirá a alguien gritando que ya lo sabía. Hay veces, muy pocas, que el espectador tiene la grata sorpresa de encontrarse con personas verdaderamente interesantes por la altura de sus conocimientos, la profundidad de sus razonamientos, la humildad de su palabra y la educación con que aceptan que el ignorante de turno les interrumpa con alguna memez, pero estos no dan juego televisivo y se les tiene callados el mayor tiempo posible, y por supuesto no se les vuelve a llamar. Esto da lugar a una verdad de carácter axiomático: los personajes dignos de admiración casi siempre hay que buscarlos entre los que nunca aparecen ante los focos del gran teatro del mundo.
Luego está el grupo más numeroso, el de los demagogos, un gremio tan viejo como la sociedad, que abarca un amplio espectro: pacifistas de pacotilla, políticos que sólo pretenden agradar a la plebe para atraérsela, predicadores de dogmas basados en sus propios intereses. Los peores son aquellos en los que, entre su actitud ante la opinión pública y su actitud real personal existe la diferencia de la hipocresía, ese velo tejido de miseria que tapa la verdad con su cara negra y luce ante el espectador su lado hermoso. Ya no se trata de la oposición que pueda haber entre la obra de un artista y su conducta personal, sino de la que hay entre las convicciones que se pregonan para sostener una imagen de noble idealismo y las que realmente se tienen. Y que, además, siempre terminan por aflorar, porque es fácil que en algún momento la máscara se quede enganchada en alguna espina de la vida. Ejemplos ilustres abundan en todos los sitios. John Lenon y Yoko Ono cantaban aquello de "liberen a los prisioneros y encierren a los jueces, libérenlos en todas partes", pero cuando el asesino de John, Marc Chapman, cumplió veinte años de condena y solicitó la libertad condicional, Yoko pidió al tribunal que rechazara su demanda.
En medio de la desaforada explosión informativa que nos abruma con todo tipo de caras y opiniones interesadas, no hay postura más saludable para el respeto que uno se debe a sí mismo que tener un criterio propio, nacido de informaciones diversificadas que fortalezcan la objetividad, mantener la personalidad del pensamiento y no dejarse atrapar por ningún hechizo vaporoso.

miércoles, 11 de junio de 2014

Aprovechando la ocasión

Valiéndose de una consecuencia natural del paso del tiempo, y de que el efecto entrópico hace de las suyas, nostálgicos de los años 30 han desempolvado la bandera de los tres colores y salen a agitarla contraponiéndola a la rojigualda de siempre. No son muchos, pero ya algunas televisiones se encargan de hacer planos cortos para que llenen la pantalla. El caso es que, si se trata de oponer dos conceptos, no se entiende muy bien, porque la bandera rojigualda al fin y al cabo es tan monárquica como republicana, porque también lo fue de la I República. Es la bandera de la nación, no la de una forma de gobierno. Pero es sabido que los momentos de transición son el tiempo de los demagogos agitadores y de los expertos en intentar arrimar las ascuas a sus sardinas, aunque sea a costa del riesgo de incendiar toda la casa. Muchos de ellos son los mismos que en su día aceptaron esa bandera y la forma monárquica, y nos vendieron entonces el gesto ocultándonos el término oportunismo y sustituyéndolo por el de sentido de la responsabilidad. Imitación de la naturaleza; los camaleones también vuelven siempre a su color natural. Qué lejos les queda aquello que su camarada Carrillo respondió al Rey cuando éste, durante una recepción palaciega, le preguntó si se sentía incómodo allí: “No, señor, porque si usted no estuviera yo tampoco estaría”.
Puede que en muchos se trate de limpios sentimientos, fecundados por la añoranza de viejos testimonios cercanos o por el anhelo de utopías soñadas, pero no cabe aducir argumentos de base dicotómica en rotunda contraposición, como los que se han oído estos días a algún dirigente de no muchas luces, que fijaba una categórica disyuntiva: o monarquía o democracia. Basta echar una mirada al mapa político del mundo, o recordar, por ejemplo, que las leyes de la República prohibían cualquier signo monárquico, mientras que ahora ya se ve. Si todo se apoya en tan débiles razones, no quedan más que las viejas nostalgias. E incluso, en sentido contrario, alguien podría aducir algún tipo de determinismo histórico, porque el hecho evidente es que en los veinte siglos de historia de España se ensayó dos veces la forma republicana y las dos acabaron en guerra civil.
Ningún país de nuestro entorno se cuestiona su forma de Estado; ninguna monarquía se plantea ser república ni al revés. A nadie se le pasa por la cabeza embarcarse en una aventura institucional tan seria para tratar un problema que no existe, porque ya se resolvió en su día con la aprobación general, y más cuando hay preocupaciones mucho más acuciantes y angustiosas que requieren todos los esfuerzos. En tiempo de zozobra no hacer mudanza, dice el clásico consejo, pero en eso, como en otras cosas, nuestros partidos minoritarios son peculiares. No se reconocen a sí mismos sin el coqueteo con el antisistema. Les importa muy poco la estabilidad del país, cuando la estabilidad es el bien primario más precioso, porque es imprescindible para alcanzar todos los demás. Si es que parecen empeñarse en dar la razón a aquel que nos hablaba de nuestros demonios familiares.

sábado, 7 de junio de 2014

Un voto lejano

Se ha votado por Europa con la pretensión de hacernos sentir partícipes de su construcción y lo único que se ha conseguido es formar un revuelo en torno al bipartidismo y a los nuevos efectos del proselitismo de las redes sociales y de ciertos programas de televisión. Poco que ver con la intención que está en el origen de la idea de compartir decisiones con los ciudadanos europeos sobre su propia Unión. Algo sigue sin funcionar en los mensajes y en el modo de presentar este proyecto si se sigue viendo en todos los países miembros como algo secundario. Quizá sea que veinte siglos de enfrentamientos, de peleas, de tópicos, de recelos, de ambiciones territoriales y de ver al vecino como un enemigo, dejan un poso tan hondo y tan difícil de remover que es imposible cambiar en apenas cinco décadas la mentalidad que generó. El votante honesto consigo mismo sólo pudo tener dos opciones: abstenerse de dar su voto a algo que no conoce o tratar de entender el complejo funcionamiento, organización, estructura y funciones del organismo para el que se le pide el voto. Entre esto, entre que no hay país en el que sus ciudadanos no estén de uñas con la clase política, que se trata de unas elecciones a un parlamento lejano y del que no se deriva ningún poder ejecutivo, y que comienza a sentirse un cierto cansancio electoral que incita a hacer una selección de las elecciones a la hora de acudir a la urna, no es de extrañar la recurrente abstención. Extraer conclusiones de los resultados, y sobre todo extrapolarlas, es muy atrevido, porque se trata de votos que no comprometen, votos idóneos para castigar y dar un toque de atención al gobierno de casa. Propicios también para que alcancen su momento de gloria personajes curiosos, ideas extravagantes, utopías de toda laya, líderes ofreciendo las promesas más estrafalarias, porque saben que es imposible que algún día se vean en la tesitura de tener que cumplirlas. En todas las elecciones y en todos los países hay ejemplos de sobra; aquí nos dejaron ahora otra muestra, esta vez fruto del fenómeno del tertulianismo televisivo, y en concreto del empeño machacón de alguna cadena en vender su producto, quién sabe con qué interés.
Lo que resulta decepcionante es el concepto que tienen de Europa quienes dicen trabajar por ella. En ningún programa ni discurso de los que aspiraban a representarla aparece ni de refilón referencia alguna a lo fundamental, a lo que está en su origen y constituye su esencia y su razón de ser histórica: la savia cultural que la ha nutrido y dotado de unos valores compartidos hasta el punto de poder hacer unas elecciones a un parlamento común. Se elude la significación de la Historia. Nos la presentan sólo como un gran mercado de intereses. Les da rubor recordar que Europa es el concepto de democracia, la declaración de los Derechos del Hombre, el juramento hipocrático, el “habeas corpus”, los juegos de Olimpia, la Lógica, el humanismo, la polifonía, la duda metódica, la novela, la primera vuelta al mundo, el "sólo sé que no sé nada". Y eso a pesar de los fanatismos, las tiranías, los progroms, las hogueras y de algunos políticos que nos piden el voto para ella.