miércoles, 30 de julio de 2014

Vuelos trágicos

El sello de este verano es la muerte que viene del aire. En una maldita sucesión de accidentes, fortuitos o provocados, en Ucrania, Taiwan, Mali o en el Índico, el hecho de volar se nos presenta en su verdadera dimensión de riesgo. Por una tormenta en el desierto, por un tifón en el mar, por la brutal estupidez de unos salvajes o por los misteriosos motivos que se ocultan en el océano, el caso es que no se recuerda una acumulación semejante de catástrofes aéreas, como si la ley de la gravedad se hubiese cansado ya de tantas burlas y hubiera decidido dar un escarmiento. Dicen que, según las estadísticas, se produce un accidente cada cinco millones de vuelos; visto de otro modo, que de los aviones que despegan se va a estrellar el 0,70 por ciento. De ahí a la seguridad absoluta hay sólo un paso, pero ese paso no se dará jamás, que por algo pertenecemos al ámbito de lo contingente y de él no podemos salir. Un medio aún más seguro, el ferrocarril, también tiñó de negro el verano por estos mismos días del año pasado. Cuando uno mira esa pantalla donde se refleja el seguimiento de los aviones y ve que apenas queda un espacio donde no haya un puntito, se maravilla de la perfección de la técnica que hace que todo ese enjambre esté en movimiento continuo sin chocar entre sí. Casi parece milagroso que no haya accidentes con mayor frecuencia. Una legislación universal y estricta, con acusada tendencia garantista, los avances tecnológicos o la continua mejora de los aparatos, entre otros factores, hacen que volar resulte un acto relativamente seguro y que sólo cuando ocurre algún hecho como los de ahora nos demos cuenta del riesgo que se conjura cada día. Vienen a recordarnos que la seguridad absoluta es una ilusión, que la vida sería inconcebible sin su componente de peligro y que por muchas y buenas medidas que se tomen siempre queda el azar, y a ese nadie puede reglamentarlo.
Cuando se va en avión sólo existen dos emociones: el aburrimiento y el terror, decía Orson Welles. De lo primero doy fe; las mayores dosis de aburrimiento que he soportado en mi vida están todas asociadas a un asiento en un avión. El terror, que puede no pasar de ser un simple temor, como una prevención de nuestro sistema de autodefensa ante un hecho que en definitiva es antinatural, se convierte en inimaginable cuando todo resulta ya irremediable. Cuando el momento final se hace evidente. Cuántos gritos desgarrados, cuántos nombres gritados en el último instante, cuando el avión ya cae sin control, cuántos recuerdos desesperados, cuántas contriciones de corazón. Nos sobrecogen estas catástrofes porque nos recuerdan nuestra incapacidad para ser dueños de nosotros mismos. Estamos configurados para no lograr jamás el dominio de las líneas que enmarcan nuestra existencia, porque siempre habrá un elemento incontrolado, que es el azar. Cómo contar con él sería la gran enseñanza de la vida, pero tampoco está mal aprender a vivir con él. Alguien ha escrito que el que no deja nada en manos del azar hará pocas cosas mal, pero hará muy pocas cosas.

miércoles, 23 de julio de 2014

El valle del Sella

Mira, amigo, que esta es tierra de largas remembranzas y aún más largos decires al cielo que nos alumbra. Me atrevo a decirlo de una vez: es tierra sagrada. Por estos valles del Sella, el Güeña y el Ponga, hace ya miles de años que se esconden plegarias a todos los dioses, quién sabe por qué. Acaso la debilidad del hombre ante este entorno, que le empequeñece hasta la insignificancia, haya grabado en su espíritu la certeza de que ha de haber alguien que esté de su lado y a quien hay que dirigirse con sacrificios e invocaciones para tenerlo contento. Que al habitante de la montaña no le azuzan los mismos miedos que al de la llanura, ni sus cielos son iguales, ni le rondan los mismos espíritus.
Por aquí el hombre ya sintió la necesidad de crear espacios ritualizados hace veinte mil años. En la cueva del Buxu, ahí, al lado de Cangas, los dibujos geométricos son ideomorfos que exceden la simple finalidad decorativa, y el bisonte y los ciervos que le dieron fama aparecen en una oquedad en forma de capilla, valga el anacronismo semántico. Y no muy lejos, se plasmó la inquietud por lo infinito en el dolmen de Santa Cruz, luego convertido por Favila en templo cristiano, o sea, un lugar sagrado sobre otro lugar sagrado. En esto las continuidades son recurrentes, como si hubiera temor de alejarse de los lugares elegidos por nuestros antecesores, aunque no de sus creencias. ¿Qué significan los dibujos y las líneas rojas grabadas sobre las piedras? Seguramente algo relacionado con la trascendencia del espíritu y con el misterio del más allá. Estamos en el Neolítico, época de descubrimientos técnicos y revoluciones en las costumbres, de reorganización social y de comienzo de la necesidad de fijar lugares donde una generación pueda transmitir a la siguiente sus valores.
Hacia la montaña, los lugares sagrados tienen advocaciones más concretas y mucho más cercanas a la madre tierra. Los vadinienses, ese pueblo que nos dejó en sus estelas funerarias todo un repertorio animista sobre sus creencias de ultratumba, rendían quién sabe qué culto al bien y al mal, a Belennus y a Tarannus, al sol y al trueno. Beleño y Taranes son hoy dos buenos lugares para seguir rindiendo tributo de admiración a la espléndida naturaleza, que todo lo abarca. Quién sabe si el Tiatordos no fue un dios, si por Los Bedules no suena la brisa con acento de plegaria, o si en lo más profundo del bosque de Peloño no suspira aún alguna xana enamorada sin más esperanza que la que pueda traerle la eternidad.
Y luego está, por supuesto, Covadonga, el santuario de los santuarios. Aquí se funden todos los caminos de Asturias. Aquí se mezclan todas las ideas hasta hacerse una. Aquí los símbolos particulares se deshacen para convertirse en símbolo único de todo un pueblo. Pocas veces un hecho histórico ha sido superado tan ampliamente por sus consecuencias como esta batalla, y aun hoy, el visitante que llega aquí, lo hace movido por el eco de aquella lejana llamada. Que sí, que esta es tierra sagrada y trascendente. De reinos que nacen, de osos que devoran reyes, de anhelos monásticos, de llamadas mágicas y de apariciones providenciales. Ándala despacio, amigo, a ver si me das la razón.

miércoles, 16 de julio de 2014

Otra vez Gaza

Suenan las bombas en ese conflicto sin fin que desgarra desde siempre a israelíes y palestinos. Suenan con su mayor acento del lado del más poderoso, pero a cuestas en ambos casos con su carga de inevitable injusticia y efectos indiscriminados. Suenan una vez más como la expresión de dos visiones irreconciliables de la historia y de la realidad, pero sobre todo de un concepto de la vida que en un caso atiende sobre todo a razones pragmáticas y en el otro tiene sus raíces en la palabra de la divinidad. Matar en nombre de Alá con la esperanza de gozar eternamente de una legión de huríes vírgenes tiene difícil antídoto. Responder equilibradamente a quien repite constantemente su voluntad de arrojarte al mar y da muestras continuas de intentarlo, no es algo que se pueda exigir. El abismo entre israelíes y palestinos va más allá de Sara y la desdeñada Agar; es de pensamiento, de carácter y de entendimiento de la vida; puede que también de preparación cultural. Frente a la eterna incapacidad palestina para organizarse en una sociedad ordenada y productiva, los israelíes han convertido su país en un ejemplo de modernidad y prosperidad; frente al fanatismo han desarrollado la libertad de conciencia tras acallar a sus ultraortodoxos; frente a los dogmas han sabido primar el principio de que antes está la persona con sus circunstancias cotidianas.
En un tono de comedia, la película Un cerdo en Gaza describe esta diferente mirada sobre la realidad: una activa y práctica que lleva al progreso, y otra pasiva y negativa que conduce a la frustración y la miseria. Un pobre pescador encuentra en sus redes un cerdo. Nunca había visto uno y no sabe qué hacer con él, pero sí sabe que si alguien se entera va a tener un grave problema. Así todo decide intentar sacarle provecho y trata de venderlo clandestinamente, pero todos se escandalizan y le aconsejan por su bien que lo arroje al mar. Hasta que contacta con los judíos de un kibutz vecino, que no tienen inconveniente en comprarle lo necesario para la inseminación artificial de las cerdas de su granja porcina, cuyo producto venden a los occidentales. También para ellos es un animal impuro, pero una cosa es no poder comer cerdo y otra no poder convertirlo en comida. Ante una misma norma, la intransigencia fanática de unos frente a la visión amplia de los otros; la miseria de la inacción frente al impulso emprendedor.
Es fácil darse cuenta de que sólo esta determinación ha sido y es capaz de mantener a Israel y darle esa dimensión de singularidad entre todas las naciones del mundo. Singular por su nacimiento y por su propia existencia diaria, por su voluntad de ser un país democrático en medio de una zona regida por fanatismos, por verse obligado a alimentar su propia paranoia, porque nadie ha sido condenado como él a vivir bajo una amenaza permanente, con dudas continuas sobre su futuro, y a tener que sacudirse cada día la sombra de un complejo de culpabilidad. Forzado a vivir con la incomprensión de las apoltronadas democracias europeas y de su autodictada corrección política, sin que valoren su labor de muro de contención del extremismo islamista. Singular, desde luego.

miércoles, 9 de julio de 2014

Donde el Nalón muere

El Nalón, cuando atisba ya su desembocadura, parece un río cansado, como si soltara un suspiro de alivio ante su inminente entrega. Se abre, se serena, recibe al Narcea con indiferencia y no le importa afeminarse el nombre convirtiéndose en ría. No es que tenga muchos motivos, apenas 130 kilómetros, poco para un río que se precie, pero el ser el más largo de Asturias, y aun de todo el Cantábrico, es un título que exige su esfuerzo. Y eso que ya no lava carbón ni soporta gabarras. El caso es que cuando por fin se libera de las revueltas que ha de dar por la Asturias central y llega a la llanura costera, se encuentra fecundando tres concejos: a la izquierda, Muros de Nalón; a la derecha, Soto del Barco, y en el centro, Pravia.
En Pravia decidió el rey Silo, un día del año 774, instalar la corte del apenas recién nacido reino asturiano. No era mala elección. Además de ser sus tierras, aquí había una vía romana que facilitaba las comunicaciones y un río que posibilitaba la salida al mar. Levantó un palacio, del que nada queda, y una iglesia dedicada a San Juan, que hoy constituye el ejemplar más antiguo del prerrománico asturiano y, desde luego, uno de los pocos bien documentados en cuanto a su autoría: Silo princeps fecit, se lee en su famosa piedra laberíntica. Y además, el buscador de emociones románicas tiene allí un precioso calvario, a pesar de las cicatrices que le dejaron los salvajes que lo quemaron durante la guerra.
Puestos a seguir, uno puede elegir el Aranguín, que es un río que hace honor al valle de su nombre en diminutivo, un río de pocas ambiciones y mucha belleza. Sus apenas 20 kilómetros dan para mucho. Por ejemplo para formar un espacio abierto y apacible que parece resumir el paisaje rural asturiano: pequeñas aldeas diseminadas a lo largo de las orillas, entre praderías y campos de cultivo, quintanas, hórreos, maizales y bosques. Por el Narcea, el valle se hace vega majestuosa, como si por allí anduviera un río centroeuropeo. Este es uno de los paraísos de los amantes del anzuelo y el sedal, que aquí vienen con la esperanza puesta en el salmón o, en todo caso, en la trucha. Cuando el Narcea llega a Forcinas muere suavemente, sin entender por qué le han hecho la jugarreta de tener que ser un afluente, a él, que es uno de los ríos más largos del Cantábrico.
Y hacia el mar, encontrará varias colinas como aquella en la que se detenía un arzobispo de Valencia, asturiano él, que cada vez que regresaba a su pueblo, al llegar aquí y contemplar este paisaje, ordenaba a su secretario: "Descabalga y arrodíllate. Estás en el paraíso". Algo parecido debió de pensar Rubén Darío cuando, a instancias de Pérez de Ayala, lo visitó por primera vez en 1905, porque después volvió durante tres veranos más. Se asentó en San Esteban, en Riberas y en San Juan, donde se cuenta que pasaba los días escribiendo, bebiendo ginebra con hielo que se hacía traer todos los días desde Oviedo, y haciendo cosas como bañarse desnudo por la noche en la playa. Al fin y al cabo estaba en un paraíso, según el arzobispo. Claro que eso no contribuía mucho a menguar su fama de bicho raro.

miércoles, 2 de julio de 2014

Los Arribes del Duero

Contemplado desde cualquier atalaya a su vera -Soria, Toro o Tordesillas, por ejemplo- , el Duero no ofrece la imagen del río de fiera frontera que fue durante aquellos duros e inciertos años en que las aspiraciones de un pequeño reino quedaban detenidas ante él. Un paralelo natural que, cuando se traspasó definitivamente, se quedó en lo que siempre fue: un perezoso andarín que se desliza desganadamente con su carga de fecundidad a cuestas. Río de viñedo y cereal, pausado como los romances que le cantan y sereno como el románico que tanto lame, hasta que, despertado de golpe de su largo y plácido sesteo por la llanura castellana, se encuentra con que la tierra comienza a inclinarse hacia el mar y ha de adaptarse rápidamente a este difícil paso; ha entrado en los Arribes.
Desde la Vía de la Plata, el camino que se desvía hacia la tierra de Sayago es camino de pueblos con hermosos sufijos en diminutivo, como una amable bienvenida al caminante: Fornillos, Bermillo, Fresnadillo, Sobradillo, Malillos. Es también camino para lingüistas, que tienen aquí motivos de estudio sobre la pervivencia de un viejo dialecto, el sayagués. Y para tomar un vino de recio color y brava catadura. En Fermoselle puede verse un sugestivo laberinto subterráneo de bodegas con arcos de granito, que hay quien remonta, aunque sin mucho fundamento, a época romana. Llegado aquí, ya se acerca a los Arribes.
Un pequeño barco acristalado e insonorizado, que parte de un embarcadero en la orilla portuguesa, cerca de Miranda de Douro, lleva al visitante por el río durante un trayecto de unos seis kilómetros. Es un paisaje fluvial magnífico. El Duero corre encajonado entre las dos orillas, salvando el desnivel entre la meseta y la llanura. Si no fuera porque las presas lo regulan, sería un torrente. Las dos paredes de roca llegan a alcanzar una altura de cuatrocientos metros, con lo que el mundo entero parece haber desaparecido tragado por el cielo. Vuelan águilas reales, ratoneros, milanos, alimoches, chovas, halcones y buitres. Los aficionados a la ornitología se vuelven locos alternando los prismáticos con el bloc de notas. Impone el silencio, roto tan sólo por el clic de las cámaras fotográficas. Este viajero quiere matar algo de su ignorancia y hace una pregunta al que tiene a su lado, pero ve que no es bienvenida y se dedica a seguir mirando el paisaje. Realmente las palabras estorban.
Fornillos de Fermoselle es un pueblecito de 70 habitantes, situado en el confín de España, a un kilómetro de los Arribes, en medio de un paisaje agreste y solitario. La agricultura aquí es de subsistencia y de mucho trabajo. La disposición del terreno y el rigor del clima obligan a crear bancales, en los que se ven olivos, almendros y viñas. Quizá pueda tener en el turismo un buen complemento, al menos así lo ha entendido una joven pareja, que decidió que aquello era su mundo y entre los dos habilitaron una vieja vivienda y la convirtieron en casa de turismo rural. Este viajero, que ha disfrutado en ella de un ambiente familiar y de una comida abundante y sabrosa, les desea de todo corazón el mayor de los éxitos.