miércoles, 24 de junio de 2020

El mago y el político

¿Y si nuestros políticos aprovecharan la ocasión para cambiar radicalmente sus modos de comportamiento? ¿Si se guardaran sus insultos y sus odios, si tratasen de darnos un poco más de sosiego y procurasen señalarnos un camino esperanzador que nos ilusione a todos? Es una nueva etapa ¿no? Una nueva normalidad, nos dicen. Pues qué mejor ocasión para que también las conductas sean nuevas. Algo nos habrá enseñado este momento en que nos hemos visto asomados al abismo y contemplado de cerca la negra cara de la muerte y, ahora, la del desastre económico. Que se callen las gargantas envenenadas por el resentimiento y la insidia, y las voces de tono amenazante, y todos los que pretenden destruir lo que hay para imponer su particular orden; que hablen los que tengan voz serena y palabras de verdad que reconforten nuestros ánimos; que se oiga alto y fuerte a quienes luchan por conseguir que embustero deje de ser sinónimo de político. Necesitamos oír palabras como concordia, respeto, comprensión, y otras como autoestima, conciencia nacional, patria. 
Hay mucho esperando por hacer y hay que hacerlo bien. Es el momento de los espíritus fuertes y despegados de todo lo que no sea el bien general del país. La nueva normalidad que se pide debería ser sobre todo una nueva normalidad política, y para ser nueva tiene que ser distinta en sus modos de relación entre sus componentes, en sus formas y en sus afectos por la casa común que nos acoge. Sobran los que invocan continuamente a nuestros demonios familiares y los que llevan en cada una de sus palabras la semilla de la cizaña contra otros; sobran los falsarios que viven de una forma contraria a lo que predican; sobran los charlatanes de la falacia y el autobombo. Qué bien venida sería una nueva normalidad así. 
¿Y si se reuniesen todos dejando los prejuicios a la puerta, limpios de resabios y con la voluntad de aceptar las propuestas más convenientes al bien general sin mirar de quién proceden? ¿Si se propusieran por una vez dominar los egos, dignificar las formas, elevar los mensajes y darnos a todos un aliento de optimismo? ¿Si los políticos maleducados e ignorantes, los que mienten, engañan y crispan no obtuvieran ni un solo voto? Hay algunos a los que habría que pensárselo bien antes de darles alguna dosis de poder, porque lo ejercerán según sus filias y fobias personales. Alguien lo plasmó en una imagen que constituye una crítica demoledora al oficio: el mago hizo un gesto y desapareció el hambre; hizo otro gesto y desapareció la injusticia; hizo otro gesto y desapareció la guerra. El político hizo un gesto y desapareció el mago.

miércoles, 17 de junio de 2020

La hora de los necios

Vemos ya poco a poco la salida de la crisis del coronavirus y, como si no pudiéramos vivir ni un momento sin alguna tensión social, enseguida nos sirven otros conflictos más o menos artificiosos, envueltos en eternos enredos ideológicos, que en definitiva son propios de nuestra condición de sociedad con el estómago lleno e incapaz de diferenciar la esencia del puchero de la espuma que lo cubre. Vayan dos ejemplos de estos días. 
Una distribuidora cinematográfica ha decidido eliminar de su lista la película "Lo que el viento se llevó" por su contenido racista, dicen, y porque algo material les irá en ello, digo yo. Coincide esto con la oleada iconoclasta que derriba estatuas creyendo derribar la historia y tratando de convertir treinta siglos de existencia en una página en blanco. No es probable que estos nuevos inquisidores del pasado se muevan por ideales puros e incontaminados, y en todo caso demuestran una soberbia infinita. Juzgar a las generaciones que nos precedieron con los criterios morales de hoy es perverso; creernos superiores a ellos indica un matiz de mala conciencia. Qué atribuciones tenemos para corregir el pasado. Cómo podemos erigirnos en jueces de lo que otros hicieron según su propia visión del mundo. Todas los hechos tienen sus causas y su sitio en el tiempo; al fin y al cabo, tanto ética como moral se derivan del concepto costumbres, uno en griego, ethos, y otro en latín, mores. Yo confieso que nunca he visto entera "Lo que el viento se llevó". Lo intenté dos o tres veces y en ninguna logré pasar de la mitad. Ahora prometo verla hasta el final. 
Y ahí está la voluntad redentora de esa señora que hace de directora del Instituto de la Mujer, que es uno de esos organismos oficiales para la igualdad que marcan la desigualdad, al menos mientras no exista un Instituto del Hombre. Pues esta dama, una tal Beatriz Gimeno, ha puesto a funcionar su poderosa inteligencia y hallado un procedimiento que puede aliviar el agobiante problema de la igualdad entre niños y niñas que nos tiene sin dormir a todos los ciudadanos. Ha advertido a una empresa de decoración del daño que está haciendo a nuestros pequeños fabricando cartelitos para colgar en la puerta de sus habitaciones diciendo, por ejemplo, "Aquí duerme una princesa" o "Aquí duerme un pequeño héroe". Ya ven, hasta en nuestros dormitorios se meten en aras de la corrección política. No sé cuántos de nosotros no habremos llamado alguna vez princesitas a nuestras niñas y a nuestros niños campeones o algo así. Qué gran descuido. Merecemos una buena penitencia por nuestra inconsciencia.

miércoles, 10 de junio de 2020

Lo que el virus nos dejó

Ante todo nos ha dejado unas treinta mil ausencias definitivas, cada una con su drama añadido por la angustia de imaginar cómo se produjo el tránsito. Una terrible huella que oscurece todas las demás que ha traído consigo este tiempo de dolor y miedo. Eso es lo más evidente que nos ha dejado a cada uno: el miedo, la constatación de que este miedo nuestro es el mismo de antes y de siempre, desde el Paleolítico hasta hoy, a pesar de todas las defensas que hemos ido acumulando contra él. Ahora se nos hará más presente la idea que más fuertemente se ha instalado dentro de nosotros en estos días: la de nuestra fragilidad. 
El virus nos dejó también una secuela de evidencias y contradicciones, empezando por un poso de inseguridad ante el futuro y de temor porque pueda resurgir en otoño. Igualmente nos ha dejado oportunidad y motivo para replantearnos cuestiones que venían de su mano y que quizá sin él hubiéramos dejado pasar. En los largos días del encierro, cuando el exterior no era más que un espacio para contemplar con nostalgia desde una ventana, hubo tiempo para admitir, por ejemplo, la certeza de que estamos a merced del azar y que para el universo tenemos tanta importancia como una oruga. Al mismo tiempo nos ha enseñado a valorar mejor sentimientos como la amistad y las relaciones cercanas; a apreciar más la rutina de las cosas cotidianas; a descubrir la nostalgia como un escudo defensivo ante la agresividad del presente, y a calibrar el verdadero valor de la libertad, eso que por tenerla nunca apreciamos en toda su dimensión. 
Nos dejó, además, la ocasión de conocer a nuestros políticos en su auténtica realidad y a desenmascararlos a través de sus decisiones y de su actitud ante una emergencia general de muerte y dolor. Hemos podido ver quiénes trataron de aprovechar la desgracia para promocionar su imagen pública anteponiendo soluciones demagógicas a las verdaderamente eficaces, aunque más impopulares; quiénes trataron de alzarse con el símbolo de la lucha contra la epidemia mediante un torticero manejo de su imagen y quiénes trabajaron en silencio con el pensamiento únicamente puesto en el bien general; quiénes procuraron actuar en conciencia y quienes echaron mano de engaños y medias verdades. Para quiénes el dolor ajeno no es más que una molesta circunstancia que puede tener reflejo en las urnas; quiénes son los que más recurren a las falacias en sus argumentaciones; quiénes los que más insultan y los que más mienten. Sí, hemos podido ver su verdadera imagen. En momentos de zozobra tiende a aflorar el verdadero rostro de las cosas.

miércoles, 3 de junio de 2020

Lo que el virus se llevó

Por encima de todo, las vidas de miles de conciudadanos, en una trágica lista que aún está sin cerrar. Nos los llevó con las formas de una plaga bíblica, con sorpresa y sin sentido alguno que nos permitiera rebajar un poco nuestra impotencia y aliviar en algo nuestro miedo y dolor. Nos ha dejado sin lo más valioso de una sociedad, la vida y la felicidad de muchos ciudadanos, y eso, por supuesto, es lo primero que hay que lamentar. Pero a su rebufo, el maldito virus se ha llevado otras muchas cosas que formaban parte de nuestra cotidianeidad y configuraban en buena parte nuestra conducta en la vida. 
Se ha llevado, por ejemplo, la actitud despreocupada que siempre tuvimos de forma natural ante lo que nos rodea. Lo que antes era inofensivo o simplemente indiferente, ahora es visto como un enemigo escondido que puede morder sin avisar. Esa es una de las certezas que nos ha sido arrebatada: la de la entrega confiada a lo que siempre constituyó parte de nuestra vida diaria. Nos preocupa que las cosas que antes no nos preocupaban nos preocupen ahora. 
Se llevó también la sensación que teníamos de ser poco menos que invulnerables. Quizá llegamos a creer que el poder sobre el mal era el estado natural del ser humano o que acaso teníamos un derecho inalienable a vivir en él, concedido por algún dios que no conocemos. Y no. Nuestra fragilidad se nos ha mostrado en toda su realidad. Se ha debilitado buena parte de nuestra fe en el poder de la ciencia para acabar con plagas universales que nos parecían de otros tiempos. Siguen aquí y sin respuesta inmediata. Cada victoria sobre ellas es parcial, porque por cada una vencida surge otra distinta. 
El virus, aunque sea momentáneamente, nos llevó también los abrazos y los besos, las manos que se estrechan, el acercamiento confiado, los últimos adioses. Y en nuestros momentos oscuros, cuando nos ronda la sombra de la desesperanza, nos damos cuenta de que nos ha llevado cosas que creíamos tener aferradas en propiedad y solo eran prestadas; por ejemplo, la certeza de que mañana el sol saldrá igual que hoy. 
Pero también, paradójicamente, nos ha llevado el miedo ancestral a un enemigo que solo conocíamos a través de las páginas más terribles de la Historia y cuyo solo nombre helaba el corazón: epidemia. Ahora lo hemos tenido ante nosotros; hemos podido hacerle frente; sabemos de él y conocemos las sensaciones que produce. Nos ha enseñado sus puntos vulnerables y las armas que tenemos contra él. Podemos estar seguros de que en algún momento volverá bajo una u otra forma, como siempre, pero cada vez causará menor daño.