miércoles, 27 de junio de 2018

El fútbol como evasión

Viene bien el Mundial para hacer que la actualidad dirija su mirada hacia otro lado y evitar por unos días su habitual cara, tan fea casi siempre y tan poco dada a ilusiones y esperanzas. Llegan, claro está, los ecos del mundo, que sigue girando, con sus cambios de gobierno, sus crisis migratorias y con las ya habituales payasadas del muñeco de guiñol catalán, que vive en un país que solo existe en su imaginación; debe de ser duro creerse hasta el fondo sus propios delirios y encontrarse cada día con que la realidad va irremediablemente por un camino distinto. Es este un ruido que no calla nunca, pero ahora el balón lo debilita casi todo con su poderosa presencia. La atención se la lleva la eterna fijación del hombre con el juego, ya se sabe, el ser mejor que otro, más rápido, más técnico, más resistente, más de todo. No es tan solo el famoso pan y circo. Es una expresión generalizada de las distintas formas de soltar ataduras de la realidad y de abrazarse a la ilusión de un triunfo que pondría a los suyos en la cima del prestigio y el respeto de todo el mundo del deporte y aun de otros mundos. Los estadios se convierten en una vocinglera manifestación tribal, en la que la autoafirmación de la propia identidad y del terruño de origen adquiere caracteres de declaración solemne de un compromiso irrenunciable que ninguna derrota puede debilitar.
El fútbol es un compendio de todas las actitudes humanas que vemos dispersas por otros ámbitos, solo que aquí reunidas en un todo: pasión, victimismo, subjetividad, emoción, patriotismo, euforia, depresión, venganza, decepción, gloria, fracaso, orgullo, cielo e infierno. Produce cierta conmoción ver los primeros planos de los rostros de algunos aficionados, sobre todo de los países suramericanos, ante la derrota de su selección. No puede haber imagen más exacta de la desolación; una tristeza infinita, una decepción inconsolable, unas lágrimas rebeldes que no es posible contener, una mirada que parece no comprender cómo la vida podrá seguir después de eso. Está exactamente en el mismo grado de desmesura que la exaltación por la victoria, solo que en el otro extremo y sin los efectos catárticos de esta.
Por lo visto, este Mundial es el de la rebelión de los débiles, según los resultados que se están dando en algunos campos. O sea, que la alegría y las lágrimas se reparten con más equidad que hasta ahora y los que siempre hacían de patitos feos pueden lucir por un momento imagen de cisne, al menos en lo que llevamos de competición, pero se estrellan contra la lógica. En toda su historia, solo ocho países ganaron el Mundial, así que viene a ser un club exclusivo, de acceso muy exigente, no propicio a ingresos por simples circunstancias casuales.
En el medio del camino, la mitad de los participantes ya ha vivido todas las emociones que podían vivir en el Mundial, pero al menos dieciséis países seguirán con la atención atrapada por el balón. Pues bienvenido sea si contribuye cambiar por unos días los titulares de la actualidad. Y si luego se consigue el final deseado, vendrá a ser como un tónico reconstituyente que aliviará por un tiempo algunos achaques del cuerpo social.

miércoles, 20 de junio de 2018

El Mundial

Ya estamos otra vez en tiempo de Mundial para gozo de millones de aficionados futboleros y ganancia de monopolios televisivos, prensa deportiva, agencias de viajes, bares de caña y televisor y de esos medios que buscan siempre sus titulares en las polémicas más insignificantes. Es el Mundial de fútbol, por supuesto, el Mundial por antonomasia; es un adjetivo que aquí ha alcanzado categoría de sustantivo para designar exclusivamente al campeonato cuatrienal de fútbol en el que participan países de todos los continentes. Hay otros Mundiales, pero siempre son de algo; solamente este no precisa complemento alguno.
El fútbol, tomado como deporte, debe de ser la disciplina que más entendidos tiene y la que cuenta con más expertos, según parece por lo que se oye en cualquier reunión, pero lo que supone como fenómeno configurador de emociones masivas resulta un hondo misterio sin explicaciones claras. Unos hombres con una pelota en un campo y millones de sentimientos desatados, a veces hasta el límite, en un ámbito en el que todo es desmesura, desde las cifras a las palabras. Un juego al que se le han conferido conceptos épicos y dotado de terminología guerrera; aquí hay combate, estrategia, defensa y ataque, disparos, capitanes y hasta la idea suprema de toda lucha: la de que de su resultado depende el honor patrio. Puede, y así lo ha hecho en numerosas ocasiones, levantar la dignidad de una nación al dotarla de un motivo de orgullo del que carece en todos los demás campos, y de ahí la atención con que lo han mirado muchos dirigentes políticos. Otros lo utilizan para sus propios fines, a veces de forma tan descarada que cae en la obscenidad, incluso en gobiernos que se tienen por democráticos. Aquí en España basta recordar cómo se rotuló un gol de la selección en un partido del Mundial de 1986, a cinco días de las elecciones. ¿Qué tendrá este espectáculo, de concepción tan infantil, para exaltar los pensamientos más equilibrados hasta la hipérbole y convertir en borrosa la línea que advierte de la caída en el ridículo? Cuántas sandeces se han escrito bajo la penumbra de no se sabe qué nube de pasión. Por ejemplo la de Alberti sobre un tal Platko, un portero húngaro que debió de agitarle la emoción lírica y le dedicó una oda de gran visión profética: "Nadie se olvida. / El cielo, el mar, la lluvia lo recuerdan... / No, nadie, nadie, nadie, / nadie se olvida Platko." O aquella otra de Benedetti, que elevó una infracción de Maradona a la categoría de sexta y definitiva vía tomista: "Aquel gol que hizo a los ingleses con la ayuda de la mano divina es, por ahora, la única prueba fiable de la existencia de Dios". De Zarra se dijo que era la mejor cabeza de Europa después de la de Churchill, y hay por esos mundos locutores que parecen entrar en un teofánico trance verbal, hasta agotar todos los registros del idioma, por un simple pase de su ídolo.
El fútbol es, quizá, misterio, emoción y hasta retazos de arte que se deshacen en el instante para permanecer tan sólo en el recuerdo y luego en la leyenda. Pero sobre todo es pasión instantánea que se reaviva constantemente sin necesidad de ningún estímulo, acaso el único fenómeno capaz de aglutinar pasiones planetarias en un denominador común. Esta tarde buena parte del país se detendrá para ver a los nuestros pelear contra los iraníes. Esto es fútbol, eso que alguien definió como la bagatela más seria del mundo.

miércoles, 13 de junio de 2018

Nuevo gobierno

Siempre que se produce un cambio de gobierno, sobre todo si es tan sorpresivo como este, se levanta un clima de expectación y de esperanza, incluso en los que se creen inmunizados contra ella por el escepticismo, aunque es más en los medios que en la calle. Y si además se nos presenta con peculiaridades que nos quieren hacen ver como novedosas y con dos o tres llamativos aderezos, más cercanos a lo pintoresco que a lo esencial, esa sensación de espera expectante se refuerza. Será breve, eso sí, porque toda burbuja es efímera, porque la realidad jamás se esconde ni deja de imponerse, porque pronto asoman las cuentas a saldar y las prestaciones a exigir y porque al día siguiente se muestran ya las debilidades de los nuevos miembros del gobierno y las primeras tonterías que dicen. El catálogo de ellas comienza a llenarse allí mismo; incluso hay alguna ministra que ya lo trae medio lleno de una etapa anterior. Pero mientras dura el corto idilio entre la sociedad y sus nuevos dirigentes, todo tiende a alimentar un razonable clima de optimismo y un cambio en las actitudes críticas de uno y otro signo. Los mismos que pedían el cielo al gobierno anterior para descalificarlo porque no se lo daba, se vuelven de repente razonables en sus exigencias y cantan como un ejemplo de buen quehacer cualquier decisión insignificante que apenas afecta a nadie. Se ve fácilmente en los medios. Algún periódico vuelve a recuperar ese carácter de oficioso diario gubernamental que tenía y a resucitar sus editoriales ditirámbicos, mientras otros comienzan a economizar palabras elogiosas y a agudizar su espíritu más crítico.
Al final todo volverá a su sitio y quedará envuelto en la rutina del vivir diario, como siempre, y aflorarán pronto otra vez las quejas y las reivindicaciones de casi todo, por insignificante que sea, y se callarán los motivos para estar satisfecho del país y la sociedad en que vivimos, que son muchos y fuertes. Somos un pueblo que no se acostumbra al sosiego durante largo tiempo. Tampoco a la tormenta, pero sí a un oleaje constante que nos permita sacar a flote las pequeñas tensiones, como si los principios contrapuestos de la continuidad y el cambio fuesen el motor con que tratamos de caminar hacia el progreso como sociedad. Un nuevo gobierno es una esperanza efímera, que pronto será objeto de críticas, incluso suponiendo que no tenga entre sus objetivos acabar con todo lo positivo que haya hecho el anterior, que no sé si será este el caso. Algunas promesas hay por ahí que mejor sería que fuesen repensadas.
No le va a ser fácil mantener ese aire de buena intencionalidad primeriza durante mucho tiempo. En la práctica, la legitimidad de acción de un gobierno nace de la sensación generalizada de que es el que han decidido los ciudadanos, y aquí nadie ha elegido a nadie. Con tan precaria situación parlamentaria, sin programa que cumplir y con tantos pies amigos que evitar pisar, toda su acción de gobierno tendrá que moverse probablemente en la superficialidad de los gestos y en aprovechar, sin que lo parezca, la estela del anterior, al menos en lo que pueda beneficiarle. Lo demás se quedará en declaración de intenciones.

miércoles, 6 de junio de 2018

El presidente que contentó a todos

Ya es difícil dejar contentos con un programa de gobierno a casi la totalidad de los partidos del parlamento, nada menos que a 22, entre ellos esos minipartidos que nunca se contentan con nada. La sonrisa de satisfacción que había en la cara del protagonista tras la votación debía de tener algo de rictus. Solo una ambición de poder cegadora o una desmesurada percepción de sí mismo pueden hacer que alguien se quede satisfecho por haber logrado contentar a la vez a veintidós partidos tan variopintos. Es para echarle al menos una mirada de recelo. Algo falta o sobra en el esquema. Pero el caso es que ya tenemos de nuevo en la Moncloa al partido que metió a España en la mayor crisis económica de los últimos tiempos, y eso a pesar de que los españoles le dijeron varias veces en las urnas que no lo querían. Una de esas conjunciones inverosímiles en el siempre incomprensible universo de la política, capaces de propiciar acuerdos impensables, esos que están hechos de deslealtades, amores antinaturales, palabras falsas y sonrisas traidoras. Nadie pone en cuestión que la llamada democracia representativa sea democracia, pero que se articulen medios para dejar a las minorías en el lugar que les corresponde por su representatividad también lo es.
El nuevo presidente no va a encontrar el camino de gloria que seguramente soñó en su febril empeño. Desde luego nadie le negará que ha conseguido un hecho atípico en las crónicas de la democracia: ser presidente de un país sin haber ganado nunca unas elecciones y sin siquiera ser diputado, pero justamente por eso siempre estará bajo la sombra de su peculiaridad de origen y con una pesada carga de agradecimientos sobre sus espaldas. Por supuesto, hay que darle suficiente margen de confianza y tiempo para que pueda demostrar sus cualidades como gobernante, que seguramente las tiene, pero de momento tendrá que contar con las escasas simpatías que despierta alguien que es capaz de aliarse con quien sea con tal de llegar al poder y lo que esto indica como síntoma de una ausencia de principios y convicciones. Además, tal como reflejan los sucesivos resultados electorales, en el plano personal no resulta atractivo para muchas gentes por su aire algo chulesco y prepotente, la altivez con la que trata de ocultar sus contradicciones, su sonrisa impostada o su irritante tono condescendiente.
Alguien ha escrito que entre un deseo y un arrepentimiento casi siempre hay lugar para una necedad. Ojalá no sea este el caso y el nuevo presidente nos descubra agradables sorpresas, pero habrá que ver qué pasará cuando tenga que empezar a pagar las facturas, teniendo en cuenta la rapacidad de semejantes acreedores. Con ochenta y pocos diputados, sin mayoría en el Senado y sin presencia en el Congreso, qué concesiones habrá de hacer, cuántas promesas secretas que cumplir, qué letras que satisfacer, cuántos cambalaches que urdir y cuántos conceptos que traicionar para mantenerse aferrado a su tan anhelado sillón. Lo malo será que esas facturas no las pagará él; las pagará el país, o sea, nosotros. En fin, que todo nos salga bien, que a todos nos va en ello buena parte de nuestras vidas y haciendas.