miércoles, 29 de septiembre de 2021

Ahora el volcán

Ahora que el coronavirus comienza a retirarse por fin después de dos años de infundirnos temor y de alterar nuestras vidas, aparece el volcán, también nacido de repente, sin habernos dado nunca asomos de su existencia. El mal absoluto encarnado bajo dos formas opuestas con el mismo fin destructor; lo invisible y lo gigantesco empeñados en mostrarnos nuestra condición de seres débiles e impotentes ante cualquiera de sus salidas de tono. Las imágenes del volcán de la Palma no necesitan palabras; resultan fascinantes en su misma terribilitá. Su presencia pavorosa y sus efectos devastadores no permiten más descripción que su propia contemplación. Una montaña coronada de fuego, vomitando materiales incandescentes y lanzando una columna de humo y ceniza hasta la misma estratosfera, viene a resultarnos un símbolo recordatorio de nuestra propia contingencia; en el fondo, tal vez una alusión al acontecimiento telúrico final que está escrito en nuestros genes culturales. El misterio de las entrañas incandescentes de la Tierra siempre fue una incitación a buscar la trascendencia de lo sobrenatural en el inframundo. Las herramientas de Vulcano están presentes en las reuniones de los dioses, se lee en la Ilíada.

No ha habido víctimas, pero encoge el ánimo contemplar la desesperación de quienes están viendo desaparecer todo lo que tenían. Ante el dolor, sea propio o ajeno, nuestros sistemas internos alertan sus defensas y tratan desesperadamente de racionalizar lo irracional. Las actitudes van desde el rechazo, que le hace sumirse a uno en el absurdo de la propia existencia, hasta la rebeldía ante la propia impotencia o hasta la resignación, que no es más que la forma última de consuelo. Y en el caso de la desgracia ajena, siempre con lo mejor de nosotros destilando solidaridad y comprensión hacia quienes no habían hecho más que vivir allí. La naturaleza nos cobra de vez en cuando su terrible tributo sin que podamos saber por qué. Habitamos una casa inacabada, sin certificado de habitabilidad y en continuo proceso de estructuración, y de nada valen las preguntas, porque todas habrán de tener un carácter metafísico. La naturaleza no sabe de afectos; tratamos de tenernos por hijos suyos, pero ella obedece tan sólo a sus propias leyes, y no a las que se asientan en nuestro corazón. Las explicaciones de las causas físicas tratan de hacernos comprender el porqué de lo que vemos, pero los sentimientos tienen otra dimensión: la que nos impulsa, viendo esos rostros demudados, a sentirnos cómplices de su dolor y a ayudarlos en lo que podamos.

miércoles, 22 de septiembre de 2021

El hombre de la montaña

Se cumplen este mes treinta años del que sin duda es uno de los hallazgos más importantes en lo que se refiere a la historia de nuestra especie, aunque solo sea por lo que descubre de nosotros de forma directa y totalmente natural. En una zona helada de las montañas del Tirol se había encontrado el cuerpo de un hombre muerto hace unos 5.300 años. El frío lo conservó de tal modo que ha llegado hasta nosotros prácticamente intacto, con la carne algo amojamada, es verdad, pero entero, y hasta con restos de ropa y calzado. Los primeros exámenes ya nos dijeron que se trataba de un hombre joven, acaso un cazador perdido o tal vez un fugitivo de algo. Hoy se sabe ya casi todo sobre él en lo que atañe a su cuerpo y a su forma de vida. Él no lo supo jamás, pero es el ser humano más antiguo que conocemos en toda su integridad; si hubiera querido habría podido ver cómo se fundían los primeros metales o cómo nacía la escritura con las primeras tablillas de arcilla en Mesopotamia.

Creo que debe de suponer un hermoso sentimiento nuevo contemplar a este hombre, que reposa en un museo de Bolzano. Nunca ningún fantasma del pasado ha llegado desde tan lejos por sí mismo, no fabricado por sus contemporáneos ni hecho por la voluntad de nadie para testimonio de nada. Aquí no valen imaginaciones ni adornos; así éramos. Este hombre, a quien la casualidad ha permitido ofrecernos su postura en el momento de su lucha final, entre el frío el dolor, no murió en lecho de plumas, ni fue embalsamado con áloe y mirra, ni se le acompañó con joyas de oro, ni se selló su tumba para que los ladrones no perturbaran su gran viaje. Ni siquiera nos dejó su nombre; le hemos puesto Ötzi por el lugar en que se halló.

¿Quién era este hombre? ¿Qué creencias tendría, qué sentimientos, qué visión del mundo? ¿Cuáles serían sus ilusiones en la vida? ¿Tendría alguna inquietud espiritual, distinguiría algo en su conciencia? ¿Se preguntaría sobre la noche y sobre el universo, se sentiría a sí mismo sujeto de trascendencia? A veces uno cae en la tentación de lamentar que la humanidad haya tardado tanto en poder apresar la palabra. Cómo nos gustaría conocer todas las que este ser pronunció en sus momentos vitales más álgidos, cuando amaba o discutía o hablaba con sus hijos. O a quién fue dirigida su última palabra cuando sintió la soledad de la muerte ya inevitable sobre el lecho de nieve. Hoy, cincuenta siglos después, si nos miramos bien por dentro reconoceremos que estamos en el mismo punto en que él lo dejó y que parece que nos ha sido asignado de forma permanente: indefensos ante la angustia del instante final y sin haber avanzado nada en el conocimiento del misterio de la vida y la muerte.

miércoles, 15 de septiembre de 2021

La nueva banca

Tiene uno la impresión, más bien la certeza, de que los bancos se mueven siempre dos pasos por delante de los demás negocios en lo que se refiere a tomar posiciones para sacar provecho de la circunstancias de cualquier momento. Y también varios pasos por delante en la lista de antipatía entre los ciudadanos, aunque esto sea en dura competencia con otros sectores de servicios. Estamos indefensos ante sus imposiciones y aun más ante la subida continua de gastos y comisiones por sus servicios, que abarcan media página de términos de un diccionario: de apertura, de mantenimiento, de cancelación, de cambio, de transferencia, de cobro, de pago y de cualquier cosa que hagan. Eso sí, en general suelen ser más altas cuanto más bajos son los saldos de las cuentas, o sea, con los más débiles económicamente. Ahora, además, han convertido a sus clientes en mano de obra gratuita. Le dan a uno unos cuantos códigos, le cargan una aplicación informática, le recitan las ventajas que va a tener con la nueva operativa y a hacer en su casa lo que sus empleados le habían hecho siempre.

Un banco es ese negocio que todos quisiéramos tener, yo creo que incluso Brecht, que escribió aquello de que hay algo más grave que atracar un banco, y es fundarlo. En definitiva consiste en cobrarnos por prestarle nuestro dinero y en prestarlo él a su vez a otro y cobrarle aún más. Si le parecen pequeños los beneficios, recurre a cobrar más a sus clientes por cualquier pretexto, y, cuando está en apuros, al dinero de los contribuyentes para sanearse. Es decir, a los mismos. Bien es verdad que a veces socializan sus ganancias en forma de intervenciones culturales, lo que no está nada mal, aunque es de suponer que algo ganarán a cambio. Voltaire escribió una frase malévola que se hizo famosa: si alguna vez ves saltar a un banquero por una ventana, salta detrás; seguro que hay algo que ganar. Puede que en algunos casos su nombre pueda relacionarse con la cultura, pero hay otros términos mucho más asociados, como beneficio, ganancia, lucro, y otros más tradicionales: codicia, usura, especulación.

Y además, nos han ido dejando cada vez con menos opciones donde elegir. Qué tiempos aquellos en que había docenas de bancos de todos los tamaños, locales, regionales y nacionales, cada uno con su estilo y su propio concepto de cercanía al cliente. Ahora tres o cuatro tiburones se han ido comiendo a todos los pececillos y se han convertido en verdaderos tiranos de un mar en el que todos nos vemos obligados a nadar. Estamos en sus manos, indefensos, oyendo a los banqueros predicar soluciones para salir de la crisis y pensando que no vamos a reírnos nunca más de la abuela que guardaba sus cuartos en el calcetín.

miércoles, 8 de septiembre de 2021

Covadonga

Para el visitante que llega por primera vez a Asturias todos los caminos conducen a Covadonga. Para el historiador que pretende desandar el largo proceso que concluye con la recuperación de la unidad española en 1492 y se inicia con su ruptura tras la destrucción del reino visigodo en el 711, todos los caminos conducen a Covadonga. Para el asturiano que se entrega dócilmente a sus resortes de primigeneidad e identificación, sin análisis ni críticas, todos los caminos conducen a Covadonga. Y Covadonga, encastillada en su mito y guarnecida por las actitudes, resiste bien todas las miradas y no defrauda a ninguno. Todo mito nace de una necesidad y, en su origen, mientras el grupo social lo abona y lo riega amorosamente, tiene todas las características y las consecuencias de lo verdadero, al menos para la comunidad que lo fomenta. Son la perspectiva y el rigor histórico los que habrán de desenmarañar la confusa urdimbre de hilos que el tiempo fue entrecruzando, hasta dejar a la vista, clara e insobornable, la lectura del tejido primitivo. En el caso de Covadonga esto se vuelve particularmente difícil.

Según quién opine, se habla de una simple escaramuza o de una encarnizada batalla, de un breve encuentro de montaña o de una heroica gesta con intervención sobrenatural incluida, de un bárbaro salvaje o de un caudillo providencial, de una anécdota más en la invasión musulmana o del solemne momento en que se salvó la civilización cristiana occidental. Una vez más será necesario aplicar el sentido común y la eterna ley de la media proporcional y llegaremos a la conclusión de que la verdad discurre por el camino del centro, pero hay un hecho que no admite duda: a partir de este momento, la población astur abandona el terreno puramente etnográfico e ingresa en el político e histórico. Y otro: que 1.300 años después se sigue celebrando aquel hecho como el día que simboliza la esencia del ser asturiano.

Es esta una buena fecha para detenernos a ver el presente y reflexionar sobre el momento en que estamos. Una sombra de desesperanza parece invadirlo todo; la ilusión por el futuro se vuelve débil; apenas parece haber más horizonte para nuestros jóvenes que la búsqueda de nuevos aires. ¿Qué estamos haciendo? Las leyes de la causalidad no son ciegas ni confluyen sobre una tierra por ocultos caprichos. No podemos gastar fuerzas y dineros en objetivos absurdos, como ese de convertir en oficial una lengua artificial que nadie habla. Hay que pedir ante todo a nuestros políticos una visión amplia que sobrevuele las miserias partidistas, porque voluntad y capacidad habrá que suponerles.

miércoles, 1 de septiembre de 2021

Un país sin esperanza

Afganistán parece el lugar donde la geografía y la historia se han conjurado para ofrecer la peor cara de sí mismas. Esta tierra reseca, montañosa, desnuda, sin bosques y sin verde, punto secular de paso de trajinantes entre dos mundos, parece condenada a vivir desde siempre con las esperanzas frustradas, sin apenas tener tiempo para generar otras nuevas y menos aún para verlas cumplidas. En sus valles desolados y aislados entre sí, no ha podido germinar nunca la idea de una vocación de ser en algún momento agente activo en la configuración de la historia, como les ha ocurrido a la mayoría de países, al margen de su éxito o fracaso. Tierras así solo pueden tener puesta toda su atención en la supervivencia y, si acaso, en defenderse de quienes traten de apoderarse de ellas. Tierras así, además, cierran las mentes a la razón y las hacen vulnerables a cualquier imposición enérgica de pensamiento.

Quizá el fanatismo sea la peor condición a la que puede descender el hombre y también el peor enemigo contra el que combatir, porque ni la todopoderosa razón, ni la clarificadora lógica, ni siquiera la evidencia suprema de la realidad son capaces de vencerlo. No sé qué forma habrá de romper los velos que ciegan al fanático hasta la oscuridad, hasta confundir a la misma divinidad con la voluntad propia. Estamos totalmente impedidos para penetrar en el interior de unas mentes que para nuestra cultura están tan alejadas como la del hombre de las cavernas. Ni su creencia ciega nos resulta comprensible, ni su conversión del fanatismo en una virtud nos es aceptable, ni su lógica es nuestra lógica. No sé qué esfuerzo habríamos de realizar para llegar al plano de la comprensión.

Estas gentes han decretado la muerte de todas las emociones que no provengan de su fe. Las grandes emociones nos ayudan a dar al olvido las ruindades y los desasosiegos cotidianos. Son como fuerzas rescatadoras que están a nuestro alcance. Por supuesto, pueden venir de la experiencia religiosa, siempre que se viva de forma voluntaria y libre, pero también se encuentran a nuestro alrededor: en la música, la literatura o el arte en general. Una gran obra que agite nuestros sentimientos, nos limpia con frecuencia de las pequeñas preocupaciones y contribuye a hacernos la vida más luminosa y más despejada de nubarrones. Pues todo esto ha sido prohibido por los talibanes bajo graves penas. Los niños afganos crecerán sin canciones y acaso sin otra melodía que la que sus madres pudieran tararearles a escondidas; las mujeres vivirán sin lecturas ni imágenes, y todos sin la menor referencia artística. Traten de imaginárselo y verán que no lo consiguen.