miércoles, 26 de julio de 2017

Rutas para viajeros sin prisas

Como esta península nuestra es de una variedad apabullante, tanto en sus tierras como en su historia, puede uno dedicar su veraneo a perderse lejos de los enjambres playeros en busca de rincones bastante más sugerentes y mucho menos convencionales. Anda uno por las preciosas vegas del sur de la provincia de Madrid, las de los valles del Jarama y el Tajuña. Son tierras de trabajo callado y escaso afán de notoriedad, que no parece que reciban las miradas de atención que se prestan a otras rutas vecinas, mucho más famosas. Quién sabe por qué desconocida ley, en cualquier ámbito humano todo termina siempre basculando hacia un lado; expertos sobrarán que podrán explicarlo. El caso es que gracias a ello el viajero se mueve por aquí muy a gusto, al aire que le lleva, sin sensación alguna de encontrarse a dos pasos de la gran ciudad. La carretera serpentea entre colinas que bordean la vega del Jarama, y pronto se ve el cerro junto al que se apretuja Titulcia.
Titulcia tiene una historia digna de ser estudiada, desde su origen como ciudad romana hasta 1936, cuando, atrapada entre los dos frentes de la batalla del Jarama, quedó destruida por quinta vez en su historia, y por quinta vez fue reconstruida en el mismo sitio, a los pies de su cerro. Merece la pena subir hasta el Mirador de Venus para disfrutar del paisaje: la fértil vega, la laguna nacida sobre una antigua explotación de arena, los cortados sobre el Jarama, los dos puentes de hierro sobre el río y, a lo lejos, Ciempozuelos. Cerca se encuentra la Cueva de Los Vascos, una cavidad natural con hornacinas excavadas en las paredes.
Los buscadores de preguntas a las que no satisfaga ninguna respuesta sencilla tienen en Titulcia uno de sus lugares de culto: la Cueva de la Luna, que se encuentra bajo un restaurante con el mismo nombre. En realidad se trata de tres galerías subterráneas que confluyen en una rotonda central, bajo una cúpula. Se cuenta que fue obra del cardenal Cisneros, que la ordenó construir junto con una ermita, después de ver una cruz luminosa en el cielo en vísperas de la expedición de conquista a Orán. Se cuenta también que, tras enrevesadas operaciones matemáticas, se obtienen unas cifras que coinciden con la distancia que hay a Orán y con el radio de la Luna y con unas cuántas distancias más. Y se cuenta además que es un centro energético de gran potencial, especialmente perceptible por las mujeres, siempre que recorran sus pasillos con una vela encendida y se sitúen bajo la cúpula para recibir la energía del cosmos. Y hay quien dice, ay los escépticos de siempre, que no se trata más que de una simple caverna que pudo servir de bodega, sin más trascendencia. Lo cierto es que fue redescubierta en 1952 y que desde entonces, como siempre ocurre en estos casos, se han dado explicaciones para todas las tragaderas.
Es una tentación acercarse a Villaconejos para visitar el único museo del mundo dedicado al melón, y el viajero cae en ella sin remordimiento ni propósito de enmienda. El viajero aprende muchas cosas sobre el cultivo de esta fruta y, como está en la época de su sazón, aprovecha para endulzarse la mañana. Luego oye una voz amable que le informa:
-Oiga, que aquí no sólo cultivamos melones. Tenemos también un vino muy bueno y un aceite de aceituna cornicabra, que ni es tan ligero como el de arbequina ni tan fuerte como el de picual. Una gloria, tanto en la sartén como en la ensalada.
-Pues muchas gracias.

miércoles, 19 de julio de 2017

Un poder que quizá no tengamos

El ardiente verano, que está marcando registros de calor más altos de lo habitual, y algunas manifestaciones, como una gran grieta en un glaciar antártico, parecen confirmar que algo está cambiando en el clima. Nada anormal, si pensamos en el modo de ser de nuestro planeta. Buen objeto de estudio para los científicos y buen reclamo para los catastrofistas, agoreros, aprovechados y políticos oportunistas, que tienen aquí materia de resultados eficaces para conseguir sus fines sin coste ni desgaste alguno. En los peores casos, la verdad les importa tanto como la salud del planeta; lo que importa es señalar a un culpable entre los contrarios.
El cambio climático es una realidad, nadie lo duda porque es fácilmente comprobable. Se dice que la temperatura global ha aumentado un poco en el último siglo y que la tendencia es a seguir subiendo. Pero otra cosa es que nosotros tengamos que ver con eso. Por lo menos cabe dudarlo. En los cuatro mil millones de años de existencia que tiene la Tierra ha vivido en un continuo cambio climático. A un período glacial intenso sucedía otro de calentamiento. La última de las muchas glaciaciones que sufrió la Tierra, la Würm, terminó cuando ya el hombre estaba pintando las paredes de sus cuevas, hace unos 10.000 años, y desde entonces el planeta no ha dejado de calentarse, no precisamente por culpa de la acción humana. La Tierra no es un planeta tranquilo; toda su existencia fue una sucesión continua de crisis, como si fuese incapaz de completar su evolución. Ella misma genera sus propias emanaciones destructivas y las hace suyas en un continuo proceso; basta pensar que la actividad volcánica a lo largo de tantos millones de años lanzó y lanza más gases a la atmósfera que toda nuestra acción humana, lo que confirma la capacidad de nuestro planeta de regenerarse a sí mismo. La atmósfera y la capa superficial de la Tierra se comportan como un todo coherente que se autorregula. Ahora vivimos en un periodo postglacial, inicio de otro de calentamiento, y no parece creíble que, aun en el caso de que lográsemos eliminar toda actividad industrial se detuviera el proceso de evolución térmica del planeta. Decir que somos nosotros los causantes de la variación del clima es atribuirnos un poder que seguramente no tenemos. Nos creemos más de lo que somos. El hombre no puede controlar la Naturaleza.
Parece que siempre hay alguien interesado en que vivamos en perpetuo temor, alguien que encuentra beneficio en nuestro miedo, alguien que sabe sacar provecho de la inquietud del hombre por lo desconocido, como si a pesar de todo no siguiésemos aquí. La zozobra de la vida, convertida en un producto comercial. Por supuesto hemos de procurar cuidar este planeta porque es todo lo que tenemos y porque nos importa él más a nosotros que nosotros a él. Pero antes de aceptar cualquier afirmación o acudir a cualquier llamada por amplia que sea, conviene pensar e informarse, aunque sea a costa de salirse del círculo. La verdad tiene muchos enemigos. Puede, por ejemplo, estar en brazos de intereses ocultos o de los habituales demagogos que se apuntan a todas las causas.

miércoles, 12 de julio de 2017

Otra cara del populismo

Cada vez que los que gobiernan el mundo se reúnen para analizar su marcha y -se supone- tratar de buscar soluciones a alguno de sus problemas, allí aparecen unos cuantos grupos de violentos vociferantes destrozando todo lo que encuentran entre gritos contra la globalización. En algún descanso de su antiglobal actividad bien podrían tener la deferencia de explicar a los pobres ciudadanos los profundos conceptos de su ideología, a ver si logramos saber si ya estamos globalizados, o cómo hemos de hacer para desglobalizarnos, o si merece la pena hacer algo por globalizarnos del todo. O sea, que nos faciliten la comprensión del asunto, porque ningún estudioso del asunto ha dejado las cosas demasiado claras. A lo mejor es que la utopía no admite descripciones, o quizá que de todas las doctrinas sociales que han ido brotando al paso de las generaciones desde que se consolidó el derecho al libre pensamiento, esta de la globalización es una de la que más dificultades presenta para su comprensión. En su propia contradicción, resulta tan vulnerable, o tan sumamente fuerte, que brinda sus propias herramientas para que la ataquen. Sus enemigos se citan a través de la global internet, viajan en globales líneas aéreas, pagan en globales dólares y se visten, adornan, eligen a sus ídolos e incluso la comida y el ocio según la moda global. La verdad es que podían explicar un poco mejor qué es lo que buscan.
A uno le da la impresión de que tanta contradicción de conceptos tiene bastante que ver con la esencia misma del asunto. Globalización viene a ser sinónimo de universalización. Es decir, que se está contra el impulso que tiende a hacer universales las cosas. Pero entonces aparecen unas cuantas preguntas. ¿Se está a favor de que no se globalicen la técnica, la salud, el conocimiento científico, la democracia, los derechos? ¿Se pretende que cada civilización viva de su propia producción cultural? ¿Se reclama que no haya trasvases de conocimientos entre las distintas sociedades que habitamos este planeta? Pues entonces flaco favor le hacen estos reivindicadores a más de la mitad de la humanidad, si tenemos en cuenta que los avances técnicos y científicos, la medicina, el pensamiento filosófico, las teorías sociales y políticas basadas en los conceptos de libertad y dignidad individual son obra casi exclusiva de la otra mitad. Es decir, del denostado Occidente. Si cada uno se hubiera arreglado solo con sus ideas, medio mundo seguiría en el Neolítico.
Las movilizaciones suelen ir contra cualquier reunión del G20, del Banco Mundial, el FMI o algún organismo internacional de esos de los que la mayoría de nosotros apenas sabemos más que el nombre, pero en todo caso mucho ruido parece para tan oscuro objetivo. No es probable que, aun queriéndolo, estuviera en sus manos poner puertas a una marea que lo ha ido anegando todo desde el primer viajero que descubrió que, si vendía en Samarcanda un producto europeo, le pagarían con una seda que luego podría vender en Europa, con el consiguiente beneficio. Que le pidan cuentas a ese. Entretanto, y a falta de más propuestas que el mero vandalismo, seguirán etiquetados como una manifestación más del peor populismo.

miércoles, 5 de julio de 2017

El nuevo nombre de la mentira

La verdad es eso que a todos nos cuesta decir cuando no es aliada nuestra, aunque reconozcamos que es lo único que nos permite estar en paz con nosotros mismos. Dicen que nos hace libres, pero a la vez esclavos de sus consecuencias, una bendita esclavitud que trae consigo serenidad de espíritu y ausencia de temores. Sobre ella se sostienen el resto de virtudes, porque si ella se ausenta todo se apoyará sobre la falsedad. Pues ahora le ha salido una hermanastra a la que los turiferarios de la modernidad han aplicado el nombre de posverdad. Palabra extraña y sin mucho sentido, porque posverdad significaría después de la verdad, y después de la verdad solo hay un conocimiento más auténtico de la realidad. Desde luego no está la mentira, ni siquiera una especie de verdad ectoplásmica no sujeta a demostración, que es el significado que dan a la nueva palabreja. La posverdad viene a ser una verdad que se basa en fuentes no demostrables empíricamente, o sea, lo que llamamos una falsa verdad o al menos una verdad dudosa. "Toda información o aseveración que no se basa en hechos objetivos, sino que apela a las emociones, creencias o deseos del público", dice la definición propuesta para su inclusión en el diccionario académico. Según eso, papá Noel, por ejemplo, sería una posverdad. Y también el rapto de Europa, la Santa Compaña, el "España nos roba", la superioridad moral de la izquierda, la chica de la curva o las visitas de extraterrestres. Mentiras que, de tanto repetirse, acaban siendo tenidas por verdad. Es decir, lo que siempre hemos conocido como manipulación.
Y no, no es posible desdibujar los contornos de la verdad en beneficio de algo, porque hay una imposibilidad práctica de creer en lo que no es verdad. Russell, con su rotundidad acostumbrada, llegó a una conclusión muy clara: "Si algo es verdad, es verdad; y si no lo es, no lo es. Si es verdad debes creerlo, y si no lo es, no debes creerlo. Es fundamentalmente deshonesto y dañino creer en algo solo porque te beneficia y no porque pienses que es verdad".
La aparición de la posverdad como concepto a tener en cuenta es un indicador de algo que encontramos a lo largo de toda nuestra historia como seres humanos individuales y como sociedad: que lo que rige al mundo es el temor a la verdad. Es una característica nuestra: no queremos la verdad; solo queremos que se nos disfrace la mentira, y eso lo saben muy bien los que aspiran a dominar nuestras vidas. A los niños les queda la verdad como un adorno en el rostro que les trasluce una conciencia aún sin trabas y una ausencia de resabios. A los adultos, en cambio, la verdad es como un peso colgado del alma, que debiera ser pluma ligera y gratificante, pero que no lo es. Decir la verdad está coartado casi siempre por algún temor: el de exponerse a toda clase de improperios, el de que se vuelva contra nosotros, el de ser excluido del batallón de la progresía, el de quedar como ignorante o -el más noble- el de ofender. En cambio, los que desde sus propios intereses traman sus planes contra todos nosotros tienen en la mentira y la posverdad su arma más eficaz. Por eso su primer empeño es que no tengamos más remedio que aceptarlas.