miércoles, 25 de mayo de 2016

Un tipo raro

Mi amigo es de natural reservado en sus opiniones y nada inclinado a pontificar, ni siquiera en lo que atañe al campo de sus conocimientos profesionales, que son muchos. Es reflexivo y tolerante, y da vueltas a los temas antes de llegar a alguna conclusión; no rechaza nada sin un motivo que él crea bien razonado, pero tiene unas cuantas manías que no oculta y que cualquiera va descubriendo con facilidad a poco que le trate. Todas ellas son llevaderas para los demás, porque son de carácter personal y, además pronto uno se da cuenta de que no se trata de caprichos anecdóticos, sino de decisiones bien meditadas que ha elevado al nivel de categorías, casi de principios con capacidad para definir su personalidad. Algunas vienen a tener fuerza de norma de actuación, como si quisiera con ellas conformar un mundo que funcionase según su ideal. Por ejemplo, es generoso y solidario, pero prefiere ayudar a quien lo necesita a través de algún organismo fiable; jamás da una moneda a esos que son mendigos profesionales, que ocupan su sitio en la acera con el descaro de quien tiene una plaza en propiedad y que, según sospecha, están controlados por una organización de corte semimafioso. Si se le pregunta sobre ello lo justifica con argumentos razonados acerca de su concepto de la solidaridad y con situaciones y hechos que ha visto.
Tiene otras manías curiosas, como la de no acudir jamás a un restaurante en cuyo comedor haya un televisor. Le parece una falta de respeto y una imposición inadmisible para quien no necesite en el acto de comer más compañía que la que él elija. Uno, me dice, va a disfrutar con los placeres de la mesa o con una buena conversación, y no a que le amarguen la comida obligándole a escuchar a unos individuos pontificando desde una pantalla sobre lo divino y lo humano, ni a que le adoctrinen desde sectarias tertulias al rojo vivo, o a una pandilla de cotillas gritonas, que son la sal de los programas telecinqueros. En esto, desde luego, cada vez hay más que piensan como él.
Tampoco entra, por otra norma que se ha impuesto, en aquellos comercios en los que parece que la primera condición que se imponen a sí mismos a la hora de buscar un nombre es que no pertenezca a nuestro idioma, No ve ninguna razón para ese desprecio por nuestra lengua, como no sea una mezcla de papanatismo y paletismo. Le gusta, por ejemplo, que en las cafeterías se ofrezca café, y no "cofee", y que una tienda de deportes no sea una "running shop", y comercios con identidad propia que no caigan en cosas como outlet, low cost, house, center, sport, home, play gallery, que quizá a alguien le parecerán el colmo de la distinción, pero que él ve como una forma elevada de memez. Su callada protesta consiste en evitarlos.
Mi amigo tiene también otras manías. Por ejemplo, la de no criticar jamás a nadie, porque cree que siempre hay una razón que los demás no comprendemos. O la de atender gratuitamente, fuera de las horas de despacho, a quienes necesitan sus servicios profesionales y no tienen medios, porque piensa que si todos ponemos nuestros conocimientos al servicio de los demás, el mundo sería un lugar mucho más amable y menos egoísta. Sí, un tipo raro.

miércoles, 18 de mayo de 2016

Nuestra libertad personal

Hemos pasado generaciones enteras luchando por conseguir la libertad y nos encontramos con la paradoja de que cuanto más avanzamos en esa búsqueda menos libres somos. A mayor libertad política menor libertad personal. Esto indica que la libertad discurre por dos vías paralelas, en las que por una avanza, al menos en lo más aparente, y en la otra más bien retrocede. Posiblemente a lo largo del día habrá usted cometido sin darse cuenta una docena de infracciones a unas cuantas leyes que no conoce. Sin duda habrá por ahí alguna que se ha saltado sin tener voluntad de hacerlo, porque la maraña legislativa que nos envuelve se hace cada día más tupida y no hay modo de estar al día. Los políticos de todas las administraciones se han convertido en nuestros padres amantísimos, que hacen suya la salud de nuestro cuerpo y velan por nosotros con la diligencia del ángel de la guarda, dulce compañía. Nuestra forma de vida y nuestros pensamientos habrán de tener su visto bueno; qué sería si no de nosotros. Hasta nos dictan qué valores hemos de inculcar en nuestros hijos.
Estamos sumidos en un mar de advertencias, amenazas, consignas, avisos de vigilancia, obligaciones, prohibiciones, consejos conminatorios. Nos llevan a toda velocidad hacia un estado en el que todo lo que no está prohibido es obligatorio. Y aún habría que añadir las limitaciones impuestas a expresiones hasta el momento inocuas y ahora prácticamente prohibidas y sustituidas por absurdos eufemismos en aras de lo políticamente correcto. Alguien decide con qué palabras debemos definir a partir de ahora lo que siempre hemos llamado con otras, qué nombres han de ser sustituidos, qué términos nuevos son los correctos, incluso qué expresiones hasta ahora neutras se han convertido en un insulto. Se nos informa de lo que ha de despertar obligatoriamente nuestra simpatía si no queremos recibir algún calificativo terminado en "fobo". Se nos hacen aparecer nuestros propios sentimientos como equivocados si no participamos del nuevo orden de opinión en el que no se pueden señalar las diferencias ni discutir las creencias ni criticar las costumbres. Tenemos la obligación de sentir amor por todo el género humano, en cualquier lugar del mundo, porque seguro que alguna culpa de sus desgracias es nuestra. El amor universal, mucho más allá del que sentimos por las personas y cosas de nuestro entorno, esas que nos acompañan cada día y forman parte inalienable de nuestra vida. O sea que, al final, el laicismo viene a sustentarse sobre una raíz de carácter claramente religioso.
Entender el concepto de libertad únicamente como el ejercicio de derechos políticos, y creer que porque estos se mantengan o aumenten somos libres, mientras nos controlan y nos van arrebatando los individuales, es un error en el que se cae fácilmente. En nuestro ámbito cultural los enemigos de la libertad ya no están en las leyes ni los códigos, sino en la presión que ejercen ciertas ideologías a través de sus medios. Los anatemas los lanzan ahora los abanderados de la progresía, y nuestro grado de libertad personal es inversamente proporcional al de su influencia.

miércoles, 11 de mayo de 2016

Un cariño renovado

Tienen su tiempo tan medido y sujeto a horarios como siempre, ese tiempo que ahora debería ser enteramente suyo y libre de compromisos, que bastantes habrán tenido ya. Se encuentran con que han de vivir en una nueva situación en la que sólo ha cambiado lo accidental, como si se hubieran prorrogado sus obligaciones de antes y, que como antes, esas obligaciones no se pagan con dinero, sino con actitudes. Con besos y cariño, por ejemplo. Soportan los mismos caprichos y trastadas infantiles que soportaron muchos años atrás, y lo hacen con disposición gozosa, casi como quien ve en ello un premio, a pesar de que ni las fuerzas del cuerpo ni la paciencia del alma sean ya las mismas. Quieren con un cariño nuevo, que tiende a hacerlos vulnerables, y del que muchas veces salen perdedores. Son los abuelos.
Han ajustado su horario al ritmo de la vida de sus nietos. Se les ve a menudo a las salidas de los colegios, esperándolos, y por los parques, vigilando sus juegos, o por las calles, llevándolos de una mano y llenándoles la otra de chucherías. Las nuevas actitudes sociales les han sacado de una situación de retaguardia, en el que ejercían un papel a veces cercano al residuo sentimental, y les han puesto en primera línea, y todo ello sin habérselo pedido, con su consentimiento silencioso y su entrega desinteresada. Han aceptado su papel en el tramo de sus vidas en el que por fin pueden disfrutar de la libertad, porque están atados por el corazón, que es la ligadura más fuerte que puede existir, e incluso por la conciencia de un deber hacia sus hijos, del que jamás abdican.
Ya han dejado de figurar en la lista de agentes productivos de la sociedad, pero justo cuando el desgaste de la vida comienza a manifestarse en sus capacidades y en sus aptitudes, se encuentran ejerciendo de uno de sus soportes. Los abuelos se han convertido en la gran guardería nacional, gratuita, callada, sin otro reconocimiento que el que les dan sus nietos con su simple presencia. No sé si alguien se ha parado a calcular la cuantificación dineraria de esta contribución silenciosa a la marcha económica del país; cuánto empleo femenino facilita, cuántas hipotecas familiares firmadas sobre la seguridad de que se puede hacer frente a ellas porque se tiene resuelto el problema de qué hacer con los pequeños, cuántos viajes que no habrían podido realizarse si no fuera porque "hemos dejado a los niños con los abuelos". Y cuántas pensiones compartidas con los hijos en paro, cuántas renuncias y cuántos planes sacrificados e incumplidos ya para siempre. Su labor no existe para los balances económicos ni se tiene en cuenta en el diseño de ningún presupuesto. Su compensación externa sólo les llega, y no siempre, de la palabra agradecida de sus hijos y del cariño de los pequeños. Con eso les basta.
Es cierto que en el eterno desfilar de las generaciones, a la sociedad del momento no le interesa quién fue el abuelo, sino cómo es su nieto, pero, en las circunstancias hacia las que ha derivado, los nietos son, cada vez en mayor medida, lo que los abuelos sepan hacer de ellos. Lo cual le parece a uno que no es mala cosa.

miércoles, 4 de mayo de 2016

El entreacto

Y en esto ya estamos en mayo y aquí no hay ha habido más novedad que la llegada de la primavera, que siempre es novedad bienvenida. De la que nos pudieran traer los políticos, nada que esperar; todo se diluyó en el laberinto de ambiciones en que se perdieron, y ahora de nuevo a la estación de salida para ver si los que decidimos quiénes han de nombrar al maquinista lo hacemos mejor que la otra vez. Quién sabe, el verano siempre es generoso con la luz. Entre fiestas religiosas y laicas, mayo entra siempre con fuerza: el día de la Madre, San José Obrero, el día del Trabajo y el que en tiempos se llamó Día de la Independencia y ahora se quedó en el de la Comunidad de Madrid. Pues este año hay que añadirle el ser el prólogo de la antesala de la precampaña de las elecciones de finales de junio, o sea un estado de campaña electoral continuo, que es lo que nos espera durante estos casi dos meses. Estos políticos son incansables.
El largo entreacto que nos han dado puede que haya tenido consecuencias negativas en algunos campos, pero al menos ha servido para algo: para saber casi todo de cada uno de los que aspiran a gobernarnos. Tanto andar por los telediarios, las tertulias y las redes sociales, tanto hablar a todas horas sin coto ni medida, tanto colarse en cualquier programa -excepción hecha de los culturales-, tanto estar presente en nuestras vidas, que ya nos conocemos todos como si fuéramos vecinos de un patio de vecindad. Va a pasar mucho tiempo antes de que alguno de estos pueda sorprendernos con algo suyo.
El ejercicio intensivo de este tiempo ha servido también para traernos un aprendizaje político que nos permite acotar observaciones con más nitidez que nunca. Por ejemplo, sobre las apariencias externas. En la época de la imagen, resulta que ya no cuentan tanto. Hubo dos casos opuestos de candidatos que hicieron de su aspecto uno de sus mayores activos: uno guapo y apolíneo, a quien su apostura parece que no le sirvió de mucho para añadir votos, y otro de pinta desastrada y escaso sentido del buen gusto, al que eso tampoco le quitó ninguno. Y están también las palabras. La más oída, repetida por alguno de los aspirantes hasta privarla de virtualidad, fue cambio. Sugerente, pegadiza, promisoria, pero vacía. Nada en sí misma. El cambio es una abstracción carente de contenido evaluable; necesita complementos para situarla en un plano de análisis cualitativo. Se cambia hacia una situación distinta, que no implica que haya de ser mejor. Es una de esas palabras elegidas a propósito para funcionar como eslogan efectivo ante los electores acríticos. Y luego están las promesas. Son los ingredientes clásicos de cualquier tiempo electoral, siempre con su capacidad de atracción y su mensaje de esperanza, siempre efectivas porque necesitamos oírlas y siempre dejándonos la inevitable sensación de que bajo su hermosa capa de colores se esconde la certeza de su incumplimiento. Aunque ahora también hemos aprendido que quizá eso no sea tan malo, viendo que algunas nos llevarían a convertirnos en Venezuela.
Imagen, frases, promesas. A ver cuántos añaden una decidida actitud de buscar más el interés común que el de su partido.