miércoles, 30 de abril de 2014

El Jardín Botánico Atlántico

Hubo un momento, a comienzos de este siglo, en el que Gijón decidió con firmeza tomar de una vez por todas ese tren llamado turismo, que llevaba ya muchos años circulando por otras tierras con su andar dadivoso y su carga de posibilidades con las que poder suplir el sitio que otros estaban dejando tras su retirada. Esta vez no podía dejarse escapar. Ya habían sido demasiados los trenes que habíamos visto pasar por nuestra estación sin que hiciéramos el menor ademán de subirnos a ellos. Ya habíamos tenido en este Gijón nuestro motivos de sobra para lamentar las ocasiones perdidas: la del urbanismo racional, la de la consolidación del tejido industrial sobre criterios de diversificación, la del legado jovellanista, la de impulsar una conciencia colectiva con un carácter transitivo. Habían sido muchas las veces en que no supimos valorar la oportunidad del momento, con ese gesto tan asturiano de ya veremos.
Eran tiempos de abundancia y la ciudad se embarcó en cuatro empeños que, una vez realizados, habrían de incrementar su capacidad de atracción hasta límites comparables con los de otras ciudades de características semejantes. Proyectos basados, cómo no, en el mar -un acuario y un centro de talasoterapia-, en su historia reciente -la Universidad Laboral-, y en su espléndido entorno natural: un Jardín Botánico. Todos se convirtieron en realidad. Con mayor o menor fortuna -es el caso de la Laboral, a la que se le hizo pagar su pecado original-, todos cumplen, no sé si en la medida de lo esperado, su función enriquecedora de la ciudad. Pero seguramente el que está más sólidamente instalado en el futuro y el que más ha calado en el aprecio de los gijoneses es el Jardín Botánico. Por hermoso, por placentero, por su fácil accesibilidad material y económica, por su capacidad de seducir a todos, sea cual sea su inclinación o su grado de sensibilidad.
El Jardín Botánico se apellida Atlántico, y es en una buena parte caducifolio, así que viste sus mejores galas en otoño, pero es ahora, en primavera, cuando parece querer envolver al visitante en la efervescencia de su nuevo renacimiento. Están las hojas estrenando un verde primerizo, y en el suelo las flores obligando al caminante a detenerse ante ellas. Si el visitante es hombre curioso e interesado, apuntará nombres que quizá nunca haya oído: aquilegia, boronia, deutzia, weigelia. Aspirará perfumes nuevos, descubrirá senderos nuevos, estrenará miradas nuevas. Andará junto al agua por alisedas, subirá hasta la zona donde el haya extiende horizontalmente sus brazos poderosos y llegará hasta la vieja carbayeda, en la que el roble parece hacer valer su condición de ciudadano más longevo. Cruzará puentecillos sobre arroyos y lagunas, pasará junto a antiguos ingenios hidráulicos y se detendrá ante una preciosa glorieta de cerámica talaverana. Luego, quizá se siente en algún rincón a dejarse invadir por el bullir de la vida a su alrededor, porque seguramente nuestro jardín no es tan monumental ni tan espectacular ni tan racional en sus líneas como otros más famosos, pero acaso por eso sí consigue hacernos sentir solidarios con la naturaleza en su estado más próximo a nosotros.

miércoles, 23 de abril de 2014

Amigo libro

Aflojado ya el pie del estribo, crecidas las ansias del fin y menguadas hasta la nada las esperanzas, con el alma cosida de costurones y el cuerpo deforme por la hidropesía, moría tal día como hoy, en una casa de la calle del León, en lo que hoy se llama el Barrio de las Letras, un tal Cervantes, de sesenta y ocho años, ex-soldado, ex-cautivo, ex-recaudador, manco y escritor. Era la primavera madrileña de hace trescientos noventa y ocho años. Se le enterró con la cara descubierta y un hábito de terciario franciscano en el cercano convento de las Trinitarias. Avatares y posteriores reformas del edificio han hecho que jamás hayan sido encontrados sus restos, uniéndose así al destino de otras de nuestras grandes figuras históricas, cuyos huesos están perdidos en la nada. Ese mismo día, aunque no en el mismo tiempo por diferencia de calendarios, dejaba la vida en su pequeño pueblo de la campiña inglesa otro escritor que había hecho con el teatro lo mismo que Cervantes con la novela. De estilo aparentemente sencillo el español, de prosa tersa y llana, capaz de ponernos ante nuestras contradicciones más inquietantes con la más fina de las ironías; más grave y hermético conceptualmente el inglés, pero ambos con un denominador común: en su obra privilegian más lo humano que lo divino. Con Cervantes y Shakespeare vinculados para siempre a este día, no debió de tener que pensar mucho la Unesco para decidir la fecha del Día Mundial del Libro.
Este objeto pequeño y llevadero como un pensamiento es compañía, placer, consuelo, incitador de fantasías y creador de realidades gozosamente metafísicas. Es la posibilidad de un diálogo a solas con quienes han sabido y saben bastante más que nosotros. Y además, es silencioso y permanente como ningún otro amigo puede serlo. Y encima puede ser increíblemente bello. Y tremendamente poderoso. ¿Alguien ha visto que el contenido de alguna obra de arte cambiara el curso de la Historia, modificando el pensamiento de la humanidad? Pues hubo libros que sí. Y en el plano individual, que cada uno se siente y piense qué quedaría de él si le quitaran todo lo que aprendió en los libros.
Cuando todo lo que nos rodea se empeñe en hundirnos el ánimo, cuando los mensajes que nos envían desde todos los medios nos muestren tan sólo el lado negativo de la realidad, cuando la esperanza se debilite y el pesimismo trate de invadirlo todo, qué alivio refugiarse en un libro de palabra mansa y sabia. Qué receta contra la melancolía y la soledad, y qué fuente para soportar la intemperie de nuestras limitaciones intelectuales. Tomar, por ejemplo, un clásico y sentarse con él sin prisas, con todo sosiego: las Coplas de Manrique o los sonetos de Quevedo o las décimas de Segismundo, o el capítulo 20 del Quijote, la gran alegoría del miedo, o los pensamientos cínicos y sabios de Gracián. O una tragedia que nos dibuje las pasiones, o una novela romántica, o acaso el último título salido al mercado, siempre que no esté ahí sólo por razones extraliterarias. En mayor o menor medida, todos nos enseñarán que somos de la misma materia de que están hechas las ilusiones por las que merece la pena vivir.

miércoles, 16 de abril de 2014

La Cámara Santa

Cualquier sociedad con las raíces ancladas en el fondo del tiempo tiene una referencia que la nutre espiritualmente, vigoriza su identidad y le da el punto de orgullo que necesita para sentirse satisfecha de sí misma ante los demás. Por las circunstancias de la evolución del pensamiento, en el origen y en el fondo de esa referencia hay casi siempre un hecho religioso, que sobrevive, aunque a veces aparezca desdibujado, junto a su condición de símbolo identitario de una sociedad. En Asturias, ese punto de alusión que focaliza nuestra trayectoria histórica es la Cámara Santa.
Este pequeño recinto, que ocupa el piso superior de la primitiva capilla palatina de San Miguel, fue dedicado ya por Alfonso II a relicario para acoger las piezas sagradas traídas de Toledo y otros lugares tras la invasión musulmana, aunque esta función martirial se fue modificando con el tiempo hasta convertirse pronto en la cámara del tesoro real. En el siglo XII, se añadieron los elementos románicos que hoy vemos, y en el XX sufrió los ataques más graves de sus más de mil años de historia: en 1934 la ignorancia y la barbarie la hicieron saltar por los aires, y en 1977 un ladrón solitario expolió sus principales joyas, aunque luego pudieron ser rehechas.
El tiempo la ha desposeído de su condición de tesoro material. Muy por encima de la valía físico de los objetos que alberga, que no es excesiva, lo que hoy encierra es un triple valor imposible de cuantificar: simbólico, espiritual y artístico. Simbólico porque ella fue la que dio a Asturias su símbolo y la que lo custodia; espiritual porque la presencia del Santo Sudario la convierte en poseedora de la reliquia más venerada de la Pasión, junto con la Sábana Santa. Y artístico, porque su conjunto de piezas de orfebrería constituye uno de los tesoros medievales más antiguos y de mayor calidad artística de toda Europa, quizá el más completo de toda la Alta Edad Media, y porque luego, en el románico, se le añadió su apostolado, que es sin duda una de las obras maestras de la escultura medieval española. Sus seis grupos de figuras pareadas, adosadas a los fustes de las columnas, parecen estar haciéndose confidencias; hay en sus actitudes un intento de personalización, realzado por el símbolo que la iconografía tradicional atribuye a cada uno; es como una reunión amable en la que el visitante se siente invitado a la conversación. La extraordinaria calidad de la talla, el carácter casi expresionista de los rostros, la riqueza iconográfica de basas y capiteles, el tratamiento preciosista de ropas y cabellos y la comedida ruptura del hieratismo románico convierten a este anónimo maestro y a la Cámara Santa en una de las cumbres de la escultura románica.
Ahora la Cámara Santa se ha renovado en su aspecto más accesorio y se presenta más hermosa y más fácil de comprender a primera vista. Se ha reordenado, dentro de sus limitaciones, el espacio expositivo por ejes de categorías: las cruces en primer término, con la caja de las Ágatas y la cruz de Nicodemo; en el centro, el Arca Santa y, sobre ella, de momento a la vista de todos en su urna anóxida, el Santo Sudario.

miércoles, 9 de abril de 2014

¿Hemos ido demasiado lejos?

Cada vez parece imponerse con más fuerza la percepción de que hemos ido demasiado lejos en nuestro fervor descentralizador y en tratar de prescindir de una referencia única que representara la homogeneidad. Cada vez viene resultando mas evidente para muchos que aquella iniciativa ilusionante que se puso en marcha con el fin de dar acomodo a las tensiones regionales existentes, ahora, una generación después, nos ha traído unas consecuencias que, con el optimismo adanista del momento, no se habían previsto, o acaso no se supieron atajar después a tiempo. Algunas son de gran dimensión y de tono preocupante; por ejemplo el desafío secesionista a que nos ha llevado aquel intento bienintencionado de satisfacer las demandas de los partidos nacionalistas mediante un estatuto que pareció colmar sus aspiraciones. O por ejemplo, el hecho de que nos está resultando carísimo; casi dos mil diputados y consejeros, diecisiete burocracias completas en definitiva, son difíciles de mantener, y sería bueno saber qué incidencia tiene en la carga fiscal de cada ciudadano. Otras consecuencias puede que no sean de gran calado institucional, pero nos afectan directamente y, en el caso de la sanidad, pueden llegar a ser trágicas; ahí está la noticia reciente de la niña de Treviño, que murió mientras se discutía si tenían que atenderla los de Villarriba o los de Villabajo. Sin ir más lejos, la nueva receta electrónica impide recoger los medicamentos en otra comunidad autónoma; o sea que ya sabe, a partir de ahora si sale de su región procure ir cargado con todas las medicinas necesarias. A lo mejor, los que diseñaron el tal sistema llaman a esto progreso.
Pero por encima de los inconvenientes materiales, lo más grave es que todo esto contribuye a dar una cierta sensación de desvertebración nacional. Lo que en una comunidad es un hecho habitual, en otra es delito; lo que en una región es un espectáculo de masas, en otra está prohibido; lo que en una autonomía está fuertemente gravado fiscalmente, en otra está libre de impuestos; lo que se enseña en los colegios de unas zonas, en otras se ignora por completo. Depende de dónde se viva, la vida diaria tiene circunstancias distintas. Una maraña de normas que dificulta las relaciones comerciales entre regiones y frena cualquier deseo de inversión, un barullo legislativo imposible de descifrar, como si se tratara de un concurso en el que cada comunidad trata de individualizarse y diferenciarse de la vecina; no hay más que ver algo tan banal como las licencias de caza.
Quizá en algún momento hemos cruzado un punto que nunca deberíamos haber pasado sin detenernos a reflexionar seriamente sobre el camino que transitábamos, qué peaje pagábamos y a dónde nos conducía. No se explicó por qué, por ejemplo, se fragmentaron competencias que por su propia esencia han de ser siempre estatales, como la educación, nada menos que la formación de los ciudadanos del mañana, y la sanidad. No es de extrañar que muchos se pregunten si no convendría meditar sobre ello. Al fin y al cabo, en Europa, a los países de organización territorial centralizada, que son la mayoría, no les va tan mal.

miércoles, 2 de abril de 2014

El recibo de la luz

Esto del recibo de la luz viene a ser una metáfora de la tremenda complejidad a la que nos van llevando los que ordenan nuestras vidas, eso sí, siempre con el pretexto de que es para mejorar. Es como un axioma implacable: nunca una nueva aplicación o una nueva norma simplifican la anterior. En este caso, creo que pocos pasos más se pueden dar para llegar a la nada absoluta; se ve que están empeñados en que nos convirtamos en eminentes doctores en hermenéutica o nos quedemos sin enterarnos de nada. Recuerdo de pequeño, en la casa del pueblo donde vivía. Cada mes llegaba un señor de Electra del Viesgo, pedía permiso para entrar y anotaba la cifra del contador bajo la atenta mirada de mi madre, que comprobaba que la lectura era la correcta. Así de sencillo: tantos kilovatios a tanto cada uno, y eso era la factura. Todo el mundo lo entendía. Luego, en algún momento, la madeja comenzó a enredarse hasta hacerse indescifrable para el humilde consumidor, que paga lo que le mandan sin ninguna otra opción y sin comprender nada. Ahora lo que uno tiene delante son términos como mercado mayorista de electricidad, subasta de energía, déficit tarifario, medición anual o diaria, Tarifa de Último Recurso, precio marginal del mercado diario o el PVPC, que significa Precio Voluntario al Pequeño Consumidor, que parece mentira que usted no lo sepa.
El caso es que durante años nos llenaron la cabeza de esperanza y nuestras montañas y campos de extraños artilugios de aire futurista, y nos dijeron que ahí, en el viento y en el sol, estaba la solución del problema de la energía. Limpia, inagotable y barata, sobre todo barata, puesto que la materia prima nos la regalaba generosamente el cielo, que es bastante más desprendido que los jeques. Nos explicaron que hasta entonces estábamos pagando cara la electricidad por culpa de la gran dependencia que teníamos de los países productores de gas y petróleo, pero que con nuestras energías renovables esa dependencia se iba a reducir y, por tanto, a pagar menos. Nos dijeron todo eso y nos han subido la luz un 46 por ciento en cinco años. Algunos fuimos unos crédulos. Claro que algo teníamos que sospechar, porque también el agua de los ríos es un don de las nubes y sin embargo la energía hidroeléctrica nos la cobran igual que la que sale de quemar petróleo, que se compra a precio de oro. Menos mal que hubo un ministro misericordioso que se apiadó de nosotros y nos regaló una bombilla de bajo consumo ¿recuerdan?
La energía eléctrica ya encierra en sí misma una paradoja entre sus causas y efectos. Se trata de un producto absolutamente imprescindible, cuya ausencia resulta inimaginable, pero ninguna de sus diversas formas de obtención está libre de polémicas más o menos virulentas. No se quieren centrales térmicas por lo del calentamiento global, ni embalses de agua porque alteran el paisaje, ni molinetes eólicos porque quedan feos en el monte, ni prospecciones petrolíferas porque puede que no gusten a algún turista, ni nucleares porque son un peligro tremebundo. Pero, fuera de la falsa demagogia, las eléctricas ganan sus buenos millones y nosotros cada vez pagamos más por la factura y la entendemos menos.