miércoles, 27 de noviembre de 2019

Siempre somos culpables

Vamos a pensar en un ciudadano normal, uno de tantos, o sea, uno de los que componemos la mayoría de la sociedad. Uno de esos que camina por la calle a cuestas con sus problemas de cada día, que no tiene más objetivo que el de sacar adelante a su familia y que se siente vulnerable en este empeño. En su empresa hablan de una regulación, le han avisado de que le van a subir el alquiler, le ha dejado temblando la factura de los libros del colegio, pero también sabe el valor que encierran las pequeñas cosas: le hace ilusión reunirse con toda la familia esta Navidad, y hoy mismo se van a ir con un matrimonio amigo a picar algo por ahí. Se levanta cada día temprano para ir al trabajo, vive el día con la rutina de quien hace bandera de la normalidad y piensa en el futuro imaginándolo en función de sus circunstancias actuales, pero vive sobre todo el presente. Es feliz en su pequeño círculo, quizá porque ha renunciado a entender los complicados entresijos de la política mundial con la que le abruman los medios de comunicación. No tiene voz pública ni medios para hacer oír sus ideas. Nadie le pide opinión ni cuenta con él más que para pagar impuestos. No tiene capacidad para influir en nada; si acaso únicamente cuando le llaman para que meta una papeleta en una urna, y aun así temiendo que, vistas las extrañas alianzas que luego se hacen, su voto termine por ir a parar un partido que no le gusta. En fin, un ciudadano cualquiera, uno de tantos, usted, yo, aquel.
No tiene ninguna capacidad de decisión, pero ve cómo desde los lejanos poderes que dirigen nuestras vidas y deciden lo que hay que pensar, le hacen sentirse responsable de todos los males que nos afectan. Primero es crearnos un estado permanente de temor, hacer que vivamos angustiados por la amenaza de algún acontecimiento que afectará de forma irremediable a todo el planeta. Ya en el pasado siglo, la crisis de los misiles, que iba a desencadenar la tercera guerra mundial; en los noventa la guerra del Golfo y el acceso de nuevos países a las armas nucleares; el final del milenio nos traería la amenaza del terrible efecto 2000; luego el agujero en la capa de ozono, que acabaría con la vida por el exceso de radiación; después la devastadora epidemia de la gripe aviar o la del ébola, y en su momento cosas tan pintorescas como el secreto de Fátima o algún asteroide que se acerca para acabar con la Tierra. Pero ahora, además, somos nosotros los culpables de todas las amenazas globales: del cambio climático, de que los océanos se llenen de plásticos y de productos desechables con que nos atiborran cada día, de la tragedia de los inmigrantes en el mar, de la contaminación el aire y hasta de de la extinción del quebrantahuesos. Culpables de admitir una comodidad que nos ofrecen desde todos los altavoces publicitarios y de vivir una forma de vida que nos ha sido dada sin que la hayamos elegido.
Ni temor ni complejo de culpabilidad. Ya que no podemos escapar de quienes nos machacan con sus informaciones mediatizadas, filtrémoslas cuidadosamente antes de aceptarlas; verán cómo lo mejor casi siempre es no hacerles caso.

miércoles, 20 de noviembre de 2019

Progresistas

Sobre todo progresistas. No se les cae de la boca esta palabra a la nueva pareja que ha convertido su hasta ahora arisca relación en un tierno idilio, con abrazo público incluido, para pretender gobernarnos. En cada discurso la sueltan media docena de veces, aun sin venir a cuento; es como la marca de la casa, que hay que machacar, como se hace con la palabra clave de un anuncio publicitario, para que quede inscrita en el subconsciente del elector. En el fondo no es más que la muestra del escaso nivel al que han conducido a la política algunos de sus representantes.
Nos confunden con las palabras y con las frases elaboradas a propósito para calar en la masa acrítica. En la verborrea incesante que nos abruma desde las tertulias, discursos y entrevistas, las palabras pierden su significado y adquieren el que los intereses políticos deciden en su propio beneficio. Se vuelven ambiguas, huidizas, esquivas, a veces incluso sospechosas; ya no responden al concepto que contenían y del que eran soporte. En un proceso de perversión se las desprovee de su sentido etimológico para adaptarlas a la ideología correspondiente y poder utilizarlas como instrumentos a su servicio. Quizá, de todas ellas, la más castigada en su significado es la de progreso. Su origen latino le otorga una etimología muy clara -de progredior: avanzar, ir hacia delante-, pero, como a veces ocurre, el manoseo constante al que se la somete y su empleo partidista han privado de valor a su definición.
Progresar no es en sí mismo ni bueno ni malo si no se dice hacia dónde se progresa. También progresa la enfermedad. Y aún reduciendo su significado al de ir hacia adelante mejorando, sería dudoso que pudiera aplicarse a las ideas que defienden los partidos que se llaman progresistas. Es discutible que pueda llamarse progreso, por ejemplo, a matar a un hijo antes de nacer, algo que ya se practicaba hace miles de años; en este caso más bien cabría hablar de regreso; no entremos en su contenido moral, que eso pertenece al ethos de cada comunidad; quédese aquí en su aspecto semántico. ¿Se puede llamar progreso al empeño de volver a la división de lo que el largo proceso de los siglos unió y tratar de deshacer la nación para regresar a las divisiones medievales del terruño? ¿Tiene algo de progresista la vuelta al desaliño, la grosería y el mal gusto? ¿Puede hablarse de progresismo en actitudes que, si se miran bien, no son más que una moda, una ambición de poder o un cultivo de intereses?
Como la mayoría de autodefiniciones que hacen los políticos, esta de progresista es hueca y aparente, buscando solo aprovechar la hermosa eufonía de la palabra para que quede en la mente de los votantes. Quizá la palabra progreso no sea fácilmente aplicable en los campos en los que la subjetividad se convierte en esencia y sustancia y sólo quepa hablar de progreso en lo referido a la ciencia y la técnica. O tal vez el verdadero progreso sea el que hace avanzar los ideales éticos, las normas morales, la convivencia y el respeto a los demás. Pero en fin, seguiremos oyendo a algunos políticos proclamarse progresistas a cada paso.

miércoles, 13 de noviembre de 2019

El remedio que no lo fue

Por unas cosas o por otras no podemos deshacernos de la política ni un solo día; más aún, ni un solo momento. Es un organismo en perpetua autogeneración, que se retroalimenta de su propio proceso de desarrollo y que, por eso mismo, gira permanentemente como un tornillo sin fin. Es uno de los escasos conceptos, como la religión y pocos más, que nos han acompañado desde nuestra aparición en la tierra, y siempre de forma universal y sin excepciones. Al fin y al cabo somos animales sociales; nos es preciso organizarnos para sobrevivir y, por tanto, necesitamos establecer un orden vinculante de convivencia y de normas para alcanzar el bien común, que eso viene a ser la política en su sentido primario. En el actual es la fuerza que todo lo impregna y todo lo domina, que se cuela por todos los rincones de nuestra vida a través de las consecuencias que de ella se derivan, aunque no sea más que por los medios informativos, que la exprimen hasta el abuso para alimentar sus parrillas a todas horas.
Esta semana ha habido de nuevo elecciones y todo ha girado en torno a ellas. Habían sido convocadas para solucionar una situación difícil y resulta que la situación se ha complicado más. La herramienta que tenemos a nuestro servicio para resolver los problemas de la sociedad se ha vuelto un problema en sí misma. Recelos, incompetencia, uso de mentiras y falacias, lucimiento de egos, afanes partidistas, cuentas de la lechera, miradas miopes, exhibición de autosuficiencia, todo esto y más se ha dado con profusión en esta campaña de unas elecciones que dieron como resultado un remedio peor que la enfermedad que pretendían curar: un acuerdo que tiene más de medicina tóxica que de solución sanadora.
Todo podría haberse evitado si tuviésemos a nuestro alcance alguna de las herramientas de antibloqueo que funcionan por ahí para estos casos y que sería conveniente estudiar: establecer un sistema de doble vuelta, hacer que gobierne el partido más votado, fijar una barrera electoral más alta para obtener representación parlamentaria, dar un plus de diputados al partido ganador. Incluso se ha sugerido que, en casos como el de ahora, la mejor solución sería la designación de una figura ajena a la política, alguien de reconocida valía personal e intelectual, que liderase un gobierno formado por ministros de diversos partidos durante el tiempo necesario para salir de la crisis actual y crear un nuevo escenario institucional que corrija los desajustes que ahora se evidencian y evite en el futuro estas situaciones. Un especie de Cincinato moderno, que también supiese luego volver a su arado.
El apresurado acuerdo de ayer puede que ya no cause insomnio al presidente, pero a muchos ciudadanos les corre un escalofrío por la espalda.

miércoles, 6 de noviembre de 2019

Ayer y hoy

Ya sé que las miradas al pasado despiertan escaso interés y que hasta son vistas con piadosa condescendencia por la nueva generación de progres que dividen la historia de la humanidad en antes y después de la llegada de twiter. No obstante, conviene de vez en cuando aparcar el presente y mirar el camino recorrido. Sobre todo ahora que da la impresión de que algo se está nublando. Una ola de insatisfacción parece invadirnos sin remedio; se extiende una sensación de desesperanza, como si viviésemos en el peor de los mundos y estuviésemos condenados a no salir de él. Nos envuelven el pesimismo y el tono fatalista que emiten machaconamente los medios. Sí, sería una saludable terapia colectiva detenerse a mirar hacia atrás, no hace falta que sea muy lejos, para situarnos mejor en la realidad en que ahora estamos. Si se saben establecer las relaciones adecuadas entre su momento y el de ahora, los recuerdos son una gran fuente de conocimientos. Nos sirven, por ejemplo, para ser conscientes de lo que hemos conseguido y para establecer comparaciones que nos ayuden contra las frustraciones y los pesimismos con que nos nutren cada día.
A cualquiera de mediana edad que mire su infancia, sobre todo si vivía en las zonas rurales, le será fácil recordar, por ejemplo, cómo era la vida cotidiana de la mujer. Para los más viejos, la imagen de ella que seguramente predomina de aquellos años es la de un continuo quehacer sin respiro, con las piernas y la espalda eternamente doloridas. La mujer planchando con aquellas pesadas planchas de hierro que se calentaban sobre la chapa de la cocina; arrodillada en el suelo fregando con estropajo y arena el piso de madera; trayendo los calderos de agua de la fuente; caminando hacia el lavadero con el pesado balde a la cabeza para lavar a mano la ropa de trabajo de los hombres. En su jornada no había horario ni fiestas. Comenzaba levantándose antes que los demás para preparar el desayuno de quienes iban al trabajo, y a partir de ahí no había descanso. Nada que ver con la de hoy.
Es frustrante saber que hemos progresado mucho, que conseguimos metas que serían ciencia ficción para nuestros abuelos y que, sin embargo, no hemos avanzado nada en nuestra ansia de ser felices. El paso del tiempo ha impuesto un contraste abismal entre lo que tuvimos y lo que tenemos, sin que seamos capaces de verlo. Nos seguimos sintiendo descontentos, criticándolo todo y renegando de cualquier cosa, casi por acto reflejo. Nos afecta con intensidad la oposición entre lo que tenemos y lo que deseamos, aunque no sabemos exactamente qué es lo que deseamos; si lo alcanzáramos aparecerían otros deseos. Es como perseguir una sombra, pero hemos renunciado a la idea de que quizá todo consiste en dejarla en paz y no correr tras ella. El caso es que, con todo lo que es susceptible de mejorar, vivimos en uno de los mejores países posibles, y sería casi perfecto si algunos de nuestros representantes públicos, en vez elegir la carrera política, se hubieran dedicado a cultivar sandías, por ejemplo. Harían algo más acorde con sus capacidades.
Ahora va a haber nuevas elecciones y es otra esperanza. Pero hay que acertar.