miércoles, 16 de octubre de 2013

Actualidad: esperpento y tragedia

La actualidad es fugitiva y tornadiza, ya se sabe, pero antes de convertirse en pasado es nuestro presente y convive con nosotros cada día, alegrando -pocas veces- nuestras mañanas, preocupándonos -casi siempre-, o dejándonos una simple sonrisa de indiferencia, que casi es lo mejor que puede hacer. Cuando no está configurada por una tragedia, no es frecuente que nos traiga sucesos que tuerzan violentamente el discurrir habitual de la historia y suele limitarse a conceder esos quince minutos de gloria a los que todos tenemos derecho. Esas chicas que se mostraron a pecho descubierto en la tribuna del Congreso puede que sólo buscasen conseguirlos, porque no parece que debajo de los eslóganes que anuncian en su piel y de sus voces a grito limpio haya un sustento ideológico muy sólido. Decir que es sagrado matar a alguien que se está reparando para nacer supone desconocerlo todo sobre la palabra; seguramente, si lo intentan, encontrarán argumentos más elaborados para defender el aborto sin destrozar la semántica. Quizá por eso, y a falta de razones más contundentes, expusieron unos argumentos que, si bien es dudoso que captasen la atención de los oídos de los presentes, seguro que captaron la de sus ojos. Aunque no sé; en la era del “topless” y de tantas otras cosas, andar por ahí como las waikas o las yanomamis ya no causa mucho sobresalto, ni siquiera agarradas a la barandilla de un sitio tan serio como un Parlamento. Hay que ver el empleo que dan algunas mujeres a sus glándulas nutrientes. Tengo que preguntar qué piensan las feministas, porque había entendido que utilizar el cuerpo desnudo de la mujer para atraer la atención no está muy de acuerdo con su pensamiento, al menos con lo que tantas veces han dicho. De momento no se las ha oído.
 
La tragedia la trae cada día el mar, ese Mediterráneo que aquí solemos ver como una caricia azul sobre las pieles desnudas y que en otros sitios se percibe como una barrera que hay que saltar, aunque pueda convertirse en tumba. Parece ser, según se oye a la progresía desde sus cómodas tribunas, que la culpa y la vergüenza son exclusivamente nuestras, de los europeos, pero algo tendrán que ver sus países, porque esas gentes han atravesado unas cuantas fronteras y alguien es el dueño de los barcos y alguien les cobra los embarques y en algún puerto se agrupan a centenares a la espera del momento de partir. Encoge el alma ver el mar cubierto de cuerpos inmolados a una esperanza presentada como alcanzable, y más se nos encogería si pudiéramos ser testigos de su travesía por alta mar, de lo que ocurre en el ataúd flotante que los trae, de la agonía final, de cómo sus cuerpos son tragados por el mar sin ninguna lágrima de despedida, porque bastante tiene cada uno con guardar las suyas para sí mismo. Pero a quienes menos parece importarles es a los dirigentes de sus propios países. En su profunda corrupción institucional, en sus estructuras fallidas y en el empleo de una gran parte de los recursos en absurdos gastos militares, está buena parte de las causas, y en su corrección estaría buena parte de las soluciones. Otra, más eficaz, sería que en vez de los ciudadanos emigrasen los dirigentes.

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