viernes, 28 de noviembre de 2008

El viajero español en América

A las tierras de América del Sur y Central hay que ir no sé muy bien con qué ánimo. Lo mejor quizá sería no equiparse con ninguno y dejar a ver qué labor hace en uno el efecto del medio milenio de historia familiar. Con riesgo de que las circunstancias ocasionales intervengan de buena o mala manera y desvirtúen en buen o mal sentido lo que debiera estar por encima, es muy probable que ese fuera el estado ideal que habría que procurarse mientras se baja la escalerilla del avión y se queda uno ya a punto para iniciar el particular descubrimiento de América. Lo que ocurre es que puede que eso no sea tarea difícil para un estoniano o para un vietnamita; para un español, en cambio, resulta imposible.
Y efectivamente, es así. En cuanto se deja el aeropuerto y el coche nos va introduciendo en la ciudad, los buenos propósitos van siendo ganados por la realidad de la tierra en que estamos. No es lo mismo, evidentemente, para un español, llegar a Borneo que llegar a Argentina, por ejemplo, y eso aun antes de oír una sola palabra y sin haber visto algún gesto familiar ni alguno de nuestros queridos y puñeteros demonios. Aun sin nada, y que nadie aspire a explicárselo, porque tal vez esté en el aire, en las imágenes, en los sonidos o en las sonrisas, quién sabe.
El caso es que esta tierra, que se enganchó a nuestra Historia hace 500 años, es la que más se aproxima, entre todas las del mundo, a la imagen de una trasposición del espíritu de la nación con la que se encontró en la Historia a su propio ser. Trasposición compleja, como no podía ser de otro modo, pero de un efecto profundamente transitivo. Puede que sólo en el caso de Roma haya habido un fenómeno semejante. Y aun dentro de la tremenda variedad de contrastes que ofrece este continente, que se extiende a lo largo de tres trópicos, la impresión básica del viajero será la misma llegue a donde llegue. Entre Santo Domingo y Montevideo, por ejemplo, las diferencias que se perciben pueden ser de acento; más o menos como entre La Coruña y Sevilla, pongamos. Nada fundamental frente a la sensación insoslayable de hallarse en una dependencia de la propia casa, equipada con los mismos viejos y queridos muebles y desde la que se ven y se oyen paisajes distintos, pero palabras iguales. No, para un español la llegada a América es algo que ningún otro viajero de otro sitio podría comprender.

sábado, 22 de noviembre de 2008

Pequeñas ilusiones

Hoy no está de moda hablar de ilusiones. No está de moda hablar de muchas cosas, sobre todo si se refieren al sentimiento y vienen de generaciones anteriores, pero me parece que de ilusiones menos todavía. Los poderosos santones que se han adueñado de nuestra libertad de elección, que han reducido a uno, el suyo, todos los gustos, y que han logrado conducirnos a todos por la senda que se han propuesto para su conveniencia, han dictaminado que no es de hombres de nuestro tiempo andar con inutilidades propias de melancólicos y poetas; las ilusiones no se comen. Pero resulta que nuestra condición, la de ellos también, es la de seres débiles, y eso nos obliga a vivir sostenidos por los pequeños anhelos que solicita el corazón y por la esperanza de su cumplimiento. Es decir, por las ilusiones.
Conocí a alguien cuyo acto primero de cada día era el de abrir el periódico para leer la columna de su escritor favorito. Al hombre la vida no le había ido precisamente bien; el mundo era para él un lugar hostil, en el que el acto más inteligente que cabía hacer era irse de él de una vez; los amigos, la lealtad, el cariño eran palabras bonitas, pero las reales eran decepción, egoísmo, soledad; hacía tiempo que no sabía lo que era una esperanza, ni siquiera la de tenerla. Y sin embargo, el breve placer diario que le proporcionaba aquella lectura le bastaba para seguir viviendo. La pequeña ilusión de cada mañana de encontrar un pensamiento con el que identificarse o una afirmación que suscribir interiormente o la frase mágica que parece escrita pensando en el propio estado de ánimo, sostuvieron poco a poco el débil hilo, hasta que todo pudo volver a ser como antes.
A nuestra pequeña vida poco le afectan las grandes definiciones ni los grandes movimientos de fuerzas. El único mal que en verdad amenaza a nuestro espíritu es la carencia de algo que esperar. Si fallase la última ilusión, si se apagase hasta el más pequeño rescoldo del último motivo, todo quedaría plano y oscuro como la noche. Pero mientras están ahí, nos sostienen sin darnos cuenta, nos empujan hacia adelante, la ilusión por nosotros, por nuestros hijos, por el viaje de mañana, por la cena de hoy con los amigos. Nos componemos de ellas en todo grado y categoría, desde esas notas de fin de curso que hoy nos traen hasta una mejor vida en el más allá, que ha sido siempre la gran ilusión humana por antonomasia.
Las ilusiones no se comen, pero alimentan, decía un personaje de novela que apenas ya las tenía. El día está lleno de ellas, unas de realización inmediata, otras a distintos plazos, pero todas juntas forman el único entramado que sostiene nuestro vivir. La simple ilusión de tenerlas ya es una buena ilusión. Luego, poco a poco, van muriéndose cumplidas o quizá a veces caídas, pero no importa demasiado, porque otras van apareciendo espontáneamente y nos obligan a seguir tras ellas para conseguirlas, y así es posible ir tirando con el alma alegre. Y al final nos daremos cuenta de que las ilusiones son las partes indivisibles del último estado en el que podemos refugiarnos.
Esas pequeñas ilusiones de cada día, que nos vamos forjando sin querer ni pretender y que pierden todo su hermoso brillo cuando se cumplen, son las que nos traen buena parte de las menudas alegrías que nos son dadas. No las despreciemos ni nos sintamos disminuidos en nuestra consideración por confesarlas ni por entregarnos en sus brazos, que no es que de ellas también se viva, sino que sólo con ellas puede vivirse.

viernes, 14 de noviembre de 2008

Lo que tenemos que aprender

A nuestro sol le quedan unos cinco mil millones de años de vida, semana más o menos, así que habrá que darse prisa para hacer algunas cosas antes de que la eterna sombra caiga sobre la Tierra. Hay una larga lista. Por ejemplo, hay que seguir acabando a buen ritmo con las fuentes de vida del planeta, con los bosques amazónicos y africanos, los mares, los ríos y la atmósfera, más que nada para ir anticipando el momento y que luego resulte menos doloroso acabar con un planeta ya muerto que con uno lleno de vida.
Habrá que apresurarse también a seguir acumulando pruebas que dejen constancia ante posibles colegas de otros sistemas planetarios, de que la especie principal que habitó esta esfera orbital del sol tuvo como rara característica la de poseer un cerebro totalmente desproporcionado con relación a su organismo; un lujo inútil, puesto que apenas pudo sacarle una mínima parte de sus posibilidades. Y de que su desarrollo científico no recorrió el mismo camino que el moral, ni llegó a poseer jamás conciencia colectiva ante el dolor y el sufrimiento que causó continuamente, sin cesar ni un solo día, a lo largo de toda su estancia en el planeta.
Hay que pensar también en apurarse para acabar de eliminar en nuestros jóvenes el valor de los viejos ideales, familia, amistad, fidelidad, honor, trabajo, respeto, y sustituirlos por otros de mucho más alcance y capaces de hacer feliz, no a uno, sino a todo el conjunto de la humanidad: hermandad universal, antiglobalización, relativismo en los afectos, acracia. Al paso que se lleva y con el ahínco que se intenta, ese nuevo orden moral y esa transformación de las relaciones familiares y sociales que nos han servido hasta ahora no tardarán en hacernos llegar sus benéficos efectos.
A nuestra casa le quedan unos cinco mil millones de años de vida, pero el hombre lleva viviendo en ella tan sólo millón y medio, así que también cabe tener la esperanza de que, en vez de apresurarse con lo que está haciendo, aprenda a reflexionar y a sacar conclusiones de la breve historia que aún tiene. Largo plazo de fianza. Puede que los efectos, si aprendemos pronto, ya los disfruten los que vivan aquí en el año cien millones, que, por cierto, será bisiesto. A nosotros nos toca seguir preguntándonos por nuestra condición de seres desorientados, ilógicos, insatisfechos, y autodestructivos. Lo malo es que tampoco sabemos la respuesta.

sábado, 1 de noviembre de 2008

El lenguaje sexista

Vamos a ver si de una vez somos capaces de hablar correctamente, sin lenguaje sexista, tal como nos enseñan a diario los políticos y políticas más progresistas. No es fácil, porque todos los niños y niñas de nuestra generación, y en general todos los españoles y españolas, hemos sido educados por nuestros maestros y maestras en la idea de un género único que englobaba al otro. Es de esperar que los profesores y profesoras de ahora enseñen a sus alumnos y alumnas a eliminar esas expresiones gravemente discriminatorias, para que cuando ellos y ellas se conviertan a su vez en educadores y educadoras puedan hacerlo a su vez con total convicción. Es una clamorosa demanda social, algo que los ciudadanos y ciudadanas exigen cada vez con más fuerza, desde los médicos y las médicas hasta los conductores y conductoras, y desde los fontaneros y fontaneras hasta los buceadores y buceadoras. La única que de momento no lo demanda debe de ser la Iglesia, quizá porque apenas lo necesita para sus cargos, pero puede que en los ratos que le dejen libre la preparación de sus pastorales sobre la justicia de la causa de los violentos y las violentas se decidan a modificar algunos textos y hablen ya de la comunión de los santos y las santas, de la resurrección de los muertos y muertas y del perdón de los pecadores y pecadoras. Cuánto lo agradecerían entonces todos los cristianos y todas las cristianas.
Es cierto que el mundo está lleno de problemas muy graves, que hay multitud de hambrientos y hambrientas, de necesitados y necesitadas, de hombres y mujeres víctimas de la guerra y la miseria, pero no me negarán que resulta absolutamente necesario dedicar tiempo y esfuerzo a fijar en la mente de todos nosotros y nosotras esta idea. No en vano se espera de nuestra condición de civilizados y civilizadas que sigamos en vanguardia de la igualdad y la no discriminación. Que los viajeros y viajeras que nos visiten se encuentren aquí con un claro afán de ser justos y justas con nuestras palabras. Seamos correctos y correctas políticamente para poder aspirar a que nos llamen progresistas.
Por mi modesta parte ya ven que estoy haciendo lo posible para llevar a mis lectores y lectoras, y a todos los desinteresados y desinteresadas que pueda, esta necesidad apremiante para el equilibrio psíquico general. Y si todos los autores y autoras siguieran este ejemplo, ya nadie se sentiría ofendido ni ofendida y la sociedad habría dado un gran salto hacia la felicidad. Claro que puede que vengan algunos y algunas lingüistas a decirnos que existe un género llamado de sentido, que incluye a los dos sin necesidad de especificar el segundo, pero qué saben ellos y ellas. No se dan cuenta de que con eso se causa profundos traumas y hace que muchos y muchas vivan con la angustiosa sensación de sentirse discriminados y discriminadas. No les hagamos caso.