martes, 31 de diciembre de 2019

Feliz Año


Feliz Año Nuevo
 
Año de final de década, redondo y bisiesto,  bienvenido a nuestras vidas. ¿Qué nos traerá? ¿Qué líneas están escritas en sus páginas, aún sin abrir? Solo podemos expresar deseos y desde aquí va el nuestro:
Feliz, próspero y esperanzado 2020.

martes, 24 de diciembre de 2019

Feliz Navidad

Feliz Navidad  a los que la denigran sin que sepan explicarnos por qué; a los que solo pueden ver en ella tristeza; a los que la vida grabó estas fechas a fuego en el alma y precisamente por eso se han convertido en cicatrices que jamás pueden ocultarse; a los que lloran en soledad y a los que se aturden en compañía. Que algo pueda hacerlos felices, aunque sea un solo momento.

miércoles, 18 de diciembre de 2019

La décima sinfonía


Entre la hojarasca informativa que nos cae encima cada día, leemos una noticia que se escapa de los titulares que acapara la política casi en exclusiva: una máquina con un programa de inteligencia artificial ha compuesto la décima sinfonía de Beethoven. Suena a pretenciosidad de futuro o quizá a un eureka triunfal de dudosa base real, pero, dicho así, sin matices, el hecho viene a ser ese. La décima sinfonía es uno de esos temas recurrentes de la historia de la música que se ha querido convertir en enigma, sobre la base misma de su existencia o de las elucubraciones novelescas sobre la suerte que habría corrido la partitura. La realidad es muy simple. Se sabe que Beethoven tenía el propósito de escribir otra sinfonía después de la novena. Una semana antes de su muerte escribió a un amigo diciéndole que ya la tenía esbozada. Se conservan algunos de estos esbozos y notas sueltas dispersas entre sus papeles, y sobre ellos hubo algunos intentos por parte de algunos musicólogos por completarla, pero sin éxito. La sinfonía solamente sonó en la mente del compositor.
Ahora una máquina de esas que trabajan con un programa de inteligencia artificial, ha concluido la obra partiendo de la gestión, hecha por un algoritmo, de los pocos datos que se tienen de lo que no es más que una intención expresada en unas breves notas. El proceso ha sido largo y complejo, y viene acompañado de unas explicaciones técnicas por parte de sus autores, que, entre tecnicismos incomprensibles y justificaciones más o menos convincentes, nos dejan una pregunta inquietante: ¿Llegarán las máquinas a superar la creación artística que hemos desarrollado a través de los siglos y sobre la que sostenemos nuestra cultura y toda nuestra civilización? ¿Suplirán los algoritmos al esfuerzo, inspiración y cualidades individuales de los compositores que conocemos y que nos han proporcionado tanta belleza?
Por suerte no parece que ni aún las máquinas más inteligentes puedan traspasar la barrera de la racionalidad y llegar al espacio donde habitan las pasiones y las conmociones, lo fieramente humano. Porque el arte existe como objeto del sentimiento y no del entendimiento. Cuando se pretende crear usando solo la inteligencia suelen producirse verdaderas tonterías. El arte está inspirado por un concepto de vida; nace del espíritu, no de un mecanismo artificial. Cómo puede saber el tal aparato qué música sonaba en la cabeza de Beethoven. A veces dan que pensar esos empeños absurdos en alcanzar algo que al final no tendrá más interés que la curiosidad informativa de un día, porque la obra resultante nacerá con el sello de la falsedad o, cuando menos, de la duda.
Dicen los que han escuchado la sinfonía que no suena a Beethoven, que es aburrida y carente de matices. Pues claro. Por asombrosas que lleguen a ser las máquinas y por mucho que nos maravillen con sus increíbles capacidades técnicas, siempre estarán condenadas a trabajar sin emoción ni capacidad de penetración en los escondrijos más profundos del espíritu, allí donde se asientan los sentimientos que nos hacen ser como somos.

miércoles, 11 de diciembre de 2019

La cumbre del clima

Qué de cosas raras ocurren en estos días de final del año. Debe de andar la Tierra por alguna región oscura de su órbita, porque están sucediendo muchos hechos atípicos a la vez. Revueltas callejeras simultáneas en diversas ciudades de tres continentes, negras sombras en torno a la continuidad del presidente norteamericano, ambiente de incertidumbre en Europa, y aquí, en España, una situación política que entra en un arriesgado proceso de pactos peligrosos, del que hasta ahora se había huido precisamente porque siempre se vio que tenía mucho más de riesgo que de solución.
Atípica está resultando también la Cumbre Mundial del Clima que se está celebrando en Madrid, y no por lo que se espere de sus resultados, que serán los mismos que los de otras cumbres, o sea ninguno, sino por la llegada de esa niña sueca a Chamartín, convertida en la estrella indiscutible de la reunión. Cuántos papanatas atropellándose en el andén de la estación por lograr una simple mirada de una adolescente que llegaba con expresión de indiferencia, quizá por el cansancio de su extravagante viaje. Con su cara de eterna enfurruñada, sus mensajes simples y directos y la ayuda de una poderosa maquinaria promocional, ha logrado atraer sobre sí la atención de medio mundo, pero uno no puede evitar la impresión de que en el fondo no es más que una pobre niña manipulada por quién sabe qué oscuras manos, aturdida y desubicada, a la que le están privando del lugar en la vida que le corresponde por su edad y que pronto se convertirá en un juguete roto. No tiene ella la culpa de presentarse como la estrella mesiánica que nos ha de mostrar el camino hacia la salvación del planeta; bastante tiene con ser arrastrada a una situación de continuas contradicciones, aunque quizá su enfermedad la ayude a protegerse de ellas. La realidad es que mientras los científicos apenas pueden hacer oír su voz, el mundo está pendiente de cualquier frase de una chiquilla de dieciséis años que, por cierto, no dice más que tópicas obviedades y cuya única solución que ha aportado hasta ahora es la de cruzar el Atlántico en un barco a vela.
Uno confiesa que pertenece al batallón de los escépticos que creen que efectivamente se está produciendo un cambio del clima, pero que es inherente a la evolución del propio planeta. Su historia climática se resuelve en una sucesión de ciclos alternos de glaciaciones y épocas cálidas, y ahora estamos en un período interglacial. El cambio forma parte de la naturaleza; el hombre no puede ni provocarlo ni detenerlo. Las gentes del Paleolítico no contaminaban y también vieron cómo la tierra se calentaba y se extendían los desiertos. Seguramente ahora la acción del hombre contribuye de algún modo a alterar el ritmo del cambio, pero aunque la humanidad desapareciese, la Tierra seguiría con sus ciclos, indiferente a todo. Por supuesto que hay que cuidarla; debemos procurar no agredirla con desechos evitables y tratar de pasar lo más inadvertido posible en ella, pero sin histerias, sin arrimar las ascuas a ninguna sardina política y, desde luego, sin montar ningún circo de esos que tanto gustan a la gentecilla de la farándula y a todos los aprovechados de turno.

miércoles, 4 de diciembre de 2019

Nuestro mejor refugio

Es este un tiempo en que parece que todas las noticias se han conjurado para desasosegarnos y hacer que vivamos en continua preocupación. No, no es este un buen momento para cultivar el optimismo. En realidad nunca lo fue. A lo largo de nuestra vida, y aun en la historia entera, no parece que haya habido muchos períodos en los que se haya podido vivir sin preocupaciones ni amenazantes nubes negras. Debe de ser así la condición del hombre: estar en manos de un conjunto de fuerzas ajenas a nosotros que nos zarandean los sentimientos y alteran nuestro estado de ánimo según se manifiesten. Somos sus sujetos pasivos. Nuestra mejor defensa consiste en buscar refugio en nuestro interior, allí donde somos nosotros quienes dictamos el orden de nuestra vida. Ante la intemperie que nos rodea somos seres débiles, y eso nos obliga a vivir sostenidos por los pequeños anhelos que solicita el corazón y por la esperanza de su cumplimiento. Es decir, por las ilusiones.
A nuestra pequeña vida le afectan poco las grandes definiciones y los grandes movimientos de fuerzas. El único mal que de verdad amenaza a nuestro espíritu es la carencia de algo que esperar. Si fallase la última ilusión, si se apagase hasta el más pequeño rescoldo del último motivo, todo quedaría plano y oscuro como la noche. Pero mientras están ahí, nos sostienen sin darnos cuenta, nos empujan hacia adelante; la ilusión por nosotros, por los hijos, por el viaje de mañana, por la cena de hoy con los amigos. Nos componemos de ellas en todo grado y categoría, desde ver el triunfo de tu equipo del alma hasta una mejor vida en el más allá, que ha sido siempre la gran ilusión humana por antonomasia.
Recuerdo a un tipo cuyo acto primero de cada día era el de abrir el periódico para leer la columna de su escritor favorito. Al hombre la vida no le había ido precisamente bien; el mundo era para él un lugar hostil, en el que el acto más inteligente que cabía hacer era irse de él de una vez; los amigos, la lealtad, el cariño eran palabras bonitas, pero las reales eran decepción, egoísmo, soledad; hacía tiempo que no sabía lo que era una esperanza, ni siquiera la de tenerlas. Y sin embargo, el breve placer diario que le proporcionaba aquella lectura le bastaba para seguir viviendo. La pequeña ilusión de cada mañana de encontrar un pensamiento con el que identificarse o una afirmación que suscribir interiormente o la frase mágica que parece escrita pensando en el propio estado de ánimo, sostuvieron poco a poco el débil hilo, hasta que todo pudo volver a ser como antes.
Las ilusiones no se comen, pero alimentan, decía un personaje de novela que apenas ya las tenía. El día está lleno de ellas, unas de realización inmediata, otras a distintos plazos, pero todas juntas forman el único entramado que sostiene nuestro vivir. La simple ilusión de tenerlas ya es una buena ilusión. Luego, poco a poco, van muriéndose cumplidas o quizá a veces caídas, pero no importa demasiado, porque otras van apareciendo espontáneamente y nos invitan a seguir tras ellas para conseguirlas. Y al final nos daremos cuenta de que las ilusiones forman el último estado en el que podemos refugiarnos.

miércoles, 27 de noviembre de 2019

Siempre somos culpables

Vamos a pensar en un ciudadano normal, uno de tantos, o sea, uno de los que componemos la mayoría de la sociedad. Uno de esos que camina por la calle a cuestas con sus problemas de cada día, que no tiene más objetivo que el de sacar adelante a su familia y que se siente vulnerable en este empeño. En su empresa hablan de una regulación, le han avisado de que le van a subir el alquiler, le ha dejado temblando la factura de los libros del colegio, pero también sabe el valor que encierran las pequeñas cosas: le hace ilusión reunirse con toda la familia esta Navidad, y hoy mismo se van a ir con un matrimonio amigo a picar algo por ahí. Se levanta cada día temprano para ir al trabajo, vive el día con la rutina de quien hace bandera de la normalidad y piensa en el futuro imaginándolo en función de sus circunstancias actuales, pero vive sobre todo el presente. Es feliz en su pequeño círculo, quizá porque ha renunciado a entender los complicados entresijos de la política mundial con la que le abruman los medios de comunicación. No tiene voz pública ni medios para hacer oír sus ideas. Nadie le pide opinión ni cuenta con él más que para pagar impuestos. No tiene capacidad para influir en nada; si acaso únicamente cuando le llaman para que meta una papeleta en una urna, y aun así temiendo que, vistas las extrañas alianzas que luego se hacen, su voto termine por ir a parar un partido que no le gusta. En fin, un ciudadano cualquiera, uno de tantos, usted, yo, aquel.
No tiene ninguna capacidad de decisión, pero ve cómo desde los lejanos poderes que dirigen nuestras vidas y deciden lo que hay que pensar, le hacen sentirse responsable de todos los males que nos afectan. Primero es crearnos un estado permanente de temor, hacer que vivamos angustiados por la amenaza de algún acontecimiento que afectará de forma irremediable a todo el planeta. Ya en el pasado siglo, la crisis de los misiles, que iba a desencadenar la tercera guerra mundial; en los noventa la guerra del Golfo y el acceso de nuevos países a las armas nucleares; el final del milenio nos traería la amenaza del terrible efecto 2000; luego el agujero en la capa de ozono, que acabaría con la vida por el exceso de radiación; después la devastadora epidemia de la gripe aviar o la del ébola, y en su momento cosas tan pintorescas como el secreto de Fátima o algún asteroide que se acerca para acabar con la Tierra. Pero ahora, además, somos nosotros los culpables de todas las amenazas globales: del cambio climático, de que los océanos se llenen de plásticos y de productos desechables con que nos atiborran cada día, de la tragedia de los inmigrantes en el mar, de la contaminación el aire y hasta de de la extinción del quebrantahuesos. Culpables de admitir una comodidad que nos ofrecen desde todos los altavoces publicitarios y de vivir una forma de vida que nos ha sido dada sin que la hayamos elegido.
Ni temor ni complejo de culpabilidad. Ya que no podemos escapar de quienes nos machacan con sus informaciones mediatizadas, filtrémoslas cuidadosamente antes de aceptarlas; verán cómo lo mejor casi siempre es no hacerles caso.

miércoles, 20 de noviembre de 2019

Progresistas

Sobre todo progresistas. No se les cae de la boca esta palabra a la nueva pareja que ha convertido su hasta ahora arisca relación en un tierno idilio, con abrazo público incluido, para pretender gobernarnos. En cada discurso la sueltan media docena de veces, aun sin venir a cuento; es como la marca de la casa, que hay que machacar, como se hace con la palabra clave de un anuncio publicitario, para que quede inscrita en el subconsciente del elector. En el fondo no es más que la muestra del escaso nivel al que han conducido a la política algunos de sus representantes.
Nos confunden con las palabras y con las frases elaboradas a propósito para calar en la masa acrítica. En la verborrea incesante que nos abruma desde las tertulias, discursos y entrevistas, las palabras pierden su significado y adquieren el que los intereses políticos deciden en su propio beneficio. Se vuelven ambiguas, huidizas, esquivas, a veces incluso sospechosas; ya no responden al concepto que contenían y del que eran soporte. En un proceso de perversión se las desprovee de su sentido etimológico para adaptarlas a la ideología correspondiente y poder utilizarlas como instrumentos a su servicio. Quizá, de todas ellas, la más castigada en su significado es la de progreso. Su origen latino le otorga una etimología muy clara -de progredior: avanzar, ir hacia delante-, pero, como a veces ocurre, el manoseo constante al que se la somete y su empleo partidista han privado de valor a su definición.
Progresar no es en sí mismo ni bueno ni malo si no se dice hacia dónde se progresa. También progresa la enfermedad. Y aún reduciendo su significado al de ir hacia adelante mejorando, sería dudoso que pudiera aplicarse a las ideas que defienden los partidos que se llaman progresistas. Es discutible que pueda llamarse progreso, por ejemplo, a matar a un hijo antes de nacer, algo que ya se practicaba hace miles de años; en este caso más bien cabría hablar de regreso; no entremos en su contenido moral, que eso pertenece al ethos de cada comunidad; quédese aquí en su aspecto semántico. ¿Se puede llamar progreso al empeño de volver a la división de lo que el largo proceso de los siglos unió y tratar de deshacer la nación para regresar a las divisiones medievales del terruño? ¿Tiene algo de progresista la vuelta al desaliño, la grosería y el mal gusto? ¿Puede hablarse de progresismo en actitudes que, si se miran bien, no son más que una moda, una ambición de poder o un cultivo de intereses?
Como la mayoría de autodefiniciones que hacen los políticos, esta de progresista es hueca y aparente, buscando solo aprovechar la hermosa eufonía de la palabra para que quede en la mente de los votantes. Quizá la palabra progreso no sea fácilmente aplicable en los campos en los que la subjetividad se convierte en esencia y sustancia y sólo quepa hablar de progreso en lo referido a la ciencia y la técnica. O tal vez el verdadero progreso sea el que hace avanzar los ideales éticos, las normas morales, la convivencia y el respeto a los demás. Pero en fin, seguiremos oyendo a algunos políticos proclamarse progresistas a cada paso.

miércoles, 13 de noviembre de 2019

El remedio que no lo fue

Por unas cosas o por otras no podemos deshacernos de la política ni un solo día; más aún, ni un solo momento. Es un organismo en perpetua autogeneración, que se retroalimenta de su propio proceso de desarrollo y que, por eso mismo, gira permanentemente como un tornillo sin fin. Es uno de los escasos conceptos, como la religión y pocos más, que nos han acompañado desde nuestra aparición en la tierra, y siempre de forma universal y sin excepciones. Al fin y al cabo somos animales sociales; nos es preciso organizarnos para sobrevivir y, por tanto, necesitamos establecer un orden vinculante de convivencia y de normas para alcanzar el bien común, que eso viene a ser la política en su sentido primario. En el actual es la fuerza que todo lo impregna y todo lo domina, que se cuela por todos los rincones de nuestra vida a través de las consecuencias que de ella se derivan, aunque no sea más que por los medios informativos, que la exprimen hasta el abuso para alimentar sus parrillas a todas horas.
Esta semana ha habido de nuevo elecciones y todo ha girado en torno a ellas. Habían sido convocadas para solucionar una situación difícil y resulta que la situación se ha complicado más. La herramienta que tenemos a nuestro servicio para resolver los problemas de la sociedad se ha vuelto un problema en sí misma. Recelos, incompetencia, uso de mentiras y falacias, lucimiento de egos, afanes partidistas, cuentas de la lechera, miradas miopes, exhibición de autosuficiencia, todo esto y más se ha dado con profusión en esta campaña de unas elecciones que dieron como resultado un remedio peor que la enfermedad que pretendían curar: un acuerdo que tiene más de medicina tóxica que de solución sanadora.
Todo podría haberse evitado si tuviésemos a nuestro alcance alguna de las herramientas de antibloqueo que funcionan por ahí para estos casos y que sería conveniente estudiar: establecer un sistema de doble vuelta, hacer que gobierne el partido más votado, fijar una barrera electoral más alta para obtener representación parlamentaria, dar un plus de diputados al partido ganador. Incluso se ha sugerido que, en casos como el de ahora, la mejor solución sería la designación de una figura ajena a la política, alguien de reconocida valía personal e intelectual, que liderase un gobierno formado por ministros de diversos partidos durante el tiempo necesario para salir de la crisis actual y crear un nuevo escenario institucional que corrija los desajustes que ahora se evidencian y evite en el futuro estas situaciones. Un especie de Cincinato moderno, que también supiese luego volver a su arado.
El apresurado acuerdo de ayer puede que ya no cause insomnio al presidente, pero a muchos ciudadanos les corre un escalofrío por la espalda.

miércoles, 6 de noviembre de 2019

Ayer y hoy

Ya sé que las miradas al pasado despiertan escaso interés y que hasta son vistas con piadosa condescendencia por la nueva generación de progres que dividen la historia de la humanidad en antes y después de la llegada de twiter. No obstante, conviene de vez en cuando aparcar el presente y mirar el camino recorrido. Sobre todo ahora que da la impresión de que algo se está nublando. Una ola de insatisfacción parece invadirnos sin remedio; se extiende una sensación de desesperanza, como si viviésemos en el peor de los mundos y estuviésemos condenados a no salir de él. Nos envuelven el pesimismo y el tono fatalista que emiten machaconamente los medios. Sí, sería una saludable terapia colectiva detenerse a mirar hacia atrás, no hace falta que sea muy lejos, para situarnos mejor en la realidad en que ahora estamos. Si se saben establecer las relaciones adecuadas entre su momento y el de ahora, los recuerdos son una gran fuente de conocimientos. Nos sirven, por ejemplo, para ser conscientes de lo que hemos conseguido y para establecer comparaciones que nos ayuden contra las frustraciones y los pesimismos con que nos nutren cada día.
A cualquiera de mediana edad que mire su infancia, sobre todo si vivía en las zonas rurales, le será fácil recordar, por ejemplo, cómo era la vida cotidiana de la mujer. Para los más viejos, la imagen de ella que seguramente predomina de aquellos años es la de un continuo quehacer sin respiro, con las piernas y la espalda eternamente doloridas. La mujer planchando con aquellas pesadas planchas de hierro que se calentaban sobre la chapa de la cocina; arrodillada en el suelo fregando con estropajo y arena el piso de madera; trayendo los calderos de agua de la fuente; caminando hacia el lavadero con el pesado balde a la cabeza para lavar a mano la ropa de trabajo de los hombres. En su jornada no había horario ni fiestas. Comenzaba levantándose antes que los demás para preparar el desayuno de quienes iban al trabajo, y a partir de ahí no había descanso. Nada que ver con la de hoy.
Es frustrante saber que hemos progresado mucho, que conseguimos metas que serían ciencia ficción para nuestros abuelos y que, sin embargo, no hemos avanzado nada en nuestra ansia de ser felices. El paso del tiempo ha impuesto un contraste abismal entre lo que tuvimos y lo que tenemos, sin que seamos capaces de verlo. Nos seguimos sintiendo descontentos, criticándolo todo y renegando de cualquier cosa, casi por acto reflejo. Nos afecta con intensidad la oposición entre lo que tenemos y lo que deseamos, aunque no sabemos exactamente qué es lo que deseamos; si lo alcanzáramos aparecerían otros deseos. Es como perseguir una sombra, pero hemos renunciado a la idea de que quizá todo consiste en dejarla en paz y no correr tras ella. El caso es que, con todo lo que es susceptible de mejorar, vivimos en uno de los mejores países posibles, y sería casi perfecto si algunos de nuestros representantes públicos, en vez elegir la carrera política, se hubieran dedicado a cultivar sandías, por ejemplo. Harían algo más acorde con sus capacidades.
Ahora va a haber nuevas elecciones y es otra esperanza. Pero hay que acertar.

miércoles, 30 de octubre de 2019

El cambio


Pues ya está, ya hemos cambiado de sitio el cadáver de alguien que murió hace casi medio siglo, y parece que a partir de ahora los días han de ser más luminosos y la realidad más amable. El acto del jueves desató una expectación propia de los estrenos cinematográficos, más por lo que tenía de curiosidad después del largo tiempo desde el anuncio que por el hecho en sí mismo, porque la realidad es que a una gran mayoría de ciudadanos le resultaba indiferente lo que allí se realizaba. No estaba en la lista de sus diez primeras prioridades. Razones habrá, y bien que se han esforzado en explicarlas durante más de un año desde todos los altavoces posibles, pero perdieron gran parte de su vigor ante la realización del hecho. Un espectáculo de seis horas en directo, que desmentía la promesa de discreción; un acto realizado en víspera de unas elecciones, que desprendía un claro tufillo electoral; una utilización sectaria y partidista que derivaba en afirmaciones tan solemnes como huecas. El traslado salda las deudas de España con su historia, dice el presidente. Se ha cerrado el círculo de la democracia, dictamina otro muy serio. Por lo visto la democracia es tan poca cosa que depende de dónde esté una tumba. Como si se tratara de un conjuro apotropaico, tal parece que se ha erigido una barrera y obtenido una victoria contra una legión de fantasmas siempre acechantes desde el más allá del tiempo, aunque muchos no entiendan qué tiene de victoria zarandear a un muerto. En fin, cosas de políticos, un gremio en permanente estado de locuacidad y siempre propenso a demostrar sus limitaciones.
En las largas horas de tertulias monocolores al rojo vivo y al azul pálido que llenaron el tiempo televisivo el jueves, se han oído opiniones y afirmaciones abundantes, la mayoría redundantes entre sí según el medio, y todas con la misma escasa preocupación por el rigor. Sirva como ejemplo la costumbre común de llamar preconstitucional a la bandera con el escudo del águila. La Constitución solo dice que la enseña nacional ha de tener tres franjas, roja, amarilla y roja, así que tan constitucional era la de antes como la de ahora; no habla nada del escudo, que es lo que ha cambiado. Además, el escudo del águila se suprimió en 1981, por lo que fue constitucional durante tres años. No es que esto tenga mucha trascendencia, pero informa del cuidado que algunos tienen con la verdad.
El caso es que aún no ha pasado una semana y todo esto ya parece de otro tiempo. Lo que sí sigue siendo de este son los problemas de cada día, esos que nos afectan realmente y a los que apenas alcanzamos a vislumbrar una solución. Porque después de saldar las deudas con la Historia y de cerrar el círculo de la democracia, hemos despertado y el dinosaurio sigue ahí. Cuando a Carlos I, después de vencer a los protestantes le sugirieron que profanase la tumba de Lutero, respondió: "Yo no hago la guerra a los muertos, sino a los vivos". Los vivos de ahora son muchos: el paro, el futuro de las pensiones, Cataluña y sus delirantes dirigentes, el debilitamiento de la conciencia nacional, etc.
Descansen los muertos en su rincón del tiempo inaccesible y que cada cual los recuerde con el sentimiento que le ocupe el corazón.

miércoles, 23 de octubre de 2019

Otras formas de contaminar

Está visto que todo haya de moverse por modas, hasta el asunto de la conservación del medio en que vivimos. Mala cosa es dejar algo tan serio en manos de los caprichos de alguna moda, informativa, científica, social o la que sea, pero sobre todo informativa, porque la moda no es más que una burbuja vana, sin poso ni trascendencia. Pasa igual que llega, con la misma rapidez y sin dejar una huella duradera. Pues bendita sea esta moda de aludir continuamente al entorno en que vivimos si sirve para ayudarnos a todos a mantener nuestra casa habitable para nosotros y para los que nos sucedan, a no agredirla en su naturaleza, a procurar mantener su fecundidad y su belleza. Si solamente se consiguiera crear una escrupulosa conciencia de limpieza que nos impida arrojar desechos libremente a las tierras y los mares, ya sería un logro importante; lo demás, las grandes decisiones planetarias en lo que afecta a las emisiones a la atmósfera ya no están a nuestro alcance de simples ciudadanos, salvo en lo que podamos presionar a los dirigentes que gobiernan la aldea global. Lo que ocurre es que solo la preocupación por el medio ambiente (pleonasmo ya incorregible; bastaría con decir ambiente), es la única que merece estar continuamente en el candelero, con sus distintos grados de demagogia. Se ha convertido en uno de esos ismos que configuran las categorías que el progresismo colecciona como dogmas de una nueva religión, y que abarcan todos los temas que contengan algún pretexto para ser convertidos en fe obligada, desde el ecologismo al feminismo, el animalismo, el vegetarianismo, el pacifismo y hasta el buenismo.
Y con todas estas causas de altos vuelos, tan altos que apenas nos tocan nuestro vivir diario, desde el poder cercano apenas se presta atención a otras contaminaciones más inmediatas y más molestas, también más fáciles de resolver, que tenemos a nuestro alrededor. Puede ser una contaminación visual; por ejemplo las pintadas que embadurnan nuestras calles. Están por todos los sitios; a cualquier lado que se mire se encuentra una. Lo llenan todo: paredes, bancos, farolas, papeleras, persianas, semáforos, monumentos o los edificios recién restaurados; la mayoría no dicen nada y las que lo dicen valdría más que no lo dijeran; son dibujos absurdos, que parecen pictogramas de una mente sin terminar de hacerse, a la que no le importa nada la ciudad ni el bien común.
Está también la contaminación acústica, como la que tenemos que soportar cuando algunos discípulos de Marinetti atraviesan nuestras calles con su moto a escape libre, atronando todos los oídos. Están saltándose unas cuantas normas, entre ellas la principal de todas: la de respetar a los demás, pero ni les importa ni nadie hace que les importe.
Hay otras contaminaciones más próximas, porque afectan a amigos; es el caso de la que originan los perros, no ya con sus residuos sólidos, pero sí con los líquidos, que corroen las bases de las farolas, las papeleras, las puertas, y llenan todo de manchas y malos olores.
Ninguna de ellas será tema de simposios científicos ni de solemnes reuniones internacionales, pero son las que realmente afectan a nuestro pequeño espacio de vida.

miércoles, 16 de octubre de 2019

La sentencia

De todo lo que rodea a la sentencia contra el golpismo catalán, lo que más extraña es que algunos se extrañen de ella. ¿Qué pensaban, que podían salir como si todo hubiera sido la inocente ocurrencia de una alegre chufla pandillera? ¿De verdad creyeron que podían ganar? ¿Ninguno de los doce se paró a pensar que no hay estado en el mundo que no trate de defenderse de quien intente destruirlo? Mira uno esas caras tratando de poner en sus ojos la mayor dosis de asepsia, y ve en ellas una mezcla de absurda autosuficiencia, una gallardía engañosa que nace solamente de la compañía del rebaño, en algunos una expresión disimulada de "qué hemos hecho", y en todos una mirada de héroe desorientado que no entiende la incomprensión de aquellos a los que quiere salvar. Irán a la cárcel con la sorpresa de que el buen propósito no triunfa y con la sensación de injusticia hacia quien ha luchado por un sublime ideal. Pobrecitos; el ruin mundo nunca es generoso con los que se sacrifican por un noble sueño redentor. A uno, que se confiesa un absoluto profano en la cosa jurídica, le parece muy difusa la línea fronteriza entre sedición, insumisión, rebelión, malversación y sus parientes, así que supone que la sentencia también ha de resultar compleja y difícil de contentar a todos. Lo que sí tiene claro es que todo ello tenía como último fin la ruptura de nuestro país y un cambio traumático en su historia; no es de extrañar que a algunos pueda parecerles más liviana de lo que desearían.
Todo en este episodio parece diseñado por algún guionista de serie B: un propósito tambaleante entre el ahora y el más tarde, una planificación sin objetivos troncales que alcanzar de forma inmediata, una ejecución chapucera y unos protagonistas que abarcan todos los prototipos de un manual para conseguir fracasar. Están primero los ilusos, esos que, confiados en la adhesión de las masas y en la promesa de apoyo por parte de ocultas fuerzas, salieron a pecho descubierto y se llevaron todas las tortas; ahora en la cárcel tendrán tiempo de pensar sobre ello. Están también los teóricos, tanto del plan como de la ejecución, caminando en equilibrio sobre el alambre, siempre bordeando la línea entre la libertad y el banquillo de un tribunal; son los nadadores entre dos aguas, que casi siempre salen bien parados de todos los trances. Y están luego los cobardes, los que torean desde el tendido y ordenan desde allí arrimarse al toro. Los más despreciables son los que huyeron ante la llegada de la justicia, abandonando a los suyos; ni siquiera saben lo que es la dignidad.
Pobre Cataluña, tan desacreditada y tan perjudicada con esta gente. Una vez más es ese jugador que siempre pierde, no porque tenga mala suerte, sino porque es un mal jugador; solo hará falta que se coloquen detrás de él a observar cómo juega; verán que no acierta ni una, según dejó escrito con amarga desilusión uno de los suyos. Cuenta Borrow que en un viaje en barco coincidió con unos catalanes que no pararon de hablar ni un momento, y añade: "Estas gentes no se marean nunca, aunque con frecuencia producen o aumentan el mareo de los demás". No sabía él hasta qué punto.

miércoles, 9 de octubre de 2019

El viaje más largo

Si tuviera ocasión de charlar con algún personaje anónimo del pasado, de esos que vivieron su vida oscuramente al lado de algún protagonista de la Historia compartiendo todas sus desgracias y ninguna migaja de su gloria, seguramente elegiría a uno de los dieciocho marineros que volvieron a España después de dar la primera vuelta al mundo. En pocas vidas podría encontrar tanta cantidad de experiencias, ni tan intensas, ni tan singulares, ni tan arriesgadas. Le pediría que me dijera qué recursos se esconden en nuestro interior para salir indemnes de situaciones ni siquiera imaginadas. Cómo es convivir sintiendo la presencia continua de la muerte rondando alrededor, el dolor, la sed y el hambre, la convivencia en un pequeño receptáculo en medio de la inmensa soledad, el perenne temor a lo desconocido, la desesperanza de cada día ante el perpetuo horizonte vacío e infinito, la sensación de divisar tierra; no, esto seguramente no podría explicármelo. Aquellos hombres habían recorrido durante tres años mares de los que nada se sabía, habían cruzado primero el océano Atlántico, luego el inmenso y desconocido Pacífico y después el Índico, todo en un mismo periplo, y al final habían rodeado por primera vez el planeta.
La crónica de este primer viaje alrededor del mundo es la de una epopeya absoluta que deja pequeños a todos los relatos de viajes conocidos, incluyendo el homérico. Fue sin duda el viaje más duro del que tenemos conocimiento; una hazaña casi increíble, en la que no falta ningún ingrediente posible. Primero el descontento de algunos y la rebelión, luego la incertidumbre de hallar el paso hacia el gran océano y la terrible travesía del estrecho hasta salir al gran mar desconocido. Durante esta infinita travesía del Pacífico, el inacabable horizonte parecía presagiar el fin. El serrín y el cuero ablandado en agua de mar eran el único menú diario; una rata se convertía en un manjar muy caro; el agua era tan repelente que había que taparse la nariz mientras la bebían para no tener que olerla; el escorbuto y la desnutrición se erigieron en terribles compañeros habituales. Continuamente arrojaban muertos al mar. Es difícil imaginar tanto sufrimiento o, en el caso del nuevo capitán, Elcano, tanta voluntad y empeño en seguir adelante por la nueva ruta a partir de las Molucas. Ahora no podían tomar tierra por temor a ser apresados por los portugueses. Al final, la "Victoria", con 18 sobrevivientes, espectros esqueléticos, llegó a Sanlúcar. Las crónicas cuentan que la noticia de la hazaña recorrió Europa como un reguero de pólvora, causando asombro y admiración general. La Tierra era redonda. Se habían acabado todas las discusiones.
El siempre comedido y nunca muy generoso con nuestras cosas Stefan Zweig, escribe en su biografía de Magallanes al narrar la singladura en solitario de la “Victoria”, ya con Elcano al mando tras la muerte de aquél: “Este viaje de retorno del gastado y envejecido velero, que ha cumplido un viaje ininterrumpido de dos años y medio de duración a través de la mitad del globo, cuenta entre las más grandes acciones heroicas de la navegación”. Ahora se cumplen quinientos años y a uno le parece que todo lo que se haga por conmemorarlo es poco.

miércoles, 2 de octubre de 2019

La niña de los sueños rotos

En este tiempo en que la información llega a nosotros queramos o no, y nos convierte en sus forzosos sujetos pasivos por mucho que intentemos escaparnos de sus garras, vivimos la sensación de una actualidad en ebullición continua, sin tregua y sin respiro, con un ritmo que parece diseñado para no permitirnos detenernos ni un momento a pensar sobre ella. Ahí están los pacíficos secesionistas catalanes que preparaban explosivos para usarlos con la paz de los hombres de buena voluntad, o la aparición de un nuevo partido por el ala izquierda, o el trascendente problema de un cambio de tumba, o el monumental embrollo de los ingleses con su 'brexit'. Pero la reina de los noticiarios de estos días fue esa niña sueca, Greta, que dice que le robamos la infancia y que le rompimos un sueño que tenía. Pobrecilla. Siempre dan pena los sueños rotos, y más si son sueños de salvación planetaria. Se saltó el colegio, cruzó el Atlántico en un velero para no contaminar el aire, puso cara de pariente de la niña de "El exorcista" y soltó a los dirigentes políticos de todo el mundo una reprimenda en la que no resultaba fácil distinguir si era mayor el efecto de los tópicos que decía o de la sobreactuación que los acompañaba. Eso sí, luego regresó en avión.
Todo en este asunto del cambio climático parece una masa confusa de buenas intenciones, realidad científica, afirmaciones falsas, oscuros intereses, propósitos inconfesables y ribetes de espectáculo mediático. Esa niña, afectada de un trastorno neurológico y mal orientada, es un instrumento más al servicio de una causa de noble aspecto y dudoso contenido, que, tras el efecto producido por esta exhibición histriónica y sentimentaloide, quedará arrumbado en el olvido, como los demás. Desde luego, hay un hecho indiscutible: el cambio climático existe; se está comprobando día a día. Y hay otro tan incontestable como ese: que se ha estado produciendo siempre. Desde el momento de su creación la Tierra ha sufrido etapas sucesivas de glaciaciones y calentamientos, y ahora estamos en uno de estos. Conocemos, y hasta les pusimos nombre, todos los períodos glaciales, seguidos de épocas cálidas. Hay constancia, por ejemplo, de que en otro tiempo el actual desierto del Sahara estaba cubierto de bosques y sabanas, y se espera que vuelva a ser verde dentro de unos 15.000 años. Los expertos achacan esta oscilación climática a varias causas, como las variaciones orbitales del planeta o la modificación de la inclinación del eje de la Tierra, que varía cíclicamente con un período de unos 25.000 años.
O sea, que aunque cerrásemos todas las industrias, aunque volviéramos a las carabelas y cambiáramos los coches por diligencias y los aviones por parapentes, el cambio climático seguiría su curso sin inmutarse, porque es inherente al planeta. Por supuesto que hemos de luchar por cuidar la casa que nos acoge procurando conservar su paisaje y mantener limpios su aire y sus aguas, pero ella misma se mueve por leyes que no está en nuestra mano modificar. No nos demos tanta importancia. El cambio climático existe, pero ni lo hemos producido nosotros ni lo podemos detener. Solo no empeorarlo.

miércoles, 25 de septiembre de 2019

Un día de paseo

A medida que las nuevas tecnologías avanzan en poder y capacidad, comienzan a surgir interrogantes en la visión del pequeño trozo de realidad que nos rodea y que hasta ahora había sostenido nuestra forma de pensar y actuar. Nos dejamos seducir por ellas hasta la veneración idólatra, les entregamos nuestro tiempo y nuestra confianza, nuestra capacidad de pensar, nuestra credibilidad y nuestra renuncia a explorar otras vías de conocimiento, les damos todo lo mejor que tenemos, y a cambio hacen innecesaria nuestra facultad de razonar, nos convencen de que sus contenidos son dogmas indiscutibles, limitan hasta el extremo nuestras relaciones personales y, sobre todo, nos convierten en elementos en serie, embarcados en un proceso de deshumanización del que ni siquiera somos conscientes.
Me lo decía no hace mucho alguien a quien apenas conocía, pero que era evidente que necesitaba hablar. El hombre se había quedado viudo y por un tiempo había encontrado en la soledad un buen refugio para su dolor, pero ya comenzaba a pasarle la cuenta. Sintió la necesidad de airearse y tener algún contacto con la vida. Decidió coger el coche y salir a vagabundear por ahí para ver otras gentes y otros pueblos y distraerse durante un día.
-Antes de salir fui a sacar dinero al cajero automático. Llegué al peaje de la autopista y la cabina estaba vacía; había que pagar con tarjeta. En la gasolinera tampoco había nadie; tuve que hacer de empleado sirviéndome a mí mismo y pagar otra vez con la tarjeta. Paré en un restaurante de la carretera y resultó ser un autoservicio; nadie me saludó ni me preguntó ni qué quería; cogí algo y lo comí en silencio. En el garaje donde dejé el coche nadie me atendió, ni para darme el ticket al entrar ni para pagar al salir; un botón y una ranura para tarjetas. Al final me di cuenta de que había pasado todo el día sin oír una voz humana dirigiéndose a mí.
Esta cuarta o quinta revolución tecnológica, la de los bytes y los algoritmos, añade a las consecuencias de las anteriores, como la destrucción de empleos o la incertidumbre por el futuro, un nuevo elemento aún más inquietante: su capacidad de alienación, la terrible sospecha de que parece haber un designio global empeñado en absorber nuestras voluntades y restringir a su conveniencia nuestra condición de hombres libres. La uniformidad de opinión y de conducta es el objetivo; la corrección política que dicta no se sabe quién. Nos quieren convertir en partes alícuotas seriadas, aisladas cada una en su burbuja autosuficiente, dependientes de un orden que impone un pensamiento único y dirige nuestras mentes según sus intereses. En la empresa el ser humano tiene perdida la batalla frente a la despersonalizada eficacia de un programa; en la calle hay que andar sorteando a los que van como zombies con la vista fijamente clavada en la pantallita. Y hay que ver lo que podemos perdernos. Nos lo recuerda un escritor inglés al que ya nadie echa de aquí: "Lo que hace al mundo hispano superior al anglosajón: el saber vivir, el utilizar el tiempo trabajando lo justo e invirtiendo la energía ante todo en disfrutar todo lo posible de lo mejor que ofrece nuestra breve travesía por la Tierra, la simpatía, la alegría, la familia y los amigos".

miércoles, 18 de septiembre de 2019

Amargas lluvias de otoño

El tópico otoño caliente trae este año un añadido de tragedia ante la que pierden toda su falsa prestancia los vaivenes de los políticos en su interminable regateo por los sillones del poder. Una maldita gota fría cayó sobre las tierras levantinas, sumergiéndolas en un mar de agua y dejando sobre ellas algo parecido a las terribles imágenes que nos llegan a veces desde las tierras tropicales castigadas por los monzones. Ciudades y campos, carreteras, vías, coches, casas, recuerdos, testimonios del pasado y proyectos de futuro apenas iniciados han quedado sumergidos, sin más esperanza que la que pueda derivarse de que, cuando las aguas se retiren, lo que se encuentre no sea tan terrible como lo que se teme. Las cifras de la devastación parece que van a ser enormes, aunque todas ellas no pueden comprarse con las pérdidas dolorosamente irreparables de quienes no pudieron escapar de las aguas enloquecidas.
Los golpes de la naturaleza siempre nos causan una obligada y morbosa admiración, justamente por hacernos sentir la realidad de nuestra absoluta impotencia ante ellos. En el caso de los fenómenos meteorológicos, los expertos dan explicaciones y se esfuerzan en hacer predicciones, pero siempre cogen desprevenidas a las poblaciones que azotan, sorprendiendo a sus habitantes en sus tareas cotidianas sin que tengan tiempo de planificar una respuesta. No debe de ser fácil. Los caprichos de las nubes son eso, caprichos; no obedecen a ninguna ley, no cabe evitarlos ni apenas prevenirlos con garantías de tiempo suficiente. Naturalmente, la culpa de estas inundaciones la tiene ese nuevo mantra de todas las desgracias que es el cambio climático y, por tanto, nosotros por ser sus causantes, cuando lo cierto es que las gotas frías sobre el Levante español no son precisamente de ahora. Aún muchos recordarán aquella devastadora riada de 1957 en Valencia, que causó 80 muertos y propició que se desviase el cauce del río Turia de la ciudad para que no se repitiera la catástrofe; cinco años después, en la provincia de Barcelona, la tragedia fue mucho mayor: mil muertos en apenas tres horas. Y hay noticias de unas cuantas de efectos semejantes a lo largo de los siglos.
En ese campo de desolación, en el que vidas y haciendas están a expensas de unas circunstancias que pueden cambiar a cada minuto, la única mirada de esperanza que les queda a los afectados es la que se dirige a la solidaridad y la eficacia de las ayudas, y en eso siempre sabemos estar a la mayor altura. Abnegación, esfuerzo, sacrificio, competencia y generosidad en la entrega. No solo los que tienen como misión ayudarnos -Guardia Civil, bomberos, UME-, sino también los voluntarios que se ofrecen desinteresadamente, ofrecen lo mejor de sí mismos hasta más allá de todo deber. Somos una sociedad fuerte, cohesionada por sólidos valores de solidaridad y generosidad, que son el poso de muchos siglos de trayectoria común, y que salen a flote en los momentos de adversidad. Qué pequeños parecen aquí los oportunistas de la división y los medios que les jalean.

miércoles, 11 de septiembre de 2019

La gloria deportiva

La gloria deportiva es la más temprana y la más difícil de sostener de todas las glorias. También quizá la más explosiva, por su impacto en un momento concreto, y podría decirse que la más inoportuna, porque habitualmente llega en plena juventud, cuando la vida aún no ha permitido madurar los mecanismos de relativización que la sitúe en su lugar justo. La propia naturaleza del deporte hace que la fama, si llega, haya de venir a una edad pronta, en plena juventud, según una ley inexorable que marca la naturaleza. Es, además, una fama efímera, llena en el mejor de los casos de resplandores deslumbrantes, pero tan fugaces que apenas sobreviven a la ocasión que los originó. Las proezas se suceden cada vez en un grado más alto, las marcas se superan en cada prueba, la máquina mediática en seguida vuelve la espalda para arrimarse al nuevo sol que brilla y lo que fue una hazaña bien glosada cae en el olvido, y con ella el nombre de quien la realizó. Llega el vacío.
En torno a los treinta y pocos años, cuando el cuerpo comienza a decir basta y llega la hora de escuchar el último aplauso y de decir adiós definitivo a la emoción de la lucha por el triunfo, aún quedan muchos años de vida por delante, pero ya sin la seguridad de que te van a reservar una mesa en cualquier restaurante y sin ver ninguna alusión ni siquiera una cita en las páginas de la prensa deportiva. Es duro comprobar que el momento ha pasado para siempre y que las nuevas generaciones ya no conocen ni el nombre, si acaso por oírlo como pregunta en algún concurso. Y quizá lo más desolador sea que, a diferencia de lo que ocurre en otras actividades, ya no va a haber jamás la posibilidad de intentar repetir otra hazaña que traiga de nuevo la gloria. Nunca se ha manifestado con tanta brutalidad la dependencia del ejercicio competitivo del deporte del aspecto material del ser humano.
En toda adversidad el infortunio más desgraciado es haber sido feliz, nos dejó dicho uno de esos clásicos. Cuando se ha conseguido todo ya no hay nada por lo que luchar, y si se consigue de joven queda luego una larga travesía en la que acecha el desengaño, la soledad y la incomprensión. Ya se ha dejado de ser un modelo y ahora ese papel ha pasado a otras manos. Cuando eso se combina, como es frecuente, con problemas económicos o con una tendencia depresiva, el resultado suele ser trágico. Hay casos en todos los deportes y en todos los lugares; algunos aquí entre nosotros, que están en la mente de todos: Ocaña, Rollán, Urtáin, Blanca.
Por fortuna son mayoría los que no dan más importancia a sus éxitos que la relativa que tienen y que son en todo momento conscientes de la breve transitoriedad que los acompaña. Que se preocupan de formar en paralelo un castillo interior que luego les prevenga de los ataques de la añoranza de la gloria ya ida y de la frustración del tiempo presente. Una sólida formación, una carrera alternativa que permita el ejercicio en otros campos o una actividad relacionada con el propio deporte, aunque ejercida en un segundo plano y sin ocupar titulares, son los mejores remedios contra la disfunción temporal que trae consigo la gloria deportiva

miércoles, 4 de septiembre de 2019

Los ingleses

Estos ingleses, tan rutinarios ellos que Heine los llamó los dioses del aburrimiento, tienen de vez en cuando explosiones de jovenzuelos caprichosos, sorprendidos de que el mundo haya dejado de adorarlos; gestos de rebeldía grandilocuente y pretendidamente trascendente, pero todo impostado, sin más soporte que la negativa a aceptar la realidad de los tiempos actuales y el empeño en seguir viviendo de las añoranzas del imperio. Entonces miran hacia dentro, descubren que prefieren tomar el té de las cinco solos que unas cuantas pintas de cerveza en compañía obligada, y deciden marcharse de la aldea común y levantar una valla en torno a su casa; eso sí, dejan alguna puerta, pero solo para dar salida a los productos que esperan seguir vendiendo a la aldea que rechazaron.
De los ingleses pueden admirarse muchas cosas, además de aquel gesto de enviar cien libras a Beethoven, que fue, según Bernard Shaw, el único hecho honroso de toda la historia de Inglaterra; claro que Shaw era irlandés. Han aportado a la cultura occidental un importante acervo en todos los aspectos de la ciencia, la creación artística, la filosofía, el conocimiento geográfico, la política o el deporte, hasta el punto de que todos, en mayor o menor grado, hemos sido influenciados por su acción cultural. Les debemos buena parte del teatro moderno, de la novela de humor, de aventuras y de intriga, hallazgos científicos decisivos, novedosas teorías filosóficas, vanguardias musicales o el parlamentarismo entendido como eje permanente del sistema democrático. La lista de personajes importantes es amplia y forma una lista de nombres que están en la mente de cualquiera, por ignorante que sea. Tienen fama por su fino sentido del humor y por su imperturbabilidad ante las circunstancias adversas, pero también por su hipocresía y su desdén hacia todo lo que haya nacido al otro lado del canal, que ya se sabe que cuando se embravece deja al continente aislado. Su insufrible aire de superioridad se alimenta de su facilidad para apropiarse de méritos ajenos y de convertir en motivo de orgullo actos que en otros sitios se verían como vergonzosos. Cuentan con una especial habilidad para ocultar sus fracasos y desmanes, y una proverbial capacidad para criticar a los demás lo que ellos mismos hacen en grado aún mayor. Los viajeros de mirada aguda no los dejan bien parados. Heine habla de "su curiosidad sin interés, su pesadez aderezada, su descarada estupidez, su egoísmo". Santayana ve el país como "el paraíso del individualismo, la excentricidad, las anomalías y las aficiones" y nuestro Moratín señala que lo que "los hace fastidiosos es el orgullo; pero tan necio, tan incorregible, que no se les puede tolerar".
Ahora se han encerrado en un laberinto sin atisbar la salida. La tierra de Locke, Hume y toda la familia del empirismo filosófico se ha dejado arrastrar hacia una entelequia sin líneas definidas. La campeona del parlamentarismo ha bloqueado el suyo para que un tipo extravagante se salga con la suya. En el despacho de Churchill se sienta ahora un tal Johnson, y sobre el canal que lo separa del continente la niebla se vuelve cada vez más espesa.

miércoles, 28 de agosto de 2019

Notas de agosto

Se acaba agosto y con él el verano, porque septiembre ya nos suena a otoño, a otro curso, a hojas caídas y a colores de bosque cansado. Se acaba agosto y la actualidad dejará pronto el tono entre anecdótico y superficial con que cubre el vacío que deja la política y volverá a rendirse casi exclusivamente a la actividad y a las andanzas dialécticas de nuestros dirigentes, y más cuando se vislumbra un otoño de esos que llaman calientes, que son casi todos, según se dice cada año. Y eso que el mes de agosto ha sido pródigo en hechos significativos, algunos endémicos del verano y otros que parecen llevar camino de serlo. Han reaparecido los incendios de cada año, ahora en zonas más sensibles por su importancia ecológica, como la selva del Amazonas o aquí, entre nosotros, el interior de Gran Canaria; ha habido las huelgas veraniegas habituales, pensadas para fastidiar las vacaciones a los que las llevan esperando todo el año; ha habido hasta un obsceno intento de linchamiento de nuestro español más universal por parte de las oscuras fuerzas del "me too" americano, que esta vez han tenido una firme y justa respuesta por parte del público europeo.
El protagonista del mes fue, sin embargo, ese destartalado barco de una de las oenegés que se dedican a recoger y traer a Europa a todo el que se haya perdido en su camino hacia ella. Italia le negó sus costas, el retorno a su puerto de salida por lo visto no era posible, y la situación se convirtió en una emergencia de carácter humanitario hasta que se encontró una solución de última instancia, que no parece contemplar que la situación se va a repetir mil veces. Naturalmente, han vuelto a alzar la voz los eternos autoflagelantes que nos hacen responsables a los europeos de todo el mal que acontece en los otros cuatro continentes. Es evidente que en casos de tanta magnitud como este de inmigración masiva la responsabilidad está repartida y salpica en diversos grados a muchos, pero está claro que en primera instancia tiene un carácter más bien endógeno; reside en factores internos, como la invertebración social de estos países, en su profunda corrupción institucional, en el error de aplicar terapias colectivistas y proteccionistas, en la escasez de inversiones en infraestructuras y en el empleo de una gran parte de los recursos en absurdos gastos militares. Puede que la medida más eficaz fuese que en vez de sus ciudadanos emigrasen sus dirigentes.
Casi al mismo tiempo se han reunido en Biarritz en su cumbre anual los siete que mandan, al menos nominalmente, en nuestros actos y nuestros dineros. Hay miedo a una nueva recesión mundial por la guerra comercial entre chinos y americanos, pero ya aprendimos que no cabe esperar que de estas cumbres salga alguna solución. El objeto de la ciencia económica es la sociedad, ya se sabe, pero resulta inevitable el uso de la economía con fines políticos. Lo que nunca falla es el espectáculo que monta en torno a la reunión esa mezcolanza de elementos variopintos que van desde los fanáticos antisistema hasta los descerebrados naturales y que únicamente parecen seguir el lema de "destroza, que algo queda". Solo con verlos ya merece la pena desear suerte a la cumbre.

miércoles, 21 de agosto de 2019

El fondo del mundo


Atardecer en el mar Muerto

Si algún lugar tiene el privilegio de quedar grabado en la memoria del visitante con afán de permanencia es esta enorme hondonada desnuda, en cuyo fondo se aposienta el lago más extraño del mundo: el Mar Muerto. Nada aquí es normal. Este es el punto más hondo del planeta, a 400 metros bajo el nivel del mar, la masa de agua más salada y la mayor extensión sin vida de toda la Tierra. Un litro de su agua pesa 1.275 gramos, lo que le da una densidad tal que hace que los cuerpos floten como corchos. La tópica imagen de un bañista leyendo el periódico tumbado en su superficie es real. No tiene más aportes de agua dulce que unos cuantos arroyos que sólo tienen agua cuando llueve y la mísera contribución del Jordán, que el pobre poco puede dar. En realidad, se trata de un lago de 75 kilómetros de longitud, hundido en una gran depresión y rodeado por un paisaje de laderas desoladas. Un lugar extraño, bien conocido por la Biblia, en la que aparece casi siempre asociado a dramáticas historias, incluyendo la destrucción de Sodoma y Gomorra. Hoy este mar sin vida, centro de un entorno sobre el que parece flotar la sombra de alguna maldición, se está tratando de convertir, tanto en su parte jordana como en la israelí, en un centro de atracción turística, aprovechando su singularidad y, sobre todo, las cualidades de sus aguas; de sus fondos se extrae barro para conservar la piel joven, y con sus sales se elaboran jabones y productos de belleza muy apreciados. Las playas son de arena dorada, muy fina, y algunas están acondicionada para que el visitante disfrute en lo posible de ellas: una pasarela que sortea las afiladas rocas, tumbonas, parasoles y, algo muy importante, una manguera de agua dulce para lavar rápidamente los ojos en caso de que entren en contacto con el mar.
Las quietas aguas brillan con un azul intenso bajo el sol de la mañana. Desde la costa oriental se ven perfectamente en la orilla opuesta los caseríos de Jericó y, algo más allá, Jerusalén y Belén. El mar está totalmente quieto. Es una insólita experiencia vivir su presencia: su turbadora quietud, su aspecto oleaginoso, denso, profundo, muerto. Ni una embarcación, ni una onda en su superficie, ni un ave que vuele sobre él. Esto es el fondo del mundo y el reino de la sal, donde nada se mueve, ni la brisa. A veces se rondan los 50º y el sofoco casi impide respirar. Qué lejos parece todo en este paraje que difumina todas la sensaciones que nos unen a la normalidad de nuestro entorno habitual, qué ajenas las percepciones de siempre y qué extrañas divagaciones surgen sin pretenderlo sobre nuestra relación con el planeta que habitamos.
Apenas caída la tarde, el sol comienza a hundirse rápidamente sobre las montañas lejanas, iluminándolo todo con una luz dorada que parece que sólo puede darse aquí. El día se despide con un adiós misterioso, como no podía ser de otra forma. La inmóvil superficie de las aguas se vuelve aún más inquietante. Lo mejor es sentarse en una roca a sentir este mar, envuelto ahora en una profunda negrura en la que el único signo de normalidad son las estrellas, que aquí parecen brillar como en ninguna otra parte.

miércoles, 14 de agosto de 2019

La chuleta y el clima

Ahora que los agoreros de la ONU nos aconsejan mirar bien lo que comemos, o sea, que comamos lo que ellos nos digan, que para eso son los que más saben, casi dan ganas de apartar a un lado la tapa de la caña y decirle al camarero que nos la cambie por una hojita de perejil. Que si seguimos comiendo lo que nos dé la gana acabamos con el planeta, que ya está bien de tanta carne, que las vacas, aunque ellas no lo sepan, tienen mucha culpa de esto, que la ganadería ocupa muchas tierras y que con todo eso estamos subiendo la temperatura de nuestra única casa que no sé a dónde va a llegar. Así que cada vez que comamos una chuleta hemos de hacer un acto de contrición y sentir un intenso arrepentimiento con propósito de enmienda. La carne es el arma destructiva del clima, o al menos una de ellas. O sea, menos jamón y más repollo, si no queremos tener veranos tan calientes.
Esto del cambio climático parece haberse convertido en el gran pretexto para justificar todo tipo de imposiciones, ideologías y decisiones; fíjense, hasta para dictarnos lo que hemos de comer o no. Que se está produciendo es evidente; que nosotros tengamos algo que ver es más dudoso. En sus cuatro mil millones de años de existencia la Tierra ha vivido en un continuo cambio climático. A un período glacial intenso sucedía otro de calentamiento, y ahora estamos en uno de esos períodos tras la última glaciación, la würmiense. Vivimos en un período interglacial, y por tanto de calentamiento. Decir que somos nosotros los causantes es atribuirnos un poder que seguramente no tenemos. Nos creemos más de lo que somos. ¿Los humos y gases contaminantes? Hay teorías que afirman que nuestro planeta tiene capacidad para regenerarse a sí mismo y que sus propias emisiones forman parte de ese proceso; desde luego, la actividad volcánica a lo largo de tantos millones de años lanzó y lanza más gases a la atmósfera que toda nuestra acción humana, y aquí seguimos. No parece creíble que, aun en el caso de que lográsemos eliminar toda actividad humana se detuviera el proceso de calentamiento global. O sea, que el clima ha hecho siempre lo que le dio la gana en este planeta desde el primer momento hasta ahora, y quizá no debamos creernos tan presuntuosos como para afirmar que tenemos capacidad para modificarlo de modo esencial.
Como es verano y uno suele aprovechar estos días para releer a algunos autores, se reencuentra esta vez con Stuart Mill, que ya en su tiempo sacaba una conclusión: que vivimos una época en que el individuo está sometido a la dictadura de una sociedad que nos dicta la normalidad, nos esclaviza a sus opiniones y nos fija las normas de nuestra vida, y todo por nuestro propio bien, que conoce mejor que nosotros mismos; y ya no es solo el gobierno el que dirige nuestras vidas, sino la opinión pública, que se convierte en una verdadera tiranía que anula la libertad de pensamiento y de expresión. Parece que seguimos en ese punto.

miércoles, 7 de agosto de 2019

Ruta por el pasado

Monasterio de Moreruela
Hay viajes para todos y formas de satisfacer cualquier espíritu que salga en busca de emociones, especialmente en este tiempo de verano, en que parece que se afinan nuestros deseos de novedades que rompan la rutina del resto del año. No es preciso alejarse mucho; pueden estar ahí, sencillas y cercanas, pero cargadas de fuerza interior, esa fuerza intensa que solo puede dar el largo paso de los siglos. Sentado en un muro que parece resistir con el vigor que aún le queda la fuerza destructiva del tiempo, uno piensa que en España bien podría crearse una ruta de los monasterios en ruinas. Desde luego, nombres no faltarían. España es una nación de larga andadura y abundantes vicisitudes, y refleja en su cuerpo las huellas de la espiritualidad con la que las hizo frente. En las llanuras solitarias, en lo más oculto de valles aislados, escondidos en las laderas de las montañas o buscando el cobijo de los bosques, a menudo desapercibidos y casi siempre próximos al rumor del agua y alejados del rumor de los hombres, los viejos monasterios nos ofrecen los restos de su pasado esplendor como una invitación a entender un tiempo que nos resulta cada vez más alejado en nuestra comprensión del mundo. Sería tal vez una ruta para espíritus becquerianos o para almas melancólicas; acaso para estudiosos del pasado, sin más, o quizá para quien tuviera como lema aquello de sic transit gloria mundi. Lo que es seguro es que no habrían de faltarle visitantes.
Seguramente sea Moreruela, en tierras zamoranas, el mejor punto de partida en ese camino de búsqueda. Aquí el Císter levantó la obra primera y señera de su presencia en España: el gran monasterio de Santa María. Su templo se concluyó en 1168, aún antes de las abadías de Claraval y Císter. Como casa madre de la Orden, gozó de un poder inmenso sobre cuerpos y espíritus, del que es fácil hacerse una idea con sólo contemplar sus restos. Quedan en pie algunas dependencias monásticas, como la sala capitular, y sobre todo el gran ábside de la iglesia, con su magnífica girola. Es una arquitectura monumental, de asombrosa perfección técnica por su gran complejidad, y al mismo tiempo severa de aspecto, debido a la desnudez decorativa, tan propia del Císter. En el exterior, la gran cabecera se articula mediante un juego de volúmenes escalonados que le dan un aspecto austero y majestuoso, resaltado aún más por la soledad que lo rodea. Las leyes desamortizadoras se encargaron de convertir este inigualable conjunto en el campo de sombra y silencio que es hoy. Aunque, quién sabe, puede que ahora resulte más impresionante. Al atardecer, cuando las cigüeñas ya miran sólo hacia el nido y la luz rojiza del sol agranda los huecos, las ruinas de Moreruela parecen más que nunca la plasmación perfecta del media vita in morte sumus. Por el verano, los campos que rodean el recinto se convierten en un mar de amapolas.
San Pedro de Arlanza, en Burgos, puede ser otra sugerente parada. Allí, en un amplio claro junto al río, se encuentra lo que queda del gran monasterio que vivió días de gloria y poder. Luego, otra vez la Desamortización y la ruina. Y lo mismo en Veruela, Sandoval, Carracedo, Bonaval, Monsalud y otros muchos, cada uno con mil cosas que contar al visitante.

miércoles, 31 de julio de 2019

Ese objeto pequeño y llevadero

Pues ahora sabemos que por mucho que viajemos y veamos y nos deslumbren brillos novedosos, no saldremos de aquellos primeros libros que leímos. Tampoco de los segundos, ni del último, el de anoche mismo, pero acaso todos sean consecuencia de aquéllos. Ay, amigo, qué seres más extraños y poderosos estos, porque seres son, por más que ni respiren ni suden ni exijan ni alboroten. En una buena medida somos como somos por lo que sabemos, y sabemos lo que leímos. O sea, por los libros. Ya dijo alguien que el destino de muchos hombres depende de que haya habido una biblioteca en su casa paterna.
Este objeto pequeño y llevadero como un pensamiento es compañía, placer, consuelo, incitador de fantasías y creador de realidades gozosamente metafísicas. Una reunión de don Quijote, Hamlet, don Juan y Ana Karenina en torno a una mesa nos parece mucho más real que la de bastantes políticos, pongo por caso. Y mucho más interesante. A ver quién tiene tal poder sobre el delicado mecanismo que dibuja y desdibuja la realidad.
- ¡Ah de la vida!... ¿Nadie me responde?
Le responden un millón de ojos agradecidos por cosas como esos dos tercetos suyos de aquel soneto inolvidable, don Francisco. Gracias a ellos uno siempre se ha atrevido a afirmar públicamente y cuantas veces hiciera falta, que una palabra vale más que mil imágenes. Y le aseguro que nadie me ha replicado todavía.
El libro es la posibilidad de un diálogo a solas con quienes han sabido y saben bastante más que nosotros. Con él se entra en conversación con los difuntos y se lee con los ojos a los muertos, es cierto, don Francisco. Y además, es silencioso y permanente como ningún otro amigo puede serlo. Y encima puede ser increíblemente bello. Y tremendamente poderoso. ¿Alguien ha visto que el contenido de alguna obra de arte cambiara el curso de la Historia, modificando el pensamiento de la humanidad? Pues hubo libros que sí. Quizá no exista arma de mayor alcance, y sin embargo, cómo no preferir el libro de palabra sencilla, humilde, casi intranscendente, no importa, pero acariciadora y mansa.
- ¿Qué leéis, mi señor?... Palabras, palabras, palabras.
Sí, sir William, palabras donde aprendemos que somos de la misma materia de que están hechos los sueños. A veces parece que hay que recordárnoslo para sentirnos sublimes y que el mal aire de la desesperanza no se asiente en nuestros escondrijos. Sólo por eso, amigos, sólo por eso, valdría más una línea de ese cariz que el centón de solemnes vaciedades que tenemos que escuchar cada día desde tantos púlpitos como nos hablan. La felicidad es tener una biblioteca que dé a un jardín, fue dicho. Que cada uno se siente y piense qué quedaría de él si le quitaran todo lo que aprendió en los libros.
El libro incita, excita, suscita, mueve y conmueve, hace reír y llorar, cambia amarguras por licor suave, ilumina, enseña, muestra y demuestra, da alas a la imaginación más gris, suaviza soledades y abre ventanas con vistas de lejanos horizontes. En el libro, los escenarios y las caras de los personajes son como uno quiere que sean, y no como quiera un señor de Hollywood.
- Yo he dado en Don Quijote pasatiempo al pecho melancólico y mohíno.
Ya lo creo, don Miguel, y en qué medida. El espectro lapón o japonés de su hidalgo está más vivo que todas las figuras bien definidas de tantos pretenciosos, y no digamos que esos cuerpos clónicos y millonarios de ahora, esculpidos por la publicidad. Y algo más que pasatiempo fue, no me diga, que en pocos sitios tenemos los hombres una palabra dirigida particularmente a cada uno como en su historia de locos y cuerdos. Esa inmensa suerte de tener un idioma universal que nos permite leer a grandes autores en su idioma original, qué poco valorada. Qué ganas de traducir a veces sin motivo.
Luego está el cuerpo, papel, sólo papel. Y tinta, claro; puede que algún material pretendidamente noble en las cubiertas, pero en definitiva sólo papel. Y sin embargo, pocos objetos cotidianos arrastran tanto la necesidad de un acercamiento sensorial. Al libro hay que verlo, tocarlo, olerlo, sentir en la yema de los dedos el cortante filo de sus páginas. Que nadie tema por su querida figura, porque ni los ebooks ni todas las macanas digitalizadas van a poder con él; les falta carácter sensual.
- No soy nada, no lo seré nunca. Esto aparte, tengo en mí todos los sueños.
Y yo, señor Pessoa. Los sueños que me brindáis cada vez que os abro una tarde de lluvia, melancólico el corazón y un algo abatido por cualquier mal aire de la vida. Las sombras que a veces se nos cuelan por dentro tienden a esfumarse cuando se las llama por su nombre exacto, y ese nombre puede que nos lo dé un libro. El lector, que suele ser alma cabal y bien nacida, sabrá siempre agradecerlo, porque no se le escapa que pocas cosas hay más fáciles de soñar y más difíciles de hacer que un libro.
Y al fin, de todos los libros que hay en el mundo sólo habré leído unos pocos. La vida es pequeño recipiente para mar tan grande de sensaciones, pero quién sabe. Yo también imagino el paraíso bajo la especie de una biblioteca.

miércoles, 24 de julio de 2019

Aquella noche de luna

Está ahí al lado, a algo más de un segundo/luz, una distancia tan ridícula en el Universo que preferimos expresarla en kilómetros, y sin embargo es el viaje más largo que ha logrado hacer el hombre en toda su historia. Casi un viaje de familia, porque en definitiva no fue más que visitar un pedazo de nosotros que prefirió seguir su propio camino aun a costa de quedarse sin el azul del mar y sin la vida misma. Ay, Luna, cuántas cosas perdiste en aquella noche de hace cincuenta años, en que supimos de una vez para siempre que no mereces la pena. Estabas en tu cuarto creciente, en la que quizá fuera tu última noche de musa de poetas y anhelo de enamorados, acompañándonos en aquellas horas vacías de sueño, sin percibir que la niña de ojos vivos que vierte fuego blanco, que dijo el poeta, estaba dejando de ser doncella para convertirse en un cadáver descarnado, hecho tan solo de polvo y piedra. Qué decepción después de tantas miradas interrogantes, de tantos suspiros resignados y tantas interpelaciones como compañera intemporal de nuestras vidas. Esa noche supimos que la belleza exige distancia y que la sugerencia, sobre todo cuando está hecha de luz, siempre es más sugestiva que la realidad.
Seguirás alzándote rotunda sobre nosotros, seguirás siendo testigo indiferente de nuestras noches en vela y hasta seguiremos tratando de buscarte en el mismo jardín, como cuando te teníamos por confidente y diosa, pero ya hemos dejado de preguntarnos qué misterio se oculta en la palidez de tu resplandor y si alguna vez has cobijado algún latido en esa hermosa casa que nos enseñas, porque esa noche también confirmamos la absoluta soledad que te habita. Seguirás moviendo cada día el mar a tu capricho y siendo para nosotros tan inalcanzable como siempre, suspiro de toros enamorados y desesperación de pinceles ambiciosos, y te seguiremos teniendo como esa pequeña compañera que hace que no nos sintamos tan solos en la inmensidad que nos rodea, pero tu hechizo se nos ha quedado roto para siempre.
Quizá nunca la ciencia llegó tan lejos en su papel de romper hechizos, pero es eso, ciencia. Has sido utilizada como demostración de nuestra capacidad para asomarnos al universo insondable. Aquella noche perdiste casi todo lo que tenías y en cambio nosotros ganamos la certeza de nuestra capacidad de enfrentarnos a lo hasta entonces impensable y una autoafirmación de nosotros mismos como especie trascendente. Por primera vez habíamos puesto los pies sobre algo que estaba fuera de nuestro planeta, aunque fuese en esa cercana y humilde compañera que nos sigue en nuestro eterno girar en torno al sol. Y ganamos también en conocimientos técnicos que dieron un impulso a nuestro progreso posterior en muchas ramas científicas, en experiencia para futuros objetivos espaciales y en especulaciones racionales sobre la normalización de los viajes y hasta sobre una futura colonización. Pero eso no importa. Tu imagen en medio de la oscuridad es la de nuestro destino. Te seguiremos mirando cada noche, y tu brillo reflejado en el agua de un charco de lluvia seguirá siendo una buena metáfora de nuestra existencia.

miércoles, 17 de julio de 2019

Fiestas

El verano viene a ser ese gran patio de recreo que el año nos concede para desarrollar nuestras necesidades de especie de homo ludens. El sol abre las puertas a los impulsos más placenteros y alienta los afanes lúdicos que todos tenemos escondidos en algún lugar. Es la hora de la calle, de echarse a ella con el pretexto de alguna reminiscencia histórica, real o inventada, o de cualquier forma de competición, y crear un ambiente colectivo de jolgorio que al mismo tiempo señale nuestra personalidad. Y así, España entera es un muestrario de fiestas a cual más pintoresca, y da igual por donde se vaya, por el norte, el sur, el centro o cualquier lado. En todo momento, en algún lugar, siempre habrá un pueblo engalanado, haciendo las cosas más extrañas para divertirse.
Uno mira el catálogo de las fiestas veraniegas de nuestros pueblos y se queda convencido de que este es un país imaginativo como ninguno a la hora de encontrar modos y pretextos para pasarlo bien. No cuentan aquí las de las grandes ciudades ni esas que tienen fama mundial y valor de documento de identidad de su lugar, sino las nacidas de alguna vieja tradición o de una humilde historia de pueblo y que no suelen tener más recursos que el empuje y el entusiasmo de ese mismo pueblo. El abanico de muestras es de lo más variopinto, y eso que han ido desapareciendo las que tenían que ver con el maltrato animal. La preferencia, desde luego, va por las batallas de eco histórico; se ve que hay mucho que recordar; batallas sobre todo contra los romanos, bien de astures, de cántabros, de cartagineses o de cualquier pueblo que se crea que puso en apuros al Imperio. Están también las de moros y cristianos, las que celebran las invasiones de los bárbaros y de los vikingos y otras en las que se recrean justas medievales. Las hay que procuran evitar alusiones a la sangre y prefieren liarse a tomatazos o lanzarse chorros de vino o tirarse flores. Otras fiestas optan por adoptar un nombre más sabroso, y así las hay del vino, de la sidra, del cordero, del pan, del queso, del pulpo, del jamón, del azafrán, del orujo y de cualquier cosa que se cultive en el pueblo como lo mejor del mundo. Hay quienes hacen consistir la fiesta en atravesar descalzos unas brasas ardientes con alguien a cuestas y quienes centran la base de la celebración en rapar las crines a unos caballos. En algún sitio hay una romería de muertos vivos y en un pueblo granadino la fiesta es troglodita. Están también las que se basan en un pretexto más o menos deportivo: carreras, concursos o descensos de ríos de todas las maneras posibles, desde las serias y competitivas hasta las folclóricas y creativas. Y si se trata de danzas las hay de todas las advocaciones: del diablo, de la muerte, de los zancos, celtas, medievales, de lo que quiera.
Ancladas en lo más profundo del tiempo y del recuerdo de que una sociedad tenga constancia, sostenidas unas veces por un débil armazón histórico, otras por la fuerza del mito y la leyenda y siempre por la tradición oral, nuestras fiestas mantienen cada año su enorme poder de seducción. Ya se sabe que lo difícil no es organizar una fiesta, sino asegurar la alegría, pero este no es un país en que eso sea precisamente una dificultad.

miércoles, 10 de julio de 2019

El río de los eremitas

El Duratón y la ermita de San Frutos
El Duratón es un río de meseta pobre, que no estaría llamado a más destino que el de entregarse al Duero sin haber hecho otra hazaña a lo largo de su oscura vida que la de dar alguna que otra trucha. Un río como tantos de los que corren por tierras poco agradecidas, incapaces de brindar sotos risueños y riberas jugosas y de acoger con gesto amistoso a quien trata de cambiarles la hosquedad de su rostro. Sin embargo, a mitad de su recorrido, el Duratón se empeña en perder su anonimato para unir su nombre a uno de esos sorprendentes parajes que de vez en cuando se encuentran en la península: las Hoces del Duratón.
Cuentan que, cuando la invasión musulmana, vivía aquí un ermitaño, San Frutos, que, ante la llegada de los infieles, separó con su báculo las rocas para impedirles el paso, originando así este imponente desfiladero. Luego los geólogos nos dijeron que no hubo más báculo que la acción continuada del agua sobre los bloques de caliza mesozoica, mediante un proceso de karstificación, que originó no solo la entalladura, sino las numerosas oquedades y cuevas que se abren en sus paredes. Qué manía la de los científicos de poner las cosas en su lugar cuando están tan guapas revoloteando por ahí sin ningún orden.
El río se retuerce en pronunciados meandros, encajonado a más de cien metros de profundidad, entre farallones abruptos en los que anida el buitre leonado. Las aguas son apenas una cinta de color cambiante, azules, verdes y grises, según el capricho del cielo. En torno, todo es páramo, desnudez y soledad.
Un paraje así, provisto además de abundantes oquedades naturales, tuvo por fuerza que atraer a eremitas y gentes deseosas de despegarse del mundo y sus vanidades, hasta convertirse en una verdadera Tebaida hispánica. Las crónicas, y aún más las leyendas, hablan, entre otros, de San Valentín, de Santa Engracia, de San Julián y, sobre todo, de San Frutos, que desde su muerte, en el 715, no ha cesado de hacer milagros, especialmente los relacionados con las fracturas de huesos. De todo esto tiene constancia el visitante en ermitas, monasterios, tumbas y cuevas santas a todo lo largo del Parque.
Entre chopos, en un lugar delicioso y al lado de uno de los escasos puentes sobre el río, se encuentra la Cueva de los Siete Altares. Se trata de una iglesia excavada en una gran roca, formada por dos capillas, una serie de hornacinas que servían de altares y unas pequeñas celdas donde habitaban los monjes de esta pequeña comunidad. Un arco de herradura, también tallado en la piedra, indica su origen visigodo, lo que convierte a este templo en el más antiguo de la provincia. El viajero contempla todo esto a través de la verja que protege el interior y no puede menos de quedarse un rato pensativo. Los monjes de este rincón perdido prefirieron la concavidad a la convexidad. Quizá sea más fácil construir mediante sustracción que por adición; quizá resulte más lógico hacer un pozo que una torre; o quizá haya que dejarse llevar por lo simbólico y entender que aquellos monjes prefirieran acogerse al materno seno de la tierra antes que a un techo sin voz y sin caricias. Cuando el viajero vuelve a la chopera, el sol que se filtra entre las hojas está convirtiendo el aire en un laberinto de luz.

miércoles, 3 de julio de 2019

Un mundo de sal

Cámara de los Duendes, homenaje a los enanos buenos,
que avisaban a los mineros del peligro.
Debe de ser el museo del mundo que más escondidos tiene sus tesoros: en lo profundo de la tierra y sin posibilidad de separarse nunca del entorno del que han sido creados. Lo de Wieliczka es una de esas cosas que ni el viajero más avezado puede ver con frecuencia. Descubrir a 135 metros de profundidad un universo insospechado de figuras de sal, hechas por los propios hombres de la mina, ver aquel mundo subterráneo de oscuridad y angustia convertido en un escenario mágico de luz e imágenes, entre lagos de aguas inmóviles y misteriosas galerías, no es en absoluto frecuente. Wieliczka se encuentra cerca de Cracovia, en la Polonia más profundamente polaca, y lo cierto es que no sería nada si no fuera por la presencia, desde hace 700 años, de las minas de sal más importantes y famosas de Europa. El pozo tiene nueve niveles; su profundidad máxima es de 340 metros y sus galerías alcanzan una longitud de casi 300 kilómetros. Las de los tres primeros niveles están abiertas al público. En el nivel V, a 211 metros de profundidad, se encuentra un sanatorio para enfermos de asma, que aprovechan las propiedades curativas del microclima de la mina. Por haber en este universo de fantasía hay hasta un campo de deportes.
Pero lo realmente espectacular de este mundo subterráneo es el trabajo realizado con los bloques de sal. Hay cientos de cámaras decoradas con conjuntos escultóricos de temas diversos; escenas y personajes de la historia o la leyenda de Polonia, motivos universales, como un enorme belén, objetos y figuras humanas aparecen ante los ojos sorprendidos del visitante como si estuvieran esperándole. Copérnico, el rey Casimiro, enanos, los quemadores de metano. La cámara de la Gran Leyenda escenifica la devolución a la princesa Kinga del anillo que había arrojado a un pozo y que sirvió para descubrir la mina. Todo, hasta las arañas que cuelgan del techo, está esculpido en sal. Sorprende el realismo de los rostros y de las actitudes. La textura salina da a las expresiones una frialdad distante, a la vez que una impresión de poderosa serenidad, como de alguien que se ha preparado para la eternidad. La mujer de Lot, la única congénere conocida, no tendría aquí cabida. Demasiado fina, demasiado blanca, demasiada sorpresa en sus ojos curiosos. Los personajes de Wieliczka, quizá porque el Hades no permite miradas perdidas, saben que han renunciado a las fuentes de la vida, el sol y el agua, y parecen compadecerse del visitante, que los necesita.
La sal tiene un color verdegris y es dura y compacta. El aire es extremadamente seco, porque el mayor enemigo de la sal es el agua; de este modo, la madera de las entibaciones es incorruptible. Los lagos son verdadera salmuera; su saturación de sal alcanza niveles únicos. Las galerías se extienden en todas direcciones, formando un laberinto del que resultaría muy difícil salir. Nos dicen que a la mina ya no le falta mucho para agotarse, o al menos para dejar de ser rentable, pero que seguirá abierta al turismo, y hasta es posible que ofrezca una mayor rentabilidad.
Cuando el visitante vuelve de nuevo a la luz de la superficie, no siente esa envolvente sensación de libertad que le sacude cuando sale de otras minas. Más bien le embarga un cierto sentimiento de nostalgia por lo que ha dejado en las entrañas de la tierra. Porque, en definitiva, ha vuelto a la vulgaridad.