miércoles, 18 de diciembre de 2013

La mente nacionalista

La mente de un nacionalista militante tiene la curiosa característica de estar en un permanente estado de sobrecalentamiento, tanto si es de las que hacen una labor activa como si no alcanza más que a ser pasiva. En el primer caso, porque estará en continua ebullición tratando de buscar y justificar fantasías que satisfagan la frustración de que el pasado no haya sido como hubiera querido, y en el segundo por el esfuerzo que supone empeñarse en creérselo; nada menos que prescindir del análisis crítico, del examen sereno y de los estudios rigurosos y serios. En ambos tiene que suponer un esfuerzo agotador. Inventar y sostener mentiras es un trabajo arduo, pero tragárselas soslayando las evidencias es, además, una muestra de estulticia tan clara como la anterior. La mente de un nacionalista militante bordea peligrosamente la idiotez.
Con las memeces que han dicho, y creído, los nacionalistas en todos los tiempos y lugares hay materia para escribir una antología del ridículo que podría servir a algún antropólogo heterodoxo para demostrar los fallos en la evolución de la especie humana. Aunque, como en todo, también hay categorías. No es lo mismo, por ejemplo, decir que un país es una unidad de destino en lo universal, que es una abstracción que no significa nada, que afirmar, como hacía un obispo francés, que Jesús, en la cruz, antes de morir volvió la cabeza para mirar en dirección a Francia. Evidentemente hay diversos grados de estupidez.
Aquí en España, los dos nacionalismos que padecemos contribuyen generosamente a engordar la bolsa donde se almacenan las muestras más excelsas de lo grotesco. Algún lingüista vasco, muy ilustrado él, afirmó seriamente que el euskera es la lengua que se hablaba en el Paraíso terrenal, la lengua que "infundió Dios a nuestro padre Adán" y, por tanto, dice Larramendi, "la que hablan los ángeles". Luego, tras el Diluvio, un nieto de Noé, Túbal, llegó a España por el País Vasco; por tanto es la primera y auténtica lengua española. Por la otra esquina, uno que se dice investigador y de cuyo nombre no vale la pena acordarse, ha descubierto que el Quijote que conocemos es una mala traducción del catalán, y que Miguel de Cervantes no es otro que Miquel Sirvent, que tuvo que castellanizar su nombre a la fuerza. Válganos las musas. O sea, que Cervantes es catalán, de nombre Sirvent. Y Colón también; de los Colom. Y que anden con cuidado Sócrates o Aristóteles, que seguro que hay alguien por ahí indagando a ver si encuentra la pista de algún Socrat o Aristot. Y es que la mente de los nacionalistas militantes no se detiene jamás en su justiciero empeño de poner las cosas de la Historia en el sitio en que hubieran debido estar. Agustí Calvet “Gaziel”, un catalán que conocía bien a los suyos, ya los definió así hace setenta años: “El catalanismo es el jugador que siempre pierde. Todo indica que no se trata de un jugador desdichado, sino de un mal jugador, cosa muy distinta. Sólo hará falta que se coloquen silenciosamente detrás de él, a ver cómo juega. No tardarán en descubrir que lanza espadas cuando debería lanzar oros, y envida cuando hay que pasar, y no acierta ni una. Pues bien, ese tipo de jugador es Cataluña”.

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