miércoles, 26 de febrero de 2014

Negra actualidad

Si uno pretende inspirarse en la actualidad para buscar un tema sobre el que basar su comentario, habrá de hacer un tremendo esfuerzo para encontrar algo que le permita dar un tono optimista y esperanzador. A cualquier lado que se mire, el mundo parece empeñado en recordarnos lo más ruin de nuestra especie. Y no hallé cosa en que poner los ojos que no fuese recuerdo de la muerte, dice el poeta entre asombrado y dolorido. Pues algo así. O bien los medios de comunicación se complacen en dar siempre las informaciones más negativas, hasta el punto de parecer que nunca sucede algo que sea una buena noticia, o bien la bestia la ha tomado con nosotros y nos estamos aproximando a la cita de Armagedón. Vamos a creer lo primero, porque ya se sabe que el mal siempre se vende mejor por aquello del morbo, y porque lo que cuenta al fin y al cabo es eso, aunque sea a costa de tenernos en una permanente sensación de pesimismo y desesperanza.
El caso es que los conflictos están ahí, como siempre desde que andamos por este planeta, sólo que ahora nos parecen más cercanos porque podemos ver las caras de quienes los provocan y de quienes los sufren. En Ucrania se llora a los muertos de una revolución de difícil pronóstico. No es buena la mezcla de sentimientos, economía y afán de revancha, y aquí la hay bien alimentada. Ucrania es frontera -su nombre ya lo dice- entre el mundo occidental y el eslavo, y cada uno tira de sus brazos hasta correr el riesgo de dislocarlos. Como en la copla, mi nombre entre dos amores, aunque aquí sí se sabe cómo y por qué. Cómo: tratando de complacer a los dos sin ver que en el empeño ha de dejar jirones de sí misma. Por qué: porque es bocado apetitoso desde una perspectiva estratégica y económica, y porque el porcentaje de los que responden espontáneamente el spasiva ruso es casi tan grande como el de los que prefieren el yacuyú ucraniano; ahí está el caso de Crimea.
También de Venezuela nos llegan imágenes de sangre. No es tiempo este de mesianismos; la historia ya ha puesto muchas duras cortezas sobre el hombre de nuestro siglo, pero allí anda un iluminado, inspirado por un muerto aún más iluminado, que le dicta desde las alturas cómo crear un nuevo paraíso para los venezolanos. Claro que un análisis más hondo nos daría unas causas mucho más terrenales.
Muerte también entre quienes pretenden cambiar de vida sin pararse en miramientos legales. Han dejado sus países con la indiferencia, y quizá con el alivio, de sus gobiernos, y ahora pretenden entrar por la fuerza en el nuestro. Y ante los inevitables incidentes, ahí están esos filántropos de la falsa progresía, que protestarían al ver cómo los inmigrantes acaparan las plazas de comedor de su colegio, practicando la acostumbrada autoflagelación. Porque, por supuesto, la culpa siempre es nuestra.
A nuestras playas no han llegado inmigrantes desesperados, sino una chica sin memoria, que apareció en la arena como una Venus desnortada y vencida. Las brisas le fueron favorables, porque la trajeron a buenas manos. Ojalá que su enigma se vuelva pronto luz y pueda regresar otra vez con la mirada y la sonrisa de antes.

miércoles, 19 de febrero de 2014

El tiempo de hoy

Si hay algo relativo es el concepto del tiempo, ya lo sabemos. A ninguna otra cosa podemos ponerle medida a nuestro antojo según el estado de ánimo que tengamos. Largo en las tristezas y breve en el placer, eterno en la añoranza y lento en la ilusión. Por encima de sus medidas más pequeñas siempre nos pareció inagotable, flemático en su inmensidad, como si nos permitiera el capricho de poder perderlo a nuestro gusto. Pero ahora parece como si le hubiésemos agarrado por el cuello y obligado a estrujarse para aprovechar hasta el último de sus momentos. Le hemos acelerado, y con él toda nuestro vivir, que al fin y al cabo sólo es tiempo. Nuestros abuelos disponían de un tiempo reposado en su dimensión, en el que las cosas adquirían densidad y los acontecimientos permanecían lo suficiente como para representar algo. Nosotros lo hemos apresurado hasta convertirlo en torbellino, y cuando tratamos de alzar la cabeza para contemplar nuestro alrededor, otra avalancha nos impide verlo. Leer, por ejemplo, los periódicos atrasados, aunque sea tan sólo de unos días, constituye un ejercicio lleno de enseñanzas sobre esto. Si fuera posible fijar un patrón de medida para lo efímero bien podría ser ese. Nada es menos duradero que la actualidad. Un comentario de hace unas semanas, leído hoy, nos suena ajeno por su lejanía; una noticia de hoy mismo, dentro de diez días será un dato histórico; un libro, una canción, una película han de aprovechar su corta vida para venderse antes de caer en el olvido. Nada queda, nada enraíza. La actualidad dura lo que dura el día. El ayer ha perdido su valor. El presente, ese instante que sólo puede ser un punto entre la añoranza y la ilusión, se ha extendido hasta ocuparlo todo. Vivimos un presente continuo.
Hemos renunciado a ser intérpretes de la realidad de nuestro tiempo y nos estamos convirtiendo en meros espectadores. Testigos a quienes se les informa exhaustivamente de los hechos, negándoles luego la posibilidad de su análisis. Nuestra capacidad de entendimiento nos está siendo atrofiada y, lo que es peor, sustituida por una nueva misión: la de ser simples receptores pasivos de noticias. Seremos unos seres no pensantes llenos de noticias. Nos atiborran de información, pero no nos dan tiempo para digerirla. En la corriente de cada día se deslizan hechos y sucesos que la próxima semana ya nadie recordará, opiniones que no da tiempo a responder, porque cuando se hace, la respuesta ya ha perdido la relación con su origen. Un río caudaloso del que se aprovechan perversamente quienes conocen bien sus efectos. Alguien, por ejemplo, suelta un insulto o una estupidez, y ahí quedan, porque cuando llegue la réplica ya estará casi fuera de contexto y será tapada por la nueva actualidad.
Uno no sabe dónde puede estar el remedio para todo esto, ni siquiera si lo hay, pero cree en la eficacia del ejercicio crítico, de la profundización del conocimiento y del desarrollo del criterio selectivo como medios de autodefensa. En todo caso, tampoco está seguro de que merezca la pena hablar sobre ello. Mañana este artículo ya no será nada.

miércoles, 12 de febrero de 2014

Nuestro mar

La ha tomado con nosotros este temporal, que se empeña en darnos su abrazo y en dejar nuestras costas con unos cuantos costurones y los ánimos con un continuo temor. Nunca tantos nombres de mujer fueron tan poco gratos ni han sonado como chasquidos de látigos desatados que golpean donde quieren. Diques rotos, paseos destrozados, carreteras hundidas, campos inundados, árboles caídos, barcos quietos y montes blancos de nieve y grises de amenaza. Qué fácil se nos hace la metáfora sobre la eterna contraposición en que vivimos: tierra y mar, lo firme y lo inestable, la seguridad de lo cercano y la inquietante atracción de lo misterioso, la inmovilidad de lo estático que nos da amparo frente al vaivén continuo y eterno. Y así, el espectador se asoma a algún lugar a ver las olas y no puede menos que quedarse quieto y mudo, como un personaje de un cuadro de Friedrich.
Galerna, palabra con regusto de sal y lágrimas, honda, sonora y lúgubre, como escribió un poeta. Ahora que los avances en la ciencia meteorológica y en las técnicas de salvamento han logrado en buena parte conjurar su capacidad de destrucción, ahora que ya podemos adivinar su llegada y hacer que nos encuentre preparados, ahora que las plegarias y las salves marineras se han sustituido por modernos sistemas de prevención, su cara sigue causando miedo, pero ya apenas trae otros lamentos que los que quepa lanzar por algún destrozo material. Ya es como una visita curiosa, espectáculo inofensivo y gratuito y estrella de objetivos fotográficos, pero el eco de su nombre y de su presencia ha quedado prendido a lo más hondo de nuestra memoria como pueblo. No hay lugar en nuestra costa que no tenga escrita en algún rincón de sus entrañas alguna tragedia o alguna leyenda que el tiempo terminó convirtiendo en historia. Cuántos relatos de muertes y naufragios, de desapariciones que dejan al corazón esperando para siempre, de cristos milagrosos, de oraciones y acciones de gracias, de resignación y de nuevas despedidas al día siguiente, porque la maldita mar no se sabe qué tiene, pero tira y tira. En el recuerdo colectivo, en las fiestas patronales de nuestros pueblos costeros, en las capillas, en las viejas fotografías, en las canciones, en las historias escritas o contadas, siempre el mar y sus caprichos de eterno adolescente.
Este Cantábrico nuestro no gusta de alzar en blando movimiento olas de plata y azul. Miras y miras y no descubres en él ni un solo gesto de idilio que permita intuir algún cariño oculto hacia la tierra que lo soporta con infinita paciencia desde el tercer día de la Creación. Está siempre inquieto, turbado siempre, eternamente hundido en crisis periódicas de euforia y depresión. No concede nada que antes no se haya merecido en paciente espera de siglos, y aun así, con cicatería y desplantes: playas raquíticas, ningún gran puerto natural, ninguna isla, ningún amplio arenal donde la vista pueda perderse entre dunas y ensueños, ninguna posibilidad de admirar colores en su fondo. Pero lo amamos. Al menos uno, que nació a su vera, sabe que en definitiva no es más que un irremediable y pálido reflejo de sus olas.

miércoles, 5 de febrero de 2014

El argumento de la Historia

El virulento desafío catalán-nacionalista a la unidad de España ha hecho que de pronto nos fuera preciso buscar y sistematizar argumentos en los que hasta ahora apenas habíamos pensado, porque nos parecía innecesario demostrar algo que los siglos y nuestra propia instalación mental nos ofrecían como obvio. Sin embargo, la mayoría de los que se escuchan para oponerse al tal plan se sustentan sobre una base exclusivamente jurídica: la referencia a la Constitución de 1978. Es lógico, porque la apelación a la ley siempre es un argumento cómodo y rotundo. Las leyes obligan y no admiten réplica. Además, están hechas con la voluntad de que sean concretas; su concepto está delimitado y las interpretaciones que puedan hacerse han de moverse en un espacio pequeño. En cambio, en la Historia todo el mundo puede meter la mano. Los demagogos la presentan a su conveniencia; los que jamás han estudiado una línea la interpretan a su gusto, y sólo los verdaderos historiadores, los que la conciben como una ciencia con principios propios dentro de un sistema determinado de relaciones válidas en un ámbito de hechos de la experiencia humana, pueden merecernos respeto. Se esgrime la ley frente a los sediciosos, y es necesario, pero sorprende que apenas nadie, y desde luego los políticos nunca, apele al simple hecho de le existencia de España como argumento en sí mismo. Como si nadie cayera en la cuenta de que España es una realidad previa -y tanto- a 1978. No es España la que nace de la Constitución, sino la Constitución la que nace de España.
El argumento histórico alcanza aquí una fuerza apodíctica. España nace a la Historia hace ya dos mil años, en el momento en que los romanos dotan de homogeneidad social, cultural y política a estas tierras y les dan el nombre de Hispania. La monarquía visigoda recoge y fortalece la idea de Hispania, dándole muchas de las características estructurales de lo que luego se llamará estado. Esta unidad fue rota por una invasión traumática, cuya resistencia, al iniciarse en situaciones geográficas distintas, dio lugar al nacimiento de entidades políticas también diferentes, aunque siempre unidas por el común concepto de España, tal como se refleja en innumerables textos medievales, desde las crónicas de todo ese tiempo en los diversos territorios, hasta el romancero, cantares de gesta y textos literarios. Terminada la lucha por la recuperación territorial, los reinos vuelven a unirse –con la única excepción de Portugal- para formar de nuevo lo que había existido anteriormente durante casi mil años: la entidad nacional llamada España. Desde entonces así sigue, y ya van más de cinco siglos.
¿Qué argumento cabe en esta historia para justificar la secesión de una región que jamás vivió al margen de España, ni siquiera en los momentos más difíciles de la lucha contra los invasores extranjeros? Qué endebles suenan esas razones de asimetría fiscal, déficit de inversiones y demás factores de carácter coyuntural. Más evidentes parecen otros motivos: la ambición, envuelta en inconsciencia, de unos políticos deseosos de crear su propio Valhalla para su eterna adoración.