miércoles, 26 de marzo de 2014

Adiós a un político

Seguramente muchos de los jóvenes de hoy se sorprenderán ante esa ola de pésames y manifestaciones unánimes de condolencia por la muerte de un político. No es frecuente. Ellos no lo han vivido jamás y acaso ni siquiera llegasen a sospechar que pudiera darse. No es precisamente la clase política la más propicia a desatar estos turbiones de sentimientos. Sin embargo, hemos asistido estos días al adiós más emocionado y multitudinario que puede darse a un político. Programas especiales en todas las cadenas de radio y televisión, dedicación total en los diarios, mensajes institucionales de condolencia, homenajes a su nombre, y en torno a su capilla ardiente una cola kilométrica de personas anónimas que le vienen a traer lo que tienen: su simple presencia. Ante el féretro, unos miran en silencio, otros inclinan la cabeza, algunos se santiguan o le mandan un beso con la mano, todos dejan traslucir una emoción nacida de lo más hondo. El político que gobernó apenas cinco años, pero que en ese tiempo logró transferir el poder desde quien lo detentaba en exclusiva a la nación; el hombre acosado por envidias e incomprensiones, que navegó en medio de tremendas turbulencias, pero que consiguió darnos la condición de ciudadanos con voz y derechos antes de irse desilusionado, agraviado y abandonado, recibe ahora un tributo unánime de admiración y respeto. Porque lo definitorio es eso: unánime. Algunos podemos acordarnos de otro entierro también de largas colas y asistencia masiva, pero en toda la fila había una sola tendencia, más o menos encendida. No es este el caso; en este adiós no hay distinción de ideologías. Sociólogos habrá que se dediquen a analizar los motivos ¿Mala conciencia por el trato que se le dio? ¿Añoranza de un momento político de consenso, en contraste con el actual? ¿Conmoción ante su drama personal y familiar?
La profesión de político es una profesión ingrata, casi por su misma esencia, porque jamás los gobernados están contentos con sus gobernantes. Parece una norma inherente a toda relación humana, y mucho más a las que se originan en las estructuras sociales. De ahí el descrédito en que están sumidos, la desconfianza hacia sus palabras, la escasa valoración con que se mira su trabajo, la convicción última de que son un mal necesario. Sólo algunos, y siempre después de un largo tiempo tras su cese, y a veces, sólo a su muerte, merecen un reconocimiento pleno, en el que se mezclan el remordimiento por la injusticia cometida y una nueva mirada hacia la importancia de su obra. Figuras así son de las que puede decirse que redimen en cierto modo a la clase política.
Yo sólo vi una vez en persona a Adolfo Suárez y ni siquiera hablé con él, así que no puedo opinar más que como espectador y votante ilusionado en la Transición. Sí he vivido, como tantos, los efectos de su actuación política y, como todos nosotros, las consecuencias del proceso que pilotó. Y a la vista de ello me parece que puede decirse con justicia que en él se reunían las cualidades que, según Pericles, ha de tener de un estadista: saber lo que se debe hacer y ser capaz de explicarlo, amar a su país y ser incorruptible.

lunes, 24 de marzo de 2014

Escritores de paso

Qué promesa de trascendencia ofrecerá la escritura que a tantos tienta, incluyendo a muchos que apenas han tenido en su vida afinidad alguna con las letras. Ninguna otra actividad creativa resulta tan tentadora para intrusos y tan sujeta a caprichos de famosillos y advenedizos. ¿Se han fijado cuántos libros han aparecido últimamente de gentes más o menos conocidas que piensan que sólo por eso tienen algo importante que decir? Para qué dar nombres, si están en la mente de todos: políticos que fueron o que son, famosuelas de tres al cuarto, asiduos de los programas más cutres de la televisión, cantantes y futbolistas iletrados, damas o caballeros de vida más o menos zarandeada. Cualquier celebridad de medio pelo que jamás ha escrito algo más que un telegrama, siente de pronto la llamada de la proyección transitiva y saca su autobiografía o sus memorias e incluso hay quien se atreve con la novela. Advierten que su cuota de fama actual no es nada si no se prolonga, y se apresuran a dejar a la posteridad el testimonio escrito de su presencia.
Luego están los escritores de ocasión, los que descubren de repente que a la vejez tienen viruelas y se apresuran a ponerse en marcha para emprender el ascenso al Olimpo literario. Naturalmente, están en su derecho; no puede haber nada exclusivo, y menos en el campo creativo. Pero a cuánta distancia están del verdadero escritor, ese que ha hecho de la palabra su pasión, su dolor y su gozo. Qué lejos de aquello que decía Baroja: una de las condiciones para ser escritor es la de ser capaz de dormir en un banco de la calle.
"Ahora que ya tengo tiempo me dedicaré a escribir, que siempre fue lo mío", oigo decir a no sé quién en la pantalla. Pues no, amigo. Si hasta ahora no ha encontrado tiempo para escribir no es escritor. Escribir es una elección involuntaria. No se decide ni se tiene opción de rechazarlo. No es una circunstancia; es una condición de la que es imposible librarse. Un escritor podrá verse obligado a dedicarse a otros oficios para poder comer, pero ante todo y sobre todo seguirá siendo escritor, aunque tenga que ver cómo se quedan en su cajón las palabras que con tanto trabajo conformó en la soledad de sus propias limitaciones y sin más aliento que su vocación. En cambio, quien es capaz de vivir sin escribir y sólo lo hace cuando ha resuelto todo lo demás, podrá llamarse como quiera, pero que no se engañe a sí mismo.
Publicar un libro es muy fácil para la mayoría de esos que pululan a diario por cualquier programa televisivo. Sólo es preciso tener una cara popular y una cara muy dura. Y encontrar a un negro que sepa tener la boca callada y haga su trabajo sin meter la mano en la obra de otros, para que luego no haya problemas. Después, el anuncio de la aparición del producto a la ciudad y al mundo tendrá la tribuna adecuada y el éxito asegurado, porque ya se sabe que para la gran mayoría lo que no sale en televisión no existe, y puede que el firmante en cuestión hasta se sienta escritor, pero puede también que alguien que le quiera bien le recuerde aquella vieja afirmación del filósofo: gloria y mérito es de algunos hombres el escribir bien; de otros el no escribir nada.

miércoles, 12 de marzo de 2014

Evocación de Crimea


El museo de la Defensa de Sebastopol alberga una de las miradas más completas y cercanas que se pueden lanzar sobre la guerra: una reproducción en la que se narra uno de los 349 días del asedio que sufrió la ciudad en la guerra de 1854. A lo largo de 115 metros, en disposición circular, se nos presentan las vicisitudes de la batalla, la situación del frente, la vida en las trincheras, el dolor y la sangre, el barro y la pólvora. El realismo alcanza un grado extremo; las figuras y objetos, realizados todos con papel prensado, sobrepasan cualquier categoría alegórica para representar de lleno la realidad más tangible. Se busca el impacto emocional que derive en un inevitable sentimiento de admiración hacia los héroes, y a fe que se consigue. "El héroe de mi relato es la verdad", escribió Tolstoi refiriéndose a su obra Relatos de Sebastopol, escritos sobre el terreno y en los que narra esta tremenda guerra, interpelando al lector y poniéndole delante con absoluta crudeza los combates, los muertos y mutilados, las bombas y la destrucción, el horror entero de una contienda que al final no tuvo ni vencedores ni vencidos. Si Tolstoi buscó la verdad de esta guerra para darle ropaje literario, en esta reproducción se da imagen visual a la misma verdad y con resultados igual de convincentes.
Algo de ello ha de quedar en los rincones de la memoria para que este pueblo trate de evitar hasta el final cualquier situación semejante, aunque sea a precio de resignación. Crimea no es sólo esa verruga triangular que le quita al mar Negro su forma de óvalo y que crea otro mar de evocación novelera, el de Azov; es esa península lejana, cuyo nombre aparece en todos los textos de Historia de los dos últimos siglos, dando denominación a guerras, sitios, asedios e invasiones. En Livadia, junto a la mimada Yalta, se decidió la Europa actual; y en cualquiera de los viejos palacios que bordean su costa se sabe de intrigas y decisiones que cambiaron la historia en su momento. Y frente a ello, cerca de allí, los admiradores de Chejov tienen una gratificante ocasión de acercarse a su espíritu y conocer alguno de sus aspectos más cotidianos. Un pequeño museo guarda fotografías, libros y objetos personales del escritor. Al lado está su dacha, la “Dacha Blanca”, que gracias a su hermana, que le sobrevivió hasta 1950, puede verse tal como él y sus amigos, Gorki entre ellos, la habitaron: el samovar, el viejo reloj, el teléfono, los divanes, el enorme gabán de cuero, el icono ante el que rezaba su madre. La cocina se halla separada de la casa para que los olores de las frituras no añadieran molestias a los delicados pulmones del escritor. Crujen las escaleras de madera con el sonido de lo viejo. Fuera, una chica joven toca un violín y una niña recoge lo que las buenas voluntades quieren darles.
No muy lejos, en Backhchisarai, la antigua capital de los kanes, está la Fuente de las Lágrimas. Es simplemente una estela de mármol, en la que el agua escribe el dolor por la persona ida. El ojo llora y sus lágrimas caen sobre el corazón, que procura aliviarse dividiéndolas. Sin conseguirlo, porque el tiempo se encarga de que vuelvan a él y el olvido no sea posible. Pushkin se emocionó ante ella y le dedicó un poema. Cuentan que cuando la vio le puso encima dos rosas que llevaba en la mano; desde entonces hay siempre dos rosas frescas sobre su corazón. Ojalá que por esta vez pueda dejar de ser un símbolo

miércoles, 5 de marzo de 2014

Miércoles de Ceniza

Ni el agua ni el frío pudieron impedirnos del todo salir a la calle con esas galas absurdas que nos ponemos cuando necesitamos ser absurdos, pero ahora ya nos hemos quitado la careta y volvemos a ser los mismos, aunque quizá más de uno preferiría seguir con ella para no ver la cruda realidad del espejo. Volver de las regiones donde éramos lo que queríamos, al lugar donde sólo somos lo que nos dejan, puede ser un trance más duro que tratar de dialogar con un nacionalista sin que merme nuestra capacidad de asombro. Pasar, por ejemplo, de orondo político corrupto a sumiso currante de despertador a las seis, no resulta fácil ni para míster Hyde. Es lo que tiene el carnaval, que nos saca las frustraciones del subconsciente y nos las vuelve a enterrar cuando más floridas estaban.
Total, que ya hemos terminado de hacer el mortadelo y ya estamos en el Miércoles de Ceniza, que ya no es lo que era, aunque la fatal verdad siga siendo la misma. 'Pulvis es et in pulverem reverteris', o sea, señores de las poltronas y del derecho a decidir, que somos polvo y al polvo volveremos. Para eso no merece la pena romperse el intelecto con aquello de Parménides sobre lo que es y no es, que los griegos siempre fueron gente amiga de buscarle el fin último a las cosas, y el fin está a la vista: polvo y sólo polvo. Pues eso. Nos queda el consuelo de intentar ser polvo enamorado después de haber sido un alma prisionera de un dios, venas que han generado intenso fuego y médulas ardidas gloriosamente. Este Quevedo, ya lo dije otras veces y estarán de acuerdo conmigo, era un poeta inalcanzable.
Bueno, pues llegamos a lo que ya sabemos: que el carnaval es escape, huida y, más que nada, teatro del auténtico, en el que no faltan las dos tendencias permanentes en el mundo de la representación: lo trágico y lo cómico. Como la actualidad diaria, vamos. Es la explosión del hombre oculto, que vuelve hoy a sus oscuros reductos y –teorías antiguas al canto- a la penitencia por haberse dado un paseo por los gozosos campos de la gula, la lujuria y algún que otro pecado más, y al que le esperan cuarenta días de abstinencia y desagravio. No es poco precio por tan breve retozo, aunque peor lo tiene esa pobre sardina que se muere todos los años y a la que se entierra con todos los honores, como si fuera el consenso de la transición. Digo yo que lo que habría que enterrar sería un chuletón, porque a las sardinas y sus semejantes nos dejan seguir teniéndolas en nuestro plato durante toda la cuaresma, mientras que la carne está proscrita. Hombre, otro tema: el carnaval y la lógica.
Entre las máscaras de Goya o de Brueghel y las carnes que se cimbrean por Río estos días, uno casi se queda con estas últimas como tema de devoción carnavalesca, no por nada especial, sino porque si hablamos del señor Carnal, a ver quién tiene más que ver con él. Casi estoy oyendo al arcipreste gozador sonreír de acuerdo conmigo, lo cual me anima a discurrir para escribir una frase genial con la que pasar yo también a la antología de la literatura carnavalesca, algo que estoy seguro de que nadie ha dicho hasta ahora: la vida es un carnaval.