domingo, 24 de febrero de 2013

No necesitamos tanto

Uno de esos grandes proyectos científicos supranacionales, en el que trabajan investigadores de varios países, se ha propuesto conocer a fondo el funcionamiento de nuestro cerebro. Arduo trabajo, según parece, si se tiene en cuenta que apenas podemos usar un pequeño porcentaje de sus posibilidades. De momento ya se ha establecido que, medido en el lenguaje informático, tendría una capacidad de dos millones y medio de gigas. Vamos, para quedarse meditabundo un buen rato. Entonces ¿qué tengo yo sobre los hombros? Una máquina 5.000 veces más potente que mi maravilloso ordenador, quién lo diría. Y yo a cuestas con mis dudas, mi ignorancia, mis errores y mi incapacidad para entender casi nada de lo que sucede. Pero no, no puede ser esa la comparación. El ordenador se guía solamente por la lógica, mientras que nuestro cerebro lo hace de forma intuitiva. Todos los cerebros del mundo juntos no pueden competir con mi humilde ordenador en realizar cálculos numéricos, pero todos los ordenadores del mundo unidos serían incapaces de generar una sola emoción, un deseo o una pregunta sobre sí mismos.
Pero, así todo ¿qué extraño órgano es ese que se permite el lujo de permanecer inactivo en la mayor parte de su potencialidad, pero que hace que con lo poco que nos deja utilizar ya nos sintamos los reyes del universo? A Arthur Koestler le preocupaba esta incongruencia y sus consecuencias, porque hacen tambalearse las teorías que nos explicaban nuestro desarrollo. Algo se torció en la evolución para dar al hombre un cerebro que excede en gran manera sus necesidades. Le ha dotado de un órgano que no sabe utilizar o que, en todo caso, necesitaría miles de años para aprender a usarlo, si es que lo consigue. Es como si la evolución hubiese rebasado sus propios objetivos. El cerebro es un lujo inútil. Un error que explicaría la vena de paranoia que recorre nuestra historia. Viene a ser –nos cuenta- como aquel pobre tendero de un bazar árabe al que todos timaban porque no sabía sumar. Entonces rogó a Alá que le regalase un ábaco, y Alá le envió un poderoso ordenador. Después de manipularlo inútilmente unos cuantos días, desesperado, comenzó a darle golpes y descubrió que, golpeando tres veces un botón y dos otro, aparecía en una pantalla el número cinco. Agradeció a Alá que le hubiera enviado un ábaco tan hermoso y siguió usándolo así, en la ignorancia de que podía, por ejemplo, derivar las ecuaciones de Einstein en un santiamén.
Pues con nuestro modesto cerebro hemos pasado del hacha de piedra a la llegada a la Luna y del conjuro del hechicero al trasplante de corazón, y hemos sido capaces de los actos más nobles y de los horrores más crueles, de amar y odiar en sus grados más extremos, de avanzar sin límites en lo material y de retroceder en los valores morales. ¿Y si algún día existe una humanidad que ha aprendido a usar ya su órgano al completo? Pues quién sabe. Con el que tenemos ahora no podemos imaginarlo. Sería un mundo de genios, un mundo sin incógnitas y sin misterios, quizá sin dolor, pero seguramente también sin felicidad.

martes, 12 de febrero de 2013

La renuncia

Qué puede hacer el espíritu ante las flaquezas del cuerpo que lo soporta, y qué puede hacer el cuerpo ante la evidencia de su propia debilidad. Sobrenadan vigorosos el entendimiento y aun la voluntad, pero flaquea la memoria, que no sería lo más lamentable, dado que puede ser suplida parcialmente por artilugios artificiales que la almacenan y la ponen a disposición permanente de los otros dos. Lo peor reside en el ánimo, en la convicción de que la tarea sobrepasa ya nuestras fuerzas, en la ausencia de ganas de seguir luchando, en la mirada realista que uno echa sobre sí mismo y en lo que encuentra: la pérdida de lo que fue y la evidencia de que lo que antes suponía un esfuerzo más o menos llevadero, ahora se convierte en sobrehumano. La débil carne frente al espíritu fuerte.
La renuncia del Papa ha levantado de golpe un maremoto que achica cualquier otra noticia, y hay que ver que estaba el panorama bien servido de ellas. Cae así, de improviso, después de seiscientos años de ausencia, y la sorpresa hace que las primeras reacciones apenas sean más que balbuceos. De momento se echa mano de los antecedentes y apenas se encuentran unas líneas; se especula con las consecuencias y se viene a dar en el proceso bien conocido de la elección papal. Poco a poco van surgiendo los comentarios ya no tan improvisados, y se traslucen en ellos percepciones encontradas, que van desde el entusiasmo a la oposición, nunca la indiferencia. Lo que para unos es una decisión lógica y vivificante, para otros, no deja de ser más que un acto de debilidad que roza la cobardía y que puede llevar a la Iglesia a una etapa de incertidumbre. Hasta hay quien, después de proclamarse no creyente, afirma que en definitiva supone un fallo del Espíritu Santo.
Este papa, sabio, estudioso, dialéctico brillante y teólogo de consulta, que aprendió griego para poder leer las Escrituras sin las interferencias de la traducción y que empeñó su labor intelectual en conciliar armónicamente Grecia y el evangelio, la razón y la fe, ha resultado ser, con su apariencia de viejecito de los Grimm, el más atípico de todos. No quiso seguir en la cruz si desde ella no podía ejercer su labor de pastor. El cayado requería manos que no estuviesen clavadas; el timón de la barca exigía brazos más fuertes y no atenazados por el cansancio y el dolor, y no le importó someterse al juicio universal de su acto. Ahora seguramente encontrará la consumación de su vocación en el cuarto de un monasterio, con sus libros, su piano y su empeño en trazar un camino válido para racionalistas y creyentes.
A uno, todo esto, como cualquier decisión nacida de lo más profundo de la conciencia, le inspira un enorme respeto, y se siente incapaz de juzgar nada de lo que le ataña, y mucho menos de hacer valoraciones de cualquier tipo. Que un hombre decida renunciar al cargo más encumbrado y de mayor relevancia espiritual de cuantos existen porque se encuentra a sí mismo falto de las cualidades físicas que le permitan ejercerlo, le parece un acto de profunda sinceridad consigo mismo y con los fieles que en él confían. Todo lo demás no tiene importancia.

jueves, 7 de febrero de 2013

Paseo por Verona






Lo mejor de un viaje quizá sea su condición de exilio temporal, en el que lo habitualmente cotidiano nos es ajeno por unos días. A estas tierras de la llanura del Po no llegan los ecos de nuestro vocerío informativo. Sí se oye el de aquí, que tampoco es pequeño, pero como el primero no llega y el otro no importa, anda uno por Verona sin más preocupación que la de pasear y ver.
Bien mirado, a Verona le faltan pocas cosas, como no sea la buena fama entre sus vecinos. Leo en un texto de hace doscientos años: "Los veroneses son gente alegre; entre los hombres hay bella juventud, pero no se observa así entre las mujeres; aman con extremo la música y en las provincias confinantes tienen fama de locos". Uno en eso ni sale ni entra, pero sigue diciendo que no puede quejarse de la prodigalidad del destino, ni siquiera cuando la castigó con rencillas civiles, porque que terminaron haciéndola inmortal. A ver qué ciudad debe tanto a una lucha interna. Ahí está el número 23 de la vía Capello: un pequeño patio, una fachada desconchada de ladrillo y un balcón. Sobre todo, el balcón. En el patio, una bella estatua femenina de bronce y gente, siempre mucha gente, que viene a la búsqueda de aquello sin lo que no se puede vivir, digan lo que digan los superhombres: un cierto fetichismo espiritual. El de aquí, además, no viene dado por sentimientos particulares ni reservados a conformaciones sentimentales específicas. Este fetichismo es del corazón y se refiere al amor, y, por tanto, es universal. Sin embargo, por encima de todo, uno se da cuenta de que en lo que verdaderamente está pensando es en el poder de la palabra. Si la mentira es siempre mentira, ¿de qué se habrá hecho el envoltorio para que sea capaz de fenómenos así? ¿O es que no importa ni lo uno ni lo otro y sólo cuenta la emoción de un hecho inalcanzable que le hubiera gustado vivir a cada corazón? Hay tres chicas contemplando en silencio el balcón. Una de ellas se coloca junto a la estatua de Julieta y la mira a los ojos, uno cree que con cierta ternura. Quién sabe si la está tratando como a una igual.
Y a pesar de todo, este viajero confiesa paladinamente sin ningún rubor en sus mejillas, que en su peregrinación literaria a Verona aquel balcón ocuparía un lugar secundario, y que sir William le perdone. Este viajero es agradecido con quienes le hicieron feliz, y aquí nació uno de los personajes que mejores momentos supo brindarle allá en los años en que la vida rompía y no había mundo bastante para contener las ilusiones, cuando lo que había más allá del umbral de la puerta era tan sólo letra escrita por quien sabía generar ensueños. A Emilio Salgari la injusticia del destino le hizo dador de la felicidad que le negó a él, y eso sí que inspira un trágico y hondo respeto. Sus dos jóvenes y famosos conciudadanos murieron entre suspiros de amor y tras una vida centrada en sí mismos; Salgari murió entre la locura de su mujer y la avaricia de los editores, después de que una nube negra oscureciese para siempre sus hermosas fantasías, que fueron luego las de todos nosotros. Pero no preguntéis en Verona por la casa de Emilio Salgari.