miércoles, 26 de agosto de 2015

El crimen de Palmira

De todos los salvajes asesinatos que han perpetrado esa banda de criminales del mal llamado Estado Islámico, quizá el que alcanza la cima de la barbarie y la degradación moral sea el del arqueólogo Khaled al Asad. Tenía 82 años y había dedicado la mayor parte de ellos al estudio de la historia, la excavación y la conservación de las ruinas de su querida Palmira. Era un prestigioso y respetado erudito, autor de diversos libros sobre esta ciudad y su antiguo reino, y director del sitio arqueológico. Cuando vio irremediable la llegada de los yihadistas puso a su familia a salvo fuera de Siria y él decidió quedarse en Palmira, tal vez confiando en poder salvarla de la destrucción. Pero no. Fue apresado, se le acusó de evacuar muchas piezas del museo para ponerlas a salvo y le degollaron públicamente; luego colgaron su cuerpo en la plaza y colocaron la cabeza en el suelo junto a él. Si la arqueología fuese una religión tendría aquí el perfecto ejemplo de mártir.
No hay noticias de que nadie por aquí se haya manifestado por semejante crimen, aparte de algún comentario de compromiso, ni en los medios académicos, ni mucho menos en los populares, ni siquiera en lo que se refiere a resonancia mediática. Murió ante el silencio del mundo, como una víctima inevitable de un mal también inevitable. Ay si hubiese sido alguien de alguno de esos colectivos que ahora se han vuelto tan visibles, pero sólo era un sabio. Sólo era alguien que dedicó su vida al conocimiento del pasado de su nación y a tratar de salvar sus huellas de la barbarie. Menos mal, que, sin pretenderlo, sus asesinos le ahorraron el dolor de ver cómo dinamitaban una de las joyas de su Palmira, el templo de Baal Shamin. Murió, eso sí, entre sus piedras, bajo el sol ardiente que tantas veces acompañó sus trabajos, quizá siendo consciente de haber vivido una vida útil en la plenitud de su vocación y ojalá sintiendo que somos muchos los que tenemos un profundo agradecimiento hacia todo aquel que dedica todo su esfuerzo a hacernos algo más inteligible el mundo; en este caso el de nuestra propia trayectoria, porque sin la labor de los arqueólogos, una gran parte del pasado sólo sería una mancha de oscuridad.
La humanidad ha vivido a lo largo de su historia en medio de una permanente guerra civil entre la fuerza bruta y la cultura, y ha sido la primera la que ha obtenido siempre los triunfos inmediatos y los más espectaculares, pero la que terminó derrotada a la larga. Ya se sabe que la Grecia conquistada conquistó al fiero conquistador, según el sincero verso horaciano. La victoria siempre termina, para suerte de nuestra condición humana, del lado de la racionalidad, pero esta victoria puede dejar muchos jirones irreparables, sobre todo si enfrente no está sólo la ignorancia, sino el odio. La ignorancia, como en ese caso de Roma, es fácilmente subsanable; el odio es un agente mortífero y difícilmente destructible, y estas bestias están hechas de odio.
Asad forma parte de ese selecto grupo de personas que han asegurado la transmisión de lo mejor de la cultura para las generaciones venideras. En un mundo que honra cada vez más a héroes y mártires equivocados, aquí por fin tenemos uno real.

miércoles, 19 de agosto de 2015

La Universidad

Resulta imposible encontrarse con una lista de las cien mejores cosas del mundo y no ver en ella alguna española. Hagan la prueba. Busquen entre los cien mejores museos, restaurantes, aeropuertos, teatros, estadios, equipos, cantantes, lo que sea, y encontrarán unos cuantos de nuestro país, muchos de ellos en los primeros puestos. La única relación donde no aparece ninguna es en la de universidades. Y en la lista de las doscientas sólo una. Lo dice cada año el Ranking Académico de las Universidades del Mundo, uno de esos organismos que hacen dictámenes valorativos de los que todos los medios se hacen eco, que se analizan a primera vista simplemente por los titulares y que por ello fijan la percepción popular sobre la cultura de un país. Es cierto que la mayoría de los puestos están ocupados por universidades estadounidenses y que las europeas no salen en general bien paradas, pero da que pensar que ninguno de nuestros centros alcance la consideración suficiente como para ser incluido entre los cien más valorados del mundo. Puede que los criterios de evaluación no sean tan universales como la propia idea de Universidad o puede incluso que el concepto de cultura sea sometido a consideraciones relativas, con lo que los juicios también serían relativos, pero es de suponer que listas como esta serán un buen punto de análisis por parte de quienes tienen la facultad y la obligación de hacerlo. Algo habría que comparar, quizá imitar y sin duda corregir, y no sólo en materia de recursos económicos.
La Universidad de Oviedo, no aparece ni siquiera entre las quinientas mejores del mundo, y no sabemos hasta dónde habría que descender para encontrarla. Su cultivo de la sabiduría, según estos calificadores de Sanghai, no es digno de mención en ninguno de los campos. Por lo visto, nada hay en ella que traspase su condición de mero centro de distribución de conocimientos, no de su creación. Cierto que está en la línea de la mayoría de las universidades españolas e incluso europeas, pero no deja de resultar frustrante que nuestra querida Universidad, cuatro veces centenaria, siga pintando tan poco en el mapa del saber, o al menos en el de los medios que lo dibujan.
Quizá no convenga hacer excesivo caso a estas clasificaciones, que aplican unos indicadores tan generales que desvirtúan los criterios de influencia y eficacia particulares, eso suponiendo que no haya otros menos transparentes. Claro que también atienden a los que miden la productividad y la eficiencia, y eso sí que resulta más inquietante. ¿Reflejan realmente estas listas el verdadero estado de nuestra Universidad y su situación en relación con las demás? Seguramente no, al menos de modo concluyente, pero mejor sería que figurase en ellas, porque indicaría una tendencia ascendente y vigorosa, al contrario de otras instituciones, como algunos ateneos, o de otras más cercanas, como el RIDEA, un organismo que en los últimos años ha adquirido un aire de elitismo excluyente y debilitado buena parte de su antiguo prestigio y relevancia en el ámbito cultural de Asturias.

miércoles, 12 de agosto de 2015

Notas de agosto

Siempre termina viniendo, aunque sea en visita breve y haciéndose el remolón, como si no acabasen de gustarle estas tierras del norte. El verano por aquí llega de forma casi furtiva, para desesperación de hoteleros y tiendas de bronceadores. Y además es de poco fiar por veleidoso e inestable, y no hay que buscar explicaciones más allá del hecho de que siempre fue así. Uno, que tiene tendencia a no creer casi nada de lo que le cuentan sobre las causas del cambio climático, piensa que el tiempo ha hecho lo que le dio la gana en este planeta desde el primer día de la creación hasta ahora, y que no debemos ser tan presuntuosos como para afirmar que tenemos capacidad para modificarlo de modo esencial. Imagino que los hombres del paleolítico, cuando les llegó la glaciación würmiense y vieron cómo la Tierra entera se convertía en un témpano de hielo, también hablarían de un cambio climático, si supieran qué significaba eso. Y si lo supieran iban a tener difícil encontrar alguna obra suya a la que echar la culpa.
Pues eso, que el verano viene a ser el de siempre: una manifestación de sensaciones contrapuestas según dónde se entre en contacto con él. Una duda metafísica por estos lares y un agobio por los mediterráneos, una interrogativa mirada al cielo cada mañana aquí y la certeza de otro sofoco allí, un pensárselo dos veces antes de meter el pie en el agua en nuestras playas y una zambullida despreocupada en aquellas. Si se quiere encontrar diferencias con los de otros años habrá que buscarlas allí donde no alcanzan los barómetros ni el picor de las cicatrices ni el calendario zaragozano.
Como las serpientes de verano han dejado ya de ser aquel inofensivo y recurrido asidero periodístico estival -oh signo de estos tiempos tecnificados-, la actualidad se nutre de la realidad, que es un alimento que suele resultar bastante más indigesto. Ya no tenemos a Nessy en su lago, ni siquiera una plaga de topillos o de medusas, que también daban su toque de exotismo estacional. El único animal que se ha hecho famoso este verano ha sido Cecil, un león casi con ecos disneyanos, que por lo visto era algo así como si se hubiera escapado del escudo de su país, y que terminó asesinado por un millonario descerebrado. Nada ejemplifica mejor la tónica de este verano, en el que las páginas de los diarios parecen fotocopias de las de El Caso, aquel semanario que cada sábado se esmeraba en poner a todos un nudo en la garganta mostrando lo peor del ser humano. Madres que arrojan a su bebé a un contenedor, padres que degüellan a sus hijos, hombres que matan a sus mujeres, niños que se ahogan cada día, incendiarios quemando nuestros montes. Triste verano, estación de la alegría. Quizá el calor avive las pasiones y active algunos comportamientos que habitualmente permanecen inhibidos, pero no, eso sería otorgar al determinismo climático un poder que seguramente no tiene. Quizá más bien en el trasfondo de todo se encuentre, aparte de alguna maldita casualidad, el frívolo trastrueque de conceptos a que hemos sometido muchos de nuestros valores más decisivos, entre ellos el de la familia. Cada vez que un niño es asesinado nos hace una llamada a esta reflexión.

miércoles, 5 de agosto de 2015

Olor a tomillo

Estos días, cuando el sol se toma más en serio su misión de darnos calor, este viajero, que confía más en la eficacia del bosque que en la de la playa, ha vuelto a uno de sus lugares preferidos, en la ladera sur del puerto de Navacerrada, y se entretiene ahora mirando un madroño en el que se han posado dos verderones que parecen desconcertados, como si todo les resultara nuevo; se miran, levantan la cabeza y emprenden el vuelo, eso sí, juntos, no sé si por miedo o por amor. Es este un mundo en el que estar ocupado tan sólo en cosas como esta, en recibir sensaciones y en andar, porque aquí el conocimiento, que tiene un cuerpo difícil de abarcar, sólo puede alcanzarse desde la observación pegada a la tierra.
Andar por el río, cruzar el bosque y subir hasta la cima de la montaña por un sendero cerrado entre pinos, un sendero penumbroso y alegre, sobre el que el sol dibuja manchas temblorosas de luz. Ir tal vez por el camino de un antiguo sanatorio, hoy desaparecido, hasta la Bola del Mundo, o por el puente del Descalzo y la vieja vía romana hasta el puerto de la Fuenfría, o por la senda Schmidt bajo los Siete Picos, o a la pradera de Navarrulaque a ver los miradores de los poetas, o atreverse Pedriza arriba y luego a Peñalara, y a ser posible llevar una voz amiga al lado, que el sol y la brisa, el aroma intenso del pino y el tomillo, el sosegado sentir de lo silvestre, inducirán a un anhelo de identificación y a establecer una relación nueva sobre el solar de la vieja. Y arriba, en la cumbre, las laderas ya no son pinos, sino granito y matorrales; algún caballo, cualquier fuente, puede que una pequeña laguna. Sobre las cabezas se nota el encuentro del aire de las dos Castillas.
Por debajo de La Pedriza, la orgullosa figura del castillo de Manzanares es la firma de la España del mester de caballería, cuando los marqueses eran poetas y se admiraban de lo garridas que pueden ser las vaqueras; de este de Santillana quedan el castillo, los piropos en soliloquio y sus sentenciosos consejos, que suelen florecer en toda época de transición, y la suya bien que lo fue. En la otra vertiente, más o menos a la misma altura, La Granja aparece como el contrapunto conceptual y estético. Al pie del puerto de Cotos, el monasterio del Paular alza su torre entre robles y chopos, en uno de los valles más hermosos que el visitante pueda encontrar. En el puente del Perdón, los Caballeros de los Quiñones decidían si el delincuente que habían apresado debía seguir hacia la Casa de la Horca o le dejaban libre. El río Lozoya, cuando pasa debajo del puente del Perdón, tiene las aguas verdes.
Es la Sierra por antonomasia, la sierra de Madrid o de Segovia, según se mire, pero la Sierra. Y por encima de su extraordinaria belleza física, el caminante puede fijarse en que pocos corazones de historia habrá tan definidos como este. A poco más de la vista humana, allí están desde los yacimientos de neandertales de Pinilla del Valle hasta la estación espacial de la NASA en Robledo de Chavela. Y desde cualquier punto de la ladera sur puede verse en la lejanía, como un sello labrado, la inconfundible figura de El Escorial. No, no le falta ninguna página al caminante en esta serranía.