miércoles, 25 de octubre de 2017

Función ya vista

Dicen que la Historia siempre repite sus actuaciones, bien como comedia o como drama, y que en definitiva todo es un eterno espectáculo ya visto. No hay referencia que sea inédita ni experiencia que no encuentre una alusión previa, al menos entre las grandes líneas argumentales de su crónica, que es la nuestra. La Historia -al fin y al cabo humana- no tiene tanta imaginación como para sorprendernos, y siempre nos enreda con parecidos guiones, incluso con los mismos escenarios. Lo que sí cambia son los espectadores.
Puede que algún barcelonés aún recuerde haber asistido a este mismo espectáculo en la plaza de Sant Jaume, en otro octubre de hace ochenta y tres años. Estaban sueltas parecidas pasiones nacionalistas y rebullían parecidos aspirantes a libertadores; había en la Generalitat un gobierno parecido, o sea, envuelto en demagogia y en manos de los radicales, presidido por Luis Companys. Cuentan las memorias de quienes lo conocieron que era un demagogo, atrapado entre la definición de catalanista españolista y la de españolista catalanista, y que terminó cediendo a la voluntad de los anarquistas y comunistas. Sí, todo fue parecido a lo que vemos estos días; lo que les diferencia es el final. Aquella tarde, el "molt honorable" salió al balcón de la Generalitat para proclamar que "en esta hora solemne, en nombre del pueblo," quedaba proclamado el Estado catalán, aunque, eso sí, de la República española. Vivas, euforia y gritos de los leales, y preocupación e inquietud en todos los demás. Hasta ahí más o menos el paralelismo. Lo que ocurrió después fue propio de un tiempo de convulsión que, por suerte para el actual sedicioso, y para todos nosotros, se encuentra muy lejano en la ley y en el pensamiento. La historia es tan conocida como triste. Esa misma noche, el general Batet, por orden del Gobierno de la República, sofoca la insurrección a cañonazos. Companys es detenido y encarcelado, aunque pronto es amnistiado. Tras la guerra se exilia a Francia, pero los alemanes le detienen y, tras ser entregado al nuevo régimen, fue juzgado y ejecutado.
Los cañones de ahora son el artículo 155 y la decisión de aplicarlo sin fisuras partidistas. El nuevo Moisés libertador de su pueblo da la impresión de serlo a su pesar, como si unas manos semejantes a las de entonces, cambiando las anarquistas por las populistas más los radicales sin sistema y los oportunistas de siempre, le obligaran a mantenerse erguido sosteniéndole como a un guiñol. El tiempo del viaje está hecho de engaños, falacias, amenazas, promesas imposibles, ocultación de la realidad, mentiras que se repiten hasta que suenen a verdad. Inventan el pasado, falsean el presente y magnifican el futuro, o sea, un triple engaño, y todo ello para llevar a sus ciudadanos a una sociedad distópica, tan ficticia como inquietante.
Los nacionalistas catalanes de antes y de ahora se alimentan de la convicción de que la gran fuerza cósmica les ha dado un destino injusto y de que su misión es corregirlo. Para ello quieren irse de España, pero quedándose con un trozo de la tierra de todos, es decir, rompiéndola, como si esta vieja nación fuese un álbum del que se pueden arrancar cromos cuando se quiera.

miércoles, 18 de octubre de 2017

El único argumento

Al final siempre son tres las fuerzas que motivan las decisiones que tomamos: la razón, los sentimientos o el bolsillo. Son las que nos mandan. Todos los actos que ejecutamos, cualquier hecho humano que analicemos, sea de nuestro pequeño ámbito personal o de los que están escritos en las grandes páginas de la Historia, tienen como origen alguna de estas motivaciones. Los que dicta la razón suelen dar resultados acordes con lo previsto, porque son fruto de un cuidadoso estudio previo que deja poco margen para cualquier sorpresa; por eso son generalmente los que dan un resultado más acertado. Los que nacen de los sentimientos tienen el riesgo de caer en la desmesura, que puede llevar a la grandeza o al ridículo, pero mostrando siempre un rasgo identificativo del carácter. Y los motivados por el afán de lucro material no son en definitiva más que el fruto del viejo oficio del mercadeo. En el caso del intento de secesión catalana se han ensayado los tres para atajarla.
El argumento racional tiene su base en la lógica y en la ley, y en este caso, además, en la trayectoria histórica, en el pasado común y en la suma de tantos azares, llantos y alegrías conjuntas, que algo deberían pesar. Pero la razón requiere un ejercicio intelectual previo y una disposición a admitirla y además es incapaz de mover el corazón. Su capacidad de influencia afecta a los campos diáfanos y congruentes emanados de la lógica, pero no influye en los escondrijos interiores donde residen las emociones. En este caso se muestra de poca eficacia.
Los argumentos sentimentales han adquirido gran fuerza por ambas partes. El brote de patriotismo español, hasta ahora solo intuido, que se manifestó de pronto en las calles catalanas; las banderas al aire, la desinhibición de las consignas, la pérdida del miedo a los calificativos, la salida del armario de algunos, aunque fuera solo asomándose por un resquicio, hicieron ver que las razones emocionales no estaban solamente de una parte y que no son más fuertes en los que más radicales se muestran ni descansan en lemas artificiosos ni en mensajes efectistas. Tampoco aquí parece decisivo.
El último argumento, el dinero, es el que pone más dosis de temerosa prudencia a la hora de tomar decisiones. La amenaza económica, la fuga de empresas, el temor a la recesión, la caída de todos los indicadores financieros y, sobre todo, la posibilidad de que la justicia haga recaer sobre el patrimonio personal de algunos el coste de la aventura, pesan más que mil razonamientos que el viento lleva. Ya se sabe lo que manda el dinero, pues que da y quita el decoro y quebranta cualquier fuero. ¿Puede el oro calmar las pasiones o hacer brillar la razón?, preguntaba el clásico. Sí, amigo; en este caso al menos, sí. Aunque uno lo duda, porque el menosprecio separatista de las advertencias por serias y autorizadas que sean, la negación de sus efectos y el consiguiente autoengaño sobre las consecuencias que se derivan de toda esta catástrofe económica, bien pueden tapar los oídos y hacer seguir hacia adelante.
Y al final, si estos tres factores de convicción fallan, se hace necesario volver al argumento de la razón, pero ya no para explicarla, sino para imponerla. La razón de la ley.

miércoles, 11 de octubre de 2017

La pesadilla

De pronto te encuentras con que ya no eres ciudadano español, o que si quieres seguir siéndolo tienes que dejar de ser asturiano. Te han puesto una frontera y una aduana en el Huerna y en todas las carreteras de salida de Asturias y ahora tienes que llevar un pasaporte cada vez que quieras cruzar aunque sea a la provincia vecina. Has dejado de ser también ciudadano europeo; ya no puedes circular libremente por los países de tu entorno; ahora te exigen pasaporte y visado. De momento sigues usando el euro, pero nada en él hace referencia a tu país porque ya no pertenece al banco emisor. Y resulta que tu Sporting y el Oviedo han sido expulsados de la Liga española y han tenido que montar la suya propia; ahora jugarán con el Tuilla y el Mosconia.
La Historia de España ya no tiene nada que ver contigo; te han enseñado la verdadera versión de Don Pelayo y su batalla, es decir, que contra quien se levantó realmente fue contra los tiránicos y crueles españoles que formaban el reino visigodo y que querían avasallar a las pacíficas gentes del Norte. Has hojeado los libros de Sociales de tu hijo y ves que esto es solo una parte muy pequeña del vuelco que ha dado toda la asignatura de Historia y hasta la de Geografía. Ya no puedes considerar tuyos Las Meninas ni el Quijote, ni el Museo del Prado o la Alhambra, porque están en un país extranjero. El único idioma oficial ahora es el bable o asturiano, como mandan que se llame. El español, esa lengua dominante impuesta desde fuera, queda en los planes de estudio como segunda lengua extranjera, con carácter opcional.
Tantas veces has oído en la televisión pública que España nos roba y que todo cambiaría para mejor, que lo has creído, pero lo cierto es que se ha frenado el crecimiento económico, se ha reducido un 20 por ciento el PIB y han subido los impuestos de forma insoportable. Tu empresa ha decidido trasladar su sede a Madrid y, aunque te han asegurado que no es más que un trámite administrativo, tienes miedo. Están a punto de cerrar las fábricas de esa sidra espumosa que alegraba la Navidad en toda España, porque los aranceles que han de pagar por vender sus productos a un país de la Unión Europea las hacen inviables. Además, al igual que el queso de Cabrales o las conservas, hace tiempo que sufren el boicot que los consumidores españoles han decretado a los productos asturianos. Y sí, tú tienes miedo, porque hasta ahora nada ha salido como te habían hecho creer. Y te sientes confuso y asombrado cuando piensas que todo esto lo han decidido unos cuantos individuos que en conjunto representan más o menos la cuarta parte de todos los asturianos.
Algo le hizo revolverse en el sofá. Abrió los ojos y volvió a cerrarlos apretándolos fuertemente para tratar de espantar los efectos de su imaginación. Todo seguía igual; era un maldito sueño. Entonces se acordó de sus amigos catalanes, con quienes tantos buenos momentos había compartido. Los conocía bien, e imaginaba lo que ellos y otros muchos estarían pasando. Allí este sueño maldito se convertía en realidad. Le gustaría poder hacer algo. De momento fue a comprar una bandera y la colgó en el balcón.

miércoles, 4 de octubre de 2017

Lo que queda al descubierto

Al igual que la tormenta que pone al descubierto la verdadera naturaleza del suelo que habíamos tapado y nos deja a la puerta la basura que teníamos oculta, los momentos de crisis nos descubren la auténtica sustancia de nuestros políticos y de todos esos personajes que parece que siempre tienen que decir algo en cualquier ámbito de decisión. Cuando la normalidad se quiebra y se siente el vértigo de las decisiones trascendentes, afloran, libres ya de disimulos, esos rasgos que definen realmente al individuo, y que solo conocen el espejo del baño y las zapatillas de andar por casa. En esos momentos podemos al fin conocer la verdadera cara de quienes hasta ahora han tratado de ocultarla. Nunca los que andan por cualquiera de los campos del poder fueron tan transparentes, eso sí, muy a su pesar. Esa definición de la política como el arte de engañar a los hombres es cierta, sí, pero siempre termina siendo un engaño con fecha de caducidad.
Por el lado de los sediciosos todo ha quedado muy claro; no les queda ni un solo rincón donde acogerse al disimulo. Ya sabemos lo que vale la palabra de su policía, su fidelidad a la ley que prometieron y el valor de su relato de la verdad. Se aclararon también las habituales medias tintas de algunos de sus personajes y personajillos: futbolistas, empresarios, clérigos, periodistas, actores, gentes de la farándula. Los que no tenían ya nada nuevo que descubrirnos son sus dirigentes, que parecen un desfile de figurantes salidos de algún retablo perdido en el tiempo, un calco de aquellos a los que ya se refiere una crónica decimonónica: Mas algunos dirigentes regionales jamás se detienen en su camino, y como se crean una nación para su uso particular, hacen poco caso de la nación verdadera.
Por el arco parlamentario nacional, la izquierda llamada moderada deja clara su eterna ambigüedad y su querencia a esconderse en la equidistancia: apoyo sí, pero ya veremos; la culpa es de las dos partes por igual. Lo que a la mañana es una afirmación rotunda, a la tarde se convierte en una interrogación; la declaración que se hace en Reus se oye justamente al contrario en Mérida. Luego está la extrema izquierda, y ahí sí que sabemos a qué atenernos. Los populistas se han quitado el velo definitivamente y han dejado ver por fin el fondo de su verdadero pensamiento: que España les importa un comino y que por ellos puede romperse en todos los pedazos que quiera, porque el derecho a decidir de una minoría siempre estará por encima de cualquier ley, aunque haya sido aprobada por la mayoría.
A cambio está el pueblo anónimo, que ha necesitado hacerse presente y lo ha hecho como mejor sabe, cubriendo las fachadas de sus casas con banderas nacionales como un acto de autoafirmación callada y un mensaje a quien corresponda de que lo que concierne a todos debe ser aprobado por todos. Pero tan solo es una respuesta de la sociedad silenciosa, o sea, del ciudadano de a pie, a cuestas con sus sentimientos y sus amores heridos. Ni una muestra en organismos públicos, en bancos, centros comerciales ni sitios parecidos. Será que los sentimientos más profundos solo admiten una manifestación individual para que puedan verse como auténticos. O puede que en el fondo no sea más que cobardía.