miércoles, 19 de mayo de 2010

Y no era nada

Lo peor de todo es esa sensación de que han jugado a su antojo con nuestra credulidad, como si ésta no tuviera el menor valor. De que nos han engañado con brújulas trucadas para hacernos la ilusión de que íbamos por el camino seguro, ocultándonos que al final habríamos de terminar atravesando un sendero empinado y oscuro. No quisieron saber que el ingenuo ciudadano de a pie, cuando ve tambalearse su pequeño mundo, vuelve la mirada a su única referencia posible, a sus gobernantes, y que sus palabras son para él la fuente de su confianza. Pero no. Todo era impostado. Tantas declaraciones con voz rotunda sobre la inexistencia de riesgo, tantas afirmaciones enérgicas sobre la excelencia de nuestro sistema financiero, tantas palabras inflamadas sobre la solidez de nuestra situación, tantas promesas de que jamás se habría de cargar el coste de la crisis sobre los más débiles, y de pronto, un miércoles, nos descorren el telón para enseñarnos la piedra que tenemos que llevar. El equipo médico, que tantas veces nos repitió que lo nuestro era un pequeño mal pasajero, nos despierta de golpe para decirnos que ahora nos tiene que operar a vida o muerte porque no han intervenido cuando aún estaban a tiempo.
Nada era parecido a lo que nos contaban. Los brotes verdes necesitaban aún mucho esfuerzo de sol a sol para que empezaran a asomar, pero nadie dijo algo parecido a aquello de sangre, sudor y lágrimas, y de verdad que lo habríamos entendido. Ninguna familia se niega a aceptar su cuota de privaciones cuando se tambalean los cimientos comunes, aunque no sea más que por simple instinto de supervivencia. Puede que la mentira sea inherente a la política, pero no es posible mantenerla más allá del tiempo que tarde en imponerse la realidad. La mentira es un camino tentador, pero sumamente peligroso en el ejercicio político, sobre todo cuando se presenta envuelta en papel de celofán con brillos dorados y se practica oculta bajo las medias palabras, los dobles sentidos, la tergiversación, los gestos enfáticos y la falsa candidez.
Es fácil ponerse en el lugar de los funcionarios, de las madres o de los pensionistas, que van a pagar la factura de un festín al que no fueron llamados y que sólo contemplaron desde la puerta. Y más cuando ven que el festín aún continúa. Ahí está el Senado, que se va a gastar no sé cuántos miles de euros en traducir las intervenciones de sus señorías a la lengua que hablan todos. Resulta curioso ver hasta dónde llega la majadería de algunos de nuestros políticos. Con dinero ajeno, claro, porque, con su mucho amor a su lengua, no se pagan de su bolsillo a los traductores. Así que es inútil pedir que se metan de verdad las tijeras a la administración, más allá del simple maquillaje: ministerios inútiles, tarjetas visa oro, ciento de asesores, subvenciones a cualquier cosa que sea afín, alegres donaciones a estrafalarias organizaciones tercermundistas, comisiones y consejos, multiplicidad de sueldos, viajes gratis total. Todo ello multiplicado por dieciocho. El ejemplo arrastra y genera complicidad. Sólo con eso, todos lo comprenderíamos mejor.

martes, 11 de mayo de 2010

Los abuelos

Se les ve a menudo a las salidas de los colegios, esperando a sus nietos, y por los parques, vigilando sus juegos, o por las calles, llevándolos de una mano y llenándoles la otra de golosinas. Las nuevas actitudes sociales les han sacado de una situación de retaguardia, en el que ejercían un papel a veces cercano al residuo sentimental, y les han puesto en primera línea, y todo ello sin habérselo pedido, con su consentimiento silencioso y su entrega desinteresada. Han aceptado su papel en el tramo de sus vidas en el que por fin pueden disfrutar de la libertad porque están atados por el corazón, que es la ligadura más fuerte que puede existir, e incluso por la conciencia de un deber hacia sus hijos, del que jamás abdican.
Los abuelos se han convertido en la gran guardería nacional, gratuita, callada, sin otro reconocimiento que el que les dan sus nietos con su simple presencia. Alguien tendría que pararse a calcular la cuantificación económica de esta contribución silenciosa a la marcha económica del país; cuánto empleo femenino facilita, cuántas hipotecas familiares firmadas sobre la seguridad que se puede hacer frente a ellas porque se tiene resuelto el problema de qué hacer con los pequeños, cuántos viajes que no podrían realizarse si no fuera porque "hemos dejado a los niños con los abuelos". Su labor no existe para los balances económicos ni se tiene en cuenta en el diseño de ningún presupuesto. Su compensación externa sólo les llega, y no siempre, de la palabra agradecida de sus hijos y del cariño de los pequeños. Con eso les basta.
Ciertamente, en su eterno caminar en el tiempo, a la sociedad no le interesa quién fue el abuelo, sino cómo es su nieto, pero, en las circunstancias hacia las que ha derivado, los nietos son cada vez más lo que los abuelos sepan hacer de ellos. Lo cual le parece a uno que no es mala cosa.