miércoles, 29 de agosto de 2012

Doña Cecilia

Buena la ha armado usted con sus pinceles y su buena voluntad. Ha convertido una modesta pintura de un autor casi desconocido, perdida en una anodina iglesia de un pequeño pueblo, en el protagonista del verano. Ahí es nada. Ya sabrá el espacio que ha ocupado en los medios de información, dentro y fuera de España. Pero mujer, debió usted preverlo. Debió usted sospechar que nadie iba a fijarse en sus buenos propósitos, y que si el resultado final era aceptable pasaría desapercibido, pero si era malo... pues eso, ya lo ve. Uno la imagina entrando en la iglesia, deteniéndose ante aquel “Ecce homo” de toda su vida y lamentando su deterioro y la incuria en que lo tenían. El fresco, lo sabrá usted, es una técnica muy vulnerable, de cuerpo frágil y remilgado. Aquel rostro de Cristo estaba realmente en mal estado, así que decidió arreglarlo por su cuenta, se supone que con la aquiescencia, aunque fuera tácita, del responsable del santuario. Y, lo siento doña Cecilia, pero el resultado artístico se ajustó más o menos a lo que cabía esperar. Lo asombroso fue el otro resultado, el social. Ni siquiera los trabajos de restauración de grandes obras consiguieron una difusión tan universal e instantánea. El pueblo se llenó de visitantes, que hacían cola a las puerta de la iglesia para fotografiarse ante la pintura, mientras medios informativos nacionales y extranjeros la tomaban como imagen de portada y en las redes sociales se erigió en el tema del momento, eso que ahora se llama “trending topic”. Usted misma se convirtió en una pieza de caza mediática. Dicen que está repercutiendo en su salud; repóngase, mujer, que en el fondo no tiene importancia.
Realmente su trabajo es un desastre. Y además, es de usted. Si hubiera sido firmado por Tapies, por ejemplo, o por alguno de esos estupendos vendedores de sus propios garabatos, o si usted tuviera a su lado a algún influyente crítico mercenario, seguiría siendo el mismo desastre, pero todos hablarían de él con un respeto reverente. Bacon o Picasso, por citar sólo dos, se regodearon en deconstruir dos cuadros de Velázquez y ya ve; monigotes cuyo sentido último decepciona por su escasa consistencia a quien se toma la molestia de buscarlo, y sin embargo alguien decidió que eran obras maestras. En cualquier caso, señora mía, lo suyo es un bodrio, sin paliativos, pero tiene la suerte de que vivimos en el tiempo del culto al feísmo y de la subversión absoluta de los valores estéticos, así que tiene garantizada la admiración de unos cuantos, aunque será mejor que no la tenga en cuenta. Tiene ya miles de fans y otros más que piden que el Cristo quede como usted lo ha dejado. Se ha dicho de su fantoche que es una buena muestra del expresionismo, que es un ejemplo del simbolismo, y hasta oigo decir a uno, con toda la seriedad que da la memez, que su obra está a la altura de las pinturas negras de Goya. No haga caso, doña Cecilia, a la muchedumbre que viene a contemplar su trabajo. Siento decirlo, pero en el fondo vienen a reírse de usted. Los mismos que no darían un paso por ver un Cristo de Zurbarán están ahí haciendo cola. Pilatos nunca sospechó que sus palabras fueran dirigidas a tanto tonto.

miércoles, 8 de agosto de 2012

Agosto

El sol, que luce sobre justos y pecadores, y que lo mismo sale para los banqueros y compinches del Draghi ese que para el niño que se columpia en el parque, debería disiparnos un poco la neblina en la que estamos envueltos. La luz espanta los temores, y si agosto, el mes suspirado todo el año, no nos trae un poco de alegría, a ver qué nos espera cuando nos adentremos en los inciertos caminos del otoño, y no digamos del invierno. Y sin embargo, no parece que nos esté espantando muchas sombras, a juzgar por lo que se oye y se lee por ahí. Se le está viendo algo apagado, sin el pulso vibrante de los buenos años, rutinario en su día a día y sin ese asomo de cosmopolitismo que otras veces acostumbraba. Los que viven de esto nos dicen que este año nos visitan menos forasteros, y que eso se nota en las cuentas de muchos negocios. Uno, que habla con mucha gente, siempre ha oído tres respuestas para justificar el pensárselo mucho antes de decidirse a venir a pasar sus vacaciones aquí: los precios, el tiempo y la crisis. Me gustaría, pero nos sale muy caro, mucho más que en otros sitios. Me gustaría, pero preferimos tener garantizado el buen tiempo. Me gustaría, pero este año no nos podemos permitir ir a ningún sitio. Son razones de difícil objeción, pero hay otras. En el Descenso del Sella que acaba de celebrarse se ha notado una bajada notable de visitantes, y parece que hay que achacarlo en buena parte a la prohibición de acampar libremente, como siempre se había hecho. O sea, que también los recortes de libertad, la anulación de la sana espontaneidad, el intervencionismo regulador, el afán de tenerlo todo controlado, sistematizado, racionalizado y delimitado, son factores que tienden a frenar la asistencia de visitantes, en este caso de quienes llevan la fiesta entrañablemente fijada en un marco formado exclusivamente por las estampas amables de la tradición.
Lo que sí puede traernos agosto es un respiro en la tormenta de cifras y vaticinios que nos marea cada día. Ya se sabe que eso que llamamos mercados, y que no son otra cosa que una pandilla de especuladores mirando a ver a quién pueden arruinar para enriquecerse ellos, no descansan nunca. No hay sol de rayos dorados ni lago de aguas azules que merezcan un desvío de su mirada abuitrada, pero puede que durante unos días nos libremos de tanta charlatanería contradictoria, de tanta amenaza y de tanta evidencia de desconocimiento. Es que se mueven por pura palabrería. Le da a un tipo por decir unas palabras, y al minuto todo se pone de cara, la bolsa sube y la prima baja, y uno se pregunta por qué no las dijo antes. Sale luego otro soltando algo distinto, y vuelven de nuevo a ponernos la angustia en la garganta. O nadie tiene las ideas claras y las convicciones firmes, o esto viene a ser como la roca de la cueva de Alí Babá, que se movía con sólo decirle dos palabras.
Lo malo es que se comportan como niños, pero no lo son. Menos mal que aún podemos creer en la capacidad del hombre, contemplando ese aparato que nos manda imágenes desde el suelo de Marte.