miércoles, 27 de junio de 2012

La Siria que quiero recordar

La Historia ha dado a Damasco un halo seductor, una evocación de remoto paraíso, de jardines perfumados y esplendor exótico, en el que todas las delicias orientales tienen cabida entre palmeras y fuentes cantarinas. En una de sus cassidas, Munir al-Tarabulsi evoca su frescura nocturna, donde "bajo los árboles entrelazados, los vendedores de perfumes no dejan de moverse sin descanso". Jalal-al-Din afirma que “todos los hombres estudiosos están de acuerdo en que Damasco es la más eminente de las ciudades, tras La Meca y Medina”. Domingo Badía, el español que se llamó a sí mismo Ali Bey, y que la visitó en 1807, escribe que los minaretes de las mezquitas de la ciudad se hallan entre infinidad de jardines, y que el río Barada forma multitud de canales, de modo que el agua abunda tanto en Damasco que en todas las casas hay fuentes. Por cierto, Ali Bey volvió a Damasco en 1818 y aquí murió, dicen que envenenado por un café que le ofreció el bajá. El caso es que el encanto de esta ciudad aparece como una constante en numerosos textos, que aluden a su sensualidad, a su hechizo y a su belleza.
Ciertamente, contemplándola desde lo alto del monte Kassiun, es fácil constatar que nada de eso le queda. Del gran oasis en que se asentaba sólo perviven unos pequeños restos de palmerales; ese río Barada, que la atravesaba suministrando agua a sus numerosas fuentes y jardines, ha sido desecado; sus fértiles alrededores se convirtieron en feísimos suburbios. Los damascenos más cultos lamentan la ciudad perdida, aunque en privado, porque eso puede tener connotaciones políticas. Le queda todavía el encanto de sus famosos cafetines, que aún perviven con todo su exotismo y su animación, y en los que se puede contemplar desde el lento morir del tiempo hasta la danza enloquecida de los derviches. En torno a la mezquita de los Omeyas, se extiende una red de callejuelas estrechas y oscuras, que a veces se comunican entre sí a través de pasadizos, y otras desembocan de pronto en una plazoleta con mesas al aire libre, en las que se toma té o se fuman narguiles con toda la calma del mundo.. Para los cristianos, Damasco encierra un importante testimonio de lo que podría ser un lugar de culto de las primeras comunidades cristianas: la iglesia de Ananías, aquel que recibió a Paulo cuando llegó a la ciudad tras haber sufrido la caída de caballo que le convirtió. Al lado, una mujer con unos ojos inmensamente resignados está cociendo pan en una plaza y tratando de venderlo a quien pueda.
Esta es la Siria que uno quiere recordar, y no la de las calles ensangrentadas por los más de 7.000 asesinados a manos de ese tipo de cara inocente cuyo retrato aparece por todos los rincones del país. La Siria de gentes sencillas y hospitalarias, que bastante tienen con la lucha diaria por la subsistencia, y que asisten encogidas por el temor a un espectáculo diario de violencia enloquecida por parte de su propio gobierno. Como siempre, son las piezas sin voz y sin futuro, porque, aunque el tirano se vaya, después ¿qué?.

miércoles, 6 de junio de 2012

La Edad Virtual

Los historiadores del futuro no van a tener dificultades para denominar a esta época nuestra, a la que nosotros llamamos pretenciosamente Edad Contemporánea, un nombre que lógicamente pertenece a todas. Lo que pueda tener de específico le viene dado fundamentalmente por haber sido la etapa que ha descubierto mundos insospechados en diversos campos de la ciencia y la técnica, como el nuclear, la informática o la genética, así que ahí tienen un vivero de nombres apropiados para ella. Sin embargo, alguno habrá que proponga como nombre que mejor define nuestro tiempo el de Edad Virtual. ¿Exagerado? No mucho. Nos verán como el tiempo en que por primera vez la realidad que nos hace funcionar pierde su materialidad sin dejar de cumplir su función. Los objetos de los que nos hemos servido hasta ahora han dejado de ser reales, ya no tienen cualidades sensoriales, no se pueden tocar ni oler, ni siquiera ocupan un espacio. Siguen sirviéndonos para lo mismo de siempre, pero su existencia ahora es aparente, no real.
El dinero que tenemos en nuestros bolsillos es el único y humilde resto de la prueba de su existencia física. Todas esas cifras que hacen temblar las economías y los mercados, los valores bursátiles, el déficit, la deuda, los números del comercio exterior, no son más que eso, cifras. Pura abstracción, aunque sus efectos sean muy concretos. Con sólo apretar una tecla del ordenador, mil millones de euros que estaban en una sociedad de Nueva York ahora están en otra de Tokio. El billete que guardamos en la cartera o la calderilla que llevamos en el monedero son la única evidencia que nos queda del aspecto real del dinero.
El querido libro de toda nuestra vida está viendo cómo un pariente recién llegado con prepotencia de nuevo rico trata de quitarle el puesto. Por supuesto es virtual, y en su espacio sin dimensiones puede almacenar una biblioteca entera, pero ha renunciado a que se enamoren de él. Ha dejado de ser un objeto diverso y susceptible de ser bello, ha perdido sus cualidades táctiles, su olor a tinta, sus ilustraciones; no podrá guardar entre sus hojas el recuerdo de un momento, ni lucir orgulloso el lomo de su cubierta, ni albergar una dedicatoria que lo haga irrenunciable. Sólo queda su pura esencia, desprovista de cualquier ropaje.
También desaparecen las cartas, aquellas que exigían un cierto esfuerzo de expresión y estilo y dejaban constancia de los rasgos más personales del carácter de quien las escribía. Los biógrafos de mañana ya no tendrán ocasión de conocer los pensamientos más íntimos de su biografiado a través de la correspondencia que mantenía con sus amigos y colegas. Nadie sabrá de las vacilaciones y rectificaciones de un escritor ante su folio en blanco. Nadie conocerá siquiera nuestra caligrafía.
Y así en otros campos, desde los juegos hasta las tertulias, que ahora se hacen sin conocer con quién se habla. Uno no sabe si esto es bueno, malo o indiferente, ni cree que nadie pueda saberlo. Habría que preguntarlo dentro de dos o tres generaciones.