miércoles, 29 de mayo de 2013

La educación, eterno debate

Sería bueno que el sistema educativo estuviera en manos de gentes que de verdad conociesen y amasen la profesión de enseñar, de quienes estén convencidos de que acaso se trate del oficio más noble y trascendente que hay, de verdaderos profesionales, pedagogos, psicólogos, hombres y mujeres apasionados del conocimiento y estudiosos de la forma de transmitirlo, pero, eso sí, con una visión por encima de cualquier ideología y, mucho más aún, ajena a todo guiño político. Pero no es así. La educación de nuestros hijos está en manos del poder de turno; eso en sus líneas generales, porque en las particulares hay diecisiete administraciones interviniendo en ella a su gusto. Y jamás hay posibilidad de que las distintas facciones políticas despeguen la mirada de sus dichosos dogmas partidistas y la pongan en un plano superior, allí donde puedan confluir en un punto de encuentro con todos. Aunque en algo sí parecen estar de acuerdo: el Estado tiene que formar a los ciudadanos, pero a su gusto. Pase la asepsia en las disciplinas técnicas, pero en las otras, en la susceptibles de aderezarse con alguna carga ideológica, en esas ni hablar. Ciudadanos formados, claro, pero en los sacrosantos fundamentos doctrinales de la ideología imperante. Y aun así, los resultados son decepcionantes, y se impone un nuevo intento. Y ahí empieza, cómo no, el conflicto.
Vamos a ver. Desde casi los comienzos mismos de este período democrático, la educación está dictada por el criterio de un mismo partido, que fue el que dictó las tres leyes orgánicas que la rigieron. A una generación entera de jóvenes se le aplicó un sistema que, entre otras cosas, relativizaba los valores del trabajo y el esfuerzo, y en el que se trató de primar la creatividad sobre el estudio y el aprendizaje. Lo accidental sobre lo esencial. El resultado es que tenemos el mayor índice de fracaso escolar de Europa y estamos a la cola en todos los informes sobre educación. Ahora, otro gobierno trata de enmendarlo y ya está el guirigay montado, que si vuelta atrás, que si otra vez la reválida, que si la religión. Personalmente uno cree que la reválida era un buen instrumento para mantener la actualización de los conocimientos, y también cree que el estudio –optativo, por cierto- de una asignatura llamada religión va más allá de la búsqueda de una posición personal ante un hecho trascendente. Es una cuestión cultural de primera magnitud. No se puede acceder a ninguna manifestación creativa a lo largo de los siglos si se ignora lo relativo a las creencias que la engendraron; no sería posible comprender apenas nada de nuestros museos, nuestra música, nuestros monumentos, nuestra literatura y nuestra historia. Pero hombre, no confundan dogma con cultura.
Tengo la sospecha de que esos profesores de las pancartas, camisetas y pareados son los que sólo se sienten funcionarios; a ningún asalariado le gusta que le aumenten las horas de trabajo semanales. En cambio, los que se sienten profesores de verdad sin duda analizarán el nuevo proyecto con rigor y sin gritos, y tratarán de aportar sus observaciones para mejorarlo lo más posible.

jueves, 16 de mayo de 2013

Dalí

Si pudiera ver su nombre y su cara allá en lo alto de la fachada del viejo y solemne edificio de la plaza de Santa Isabel, seguramente tendría un gesto de suficiencia con el que disimularía el enorme placer que le producía; incluso mayor que ver la enorme cola que aguarda a la puerta para contemplar su obra. Se creería en su estado natural, alzado sobre todos, recogiendo la rendida admiración de todos, dando que hablar a todos. La gran exposición que el Reina Sofía le dedica está llevando al museo madrileño a un gran número de admiradores de su obra, que son muchos y fieles. Y a resguardo de cualquier crítica adversa.
Dicen los que le conocieron que nadie como él supo crear y manejar dos aspectos opuestos de sí mismo: el que se vestía con una personalidad particular ante los demás, y el que se despojaba de ella en la intimidad y se mostraba como realmente era. O sea, el “avida dollars” y el Salvador Dalí. Una especie de esquizofrenia practicada, que quizá sea la más difícil de comprender, y puede que hasta de llevar. “No sé cuando comienzo a simular o cuándo digo la verdad”, llegó a decir, pero queda la duda de si esta turbadora confesión entra dentro de lo primero o de lo segundo.
Era extravagante, contradictorio, narcisista, megalómano, de mirada alucinada y bigote de resonancias velazqueñas. Presumía de español y de sí mismo: “Cada mañana, al levantarme, experimento un supremo placer: ser Salvador Dalí”. Era también un sedicente paranoico, pero de una paranoia crítica, que tenía como un método espontáneo de conocimiento irracional fundado en la asociación interpretativa crítica de los fenómenos delirantes. O sea, palabras. Pobló su mundo pictórico de visiones hechas de referencias oníricas y alusiones eróticas, de relojes reblandecidos para decirnos que ni el tiempo es absoluto, de langostas y monstruos de largas patas para hablarnos de sus angustias. Combatió durante toda su vida por la conquista de lo irracional, él, que era un racionalista absoluto. Él, que sentía una rendida admiración por los clásicos, especialmente por su venerado Velázquez, hasta asegurar que en el caso de un incendio en el Museo del Prado, si tuviera que salvar algo salvaría el aire de Las Meninas. Él, que era un místico confeso, errante por caminos extraños, pero capaz de pintar un inigualable Cristo de San Juan de la Cruz o una sobrecogedora Última Cena. Él, que rompió con todo lo aparente, hasta con el propio movimiento surrealista, para quedarse solo como ejemplar singular de una especie. Y terminó siendo marqués.
Dalí está embalsamado y sepultado bajo la cúpula geodésica de su Torre Galatea, sin ninguna inscripción sobre la losa; la nada es el nombre de Dalí. Entre el volcán de opiniones que ha desatado siempre, sólo me merecen atención las que afectan a su concepto del arte. Y mi sorpresa por la jugada final del gran engañador: en su testamento hizo lo que pocos suelen hacer: dejar toda su obra al Estado español.
 

miércoles, 1 de mayo de 2013

Lo que echamos de menos

De tantas palabras como se oyen y se leen cada día en los medios, qué pocas animan, qué pocas dan esperanza, qué pocas ayudan. Huecas en el mejor de los casos, fatalistas casi siempre, pesimistas, destructoras de ilusión, agoreras, como regodeándose en el mal momento que atravesamos. Parece que hay que rivalizar en mostrar todo lo negativo sin dejar asomar ningún rayo de luz, como si eso fuese una debilidad que no se puede permitir. Lo progre es hablar mal del país, del sistema y de nosotros mismos. Sobre la crisis que padecemos están las actitudes, y en las actitudes las palabras que nos llegan cada día desde los periódicos, los telediarios y las facciones políticas interesadas, y que nublan nuestro modesto vivir de desesperanza. Y hay que añadirles las otras, las que parecen ya normales en la clase política, especialmente entre los que aspiran al poder. Las palabras que abundan en descalificaciones y críticas destructivas, cuando no insultos más o menos solapados; las de todos esos intransigentes con todo lo que diga o haga el adversario, esclavos de su ideología hasta bordear el fanatismo, inmunes al sentimiento de pertenencia a una misma comunidad y a una misma patria. Palabras que crispan el ambiente y decepcionan la buena fe de los electores, y demuestran al mismo tiempo lo tontos que parecen ser quienes las dicen cuando no se dan cuenta de lo alejadas que están del sentir del ciudadano normal, que no aspira más que a vivir su día a día en paz y feliz con los suyos. Se ha comentado mucho la atención que ha despertado la actitud sencilla y humilde del nuevo papa, incluso entre aquellos que viven en la indiferencia a todo lo que él representa. Es lógico. No es de extrañar que todos nos volvamos hacia quien habla de ternura, amor, comprensión, fidelidad. Necesitamos oír esas palabras.
La regeneración debería iniciarse por la clase política y su aledaña la sindical, y por todos aquellos que se sienten llamados a convertirse en dirigentes de la sociedad. Y también por los medios. Una regeneración que habría de empezar por examinarse a sí mismos, esforzarse por conocer el país en su pasado y presente, adquirir conciencia de que sus actos y palabras tienen cierta trascendencia y de que de ellos depende en buena parte el tono general de la sociedad. Que, sin embellecer ni falsear la realidad, traten de mostrarnos los aspectos positivos que tenga; que se sientan identificados con nuestra historia; que sepan dar palabras de estímulo y de esperanza, en vez de regodearse continuamente en los aspectos más dolorosos; que infundan y alimenten el orgullo por nuestro país; que no nos hagan verlo siempre con el fúnebre tono de sus permanentes gafas negras. Alguien ha escrito que el peligro de los representantes del pueblo es que con mucha frecuencia se limitan a representarlo en sus defectos. Pues que no nos representen en eso, que ya hay bastantes españoles a los que les gusta hablar mal de sí mismos. Que en vez de maldecir la oscuridad, nos enciendan una vela de esperanza.