sábado, 19 de diciembre de 2009

Feliz Navidad

Feliz Navidad a ese colegio que prohibió un festival de villancicos, a quienes aquí han decidido no instalar ningún belén público y a todos esos que entienden que las tradiciones que sustentan nuestra vida tienen un valor infinitamente más pequeño que el progresismo de sus ideas. A pesar de todo, feliz Navidad.
Feliz Navidad a quienes convierten cada día en un acto de heroísmo anónimo, a quienes se levantan cada mañana para ir a su trabajo sin apenas otra satisfacción que el de tenerlo, a las madres que llevan a sus hijos al colegio y les quitan con un beso la destemplanza de la madrugada, a quienes han de convertir la rutina diaria en el argumento central de sus vidas. Que en estos días puedan sentir el inmenso valor de esa rutina.
Feliz Navidad a los que vagabundean por nuestras calles con su esperanza a cuestas, prefiriendo antes la miseria aquí que la vida en sus países. Que los nuevos aires que han decidido respirar cambien en su alma todo aquello que haga falta y den a su cuerpo el cumplimiento de sus ilusiones.
Feliz Navidad a quienes soportan cada día las miserias de nuestro espíritu, ayudados por la robusta coraza del amor o la amistad, y a quienes sufren en su débil carne los instintos criminales de quien cambió su amor por odio. Con respeto, ternura y sincero anhelo, feliz Navidad.
Feliz Navidad a los pastizales de Beit Sahud y a quienes apacientan en ellos sus rebaños y ven que en el cielo, en vez de una luz anunciando paz a los hombre de buena voluntad, aparece la de los helicópteros lanzando ráfagas de muerte; a todos los habitantes de Belén, que seguramente nunca cantaron un villancico, y a quienes aún hoy siguen haciendo el papel de Herodes. Incluso a estos.
Feliz Navidad a los campos silenciosos, blanqueados por la escarcha de la mañana como una ilusión recién nacida; al jilguero aterido que espera con infinita paciencia un breve rayo de sol; a la cumbre nevada y al bosque enmudecido; al leño que crepita y a las manos que calienta.
Feliz Navidad a ese señor que me saluda por la calle sin conocerme, a quien me llama para mostrar su desacuerdo con algo que he escrito, al cartero que, sin saberlo, me llena cada mañana de alegrías y disgustos. Y a ti, que has querido leerme.

jueves, 17 de diciembre de 2009

Inconsecuencias

O es que en esta aldea global en que hemos convertido el mundo las noticias ya no tienen impedimentos y por eso nos parece que ahora suceden cosas que antes no sucedían, o es que realmente vivimos una época en que el hombre ha acentuado sus contradicciones y sacado a la luz sus miserias más escondidas. Lee uno los periódicos, sobre todo esos rincones de noticias que suelen pasar desapercibidas, pero que suelen retratarnos mejor que los grandes titulares, y se encuentra con un retablo de muestras de la conducta humana que van de lo curioso a lo sorprendente y a veces de lo dramático a lo risible: fallos judiciales inexplicables, opiniones extravagantes, sucesos inauditos, decisiones estrafalarias. Hechos derivados de la complejidad de la sociedad y que apenas suelen tener más importancia que la meramente anecdótica porque afectan a una parte limitada de ella. Dan más que pensar cuando se consagran en códigos y adquieren categoría de ley.
Aquí, sin ir más lejos, si a usted le da por leer el Código Penal verá que su artículo 334 dice que el que impida la reproducción de una especie amenazada será castigado con la pena de prisión de cuatro meses a dos años. O sea, que si alguien destruye un embrión del quebrantahuesos, por ejemplo, se verá en la cárcel, pero si elimina un feto humano lo hará amparado por la ley. Aun obviando los aspectos morales del caso, queda su incongruencia y la imposibilidad de encajarlo dentro de la lógica. Por supuesto, habrá quien piense que no es el mismo caso. Y no, no lo es. Al margen de las circunstancias coyunturales que afecten a la especie, entre ambos embriones hay una evidente diferencia.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

El barco y el puente

El revuelo que se ha formado en torno al estatuto catalán viene a confirmar que el análisis sereno y la capacidad de previsión son cualidades que nuestros dirigentes políticos consideran secundarias ante el efectismo de los pactos y los mercadeos. Sesudos politólogos habrá que puedan explicarlo con enmarañados argumentos, pero el ciudadano tiene derecho a preguntarse cómo se puede poner en vigor nada menos que una ley de rango estatutario sin comprobar primero que se ajusta al marco legal superior. El caso recuerda a aquel otro que pasó a todas las antologías universales de la chapuza. Lo cuenta Pedro Voltes en uno de sus libros. El astillero Intermarine, situado en el río Magra, junto al puerto de Ameglia (Italia) aceptó en 1981 el contrato de su vida: construir los cascos de un minador y 4 lanchas para Malasia. Hasta entonces se había dedicado a embarcaciones menores, pero aquel era un encargo muy provechoso. El trabajo no tardó en estar listo, pero entonces se dieron cuenta con horror de que la desembocadura del Magra estaba atravesada por el histórico puente de Colombiera, orgullo de la comarca. Hasta entonces, los barcos construidos habían pasado sin problemas, pero estos no podían. La empresa se ofreció a derribar el puente y reconstruirlo a su costa para evitar el ridículo, pero el municipio de Ameglia se negó. No sabemos como acabó. Tampoco sabemos cómo va a acabar esto otro, pero el puente que aquí puede romperse es mucho más importante.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Los libros y el tiempo

Una vez más razones de espacio me han llevado a una reorganización de mi biblioteca, que había ido creciendo año tras año sin apenas darme cuenta, hasta sorprenderme con sus buenos miles de ejemplares. Sobre las bibliotecas cae el tiempo con la misma implacable ley que sobre todos nosotros. Las bibliotecas nacen y crecen y, afortunadamente, no mueren, pero en esta vida casi inmortal se van tornando frondosas y abundantes en ramulla, que es necesario aclarar de vez en cuando aunque no sea más que para dejar espacio a los nuevos brotes. Y como no me fío en absoluto de mis propósitos de no comprar más libros, porque hasta ahora nunca los cumplí, no tengo más remedio que aprovechar el espacio de que dispongo, otorgando prioridades y condenando a unos cuantos a baúles y cajones.Sin embargo, una operación tan simple puede terminar convirtiéndose en una pequeña reflexión existencial si trata uno de realizarla a pecho limpio, sin haber procurado prevenirse contra los efectos del paso del tiempo, que siempre es cosa saludable. Una biblioteca es, casi como ninguna otra cosa, el reflejo de una vida, de una personalidad y de un carácter. Los libros que hoy la componen fueron el resultado de unas ideas determinadas en un momento determinado. La simple mirada de sus títulos nos informa de nuestra propia evolución con una fiabilidad más exacta que nuestro mismo recuerdo, porque su sola presencia ya desmiente cualquier otra apreciación. Esos libros que hemos ido adquiriendo a lo largo de toda nuestra vida con tanto esfuerzo, cuántas veces mirando con pena nuestras exiguas propinas hasta ahorrar lo suficiente para poder tener al fin en la mano aquel objeto, que desde entonces se hará parte de nuestro mundo para siempre. Libros que nos han regalado con ilusión y tienen una dedicatoria inapreciable. Libros todos ellos que responden con casi total exactitud a nuestra forma de pensar y a nuestra visión de la vida en ese momento. Libros que nos han hecho pensar, reír, llorar y hasta sudar sobre sus líneas incomprensibles; esos libros que no pueden ser sustituidos jamás, porque tienen en sus tapas el olor de nuestras manos y en sus páginas el secreto de nuestros pensamientos, de algún que otro propósito y de más de una esperanza.Hoy, mirando mi biblioteca y puesto en la difícil situación de tener que seleccionar entre sus libros para dejar espacio a otros, puedo darme cuenta del trayecto que ha recorrido el pequeño mundo de mis gustos e inquietudes literarias, y con ellas yo mismo, con mis fobias y mis filias, las preocupaciones conceptuales que un día supusieron para mí algo muy importante, los estilos narrativos que en su momento admiré, los temas que me inquietaron. No soy capaz de saber ahora si esto es bueno o malo, pero sí parece evidente que por lo menos es un buen antídoto contra el dogmatismo. Y, desde luego, una fuente de nostalgia invencible por tanta vida dejada atrás.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Vivir sin amor

Rezagol tiene trece años, una expresión en sus negros ojos de una energía impropia de su edad y unos sueños infantiles deshechos apenas recién nacidos. Sabe, más bien intuye, lo que es el amor, lo ha visto en las películas, pero es afgana y mujer, y por ello sabe también que está condenada a no vivirlo. Se han apropiado de sus ilusiones y de sus sentimientos, obligándola a casarse con un anciano al que ni siquiera conoce. Cuando llegó a su nueva casa no pudo soportarlo. Buscó una botella de gasolina, se la echó por encima y se prendió fuego. Salvó la vida, pero su cuerpo quedó tan afectado que ni siquiera puede andar. Sólo su cara se libró de las llamas. Pero su drama no acabó ahí. Ante el deshonor que suponía para la familia el hecho de intentar suicidarse para huir de su marido, sus padres la sacaron del hospital para ocultarla a todas las miradas. Menos mal que, tres meses después, y ante el peligro que corría su vida, otros parientes más comprensivos decidieron internarla de nuevo, aunque sin grandes esperanzas.
La crónica de la historia nos ofrece momentos de especial dureza para la mujer, especialmente en lo que se refiere al sometimiento de su voluntad y al acallamiento de sus impulsos más humanos, pero sólo es posible encontrar un estado de aniquilación semejante en las épocas en las que las ideas igualitarias derivadas del moderno desarrollo de una moral racional eran impensables. Se anula su voluntad, por supuesto, pero también su cualidad de ser humano capaz de amar según sus impulsos más íntimos. El amor ya no depende de ese azar maravilloso que entrelaza a su antojo dos ilusiones hasta su entrega total. Por amor se pueden hacer muchos desatinos, pero benditos sean. Mucho peores son los que se obligan a hacer por un amor impuesto, y más cuando se impone en la edad en que la vida se nos presenta como una llamada sugestiva, plena de promesas.
Del fanatismo a la barbarie sólo media un paso. Estos individuos, que Alá los inspire, lo dan cada día, sobre todo en lo que se refiere a la mujer. No sólo la condenan a contemplar el mundo a través de una tela, sino a vivir sin amor. Rezagol es uno más de los cincuenta casos de autoinmolación que se han producido por la misma causa sólo en este año, pero hay tragedias ocultas que destrozan de otro modo. "Aquí no hay ni una sola mujer enamorada de su marido", dice un cooperante que conoce bien el país. Pobre sociedad la que elimina el amor como causa original de sus vínculos más primarios.
Uno no ha oído a los movimientos feministas ni siquiera un murmullo. Tampoco sabe cómo pueden encajar casos así en ese intento de aliar civilizaciones. Para que pueda haber una alianza de civilizaciones es preciso que las dos partes lo sean, es decir, que las dos estén civilizadas; si no, el resultado será un engendro, en el mejor de los casos, inútil y, en el peor, de consecuencias imprevistas. No resulta fácil ayudar a la solución de lo que no se comprende, y si aplicamos nuestra mentalidad de occidentales quién sabe qué daño podemos causar. Aunque seguramente nunca será mayor que el que ya le han causado a esa niña.

miércoles, 21 de octubre de 2009

Argentina

-Los argentinos somos algo más que el tango, no nos confundan. Claro que el tango es mucho más que los argentinos.
Me lo decía en un cafetín cercano a la calle Caminito un camarero flaco y bigotudo, en uno de los momentos, que deben de ser muchos, en que no tenía demasiado que hacer. Fuera, la Boca hacía relucir al sol los mil colores de sus casas como con ansia de congraciarse quién sabe con qué. La Boca ya no es un barrio de taitas y entreveros ni de percantas amilongadas que amuran a los hombres, si es que alguna vez lo fue, pero sigue siendo un barrio de muelles, boliches y viejas vías de ferrocarril. En realidad, la Boca viene a ser como ese pariente pobre y feo que termina por hacerse con la atención de las visitas. Porque la Boca puede verse como la tercera fundación de Buenos Aires, la conversión de la ciudad aristocrática, con su viejo cuño virreinal, en otra dotada de una nueva base, exclusivamente monoclasista, que al final bien que supo dejarse sentir. Las industrias navales levantadas en las tierras húmedas e insanas de la Boca, necesitadas siempre de mano de obra, acogieron a un buen número de los emigrantes desesperados que soltaba la vieja Europa en sus crisis permanentes, un lumpen desconocido, pero nunca agresivo, que recibió y dio y terminó haciéndose autóctono. Los europeos venían como hijos de legado espartaquista y nietzschiano y de tantos y tantos legados, y sin embargo se dejaron diluir. Ni los pajueranos, ni los criollos, ni siquiera la herencia gaucha intervinieron decisivamente en esta nueva refundación porteña.
Claro, amigo, que los argentinos son algo más que el tango, y eso que uno confiesa que el tango siempre le ha parecido el más hondo e intenso de los géneros musicales populares, porque entre todos ellos es el que más cerca está de ser eso que Julián Marías llamó la forma concreta de la circunstancialidad. Pero por supuesto que una manifestación siempre habrá de ser una representación parcial del conjunto del que nace. Cualquiera que recorra esta tierra, desde Salta a la Patagonia o desde la inmensidad de la pampa a los Andes, puede comprobarlo y enamorarse de ella. Porque no es difícil la aproximación espiritual al ser de Argentina, ese país que suele buscar una sola causa para sus eternos males, sin más análisis que los inmediatos; una tierra de proverbial fertilidad, en la que dicen que se escupe y brota un ceibo; una nación a la que, a pesar de todo, no han podido derrotar sus dirigentes; un país, decía Clemenceau, tan rico que se recupera durante las ocho horas que duermen los políticos. Una tierra de poetas y cantores, capaces de encontrar un intenso sentimiento lírico hasta en el sapo cancionero. No, ningún país admite definiciones metonímicas, y menos Argentina, a pesar de que tiene su panteón popular de mitos en una trinidad: Gardel, Evita y Maradona. El primero es fácil de admitir; la segunda puede ser más discutible, pero el tercero hace que de verdad agradezcamos que no se pueda tomar la parte por el todo. En todo caso, que nadie nos haga olvidar, por ejemplo, a Borges o a Cortázar.

jueves, 8 de octubre de 2009

Madrid

La metáfora de Madrid no estriba en lo que marcan los cánones de la preceptiva literaria, aunque es aquí precisamente donde se escribieron algunas de las obras más bellas de la lengua. Estriba en sí misma. Metáfora del centro como fuerza autogenerativa y de la falta de pretensiones aplastada por la mayor de todas a las que puede aspirar una ciudad. Toynbee no la incluyó en sus "ciudades de destino", pero ya sabemos cómo se las gastan los anglosajones con lo ajeno.
Aquella pequeña villa medieval, de aguas abundantes y bosques ricos en caza, ya tenía su historia antes de ser lo que luego fue. Ya había sido lugar de reunión de las Cortes, sitio de reposo real, prisión del poderoso Francisco I, y hasta había visto nacer al primero de los grandes viajeros españoles, Ruy de Clavijo, pero su destino de ciudad vulgar tomó otro derrotero cuando en 1561 fue elegida, por encima de las grandes ciudades castellanas, como sede permanente de la corte y, por tanto, capital de hecho del inmenso Imperio español. Sin embargo, y ahí está la primera de sus paradojas, no tuvo ningún reconocimiento externo a su nuevo rango. Felipe II no era un emperador romano y la Contrarreforma no era un tiempo que permitiese expresiones grandilocuentes de poder terrenal más allá de la fría desnudez. Madrid fue la más humilde las capitales en cuanto a imagen, pero la más rica en expresión creativa. Apenas cincuenta años después de su capitalidad no había ciudad en Europa que albergase a tantos genios por metro cuadrado. Todos los grandes escritores, pintores y músicos del Siglo de Oro nacieron o crearon allí su obra, y además de forma coincidente. Todavía hoy, el turista que recorra el barrio de Las Letras sentirá su presencia, sin tener que forzar apenas su poder de evocación. Y ahí tenemos, otra paradoja, esa fascinante capacidad de metabolizar todo lo que puede alimentarla hasta convertirlo en genuinamente suyo. Su poderosa singularidad, creada por los siglos a través de infinitas singularidades menores, lo absorbe todo sin atender a su origen y lo transforma hasta darle un toque inequívocamente madrileño, y así desde el chotis al mantón de Manila. Nada es rechazado, todo es bienvenido, todo encuentra su sitio en los estantes de su espíritu.
Aun hoy, cuando ya se ha convertido en una de las grandes metrópolis de Europa, permanece en ella un sustrato inconfundible que a todos identifica y en el que todos han tenido que ver. Ramón Gómez de la Serna lo dejó escrito: "La condición de Madrid es hacer que todas las cosas tengan el regusto de sí mismas. Hay en él ecos vivos del solo vivir. No ha inventado la palabra denigrante de gringo ni meteco ni gallego. Madrid es la ciudad de la luz sensible y nada más". Y fue esa condición la que invocaba el catalán Pi y Margall cuando confesó a su amigo Oriol Mestres "estar perdidamente enamorado de ella".

Ahora a Madrid la han privado de los Juegos Olímpicos porque la excelencia suele ser vencida por consideraciones bastardas ajenas a ella. Lo mismo que sucede con las subvenciones oficiales y con la mayoría de los premios. No hay defensa contra ello.

lunes, 5 de octubre de 2009

Subida de impuestos

Pues sí que hacen falta tantas facultades de Económicas y tantas inteligencias dedicadas al estudio de la cosa del dinero, premios Nóbel incluidos; sí que merece la pena rodearse de centenares de expertos a sueldo de oro, esos que manejan el lenguaje económico con las expresiones esotéricas de los iniciados y que en el fondo no pueden evitar parecer resabios de los viejos arbitristas. Al final, todo lo que se les ocurre a nuestros gobernantes para salir de la crisis es lo que se le ocurriría al más lerdo en estas cuestiones: subir los impuestos. Los directos, los indirectos y los demás, si es que queda alguno. Dicen que es para sacarles dinero a las rentas más altas, y suena muy bien, pero resulta que lo primero que van a "reajustar" es el IVA, que "reajustará" a la vez el pan que usted compra cada mañana, el autobús que ha de tomar cada día, el café que se permite cada tarde, la luz, el teléfono y todo lo que necesitamos cada minuto. O sea, que todos seremos más pobres, sólo que a los ricos les importa menos. Si además le suben lo que le descuentan de los intereses de la pequeña imposición a plazo fijo que ha conseguido tener después de privarse de muchos caprichos, las cuentas de las soluciones no cuadran. Al ciudadano le van a castigar tanto si consume como si ahorra. No sé lo que dirán los expertos, pero si se frena el consumo y el ahorro, no parece que pueda reactivarse nada.
Apoyado en el mostrador de una cafetería, un cliente con aire de ejecutivo explicaba a su interlocutor sus conclusiones, que iban más allá de la simple coyuntura:
-La raíz de todo está en el sistema que nos hemos dado. Hay que ser un país muy rico para mantener dieciocho gobiernos, con sus asesores, coches oficiales y demás, dieciocho parlamentos, casi 1.900 diputados entre nacionales y autonómicos, cinco cuerpos de policía, no sé cuántas televisiones públicas. Pero no hay remedio, porque cualquier posible reforma depende de ellos y no la van a hacer.
Lo que el contribuyente más bien se pregunta es cómo, en un momento en que millones de familias están viviendo la angustia de la necesidad, podemos permitirnos regalar dinero a manos llenas a todo el mundo. Hemos perdonado a don Evo, ese que saludó al canciller de la república de España, una deuda de 70 millones de euros, y hasta los gays y lesbianas de Zimbabue han tenido su regalo, y los que habrá por ahí que uno no sabe. Como para acoger la subida de impuestos con una sonrisa en los labios.
Si hasta puede ser que resulte necesario; si hasta es posible que existan razones de ida y vuelta más allá de la pura filantropía, pero que alguien nos lo explique, aunque no sea más que para no sentirnos unos pardillos, eso sí, con palabras alejadas de la retórica de la fraternidad universal y cosas así.

jueves, 24 de septiembre de 2009

El sacrificio de cada año

Tengo delante de mí un libro de texto de los muchos que los padres se ven obligados a comprar por estas fechas. Ha costado 68 euros, o sea, 11.300 pesetas, si así se dan mejor idea. No es un tratado de biología molecular ni un sesudo volumen para estudiar en los cursos superiores de alguna facultad. Es el libro que le piden a un niño de cuatro años, o sea, en pre-escolar. En realidad se trata de un conjunto de cuatro cuadernillos en los que el niño habrá de hacer sus garabatos infantiles. Pues ya lo ven: 68 euros.
¿Quién es el responsable de este disparate? ¿En qué despacho se toman estas decisiones? ¿Qué intereses se mueven detrás de este abuso? Inútil esperar respuestas. Hay quien dice que en el desmadre educativo en que estamos, en el que cada región tiene libros distintos, las tiradas por fuerza han de ser pequeñas y, por tanto, los precios altos, y que si los textos fueran únicos para toda España, otra cosa sería. Parece verosímil, pero a ver quién se lo cuenta a los políticos. Mientras tanto, los padres a hacer el sacrificio del año.
Políticos, colegios, consejos escolares y administración participan de este desaguisado, cada uno en su medida, aunque no hay que gozar de mucha agudeza para ver que si alguien tiene poco interés en que esto se resuelva son las editoriales. Al fin y al cabo, unos padres jamás regatearán ningún sacrificio por la formación de sus hijos, y mientras ese sacrificio pueda ser transmutado en ganancia, pues alabado sea el cielo. Y mientras las Asociaciones de Padres no se planten con firmeza y amenacen con dejar a sus hijos en casa hasta que alguien decida tomar las medidas que sean para evitar este saqueo de cada año, así seguirá, porque de la sensibilidad de los que mandan poco cabe esperar.
Los frutos del estudio son dulces, pero su raíz es amarga, decía Catón. Que se lo venga a preguntar a los padres de hoy.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Información fugaz

Leer los periódicos atrasados, aunque sea tan sólo de unos días, constituye un ejercicio lleno de enseñanzas sobre el paso del tiempo. Si fuera posible fijar un patrón de medida para lo efímero bien podría ser ese. Nada es menos duradero que la actualidad. Un comentario de hace unas semanas, leído hoy, nos suena ajeno por su lejanía; una noticia de hoy mismo, dentro de diez días será un dato histórico; un libro, una canción, una película han de aprovechar su corta vida para venderse antes de caer en el olvido. Nada queda, nada enraíza. La actualidad dura lo que dura el día. El ayer ha perdido su valor. El presente, ese instante que sólo puede ser un punto entre la ilusión y la añoranza, se ha extendido hasta ocuparlo todo. Vivimos un presente continuo.
Nos proporcionan comida en abundancia y nos incitan a engullirla toda, pero no nos permiten ni la más breve siesta para hacer la digestión. Mandan los intereses de las cuentas de resultados; la información, al fin y al cabo, es un negocio.
El caso es que, si sólo por un momento nos detenemos a pensar, veremos que nos estamos convirtiendo en meros espectadores de nuestro tiempo, renunciando a ser sus intérpretes. Testigos a quienes se les informa exhaustivamente de los hechos, negándoles luego la posibilidad de su análisis. Nuestra capacidad de entendimiento nos está siendo atrofiada y, lo que es peor, sustituida por una nueva misión: la de ser simples receptores pasivos de noticias. Seremos unos seres no pensantes llenos de noticias.
En la corriente de cada día se deslizan hechos y sucesos que la próxima semana ya nadie recordará, opiniones que no da tiempo a responder, porque cuando se hace, la respuesta ya ha perdido la relación con su origen. Río caudaloso del que se aprovechan perversamente quienes conocen bien sus efectos. Entre los políticos hay verdaderos especialistas en ello. Cualquier mentecato suelta por la boca cualquier insulto o cualquier estupidez. Pero cuando llegue la respuesta ya estará casi fuera de contexto y será tapada por la nueva actualidad.
Uno no sabe dónde puede estar el remedio para todo esto, ni siquiera si lo hay, pero cree en la eficacia del ejercicio crítico y del desarrollo del criterio selectivo como medio de autodefensa. En todo caso, tampoco está seguro de que merezca la pena reflexión alguna sobre ello. Mañana este artículo ya no será nada.

lunes, 10 de agosto de 2009

La deuda histórica

Pues ya saben: aquí todos tenemos una deuda que cobrar. Lo que no sabemos todavía es a quién, porque eso no nos lo han dicho los autores del hallazgo, pero debe de ser a alguien. Eso de ser acreedor siempre es una hermosa situación, mucho mejor que ser deudor, desde luego; las deudas de los demás siempre dan prestigio. Balzac tenía una deuda con su sastre y tuvo que huir de París, con lo cual el sastre no sé si cobró, pero se hizo famoso. En el padrenuestro de antes también se hablaba de deudas, pero ahora se cambió por ofensas, lo cual le parece a uno que no es lo mismo. Hay deudas de juego, de dinero, de amor, deuda pública al siete por ciento, deudas pequeñas y grandes, cobrables e imposibles y hasta, por lo visto, históricas. Esta de la de deuda histórica debe de ser una especie que han descubierto la sublime inteligencia y la erudita inquietud de nuestros políticos, para que luego digamos. Entre lo de deuda histórica y lo del hecho diferencial nuestros bienamados gestores de la cosa pública están enriqueciendo de conceptos nuestro diccionario ideológico como no se había visto, por lo menos, desde Kant.
Aquí en Asturias hubo ya un partido, la verdad es que un partido de fútbol sala más bien, que puso al día los libros de contabilidad y dictaminó que el saldo a nuestro favor es de medio billón de pesetas, que ya es tener bien afinada la calculadora. Medio billón. Uno no sabía que hubiéramos dado tanto a las demás regiones. Los contables de ese partido no aclaran si en la base del cálculo se empleó el tipo euríbor o uno preferencial, ni tampoco si la deuda va a ser ejecutable y embargable o si puede haber un pequeño descuento por pago al contado.
Este medio billón debe de corresponder al coste de la batalla de Covadonga más los intereses de todo este tiempo, porque no veo yo que hayamos hecho otra cosa así como para tanto. Lo malo de esto es que cunda la idea y Madrid, pongo por caso, exija el pago del Dos de Mayo y Navarra lo de Roncesvalles. Y no digamos si Castilla nos pasa factura a todos por habernos dado su idioma, que eso sí que sería gordo. O Valencia por la fórmula de la paella. O si León manda el cobrador del frac por darnos el Sella, Zamora por Clarín, Orense por Feijoo y Madrid por haber colocado de serenos a todos los asturianos que querían dejar el cucho y las madreñas. Porque pueden, digo yo, y a ver con qué íbamos a pagar; habría que descontarlo del medio billón, si es que alcanzaba.
O sea, que aquí, como tengamos que cruzar cuentas, vamos a poner todos la misma cara que debió de poner el rey Fernando cuando vio las del Gran Capitán. Porque si cada una de las diecisiete comunidades autónomas tiene pendiente de cobrar una deuda histórica, no sé quién va a pagar. A ver, que vengan de otro sitio, la ONU, los extraterrestres o el sultán de Borneo a pagar a España la deuda que España ha contraído consigo misma.
Yo también estoy ya preparando una carta para exigir mi deuda histórica, por si acaso tengo alguna por ahí. Lo malo es que no sé a quién diablos dirigirla.

viernes, 31 de julio de 2009

Releer a los clásicos

Una visita a los clásicos, además de ser una excelente vacuna contra la estupidez televisiva de turno, puede que dé nuevo camino a nuestros pensamientos, o al menos remanso, que a veces buena falta les hace. La experiencia se empeña en decirnos que no consiste sólo en ver las cosas que pasan, sino en reflexionar sobre ellas una vez que han pasado. Los clásicos son receta contra la melancolía y la soledad, y para los escritores, santo y excelente remedio para curar la vanidad. Andamos tantas veces soportando la intemperie de nuestras limitaciones intelectuales y no caemos en que la sabiduría consiste en acudir al armario a ver qué prendas de abrigo nos protegen del frío. Porque, además, el armario que tenemos es amplio y está repleto de prendas de gran calidad.
Los clásicos son esos libros que están en las librerías de nuestras casas con las tapas más bien impecables y con alguna capa de polvo en sus lomos, esos libros que se tienen porque hay que tener y porque de vez en cuando los necesita algún chico para hacer un trabajo que algún ocurrente profesor le mandó. Suelen dar un toque refinado a la decoración de la sala, y en eso sí que se los valora. Y sin embargo, cuántos caminos pueden abrirnos en determinados momentos, cuántas palabras de ánimo dichas desde el tiempo ido, cuánto alivio ver que otros también han vivido nuestro problema y lo han sentido así, cuántos guiños amistosos de complicidad. Vivir en conversación con los difuntos y escuchar con los ojos a los muertos, eso es; ya lo dijo uno de ellos.
Tomen de su estantería de vez en cuando un libro de los clásicos y siéntense a leerlo sin prisas, con todo sosiego. Tomen, por ejemplo, las Coplas de Manrique o los sonetos de Quevedo o algún artículo de Larra o las décimas de Segismundo o el capítulo 20 del Quijote, la gran alegoría del miedo, aunque, ya metidos, mejor leerlo de principio a fin. O una oda de Fray Luis o los pensamientos cínicos y sabios de Gracián. Cualquiera, que ninguno ha de defraudar.

miércoles, 22 de julio de 2009

Luz de luna

La hemos cantado desde el principio de los tiempos, la hemos adorado como diosa y tenido como amiga buena de nuestras noches sin sueño, ha sido musa eterna de poetas y anhelo de enamorados, nos ha hecho preguntarnos qué misterio se oculta en su luz para que hasta el último rincón de nuestro ser se sienta alterado cuando se alza rotunda sobre nosotros, y ahora se cumplen ya cuarenta años que la hemos dejado sin hechizo. Ay, Luna, cuántas cosas. Cuántas miradas interrogantes, cuántos suspiros resignados, cuántas veces interpelada como compañera intemporal de nuestras vidas y testigo indiferente de nuestra muerte, tú, que no puedes comprenderla porque naciste muerta y no la conoces. Los poetas lo sintieron más que nadie: cuántas veces tratarás de buscarme en el mismo jardín y todo será inútil, te preguntaba Khayyam, y abandonó poco después el jardín sobre el que tú seguiste saliendo cada noche.
Está ahí al lado, a algo más de un segundo/luz, una distancia tan ridícula en el Universo que preferimos expresarla en kilómetros, y sin embargo es el viaje más largo que ha logrado hacer el hombre en toda su historia. Casi un viaje de familia, porque en definitiva no hizo más que visitar tierra de nuestra Tierra, un pedazo de nosotros que prefirió seguir su propio camino aun a costa de quedarse sin el azul del mar y sin la vida misma. Aquella noche de verano, cuarto creciente en el cielo y miradas de asombro contenido en todos los ojos, supimos de una vez para siempre que no mereces la pena, Luna, que la belleza exige distancia y que la sugerencia, sobre todo cuando se hace luz, siempre es más sugestiva que la realidad. Que la niña de ojos vivos que vierte fuego blanco había dejado de ser doncella para convertirse en un cadáver descarnado al que Shelley, otro poeta, jamás habría dedicado ese verso.
Quizá nunca la ciencia llegó tan lejos en su papel de romper hechizos, pero es eso, ciencia. Has sido utilizada como metáfora de nuestra capacidad para asomarnos al universo insondable, pero nada de eso importa al que te contempla alzándote en la noche sobre el bosque solitario, sobre todo si lleva cogida una mano querida. Ni al mar que se mueve cada día a tu capricho, ni a la planta que germina bajo tu influencia. Seguirás siendo para nosotros tan inalcanzable como siempre, brillo de toros enamorados y palidez de pinceles imposibles, y te seguiremos teniendo como esa pequeña compañera que hace que no nos sintamos tan solos en la inmensidad que nos rodea. Las compañías cercanas, por humildes que sean, siempre habrán de ser mucho más importantes que las magnificencias lejanas. Antares podría apagarse y ningún poeta la echaría de menos. Lo que les duele a los poetas es perder para siempre la belleza comprensible. Morir sin poder llevársela consigo. Que he de bajar yo solo hacia el abismo, y que la luna brillará lo mismo, y que yo no la veré desde mi caja; ese era el lamento de un poeta melancólico. Luna, poca cosa, y símbolo a la vez de nuestra poquedad. Un poeta más te contempló una noche y fue consciente de lo que era: el reflejo de la luna sobre el agua en el cuenco de una mano; eso he sido en el mundo.

miércoles, 15 de julio de 2009

Muerte en el callejón

Encontrar la muerte corneado por un toro en una calle céntrica de una ciudad debería ser una extraña forma de morir y, sin embargo, se acepta sin asombro, como una consecuencia lógica de algo unánimemente aceptado. Muy grande debe de ser el poder de las tradiciones para estar a salvo de las leyes más garantistas con nuestras vidas; muy fuerte el sentido último de la fiesta para resultar inmune a cualquier asomo de intento de someterla al espíritu de la legislación general. Esa misma ley que castigaría severamente a alguien que, pongo por caso, quisiera divertirse desafiando las olas en una playa con bandera roja, no tiene nada que decir cuando unos cuantos chicos deciden entretenerse corriendo delante de una manada de toros bravos, a pesar de que con frecuencia todo acaba en una tragedia de muerte y dolor. No se le ocurra quitarse ni por un instante el cinturón de seguridad, pero si quiere jugar a esquivar unos temibles cuernos que le pueden matar en cualquier momento, puede hacerlo.
Por supuesto que también hay otras muchas actividades, sobre todo deportivas, que implican riesgo, desde el alpinismo a la fórmula uno, pero existe en ellas un elemento diferenciador que las ennoblece y en cierto modo las justifica: el reto permanente del hombre ante sus propias limitaciones. Superarse a sí mismo, alcanzar siempre el punto más allá en velocidad, altura o tiempo, vencer las condiciones impuestas por la naturaleza y que, en definitiva, ha sido una constante necesaria en la evolución de la especie. El riesgo es aquí un factor inherente e inevitable, pero no un fin en sí mismo. Nada de eso existe en los encierros. No hay marcas que superar ni siquiera ambiciones estéticas, como ocurre con el mismo toreo. El riesgo es gratuito y sin contrapartida alguna. No cabe hablar de una muerte absurda, porque ninguna muerte lo es, pero sí su causa. ¿Qué desafío hay que aceptar en una carrera delante de unos toros?.
Pero, hombre, me parece oír, déjese usted de sofismas. Los encierros son diversión, espectáculo popular, parte fundamental de la fiesta, reclamo turístico, seña de identidad y, por encima de todo, una tradición que hay que mantener. Cierto. Las tradiciones no admiten modificaciones, porque dejarían de serlo; o se siguen tal como son o pierden su sentido ancestral y se convierten en el inicio de otra. Pero todo lo que basa su valor en el hecho de su repetición tiene como único argumento la recurrencia a sí mismo, no a la razón. Es una vía endogámica que se cierra a sí misma. Ya lo ha dicho alguien: el hombre, futurista incurable, es el único animal tradicionalista.Lo que sí parece evidente es que, al igual que otras muchas tradiciones, no resulta fácil explicar los encierros desde el estado actual de la evolución del pensamiento. Sólo los que se lanzan a correr en ellos mezclados con los toros tienen claro su sentido, y nos hablarían de pasión, valor, autoafirmación, de la erótica del peligro o de la indecible sensación de haber hecho un quiebro a la muerte. Y si alguna vez ésta vence, no puede haber más respuesta que seguir desafiándola.

martes, 14 de julio de 2009

Una visión profética

Una generación entera se emancipó de golpe de todo cuanto había estado en vigor hasta entonces. En las escuelas se introdujo el espíritu de rebelión contra lo que enseñaban los maestros, porque los niños debían aprender sólo aquello que les venía en gana. Las chicas se vestían con ropas masculinas y los chicos a su vez se depilaban para parecer más femeninos; la homosexualidad se convirtió en una gran moda, no por instinto natural, sino como protesta contra las formas tradicionales de amor. Las formas artísticas pugnaban por presumir de radicales y revolucionarias. La nueva pintura dio por liquidada la obra de Rembrandt y Velázquez, e inició los experimentos más extravagantes. En todo se proscribió el elemento inteligible. La melodía en la música se sacrificó por extrañas tonalidades que golpeaban los oídos, el teatro de siempre interpretó con absurdos montajes, la moda no cesaba de inventar estrafalarios modelos que acentuaban el desnudo con insistencia. En todos los campos se inició una época de experimentos de lo más delirantes, que querían dejar atrás, de un solo salto, todo lo que se había hecho y producido hasta entonces. Cuanto más joven era uno y menos había aprendido, más bienvenido era por su desvinculación de las tradiciones. Por fin la gran venganza de la juventud se desahogaba contra el mundo de nuestros padres. Pero en medio de tan gran carnaval, ningún espectáculo resultó tan patético como el de muchos intelectuales de la generación que, presos del pánico de quedar atrasados y ser considerados poco modernos, de maquillaron con fogosa rapidez e intentaron seguir también ellos, con paso renqueante, los extravíos más notorios. Todo lo extravagante e incontrolado vivió su edad de oro: el ocultismo, el espiritismo, la adivinación del futuro, el falso misticismo. Se vendía fácilmente todo lo que prometía sensaciones extremas más allá de las conocidas hasta entonces: toda forma de estupefacientes y drogas. En las obras literarias los únicos temas aceptados eran el incesto, la homosexualidad, la violencia y el sexo.
Nada de esto es mío, sino de Stefan Zweig, que lo escribió a finales de la década de los 30, poco antes de que la II Guerra Mundial impidiese, con su tajo de muerte, contemplar el desarrollo de aquella generación que hoy se nos presenta como nuestro espejo. Es conveniente repasar viejas lecturas, aquéllas que nos dejaron los espíritus libres, sabios y dolientes, que vivieron antes que nosotros, porque en ellas suele haber un germen de advertencia, al tiempo que una mirada profética. Pocos años después, iniciada ya la guerra, Stefan y su esposa Lotte decidieron dar un adiós voluntario al gran teatro del mundo, quizá porque la angustia de su visión se unió a la conciencia de su imposibilidad de redención.

sábado, 4 de julio de 2009

El carro de heno

Ha venido el sol más arrogante que otros años, sin pizca de complejos. Por los prados cambia de color la hierba, del verde al dorado; por los ríos baja menguada el agua, entre piedras recién desnudadas; por los bosques callan los malvises y hasta la brisa calla, y las hojas, y los pasos del caminante.
Tiempo de verano, sol deseado sobre las pieles desnudas y sones de llamada a la fiesta, que es lo propio. Anda el aire lento, empapado en calorías, un poco rarillo en estos pagos, aunque nada que ver con lo que nos cuentan de otras latitudes más al sur y hasta más al norte. Parece haber un afán por absorber la vida en este paréntesis que las nubes nos brindan, casi como si fuera algo a estrenar. Como personajes del Bosco, nos lanzamos en tromba sobre el carro de heno para atrapar las mayores porciones, aun a costa de luchar contra nuestros propios impulsos, que a veces se empeñan en demandarnos un movimiento más sosegado. Es el poder indefinible de lo efímero. El verano viene a ser por aquí como una botella de champán, que al agitarla con alegría nos encontramos con que apenas nos queda nada que beber; todo se ha convertido en espuma. Pero entretanto, su imagen inconfundible nos tiene dominados los deseos y fijadas las añoranzas. Lo sabía bien Machado: Frutales cargados, / dorados trigales, / cristales ahumados, / quemados jarales, / umbría, sequía, solano. / Paleta completa: verano.
Nos reclaman la mente y el cuerpo la luz y el sol, como si no fueran capaces de soportar el resto del año sin una inmersión temporal en ellos. Sentimos necesidades que sólo el eterno vaivén de esta bola que nos acoge puede satisfacer, como si la mecánica celeste tuviera un corazón que comprendiera nuestros afanes. Esa es nuestra condición: la de ser humilde polvo de estrellas, porque toda esa plenitud de vida que nos invade en verano, la alegría de las madrugadas tempranas y claras, la serenidad que desprenden esas tardes largas y mansas, el inquieto bullir de nuestro espíritu o el deslizamiento hacia un sentimiento de renovado optimismo que nos tiende a afectar en estos días, todo eso no es, en definitiva, más que una simple consecuencia de la inclinación del eje de la Tierra. Menos mal que nadie puede enderezarlo.
Tiempo en que se acumulan los pretextos para el desahogo y para las desinhibiciones mal enjauladas, que afloran sin límites ni remedio. También es casualidad que lo más selecto del santoral –Juan, Pedro, Pablo, Luis, Antonio, Santiago, Domingo, Agustín, el Carmen, la Asunción- caiga por estos meses, dando oportunidad a los pueblos a tener a la vez los mejores patronos y sus fiestas en verano. Y tiempo también de más luz en las neuronas y más impulso en las ansias y más latido en los biorritmos. Así que, ya que todo se junta, hagamos un año más de cigarra y lancemos fuera los trastos que nos atosigan el resto de los días. No tenemos que preocuparnos por el invierno; llegará enseguida.

domingo, 21 de junio de 2009

Europa

En el proceso de construcción europea es evidente que se ha torcido el camino marcado por los padres de la idea -Schuman, Monet y otros, como Ortega o Madariaga-, que partían del asentamiento del concepto cultural para llegar luego a la unión económica y política. Frente a nuestros complejos actuales, no perdían de vista la evidencia de que lo europeo tiene una proyección histórica que alcanza en mayor o menor medida a la totalidad de la humanidad, porque nada hay tan fluido como el pensamiento, sobre todo cuando va sustentado por una realidad capaz de crear ventajas materiales. La cultura europea, su concepción ontológica, sus referencias morales, su ciencia, han influido de modo tan determinante en el quehacer histórico que resulta difícil no encontrar su eco, por débil que sea, en el rincón más apartado de la vida cotidiana de todos los pueblos. Bien están el euríbor y el europarlamento, pero, por encima de todo, Europa es poseedora de unos activos inmateriales que actúan de aglomerante de sus pueblos en mayor medida que todos los organismos políticos. Son conceptos nacidos y desarrollados aquí y luego aceptados por el resto del mundo como signo máximo de civilización. Europa es la idea de democracia, la declaración de los Derechos del Hombre, el juramento hipocrático, el habeas corpus, los juegos de Olimpia, la Lógica, el humanismo, la polifonía, la duda metódica, la teoría de la relatividad, la primera vuelta al mundo. Y eso a pesar de los fanatismos, las tiranías, los progroms y las hogueras. Si no se cultiva esa idea de sentimiento común, que nadie se extrañe de la indiferencia ante las urnas.

jueves, 11 de junio de 2009

Los norteamericanos

No me gusta, en general, nada de los norteamericanos. Ni su literatura clásica, con la única excepción del loco Poe, ni mucho menos la de ahora, esa plaga de autores clónicos que acaparan las librerías con sus best sellers cíclicos: los King, Sheldon, Cook, Higgins y demás. Tampoco me hace vibrar casi nada de su música, salvo alguna de sus viejas piezas ligadas a la tierra y teñidas de una ingenua espiritualidad. En el mundo del arte admiro más su limpio afán investigador que su creación artística, hueca y recurrente en su mayoría, por mucho que digan algunos. Me molesta su visión metonímica de la vida y del mundo, en la que la parte es tomada con toda naturalidad por el todo. Me resulta inaceptable su escasez de criterios honestos a la hora de enjuiciar sus acciones y compararlas con las mismas que hicieron los demás; véase aquí el caso de la conquista de su famoso Oeste. Me desagrada su desdén hacia todo aquello que respire fuera de sus fronteras y que algunos todavía se sorprendan cuando se enteran de que la historia de la humanidad no comenzó con el Mayflower. Ni siquiera me gustan, qué le voy a hacer, la coca-cola y las hamburguesas.
Pero hay algo que les envidio sin reparos y sin que me cause ningún sonrojo reconocerlo: ese patriotismo firme, que puede parecer latente, nunca perdido, y que se manifiesta con fuerza gigante en los momentos decisivos. Patriotismo que no es nada parecido a la sensiblería, como a veces afirman los que no lo tienen, sino un impulso interior que te lleva a sentirte identificado con los que viven bajo tu mismo techo. Un volver la vista hacia ese ámbito natural del hombre que constituye su patria, para encontrar en lo que ella significa la fuerza y el motivo necesarios. Un olvidarse realmente de todo lo que puede separar para proclamar solamente aquello que une, siempre sobre la fuerte base de unos sentimientos comunes. Un dar testimonio, quizá inconsciente, de ese e pluribus unum que se lee en su escudo. En esas circunstancias los símbolos se vuelven imprescindibles, y de ahí la proliferación de banderas y de canciones emblemáticas, que en estos pagos europeos, y más aún en los españoles, pueden sorprender a tantos. Los más progres lo despachan con el calificativo de infantilismo, vaya por Dios, pero no reparan en que acaso de ahí, de sus poco más de dos siglos de vida, proceda ese vigor juvenil que les nutre en las adversidades y les fortalece la voluntad de rehacerse pase lo que pase y mirando siempre la causa mayor.
Entre ese e pluribus unum, de varios uno, y el ex uno plures, que algunos retrógrados predican por aquí, uno no puede menos que volver sus ojos hacia ellos y mirar con respeto ese ondear de la misma bandera por todos los lugares, que para todos representa lo mismo y que todos sienten necesidad de ver. Con respeto y, ya lo dije, con envidia.

miércoles, 13 de mayo de 2009

Hijos del azar

Si la Escuela de Bellas Artes de Viena no hubiera rechazado el ingreso de aquel joven de diecinueve años, flaco y de ojos febriles, llamado Adolf Hitler, seguramente no habría tenido lugar la II Guerra Mundial, se habrían ahorrado muchos millones de vidas y Europa sería ahora radicalmente distinta. Si Stalin hubiera tenido en el seminario algún maestro que le hubiera sabido fortalecer su vocación, posiblemente hubiéramos tenido un pope poco ejemplar, pero nos hubiéramos librado del mayor tirano y asesino que ha padecido este mundo. La Historia, es decir, nuestro propio discurrir por este largo sendero que viene de la nada y se pierde en lo más profundo del infinito, no es más que una continuada secuencia de manifestaciones del azar. Incluso nosotros mismos quizá no seamos más que uno de los infinitos acontecimientos probables que pueden producirse en el universo. Probabilidad que en el caso particular de cada uno de nosotros se ha visto felizmente realizada, pero que no es sino una más entre el número incontable de las que han podido ser y no fueron.
Y entonces, ¿dónde está el poder del hombre? En saberlo. Al concepto de azar se han contrapuesto otros que tratan de eliminar de él su acepción de caos. Contra el azar se han elevado los conceptos trascendentes de determinismo, destino, predestinación y, ya en el pensamiento religioso, Providencia. También otros de carácter empírico: no existe el azar, se ha dicho, porque entonces no habría tantas injusticias, ya que el azar es justo y reparte ciegamente, y puede verse que no es así. Pero sea cual sea lo que rige la gran norma universal, la situación del hombre es la misma: la de estar sometido a un sistema absolutamente ingobernable para él y en el que sólo puede intervenir en parcelas infinitesimales en relación con el gran todo, aunque de cierta importancia para su pequeño campo. No es una fuerza que se pueda atrapar en una ecuación, ni siquiera un concepto que se acomode fácilmente en la lógica de nuestro entendimiento; es algo que nos impone su capricho y que jamás cuenta con nosotros. Conocerlo y aceptarlo es nuestra única respuesta. Alegrarnos cuando sonría y tratar de paliar sus efectos cuando cause dolor, pero teniendo la certeza de que no somos más que sombras colgando de unos hilos que se mueven y que no podemos ni siquiera atisbar. Séneca ya lo dejó escrito: no hay que maravillarse de que el azar pueda tanto sobre nosotros, si partimos del hecho de que vivimos por azar.

miércoles, 29 de abril de 2009

Con tu cara de pena

Te encuentro cada día sentada en el suelo a la puerta del supermercado, con tu cara de pena y tu cartel lleno de faltas en el que tratas de contarnos tu actual situación. Adoptas siempre una postura recogida y un ademán desvalido que pretenden infundir compasión. Apenas levantas la mirada cuando alguien te echa unos céntimos, así que nadie sabe si sientes algún agradecimiento o es que lo ves como algo obligatorio para nuestras conciencias de anfitriones ricos. No sé tu nombre ni de qué país has venido, pero vas a permitirme que te convierta en un símbolo y que tome la parte, que eres tú, por el todo, que son los millones de personas que están aquí en las mismas circunstancias que tú.
Mira, yo creo que podría entenderte. No resulta difícil imaginar lo que debe de ser una vida sin grandes horizontes, sin un futuro que entregar a tus hijos y con la esperanza reducida a un presente perpetuo de ausencia de ilusiones y a una roedora sensación de fracaso vital. Y más cuando te han dicho que ahí, no muy lejos, todo eso puede cambiar. Así que decidiste seguir la estrella. Seguramente malvendiste lo poco que tenías o hipotecaste unos cuantos años de tu futuro en un préstamo que te anticipó quién sabe quién, y emprendiste el viaje hacia la seductora perspectiva, posiblemente sin preocuparte de ningún formalismo legal. Sólo tú sabes qué te habías imaginado. Sólo tú sabes qué grado de confianza albergabas en tus capacidades personales para sobrevivir en la nueva sociedad de acuerdo con tus expectativas. No sé cómo era tu vida antes, pero la realidad es que ahora estás aquí sentada en el suelo, al frío del tiempo y de la indiferencia, viviendo de la voluntad ajena y con una expresión en tu rostro que seguramente ni tú misma reconoces. No te extrañe que alguien te pregunte si no te merecería la pena volver a donde estabas, a tu rincón del mundo, donde podías hablar y llorar con los tuyos; a tu pueblo, donde vivías pobre pero vivías de pie.
No puedo adivinar qué piensas de nosotros ni en qué grado ni a causa de quién han fallado tus previsiones. Por lo pronto has encontrado sanidad gratuita y educación para tus hijos también gratuita; quizá estés en algún programa de integración o en algún plan de atención integral, y puede que hasta en alguno de esos organismos que se han creado especialmente para vosotros te informen de algún otro derecho que ni siquiera conoces. Pero no puedes exigir que todos tengamos la obligación de verte con el corazón rebosante de amor fraterno. A esa señora que siempre te miraba con una sonrisa amable, unos compatriotas tuyos le robaron ayer el bolso con todo lo que tenía; y ese joven que pasa ceñudo a tu lado y que a su edad todavía se ve obligado a vivir con sus padres, sabe que seguramente le costará más trabajo que a vosotros acceder a una vivienda oficial; y ese señor, que también en su día fue emigrante, te compara con su propia experiencia y no consigue encontrar nada en común.
Mira, alguien te ha echado unas monedas en tu caja; quizá hoy te alcancen para comer. Pero ¿te basta con eso?.

jueves, 23 de abril de 2009

Ese hermoso objeto llamado libro

Hace hoy 393 años, en una modesta casa del ahora llamado barrio de las Letras, el barrio literario por excelencia de Madrid, terminaba la azarosa y cansada existencia de Miguel de Cervantes, puesto ya definitivamente el pie en el estribo y echada la última mirada a esta tierra, que nunca le dio gran cosa, con la misma media sonrisa de siempre. Los caprichos del calendario actual hicieron que ese día sea también el de la muerte del otro gran visionario de lo humano, más afortunado y más distante que don Miguel, aunque no más trascendente: William Shakespeare. De ahí que las cabezas pensantes y decisorias de la cultura actual no hayan tenido que hacer demasiado esfuerzo para elegir una fecha que diese carácter definitivo y universal al Día del Libro, aunque hay que reconocer que han tardado lo suyo. Hoy, pues, es el día de los buscadores de pensamientos ajenos, de los que creen que sin imaginación no puede vivirse, de los que necesitan dar siempre otro paso en el camino del conocimiento, de todos los amantes de ese pequeño, sencillo y hermoso objeto que llamamos libro.
Existen muchas razones para acercarse a un libro; cada lector tendrá la suya en función de su propio esquema interior o de su estado de ánimo o de su bolsillo o del día que haga, pero fundamentalmente se lee por alguna de estas tres causas, o por las tres juntas: para adquirir conocimientos, por el placer de disfrutar de un goce estético o simplemente por la búsqueda de un mero entretenimiento. Ningún otro objeto es capaz de tanto.
Leer es ante todo un acto creativo, que consuma y otorga sentido a la labor del escritor. Un ejercicio continuo de imaginación, mediante el que se presta sentimiento y color a las palabras muertas de la página; en el libro, las caras, los gestos y los paisajes son como nosotros queramos que sean, no como quiera un señor de Hollywood. La lectura involucra nuestro subconsciente de tal modo que nos hace vulnerables ante el autor; de ahí que nos sintamos a gusto con los autores que comparten nuestros puntos de vista. Esas otras vidas que a todos nos gustaría vivir, ese ultramundo en el que las situaciones no son las cotidianas con su tediosa carga de planitud, la grandeza de una ficción que puede transformar una situación de ánimo proporcionando refugio y seguridad, todo eso y más se encierra en las humildes páginas de ese libro que tenemos a nuestro alcance en la biblioteca sin pedirnos nada a cambio.
Que el no lector intente hoy, aunque sólo sea en homenaje al viejo manco que hizo universales nuestras letras, tomar un libro y adentrarse en el incierto y gozoso camino de su interior. Y si me permite otro consejo, que lo haga guiado por su instinto o por la palabra de un buen amigo, no por las listas de ventas, que más bien reflejan los méritos de los técnicos de mercado, ni por los nombres de moda, que a menudo tienen más que ver con motivos extraliterarios que con la realidad de su obra. No; que no se guíe más que por sí mismo y, en todo caso, por la selección que ha hecho el tiempo: ahí tiene a los poetas y novelistas de siempre, que los hay para todos los grados y necesidades, desde la exótica aventura hasta la palabra profunda, y desde el ripio festivo hasta el hondo poema místico.
En medio de este vendaval de repertorio iconográfico en que se ha convertido la cultura actual, cuando aquel tan manoseado como falso dicho de que una imagen vale más que mil palabras se ha elevado ya a la categoría de axioma, el viejo libro continúa manteniendo su bien guardado sitio, porque su gran poder consiste en hablar, no a un sentido, sino directamente al entendimiento. Es decir, como hablan los dioses.

miércoles, 1 de abril de 2009

El debate del aborto

Vaya por delante que uno tiene como firme premisa de lo que va a escribir que la decisión de abortar es un hecho traumático y doloroso, que no se toma impunemente ni puede enterrarse en el olvido, porque en cualquier momento, ante una mirada, ante una añoranza, ante un simple paseo por un parque infantil, aparecerá con su factura. Y también que nunca caerá en la osadía de juzgarlo, no sólo porque no es nadie para ello, sino porque pertenece al ámbito más íntimo de las conciencias, allí donde prescriben todos los derechos ajenos y donde, en definitiva, se dicta la sentencia que premia o castiga nuestras acciones. Opinar sobre algo que no se ha vivido puede ser un brillante ejercicio dialéctico, pero también un atrevimiento despiadado. ¿Cómo entender cada circunstancia personal, la angustia de la indecisión previa o el desasosiego que seguramente se ha instalado en las noches y los días?
Lo que sí cabe es opinar sobre los argumentos digamos externos, esos que aducen, a veces casi como dogma de fe, tertulianos, políticos, periodistas y expertos de toda laya. Por ejemplo, uno oye decir a esa chica que hicieron ministra de Igualdad que el aborto es una ideología. Hay que ver, ministra. Debe usted hacer un esfuerzo por disimular su menguada formación. Por lo visto nadie le ha explicado que amparar bajo el manto ideológico cualquier actuación resulta inquietante. Ideología tiene el asesino del coche bomba y por ideología mataron los terroristas de los trenes y las torres. Si ideología viene de idea, resulta claro que todo lo que hacemos responde a ella.
Y oye también afirmar a una señora muy segura de sí misma que eliminando a un recién concebido no se quita ninguna vida y la pregunta es obvia: entonces ¿por qué crece el feto?. Vale, pero hay que respetar la decisión de la mayoría. Claro, pero ¿cabe decidir mediante una votación cuándo se puede considerar a alguien un ser humano?. Porque el desarrollo no tiene apartados; fluye de forma continua, y cualquier línea divisoria que se le ponga no es más que puro convencionalismo establecido a conveniencia. Pues en cualquier caso siempre ha de ser una decisión de la madre. O sea, que el padre no tiene nada que decir sobre la eliminación de su hijo.
Y además, se oye, es una medida progresista. Etimológicamente progreso significa ir hacia adelante, así que resulta difícil aplicarlo a un hecho que se practica desde la noche de los tiempos. Ya las sociedades más antiguas utilizaban hierbas y mejunjes abortivos, cuando no el expeditivo método de la aguja, así que habrá que poner en cuestión el término. En todo caso, cortar un desarrollo no es nada progresista, como no sea que se equipare a una enfermedad. Y queda por explicar cómo es posible que una chica de dieciséis años, que no puede comprarse una cerveza sin permiso de sus padres, vaya a poder abortar sin que ellos lo sepan, con lo que se les puede privar de la posibilidad de ayudarla.
El debate irá para largo, como siempre ha sido, pero al menos sepamos discernir la categoría de los argumentos. Que hay mucho sofista interesado suelto por ahí.

miércoles, 25 de marzo de 2009

Vocabulario apócrifo

ATAPUERCA: Patria añorada de algunos nacionalistas.
AUTOMOVILISTA: Presa indefensa sobre la que alcaldes y gobiernos caen como buitres para arrancarle a picotazos todo lo que pueden.
CAZA: Actividad que consiste en matar animales que viven en libertad, practicada por unos señores que afirman estar más enamorados que nadie de la naturaleza.
CRISIS: Espectro siniestro del que se desconoce su origen y, lo que es peor, sus conjuros, y que nos muestra cada día su rostro aterrador ante la mirada paralizada de nuestros gobernantes.
DISCURSO POLÍTICO: Distancia más larga entre dos puntos.
ESPAÑOL: Segunda lengua de comunicación del mundo y una de las principales de la historia de la humanidad, algo que se sabe en todas partes menos en las cavernas nacionalistas.
FAMOSO: Antónimo de importante.
IGUALDAD: Lo que aspira ahora a tener el hombre con respecto a la mujer.
INÉDITO: Aplícase a aquello que aún no ha dado muestras de su existencia, como la música de las estrellas o el ministerio de la Vivienda.
JUSTICIA: Hermosa doncella que ve cómo su máximo esfuerzo ha de consistir en resistirse a ser violada por la política.
LLINGUA: Criatura de condición híbrida, nacida de un largo y costoso proceso de fecundación in vitro.
MISTERIO: Hecho o situación fuera de toda comprensión racional, como, por ejemplo, por qué un niño es incapaz de rodear un charco o para qué sirve el Senado.
NACIONALISTA: Curioso tipo humano, en búsqueda perpetua del arca perdida de la tribu.
NEGRO: Sustantivo arrancado de cuajo del diccionario de los cursis y progres. Dícese lo mismo de moro, gitano, preso o amante. Como mucho, aún se usan como adjetivos.
PODER: Punto donde tienden a naufragar los buenos propósitos, las sanas intenciones y hasta las rectas conciencias.
POLÍTICA: Actividad profesional para la que no se requieren estudios ni preparación alguna, pero que condiciona irremediablemente todas nuestras vidas.
PROBLEMA: Dificultad que a veces se vuelve irresoluble. Por ejemplo, cómo conseguir que nos gobierne el más apto.
TERTULIANO: Personaje misteriosamente imbuido de todos los conocimientos del mundo, que se gana la vida tratando de hacérnoslo creer.
TRASVASE DEL EBRO: Expresión del principio de Dietti, según el cual, cuando se tiene la solución a la vista, el necio cierra los ojos para buscar otra a tientas.

miércoles, 4 de marzo de 2009

El maltratado concepto de cultura

No debe de haber palabra más manoseada, confundida y que más veces haya sido dicha en vano que la de cultura. Es cierto que no resulta fácil encerrar su significado en límites, pero este es uno de esos conceptos que se asientan por sí mismos en el entendimiento sin necesidad de definiciones sintácticas; un término, como el de amor o el de tiempo, que es más una idea que un conjunto de sílabas y que como idea se hace más inteligible que como palabra. Todos podemos convenir en que lo sentimos como algo que se aplica al perfeccionamiento de la mente y el espíritu del hombre, y en este sentido se diferencia de la civilización, la sabiduría o el talento. Aún iba más allá T.S.Eliot al afirmar que cultura es aquello que hace que la vida merezca la pena ser vivida; lo que justifica que otras generaciones, al contemplar los restos de una civilización extinguida, digan que a esa civilización le valió la pena vivir.
Sin embargo, el proceso de tremenda banalización que se ha apoderado de nuestro tiempo está minando también el concepto de cultura. Ahora se habla de la cultura del pelotazo, de la cultura gay, de cultura de la droga, de la cultura de la arruga, de la de lo feo, de la del cotilleo, y todo es cultura y no hay actividad ni parcela a la que no se haga llegar el manto protector del noble vocablo. De un sentido antropológico se le ha hecho descender a una caricatura de lo sociológico. Seguramente alguien, con más razón que los anteriores, comenzará a hablar pronto de la cultura de la incultura.
Relacionado con éste se halla el tema de la valoración cualitativa que merece cada manifestación cultural. La tendencia general de nuestro tiempo hacia el igualitarismo, aunque sólo en el ámbito de lo que no acarrea compromiso ni esfuerzo concreto, viene a establecer que todas las culturas y las lenguas son iguales, puesto que iguales son los hombres y las razas que las crearon. Pues no. Criterio igualitario no quiere decir criterio justo, y, en el caso de la cultura y las lenguas, a lo sumo podrían igualarse en estima, y eso siempre que se fuercen las cosas del sentimiento. No es lo mismo, se diga lo que se diga, una máscara africana que el Moisés de Miguel Ángel, ni un tam-tam bantú que la Quinta Sinfonía, ni el brebaje de un hechicero hotentote que un trasplante de corazón. Ni tampoco son iguales el español o el inglés que el bable, pongo por caso; el grado de instalación en la cultura universal de los dos primeros y del segundo es tan diferente que la única forma de no verlo es negándose a ello.
En esta larga empresa que es la andadura humana por este planeta ha habido aportaciones de muy diverso grado y alcance, si acaso todas dignas del mismo respeto, pero no de la misma consideración. Las actitudes de cierta progresía que otorgan el mismo valor a todas las manifestaciones culturales, conducen a una conclusión falsa, en la que la realidad se somete a un dictado conceptual preestablecido: el de la igualdad como idea suprema y aplicable a todos los ámbitos. O acaso haya algo aún de la ingenua presunción de simplicidad y coherencia que se atribuye a las culturas menos desarrolladas, según el viejo estereotipo russoniano.En comunidades pequeñas y con un peso cultural más bien limitado, esta tendencia suele encontrar buen abono por lo que tiene de redentora de la realidad que se posee. En estos casos, a falta de poder emplear la palabra calidad se sustituye por la de dignidad. Cualquier habla es tan digna como cualquier idioma, cualquier pieza artesanal campesina como cualquier obra de arte, cualquier cabaña autóctona como cualquier catedral. Dado que la dignidad es una condición noble donde las haya y que se mueve en el ámbito de la virtud, sin afectar a la esencia cualitativa de las cosas, su aplicación no resulta discutible y además sirve para dar realce a lo que apenas lo tiene de otro modo. Pero que no se pretenda igualar enanos con gigantes ni penumbras con brillos, que no es posible. Porque, además, tampoco son sumables ni se consigue nada mediante su acumulación. Arthur Koestler, que sobre esto había pensado lo suyo, lo dijo con su habitual rotundidad: dos medias culturas no hacen una cultura, como dos medias verdades no hacen una verdad.

miércoles, 18 de febrero de 2009

¿De quién es la vida?

La decisión de acabar con la vida de esa chica italiana que estaba en coma ha desencadenado un torbellino de opiniones encontradas, como no podía ser de otro modo. La evolución moral de la humanidad, a diferencia del progreso científico, termina por encontrarse ante un escollo que no puede salvar sin un temblor de la concordia social, porque conlleva una agresión a muchas conciencias: la ley natural. Trasponer esta barrera supone asomarse a un nuevo orden de consecuencias imprevisibles. Lo difícil es establecer en qué punto erige su límite la ley natural y en qué momento lo traspasamos. Es el caso de todo lo que se refiere al derecho sobre la vida, y más concretamente a los temas de la pena de muerte, el aborto y la eutanasia, tres viejas cuestiones que aún no han sido dilucidadas de forma universal. El debate sobre la legitimidad moral de los tres casos es tan antiguo como el concepto del hombre como sujeto de derechos, sin que nadie haya logrado encontrar una luz que ilumine por igual a todos los sistemas morales. Sólo podríamos resolverlo si lográsemos responder a una pregunta crucial: ¿de quién es la vida?. Una pregunta que en términos primarios tiene varias respuestas y en términos de lógica ninguna. Veamos:
De los padres. Desde un razonamiento lógico es la respuesta más evidente. Fueron nuestros padres quienes nos han dado la vida, de modo que serían los únicos que tendrían derecho a quitárnosla. Pero es una conclusión tan absurda que hace que la lógica no tenga aquí ningún valor. Aún así, se esgrime en el caso del aborto.
De la sociedad. Teoría colectivista, en la que la sociedad está por encima del individuo. Sin embargo, es evidente que la vida de cada uno no debe nada a la sociedad. Un hombre y una mujer en una isla desierta pueden hacer nacer la vida. Otra cosa es el deber moral del individuo hacia la sociedad en la que está inmerso, pero eso no da derecho alguno a ésta para adueñarse de su vida.
De Dios. Para quien crea que Dios es el autor de toda vida esta es la respuesta más evidente y más consoladora ante la muerte. Es el razonamiento de Job: Dios me la dio, Dios me la quitó. Esto prohibiría toda acción individual contra la vida, pero también toda acción de la sociedad para quitarla, e incluso para protegerla, puesto que es de Dios y la sociedad no tiene ninguna delegación suya. Negaría, entre otras cosas, la eutanasia.
De uno mismo. Nadie ha hecho nada por conseguir la vida; le ha sido dada como regalo accidental. Aún así, puede pensarse que, puesto que se la han dado, es suya y que, por tanto, nadie aparte de él puede tener ningún derecho sobre ella. Si se acepta esto, habría que legalizar el suicidio y la eutanasia solicitada, y rechazar las leyes de los gobiernos sobre las drogas, la anorexia, el cinturón de seguridad y demás medidas obligatorias dictadas para evitar nuestra muerte.
La pregunta sigue sin respuesta y toda decisión sobre esto no dependerá más que de los vaivenes sociales y políticos.

miércoles, 28 de enero de 2009

Le esperan, señor Obama

Le esperan, ya lo sabe, le esperan en todas partes. Le esperan en su propio país los que le han votado con una radiante sonrisa de entusiasmo y los que le han mirado siempre con algún recelo; le esperan los optimistas y los escépticos, los progres y los que piensan que hay muchas cosas que merece la pena conservar; le esperan en los palacios y en las cabañas, en los despachos de Wall Street y en el comercio de la esquina que está a punto de quebrar; le esperan en Irak, en Jerusalén y en Afganistán, en el África de su padre y en la Europa que mira hacia usted como si fuera el destello de un faro en una noche de tormenta. Le han convertido en el Moisés que ha de guiarnos en esta travesía del desierto, con maná y varita para hacer brotar agua incluidos. Y sin embargo, desde el principio usted ha hablado de una realidad dura, de esfuerzo, de trabajo, de tiempos difíciles y de que no existen otras soluciones efectivas que las que se basan en el sacrificio de todos. Si hay desencanto, desde luego no habrá engaño.
Le ha tocado a usted ocupar un lugar vacante desde hace mucho tiempo: el de líder de una época desorientada, especialmente en el ámbito occidental, en la que las referencias que habían constituido la base de su andadura hacia el progreso material y social se han ido difuminando, quizá por haberlo alcanzado, y aquí cada uno tendrá su propia opinión sobre sus causas: pérdida de valores morales, descreimiento, codicia desmesurada de los agentes económicos, levedad intelectual de los dirigentes políticos, complejo de inferioridad ante nosotros mismos, buenismo irresponsable. Mire, un síntoma: medio mundo ha puesto en usted su esperanza porque es negro, ya ve qué frivolidad, como si a los problemas les importase tener enfrente a un blanco, a un mulato o a un cobrizo. Le imagino el día de su toma de posesión, acabada ya la fiesta, en la intimidad de su habitación, cuando por fin pudo ponerse la bata y las zapatillas, le imagino pensando en todo eso y, créame, me invade un gran respeto por usted. Porque evidentemente no cabe suponer ni por un momento que sea usted un inconsciente.
Ser la esperanza de alguien siempre resulta una responsabilidad que inquieta el ánimo; serlo del mundo entero tiene que producir una quemazón difícil de calmar. Por lo pronto debe entrañar una confianza infinita en sí mismo y en su capacidad para elegir sus equipos, tener muy claros los propósitos y una voluntad decidida de llevarlos a cabo por encima de todas las presiones de los grupos de poder, que en su país deben de ser especialmente fuertes. De todos modos, seguramente usted ya sabe que todos los políticos, incluso los mejores, están abocados al fracaso, porque es una profesión condenada a no poder cumplir nunca todas las expectativas. Luego, son las generaciones siguientes las que, difuminadas las manchas oscuras, sitúan a algunos en el pedestal de la memoria. Eso es lo que todos le deseamos, señor Obama, más que nada porque, en la situación en la que ha devenido el mundo, si gobierna bien para los suyos gobernará bien para todos nosotros.

viernes, 23 de enero de 2009

Lo que somos

Parece ser que este cuerpo que nos alberga se compone de cien billones de células, docena más o menos. No sé cómo han podido contarlas, pero eso dicen los científicos que, a diferencia de algunos políticos, no tienen ningún interés en mentirnos. O sea, que nuestro cuerpo no es más que un completo muestrario de especímenes celulares, eso sí, adecuadamente distribuidos. Aunque es evidente que las tales células no son idénticas en todos los cuerpos, al menos por fuera. Las de un servidor, por ejemplo, tienen bastante peor presencia que las de Monica Bellucci, qué se va a hacer, y entre las de Beyoncé, pongo por caso, y las de Chávez, cualquiera puede notar también alguna que otra diferencia visual. Se conoce que en esto de las células cada uno ha entrado en el sorteo sin haber sido consultado y sin ningún derecho de reclamación.
El caso es que somos tan sólo un conjunto organizado de células, en las que se asientan no sólo todas nuestras funciones físicas, sino los códigos genéticos, las claves fenotípicas, los condicionantes de nuestro aspecto externo y hasta lo que en el catecismo se llamaba las potencias del alma, es decir, el entendimiento, la memoria y la voluntad, que tienen su sede por los vericuetos del cerebro. Los científicos sospechan, incluso, que en el interior de alguna escondida cadena de aminoácidos se encuentra impresa nuestra trayectoria futura, tanto física como de conducta, con lo cual, hasta el mismo Destino, con mayúscula, termina reducido a unos nombres químicos. Ay si Sófocles, Shakespeare o Calderón lo supieran.
La ciencia, que es implacable, nos está poniendo a los humanos en el sitio que jamás creíamos ocupar. Somos una simple parte indivisible del gran conjunto químico universal. Ese que te mira cada mañana desde el espejo, que vive, lucha, piensa y duda, no es más que un inmenso conjunto de células organizadas según un esquema determinado, cuyas claves comienzan a conocerse cada vez mejor. Puesto bajo el microscopio, todo va teniendo un nombre y una fórmula. ¿Y los sentimientos? ¿Y el gozo tembloroso de una emoción? Ay, amigo; ahí nos quedamos. Vamos a creer que los sentimientos reposan solamente en lo más misterioso y profundo del corazón.

miércoles, 14 de enero de 2009

Dios en el autobús

En su obra La tournée de Dios, Jardiel hizo bajar al Sumo Hacedor a la tierra para que tuviera información de primera mano de la obra que había hecho. Ahora una asociación de discrepantes de su existencia ha decidido bajarlo, aunque sólo sea en nombre, al autobús. "Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta la vida", aconsejan. A simple vista da que pensar ese adverbio que parece reflejar una duda, porque si probablemente no existe también hay probabilidades de que exista. Lo de disfrutar de la vida lo tienen más claro; dan por sentado que los creyentes son unos pobres sufridores. Como reacción, otra asociación, esta vez de creyentes, ha fijado en otros autobuses el mensaje contrario: "Dios sí existe". O sea, que tendremos a nuestros medios de transporte público convertidos en soportes ambulantes de mensajes teológicos, aun más, teleológicos, con los que poder satisfacer nuestras ansias infinitas de conocimiento de la verdad. Dos mil quinientos años de preguntas, tratados enteros dedicados a argumentar sobre la causa primera, profundas disquisiciones desde las más altas cátedras escolásticas, las cinco vías tomistas, el argumento ontológico de San Anselmo, Agustín frente a Faure, Descartes frente a Nietzsche, todo ello resuelto en las chapas de los autobuses. No sé si habrá mayor metáfora de nuestro tiempo.
Nunca fue frecuente, ni siquiera en las circunstancias de total libertad ideológica, que los no creyentes hicieran apostolado, valga la expresión, acerca de sus convicciones. El que tiene fe siente la necesidad de compartirla; pretende llevar a los demás el mensaje de salvación que ha recibido, tanto por convicción personal como por cumplir el mandato que ese mismo mensaje conlleva. El ateo no siente esa necesidad; no gana ni pierde nada con que otros piensen como él; no espera ni teme nada. Y en todo caso, tratar de convencer a alguien de la existencia de una realidad tiene un sentido antropológico, pero hacer proselitismo a favor de un vacío no parece encajar con la idea de un pensamiento lógico.
El ateo de verdad, el que ha llegado a su convicción a través de un largo y doloroso proceso de búsqueda racional, le merece al que esto escribe un enorme respeto. Ha querido buscar ante todo la honestidad consigo mismo. Ha tratado de encontrar la verdad por todas las líneas que la razón humana le permite, sea cual sea esa verdad y lo que de ella se derive. Hubo de renunciar a creencias más consoladoras y a gozosas esperanzas de salvación porque no tenían encaje en el esquema racional de su entendimiento. El límite es su propia razón; más allá hay un no conocimiento y no se le puede poner nombre. Y es tan consecuente en su empeño de la búsqueda de la verdad que jamás cerrará las puertas a unas inquietantes preguntas que tratarán de colarse en su fortificado sistema: ¿Y si resulta que el misterio es realmente una condición de la existencia del hombre? ¿Si es algo que forma parte de su misma esencia? ¿Si hay una puerta que jamás podrá abrirse mediante la razón y solamente puede cruzarse a través de la entrega confiada a lo incomprensible?.

miércoles, 7 de enero de 2009

Retrato de un hombre

Fue para casi todos un hombre cualquiera, aunque no desde luego para el que esto escribe. Jamás originó titulares ni le iluminaron los focos de ningún tinglado televisivo, quizá porque las luces artificiales sólo saben alumbrar la superficie de la realidad, y sin embargo toda su vida puede muy bien considerarse como el símbolo anónimo de eso que alguien llamó la generación perdida, aunque fue más bien una generación partida. Le tocó vivir casi todo el siglo XX de principio a fin, un tiempo capaz de herir a sus hijos como pocos.
Era un idealista puro, de los que sienten mejor que comprenden y para los que el dinero o los bienes materiales son objetos que por lo visto son necesarios, y nada más. Un optimista sin causa; un filósofo de lo cotidiano; un empedernido soñador. A él le habría gustado ser geógrafo, pero de los románticos, de aquellos que medían meridianos a través de selvas y desiertos o discutían sobre las fuentes de los ríos recién descubiertos. A cambio le convirtieron en soldado de una guerra que nunca entendió. Le tocó combatir en los dos bandos, pasó hambre, miseria y miedo, vio morir a muchos de sus compañeros, pero salió indemne de cuerpo, aunque vacunado aún más que antes contra la política. Luego, la amarga posguerra, la dura realidad ahora mil veces empeorada, la difícil lucha por la supervivencia en un país destrozado y con una economía de racionamiento. Cuando se le preguntaba por ello, lo contaba con aquella indiferencia libre de salidas hiperbólicas o excesivamente sentimentales en la que siempre se mantuvo para hablar de sí mismo, pero a quienes le conocían bien les era fácil notar cómo, mezclado con ello, había ido aflorando un leve matiz de escepticismo.
-Eso es inherente a la vejez. La sabiduría gratuita de la vida; el máximo punto al que se nos permite llegar.
Como tantos otros, tuvo que ver cómo se apropiaron de los mejores años de su vida, esos que se alimentan con las ilusiones de la juventud, pero jamás miró hacia atrás con rencor ni resabio alguno. La vida, decía, es así, puro azar, y de nada sirve subrayar sus páginas más negras. Fue una de sus lecciones mejor aprendidas en las tensas horas de angustia en las trincheras, cuando la muerte no era más que un trágico sorteo. Eso y mantenerse libre de cualquier ambición más allá de su pequeño alcance, acaso porque también aprendió muy pronto que para no sentirse frustrado jamás en los deseos no hay que desear más que aquello que depende de uno mismo. Tal vez por todo ello tuvo siempre un sentido profundo de la amistad y aún mayor de la familia, entendidas las dos como el único mundo que merece la pena habitar.
Los hechos de cada vida, diluidos en el conjunto de la sociedad, pierden toda dimensión, se empequeñecen hasta la inadvertencia, se vuelven lisos y sin relieve. Pero referidos al ámbito individual de cada persona cobran una significación de montañas, y es en este punto de mira donde uno ha querido situarse con la palabra más entrañable de que ha sido capaz. No, no figuró nunca en ningún titular. Sólo fue un hombre cargado de amor y sabiduría. Se llamaba Antonio y hoy justamente habría cumplido cien años.