miércoles, 27 de septiembre de 2017

El verdadero argumento

Lo más decepcionante que uno encuentra en todo este disparate que montaron en Cataluña contra España es justamente la ausencia de su nombre y su significado en los argumentos que se dan para justificar las medidas tomadas para evitarlo. Resulta paradójico, pero la principal protagonista de la agresión no parece contar como una razón por sí misma. La mayoría de los argumentos que se escuchan en defensa de la unidad de España se sustentan sobre una base exclusivamente jurídica: que si la democracia, que si el Estado de derecho, el orden constitucional, el artículo dos, la soberanía popular, el respeto a la legalidad. Vale, pero es pura corteza. La apelación a las leyes siempre es un recurso argumental rotundo, sin réplica, pero inerte y desprovisto de corazón; en la fortaleza de su frialdad tiene su debilidad. ¿Y la España de veinte siglos de historia? ¿Y el largo camino recorrido juntos, con todas sus alegrías y dolores, sus éxitos y desilusiones, su lucha por la vida y sus momentos de vértigo ante la muerte, discutiendo en la abundancia y ayudándonos en la necesidad, pero siempre juntos? ¿Y los logros conseguidos? ¿Y todo lo aportado a la Historia con el esfuerzo común? ¿Y el sentido de convivencia y hermandad de destino a lo largo de tantos siglos? No, señores políticos. España es mucho más que el nombre institucional de nuestra ciudadanía. En sus campos y en sus tierras se han mezclado demasiadas sangres y fundido demasiados amores y proyectos para que todo acabe por un desquiciado arrebato provinciano de unos iluminados.
Bien están los soportes legales y las razones basados en artículos de algún código, pero lo que de verdad mueve los corazones son los sentimientos. Nadie da la vida por un artículo de una Constitución. Y en eso de los sentimientos hemos fracasado sin paliativos. Desde la derecha, la izquierda y no digamos la extrema izquierda. Sea por estúpidos prejuicios, por la supina ignorancia de de algunos, por el absurdo pudor de otros o por simple odio, se ha abandonado a su suerte el sentimiento de patria española sin ver que todo sentimiento necesita de vez en cuando una reafirmación. Nadie se ha cuidado de eso. El mismo concepto de patriotismo español se ha vuelto tabú; ahora se sustituye por ese extraño sintagma de patriotismo constitucional, como si la patria no fuera una realidad previa y necesaria frente a la contingencia de toda constitución. Empeñados desde el campanario del pueblo en inculcarnos el amor al terruño, nadie ha se ha preocupado de enseñar el amor a España.
Hay una desidia casi institucional en el hecho de reconocer en nosotros todo aquello de lo que podemos enorgullecernos, las virtudes, las hazañas, las aportaciones a la historia. Las efemérides pasan desapercibidas y ni siquiera se explican en los colegios. A veces quizá nos convendría recordar que no somos hijos del 78. Cuando, por ejemplo, uno lee el apasionado Elogio de España isidoriano, de hace 1.400 años, se da cuenta de lo profundamente enraizada que está en la Historia la idea de España, y no solo como concepto geográfico, pero sobre todo de la percepción que tenían de ella sus habitantes ya en la época visigoda, desde luego mucho más cariñosa que la nuestra.

miércoles, 20 de septiembre de 2017

La factura de cada septiembre

Bien a su pesar, cada septiembre se encuentra uno con un tema obligado sobre el que decir unas cuantas cosas, por más que resulte inútil. Comienzan los cursos escolares, se preparan las mochilas dormidas tras las largas vacaciones y empieza también la pesadilla de los padres para llenarlas. Tengo delante el libro de texto de Historia del Mundo Contemporáneo de primero de Bachillerato de un instituto público de Secundaria. 56 euros. Puedo asegurarles que no es de piel de becerro, ni está encuadernado con estampaciones en oro, ni sus 350 páginas desprenden un hálito especial de seducción que presente su estudio como una promesa placentera; más bien es de apariencia vulgar y tipografía anodina; incluso alguien podría vislumbrar en él algún ribete sectario, pero eso sería otra cuestión que se escapa de lo objetivo. Lo objetivo es que les clavan a los padres 56 euros por el tal libro. Y eso es solo el de una asignatura; los de las demás andan por el estilo. En total, el bocado que las editoriales se llevan este mes de cada familia de los alumnos les deja a estas sin resuello y a ellas seguramente con las cuentas ya salvadas para el resto del año.
En esta pesadilla que viven los padres cada año intervienen muchos elementos enlazados entre sí: los que deciden los textos en los despachos; las administraciones, que miran para otro lado como reconociendo su incapacidad para conjugar los intereses de todos; los profesionales que en última instancia deciden la metodología a seguir en la enseñanza de la asignatura; y, a la cabeza de todos, las editoriales, al fin y al cabo empresas con una cuenta de resultados. Una cadena de eslabones participando de este desaguisado, unos por omisión y otros haciendo su agosto en septiembre. Y por encima, ese vaivén cambiante de métodos de enseñanza, que es como una confesión: después de tantos planes de estudios, tantas reuniones de pedagogos y tanta experiencia acumulada, aún no se ha encontrado la forma de enseñar ni siquiera las asignaturas menos variables en su contenido. No importa, porque los padres jamás regatearán ningún sacrificio por la formación de sus hijos, y mientras se pueda convertir ese sacrificio en ganancia, pues a ganar todos. Menos los padres.
Si además tienen hijos en Primaria, este mes se convierte en un verdadero septiembre negro. La lista interminable de adminículos que se exigen como material escolar y que se une a lo ya desembolsado por los libros de texto, viene a ser el colofón de la sangría de este dichoso mes, teñida a veces de angustia callada y sacrificios escondidos. Se dan explicaciones, claro, pero están más cerca del propósito de informar que de la finalidad de convencer. Se presenta siempre la formación del niño como el punto supremo al que se dirigen todos los esfuerzos, faltaría más, pero en este objetivo no se contempla el camino menos costoso, a pesar de que no vivimos tiempos de vino y rosas. No estaría mal que los responsables del sistema educativo se convencieran de que el ejercicio de desarrollar las facultades intelectuales y morales de un niño, educar, no guarda una relación estrictamente directa con el grado de abundancia de soportes materiales. Y que antes de pedir a boca llena echasen una mirada fuera de las aulas.

miércoles, 13 de septiembre de 2017

Cambio de aire

Vivió toda su niñez en su pueblo de la comarca de La Garrocha, allí donde la Cataluña profunda se hace más profunda todavía. Desde niño, en el colegio le habían enseñado que vivía en el lugar del mundo más envidiado, el sitio donde se condensaban las esencias de todas las virtudes que escaseaban fuera de allí, especialmente en el territorio vecino. Él pertenecía a un pueblo único y singular, totalmente diferente de los que habitaban más allá del Cinca; solo había que ver lo evidentes que eran sus signos de identidad. Por ejemplo, su lengua, gloriosa e ilustre como pocas, su brillante historia, su carácter ahorrador o su personalidad, modelada por ese “seny” que escaseaba tanto en el resto de la península que ni siquiera tenían una palabra adecuada para denominarlo. Un pueblo privilegiado, luz y faro de su entorno, trabajador, emprendedor, austero e incomprendido. Eternamente incomprendido. Sometido desde siempre por un estado opresor que le roba y encima le desprecia. Tal como venían a enseñar los libros de texto, Cataluña era una realidad incompleta y postergada, a la que la Historia había tratado con injusticia adjudicándole unas circunstancias muy por debajo de sus merecimientos como unidad de destino universal. Que sí, que somos un pueblo especial. No, un pueblo no, una nación, que lo dice siempre la TV3, no como las cadenas estatales, que no cuentan más que mentiras anticatalanas.
Fastidiosos compromisos profesionales le obligaron a hacer un viaje por aquellas tierras al sur del Ebro y se extrañó de que aquellas gentes enemigas y opresoras le hablaran con amabilidad y hasta con admiración de Cataluña, de que a nadie le importaba que fuera catalán para invitarle a sus fiestas, y de que en sus mentes no había compartimentos estancos dictados por odios artificiales. No encontró rastro de desprecio alguno, más bien al contrario, un afecto general, aunque debilitado últimamente por la actitud hostil y amenazadora de los políticos de su tierra. Y descubrió que Cataluña solo fue un simple condado; que jamás llegó a ser un reino, y mucho menos independiente, y que lo de 1714 no fue una guerra entre dos naciones, sino una lucha dinástica por el trono español. Descubrió que las demás regiones tenían también su historia, su lengua y su cultura, en conjunto mucho más universal; desde luego no había ningún Nobel catalán. Que sus Juegos Olímpicos, igual que la Seat y tantas otras cosas de las que presumían, jamás habrían existido sin el resto de España. Que la mayoría de los catalanes ilustres -Dalí, Albéniz, Granados, D'Ors, Vives, Balmes, Claret, Fortuny, Prim- se quedarían de piedra si alguien les dijera que no son españoles, y aún más, que lograron su gloria no por catalanes, sino porque realizaron su obra en España. Y que se quedarían todavía más petrificados si contemplaran la incomprensible decisión de esta generación de romper sin ningún motivo lo que las generaciones anteriores edificaron con infinito esfuerzo. Y hasta que la fabada es bastante más sabrosa que los mongetes con butifarra de su pueblo.
Ahora sigue siendo culé, pero cada vez soporta menos el opresivo aire nacionalista de su tierra y, en cuanto puede, se escapa a Madrid, donde el único aire que siente es el libre y sosegado que viene de la sierra.

miércoles, 6 de septiembre de 2017

Una reflexión serena

Tiene el aspecto de alguien que ha visto mucho y que ha pensado más todavía en las cosas que le rodean, como si quisiera encontrar su explicación última. Habla con voz reposada, sin énfasis impostado, pero con rotundidad, tratando de justificar lo que dice, y desde luego con la liberadora despreocupación de quien ha decidido no estar esclavizado por la corrección política ni por el pensamiento único dominante.
-No, eso ya no. Cada día me importa menos lo que piensen otros y más lo que pienso yo. Y nadie me va a imponer cómo y cuándo lo tengo que decir.
No es muy viejo en años, pero debe de serlo en experiencias. Se expresa con la seguridad del que, después de búsquedas atentas con la mente bien abierta, ha creado un mundo propio de convicciones. Y no tiene miedo a las palabras, como quien está de vuelta de muchas cosas.
-Hay muy poca reflexión en lo que se dice, y por eso también hay pocas opiniones que tengan verdadero valor, y las que hay a veces se callan por miedo a ser apabullado públicamente por esa lista de adjetivos que los dictadores de la corrección política tienen siempre a punto, ya sabes, esos que terminan en "fobo" o en "ista". Mira ahora, por ejemplo, con los atentados de Cataluña. Nadie ha hablado en voz alta de lo absurdo de tener otra policía distinta de la de ámbito nacional. Nadie ha señalado lo que es: una redundancia sin sentido. Tenemos dos magníficos cuerpos estatales, ¿qué necesidad había de crear otros en las comunidades? ¿Se dan cuenta de lo que supone como fractura de un importante factor de unidad del país? ¿Se ha aumentado la eficacia? Porque lo que se ha visto en este caso, fue más bien lo contrario. Al fin, un enorme desembolso más solo para satisfacer a los que siempre estarán insatisfechos. Y así tantas cosas. Mira, la Transición fue quizá nuestro momento político más brillante al menos de los dos últimos siglos, pero tuvo dos graves defectos. Uno, fijar una ley electoral que permite a los partidos locales tener una representación en el Congreso que no se corresponde con el número de votos recibidos, lo que les convierte en árbitros de cualquier situación; en árbitros chantajistas casi siempre. Dos, conceder a las autonomías excesivas transferencias, sin pensar que algunas, como la de educación, era imprescindible que quedaran en manos del Estado, tal como ahora estamos viendo. Y voy a ir más allá: la misma división en comunidades autónomas, algunas de ellas formadas artificialmente a remolque del momento, para no ser menos que otras. Estaríamos toda la tarde hablando de ellas, pero miremos tan solo a lo que se ha llegado: debilitamiento de la conciencia nacional; ruptura del principio de igualdad entre los españoles; diecisiete modelos de organización administrativa; diecisiete permisos distintos para una misma cosa; calendarios escolares y materias de estudio diferentes según dónde se viva; impuestos desiguales; leyes comerciales y familiares dispares. Tarde o temprano se hará necesario pensar en un proceso de recentralización. Aunque quién sabe si lo mejor sería suprimirlas del todo; ya estamos viendo que fueron un fantástico regalo que hemos hecho a los que buscan destruir la unidad de España.