miércoles, 25 de febrero de 2015

Operación limpieza

Mal momento este para ser golfo en España. Soplan helados vientos en contra. Si una de las claves de todo éxito consiste en estar en el momento oportuno en el lugar adecuado, los amigos de trincar el dinero público tienen ahora unas circunstancias tan propicias como las del ratón que intentase robar en una gatera. La operación limpieza es implacable e insensible a circunstancias ajenas a los sumarios, y las cárceles se están llenando de nuevos y hasta ahora poco habituales habitantes: políticos, sindicalistas, empresarios, banqueros, cantantes, mientras que por los juzgados pululan nuevos candidatos a ingresos: expresidentes de autonomías, exhonorables, deportistas, líderes obreros, yernos ilustres y hasta una infanta. Tipos de toda condición, lugar y adscripción política, desde el poderoso altivo hasta el que pesca en ruin barca. Ningún grupo está inmunizado contra el corrupto; en todos hay quienes son fieles seguidores de aquella vieja divisa que dice que entre el honor y el dinero, lo segundo es lo primero, pero cuanto mayor sea la cota de poder y mayor el número de cargos públicos, mayor es la tentación y mayor el riesgo de que alguno caiga en ella. Cuando algún partido presume de no tener ningún caso en sus filas, antes de admirar su calidad ética conviene fijarse en sus posibilidades reales de tenerlo, y casi siempre se comprueba que se trata de un partidillo poco más que testimonial, sin apenas mando en alguna plaza. A la fea suele resultarle más fácil mantener la honra.
Pasado el primer momento de frustración por tanta ausencia de valores morales y de indignación por la desvergüenza de robarnos lo que es de todos, la realidad que se encuentra es reconfortante. La Justicia funciona; trabaja lenta y con paso calmoso, pero inexorable. No mira hacia izquierda ni derecha, que por algo tiene los ojos vendados; no se deja influenciar por las circunstancias. El tercer poder del Estado ejerce su función de garante de los ciudadanos ante quienes pretenden aprovecharse de ellos. Cosa aparte es que este tipo de delitos conlleve una pena añadida para sus autores. Con sólo unos indicios se les condena a la cárcel de papel, y a la catódica, y no salen de ella ni con el fallo absolutorio del juez. Por razones que han motivado complejos análisis, la corrupción es un delito que suscita miradas inmisericordes entre la ciudadanía; nadie atiende al consejo que dio el caballero manchego a su escudero cuando éste partió hacia el gobierno de la ínsula: “Al que has de castigar con obras no trates mal con palabras, pues le basta la pena del suplicio sin la añadidura de las malas razones”.
Cualquier acción catártica desata una pequeña tempestad en los ánimos, pero provoca al mismo tiempo una sensación de tranquilidad, puesto que nos permite pensar que podemos conjurar el peligro. Se ha empezado a airear los rincones oscuros y a sacar a la luz lo que circulaba por las cloacas, y puede que ahora su fétido olor nos produzca náuseas, pero después respiraremos el aire más limpio. Que sepa todo aquel al que se le haya confiado una parcela de poder que el riesgo de ambicionar riqueza ilícita es perder la libertad.

miércoles, 18 de febrero de 2015

Como pompa de jabón

Ni una lágrima es capaz de detener a un tirano, ni una canción jamás podrá parar una guerra, ni este artículo que estoy empezando ahora, y que ni siquiera sé cómo va a quedar, valdrá para gran cosa, como todos. Si acaso, y ya sería suficiente, puede que merezca la amable atención de algún que otro lector fiel que haya podido conseguir a lo largo de los cerca de mil artículos con que he ocupado algún rincón de las páginas de este diario. De verdad que ya sería suficiente. La capacidad de generar grandes influencias es cada vez menos frecuente y, desde luego queda lejos del artículo de prensa y sólo para obras de gran consistencia. No hay nada más digno de una compasiva mirada de condescendencia que los suspiros satisfechos del pretencioso convencido de que puede modificar con sus palabras las líneas maestras del mundo. Acaso fuese bueno, pero no. Ni siquiera las de los humildes aposentos de lo más cotidiano de la mente. El carácter del artículo es ser efímero como un copo de nieve, y su destino el de sumirse para siempre en el olvido bajo el ingente montón de información que le ha de caer encima a la mañana siguiente. Aquello tan clásico de “verba volant, scripta manent” está dejando de ser tan rotundo. 
Y entonces ¿por qué escribir? Pues la verdad es que no se sabe muy bien. Acaso sea por la belleza especial que tiene todo lo inútil y que atrae con mucho más vigor que la de lo práctico y utilitario que nos hace la vida más cómoda. O quizá por la íntima vanidad de querer dar testimonio de uno mismo. O puede que en realidad, como ya alguien dijo, no exista nada inútil, ni siquiera la misma inutilidad. El caso es que uno se sienta ante su pantalla vacía con el ánimo dispuesto a hilvanar palabras que den fe de ideas y pensamientos, de reflexiones, de sugerencias y a veces, incluso, hasta con una cierta pretensión consoladora, tan atrevido puede ser. Buscará un lenguaje grave o desenfadado, en función del tema o de su propio estado de ánimo, siempre con la inquietud de conseguir algo literariamente correcto y en pelea constante con las limitaciones del idioma y, sobre todo, con las propias. Luego, en algunas ocasiones, algún lector escribe o llama, pero la gran mayoría calla y se guarda para sí sus opiniones sobre lo que ha leído, lo que deja al autor a solas consigo mismo. 
Se dice que los periódicos, esos museos de minucias efímeras, según Borges, son los depositarios hoy día de la mejor literatura que se escribe en la actualidad, pero quedan para los buenos degustadores. La reflexión y el pensamiento son incompatibles con las exigencias de las redes sociales. En ese teclear continuo de quienes caminan por la calle con la mirada puesta a todas horas en la pantalla de su móvil, sólo hay sitio para la inmediatez, la intrascendencia, la superficialidad. Vivimos el triunfo final de lo breve y el esplendor de lo instantáneo. La información vence al propio medio, la conclusión se impone al análisis, y la belleza formal queda absolutamente desterrada por la vulgaridad. Pero no importa. Seguiremos escribiendo. A pesar de todo, siempre habrá quien crea en la sugerente atracción de lo inútil.

miércoles, 11 de febrero de 2015

Invierno

Vaya con el cambio climático y el calentamiento global, lo difícil que nos ponen creer en su existencia. Uno, que tiende a ser un poco ingenuo y a aceptar lo que le cuentan con tono concluyente desde los altos púlpitos de la ciencia, se ha asomado estos días a los campos ateridos, a los caminos cortados y a los pueblos recogidos a la fuerza en sí mismos, y nota que ha perdido gran parte de su credulidad. Por lo menos, lo que ve lo pone todo bajo sospecha. Han vuelto a los tejados los carámbanos de nuestra infancia y a helarse los regatos que ya creíamos inmunes al poder invernal. Se han batido marcas de frío y de centímetros de nieve, se ha oído continuamente aquello de que esta es una nevada de las de antes, se han querido encontrar antecedentes y han tenido que buscarse en décadas ya perdidas en la memoria. El invierno ha llegado a lo grande, como argumento concluyente, y nosotros lo miramos con ojos de sorpresa, a pesar de que nunca ha hecho mucho caso de teorías que lo daban por moribundo. Puede que en nuestro acelerado camino hacia adelante nos hayamos olvidado de que somos hijos de la tierra que pisamos y que, en su impulso incomprensible, se mueve por designios distintos a los nuestros, sin darnos explicaciones de nada. Y puede también que tanta alarma no sea más que otra falacia de oscuro designio, pero cómo no esbozar una sonrisa aliviada cuando el invierno vuelve por sus fueros y pone de nuevo en los campos y en los termómetros sus señas de siempre. Pocas cosas hay más reconfortantes que la normalidad.
El invierno es todavía una de las cosas que se siguen desenvolviendo dentro de una lógica inmutable. Puede venir a su tiempo o impacientarse y anticipar su visita, pero llega siempre, y lo hace con la altiva displicencia del que no tiene ninguna deuda con nadie. Basta una leve mueca suya para que medio país quede desorientado y sin apenas capacidad de respuesta. Pueblos aislados, centenares de personas inmovilizadas, infinidad de proyectos rotos, y a dar gracias porque sólo suelen ser unos pocos días. El invierno tiene un poder casi infinito y se ensaña cuanto quiere y pone al descubierto nuestras debilidades de simple especie y, desde luego, todas nuestras imprevisiones y carencias para paliar sus efectos. Porque por mucho que nos creamos estar llevando a feliz término la enésima revolución tecnológica, por más que podamos dejar bien dicho para la posteridad que esta es la generación de las comunicaciones, por alto que queramos alardear de nuestra condición de dominante “homo faber”, lo cierto es que uno contemplaba las escenas del otro día y le parecía estar viendo el cuadro de Goya La nevada. Cambien el burro por un coche y díganme si no. Peor aún, porque el burro avanzaba; los coches no.
El invierno, metáfora recurrente del ciclo final de nuestra vida, allí donde la calma y el sosiego sustituyen a los olvidados ardores del estío. En el silencio de sus campos nevados y en las brumas envolventes de sus largas noches vemos el reflejo de nuestro propio invierno. Pero hay una diferencia: al final del primero siempre hay una primavera.

miércoles, 4 de febrero de 2015

Querencia griega

Grecia, el quebradero de Europa, casi al borde de su exclusión, quién lo diría. Ella, que está en su mismo origen, que le dotó de todo su soporte cultural, filosófico, artístico y racional, que le habló por primera vez de política, democracia y ética, que le dio hasta el nombre. No es esta Grecia desde luego. Al igual que en otros lugares, como Egipto, es preciso aprender a salvar la distancia que el devenir implacable del tiempo fue labrando, que en el caso de Grecia no fue muy amable. Alguna sombra de rubor debería anidar en la conciencia europea por haberse quedado indiferente ante el secuestro de su vieja madre durante cuatro siglos por parte de los turcos. En Lepanto se luchó por salvar la cristiandad, pero sólo una parte, la más poderosa. A Grecia se la dejó en manos de los turcos. Tuvieron que ser los románticos, con su pasión por la libertad y por los esplendores pasados, quienes compusieran una oda al ánfora griega y una elegía al ideal perdido de Verdad, Belleza y Bondad, que los griegos habían planteado a la humanidad hacía ya dos mil años. Al final, la lucha de todos los movimientos nacionalistas helénicos consiguió que en 1822 se proclamase la independencia, pero el país había cambiado su impulso. La larga presencia musulmana apenas dejó huellas en el pensamiento, porque la Iglesia ortodoxa aglutinó el sentir griego y preservó su lengua y su concepto nacional, pero otra cosa fue su influencia en las costumbres y en el mantenimiento de los ideales clásicos.
La Atenas que hoy encuentra el viajero encarna esta dualidad a simple vista. La ciudad clásica apenas generó alusiones posteriores. La que hoy extiende su inmenso caserío hasta donde alcanza la vista nació en el siglo XIX y es un producto apresurado y sin la menor visión urbanística, una capital fea y anodina. La ciudad que enseñó al mundo la búsqueda de la belleza como suprema razón, se ha convertido en el último espejo en que mirarse. Lo que ocurre es que, cuando desde algún claro se atisba la Acrópolis, uno vuelve a congraciarse con ella sin remedio.
Cuando el avión se eleva, se ve el Partenón emergiendo con majestuosa dignidad del gris océano de casas que se extiende hasta el infinito. Quizá sea el símbolo del contraste en esta tierra de contrastes. Una tierra vieja en sus formas de vida y renovada en sus defectos, creadora de la idea de la Belleza y con la capital más fea de Europa, la tierra que fue cuna del pensamiento racional y en la que se venden por todas partes piedras contra el mal de ojo, la inventora de la democracia y la que más golpes de estado ha generado en los últimos cien años, la de la corrupción asfixiante y la de Arístides y Asiarques. Una tierra donde la iglesia ortodoxa controla todos los espíritus, pero donde los saludos nunca hacen referencia a lo divino: hérete, ten alegría, o iasas, que tengas salud. La tierra donde el tiempo apenas tiene valor y donde se inventó el komboloi, un objeto para ocupar las manos y calmar los nervios. La tierra donde se dio respuesta a la eterna pregunta sobre nuestra condición y destino: que sólo sabemos que no sabemos nada.