sábado, 16 de agosto de 2008

¿Hay alguien ahí?

Ni una sonrisa será capaz de detener a un asesino, ni una canción podrá parar jamás una guerra, ni esto que estoy escribiendo ahora valdrá para gran cosa, como todo. Puede que no haya nada más digno de una compasiva mirada de condescendencia que los suspiros satisfechos del pretencioso convencido de que puede modificar con sus palabras las líneas maestras del mundo. Acaso fuese bueno, pero no. El latido de un artículo de prensa dura desde el desayuno hasta el café de sobremesa, y el del resto poco más. Su condición es ser efímero, y su destino el de sumirse en el olvido bajo el ingente montón de palabras que salen al aire cada día.
Y entonces ¿por qué escribir? Pues acaso sea por la oculta vanidad de pretender dar testimonio de uno mismo. O quizá por la belleza especial que tiene todo lo inútil y que atrae con mucho más vigor que la del práctico y utilitario objeto que nos hace la vida más cómoda. O puede que en realidad, como ya alguien dijo, no exista nada inútil, ni siquiera la misma inutilidad. El caso es que uno se sienta ante su pantalla en blanco con el ánimo dispuesto a enlazar palabras que den fe de ideas y pensamientos, de reflexiones, y a veces, incluso, hasta con una cierta pretensión de belleza, tan atrevido puede volverse uno. Buscará un lenguaje grave o irónico, en función del tema o de su propio estado de ánimo, siempre con la inquietud de conseguir algo literariamente correcto y en pelea constante con las limitaciones del idioma y, sobre todo, con las propias, que son bastante mayores. Luego, en algunas ocasiones, algún lector escribe o llama, pero la gran mayoría calla y se guarda para sí sus opiniones sobre lo que ha leído, lo que deja al autor a solas consigo mismo. ¿Hay alguien ahí?, gritaba un columnista ante el silencio que recibían sus páginas. Por eso, cuando a uno le llegan amables comentarios desde Argentina, por ejemplo, pone en cuestión todo lo anterior y siente en su interior un ramalazo de mudo agradecimiento.

sábado, 9 de agosto de 2008

Por encima de la conciencia

Aplastar la conciencia propia en aras de otros, acallar su voz para no verse expulsado del rebaño y de la oportunidad de seguir pastando tranquilamente, anular sus convicciones más personales para no aparecer como un rebelde disidente, esa es la desgraciada función que la mayoría de los políticos se ven obligados a ejercer una vez deciden dedicarse a esta actividad. Se vota en el Congreso una propuesta cualquiera, sea una gran obra que beneficiaría a la propia región o una de esas que cuestiones que rozan lo moral y que afectan a las convicciones más íntimas. El jefe del grupo hace una señal con los dedos indicando el sentido del voto, y el beneficio de la región y la voz de la conciencia se van a freír churros. ¿Cómo van a oponerse estas trivialidades a la suprema voz de su amo? ¿Qué importancia pueden tener las pequeñas verdades personales ante la verdad absoluta que encarna el sumo sacerdote del partido?
Se cuenta que, en 1873, Nicolás Salmerón dimitió de su cargo de presidente de la I República porque su conciencia no le permitía firmar una pena de muerte. Se cuenta porque es un caso tan infrecuente en la clase política que continúa siendo un referente solitario, sin descendencia. ¿Cuántos han tenido que poner tapones en los oídos de su conciencia para dar su voto afirmativo a leyes que chocaban contra su propia moral? ¿Cuántos de quienes han votado la derogación de los trasvases lo han tenido que hacer conscientes de que dejaban a su región sin agua? ¿Cuántos se han tragado su patriotismo cuando dijeron sí a la negociación con los terroristas o al estatuto de Cataluña?
Dura servidumbre del político esa que le impide ejercer lo que él mismo presume de tener como bandera: el derecho a la libertad. En este caso la libertad de conciencia, quizá la más necesaria de todas las libertades.