jueves, 17 de marzo de 2011

La naturaleza juega a los dados

Y la tierra tembló de nuevo y el mar se salió de su sitio y el orden natural se trastornó para sorpresa y dolor del hombre. De lo más profundo de las entrañas del planeta surgió una fuerza desconocida, infinitamente mayor que cualquiera que el hombre pudiera crear, y nos vino a decir que la vida es un accidente sin trascendencia dentro del orden telúrico. Lección tan dura como inútil, porque la vida no forma parte de su sistema más que para tomar la energía que necesita para conservarse. Y, sin embargo, qué sensación de impotencia ante un hecho ante el que nada podemos hacer. Instalados en un afán permanente de certezas, nos quedamos perplejos al ver que no podemos preverlo, que nos llega de pronto y sin aviso y que, con todos nuestros avances técnicos, somos incapaces siquiera de intuirlo. Obsesionados por la seguridad, hemos de resignarnos a comprobar que estamos en manos del capricho de una fuerza que no podemos controlar.
El país del mundo más avanzado en tecnología antisísmica ha visto cómo se ponía a prueba todo su sistema de defensa. Ha opuesto todo lo que el hombre ahora mismo puede oponer, y eso, a pesar de la inmensidad de la catástrofe, ha impedido un desastre que en otro país hubiera sido incalculable. Los edificios se cimbrearon, pero no se derrumbaron; las carreteras se abrieron, las fábricas se incendiaron y millones de toneladas de barro y basura sepultaron pueblos y campos, pero no habrá cólera ni hambre. Las gentes salieron a la calle, pero no hubo pillaje ni saqueos en las tiendas. Cada uno tenía una lección aprendida, sabía a dónde ir, qué equipo llevar, a qué refugio acudir. Los japoneses, esas gentes disciplinadas, creativas, laboriosas y calladas, nos han dado una vez más una lección ejemplar.
Pero el temor sigue. Los expertos vaticinan que en algún momento y en algún sitio se producirá un terremoto 10 y que no hay posibilidad de intuir qué consecuencias tendrá. Simplemente cabe imaginar lo que habría sucedido si este tsunami, en vez de tener lugar en la costa oriental del archipiélago, con toda la inmensidad del Pacífico por delante, hubiera ocurrido en la occidental, a pocos kilómetros de la tierra continental. Las fuerzas telúricas sí juegan a los dados.
Esa es la condena del hombre, el único ser que sabe que ha de morir: la angustia de la incertidumbre, el acecho permanente de lo irremediable, la certeza de que nuestra madre la naturaleza no tiene por nosotros más aprecio que por una oruga. Nos hemos repetido a nosotros mismos, hasta convertirlo en dogma liberador, que el hombre es la medida de todas las cosas, pero no se nos ha ocurrido añadir que en todo caso lo será de todas las cosas humanas. Que en el conjunto de todo lo que nos rodea ni es medida ni es rey. El dominio absoluto pertenece a la naturaleza, de la que no somos más que una pequeña parte, eso sí, la más atrevida, la más rebelde y la única consciente de serlo.