miércoles, 30 de septiembre de 2020

Reflexión en la epidemia

Dicen los que saben de eso que nuestro cuerpo está formado por unos cien billones de células, más o menos. No sé cómo han podido contarlas, pero eso afirman los científicos que, a diferencia de los políticos, no tienen ningún interés en mentirnos. O sea, que nuestro cuerpo no es más que un completo muestrario de especímenes celulares, eso sí, adecuadamente distribuidos. Aunque es evidente que las tales células no son idénticas en todos los cuerpos, al menos por fuera. Las mías, por ejemplo, tienen bastante peor presencia que las de Emma Watson, por ejemplo, y entre las de Pablo Iglesias y las de Monica Bellucci, pongo por caso, cualquiera puede notar también alguna que otra diferencia a simple vista. Se ve que en este reparto cada uno ha entrado en el sorteo sin haber elegido número y sin ningún derecho de reclamación. Lo cierto es que venimos a ser como un puzle de células bien dispuestas, en las se asientan no sólo todas nuestras funciones físicas, sino los códigos genéticos, las claves fenotípicas, los condicionantes de nuestro aspecto externo y hasta eso que siempre fue tenido como las potencias del alma, es decir, el entendimiento, la memoria y la voluntad, que tienen su sede por los vericuetos del cerebro. Los científicos creen, incluso, que en el interior de alguna escondida cadena de aminoácidos se encuentra impreso nuestro devenir y decidida nuestra trayectoria futura, tanto física como de conducta, con lo cual, hasta lo que siempre hemos llamado Destino, con mayúscula, termina reducido a unos nombres químicos. 

Estos tiempos de epidemia, cuando la muerte es noticia diaria, nos dan para meditar sobre todo esto. Por primera vez nuestra generación ve de cerca la evidencia de una realidad que creía superada y que hasta ahora solo conocía de oídas. Somos frágiles y estábamos dejando de ser conscientes de ello. Todo es una lucha continua por conseguir a toda costa el poder, el dinero o la fama, como si con ellos obtuviéramos el dominio del misterio que nos rodea. Ahora la desgracia nos está poniendo en el sitio que jamás creíamos ocupar. Somos una simple parte indivisible del gran conjunto químico universal. Ese que te mira cada mañana desde el espejo, que vive, lucha, piensa y duda, no es más que un complejo conjunto de células organizadas según un esquema determinado, cuyas claves vamos desvelando poco a poco. Puesto bajo el microscopio, todo va teniendo un nombre y una fórmula. ¿Y los sentimientos? ¿Y la búsqueda continua de la felicidad? ¿Y el gozo o el dolor de una emoción? Pues ahí nos quedamos. Vamos creer que solo en ellos reside la única razón de nuestra existencia.

miércoles, 23 de septiembre de 2020

Nuestra zarzuela

Entre tantos nubarrones que se ciernen sobre nosotros en este tiempo de zozobra, con el coronavirus que no cede, la amenaza de la crisis económica y los inquietantes planes del vicepresidente del moño, los ánimos tienden a buscar algún atisbo de belleza que les sirva de asidero y refugio. Siempre los hay, y cada uno encuentra los suyos a poco que los busque. Están a nuestro lado, a veces cubiertos por una capa de polvo bajo el brillo artificioso de modas extrañas, ocultando su inmensa riqueza a la espera de quien quiera disfrutarla. Un amigo me comentaba que estos días le han servido para descubrir la zarzuela. 

Incluso ahora, cuando el afán de modernidad nos lleva a unos sentimientos estéticos que nos resultan ajenos, pero que nos imponen como una norma, no es de extrañar ese atractivo que la zarzuela ha ejercido siempre sobre cualquiera que se acerque a ella. Muy pocas veces en la historia de la música se ha llegado tan hondo en el acercamiento a los estratos populares y a los sentimientos más naturales y sencillos de un pueblo como en nuestro género lírico; pocas veces los recursos musicales fueron puestos con tanta eficacia al servicio común como en el caso de nuestra querida y subvalorada zarzuela. Si en sus formas cabe cualquier expresión musical, desde las romanzas hasta los coros, los bailes o los momentos orquestales, en su contenido puede encontrarse un reflejo del devenir de la sociedad española desde hace doscientos años. Cualquier tipo social tiene aquí su imagen, algunas veces convertida incluso en arquetipo. Ahí está, por ejemplo, don Hilarión, esa insuperable figura del viejo que se niega a serlo y cree que en el dinero está toda solución, hasta que la realidad le pone en su sitio con toda crudeza. A veces se roza la cuestión política e incluso se satiriza la visión que de su poder tiene la autoridad, pero siempre dentro de un prodigio de gracia, majeza, brío, donaire e ingenio. Porque, entre los rasgos que definen la zarzuela, y que la diferencian conceptualmente de la ópera, está el del carácter positivo de sus personajes. Envueltos, casi siempre a su pesar, en los mil problemas cotidianos, de amor, de dinero, de ley, de trabajo, siempre tendrán presente el lado bueno de la vida y no dudarán ni por un instante de que todo alcanzará una solución. Lo negativo queda para la vida real. 

La zarzuela es nuestra gran música nacional, y una vez más -como en el caso de nuestro idioma, nuestros hechos históricos o nuestra visión de la vida- no parecemos ser del todo conscientes de lo que tenemos. Esa es quizá la gran asignatura pendiente del carácter español.

miércoles, 16 de septiembre de 2020

La censura de ahora

 Seguir la actualidad, aunque sea al nivel tan elemental en que uno la sigue, da para encontrarse con sorpresas de todo tipo, con hechos y palabras difíciles de creer, con una gama variada de situaciones que van desde inquietantes a divertidas, y no digamos de personajes admirables al lado de otros que parecen salidos de un manual de cómo ser un perfecto estúpido. Es que el mundo es muy ancho y ahora en las redes cabe todo y los criterios a la hora de valorar las informaciones han desaparecido y tiene la misma repercusión la opinión de cualquier botarate analfabeto que la del que dedica su vida a la investigación y al estudio de un tema. Entre esa riada de noticias que nos llega continuamente queramos o no, podemos hacer nuestra propia clasificación: las perfectamente prescindibles, que son la mayoría; las importantes de verdad porque son las que nos van a afectar a nosotros, y las indiferentes, que ni nos van ni nos vienen, pero que reflejan sin querer un determinado aspecto de nuestro tiempo. Estas últimas puede uno tomarlas con humor o como un motivo para una reflexión sobre nuestra sociedad y la deriva que le imponen quienes manejan los botones de sus mandos. Es el caso de la que nos llega de Hollywood a cuenta de las delicadas y correctas conciencias de sus magnates. 

 Resulta que los que manejan todo ese inmenso guiñol de los Oscar han decidido que todas las películas que pretendan conseguirlo han de contar con su correspondiente cuota de minorías, no solo entre sus actores sino también entre los técnicos. Como mínimo un 30 por ciento han de ser negros, latinos, asiáticos, polinesios o de otras etnias poco representadas. También deberá tener ese porcentaje de mujeres, homosexuales o de personas "con capacidad diversa". No sé si los gordos, los calvos, los zurdos o los pensionistas protestarán por quedar fuera de tan afortunado cupo. Podrían, digo yo. Pues miren, ahora ya no nos será posible ir al cine con la certeza de ver una historia fiel a su origen, tal como salió de la mente que la creó; por más que lo intentemos, no podremos evitar ver las películas con la sensación de que han sido manipuladas, que una buena parte de los actores y los personajes están allí por cumplir la cuota y que todo es una inmensa falsedad dictada por los guardianes de la corrección política. 

Aquella vieja censura, con el señor de gafas y lápiz en mano acortando escotes femeninos y alargando las faldas casi inspira ternura al lado de estos nuevos calvinos que siempre tienen las hogueras preparadas. En este caso para hacer arder la libertad de creación.

miércoles, 9 de septiembre de 2020

El adiós

El teléfono sonó cuando se disponía a entrar en el comedor del hotel donde había ido a tomarse unos breves días de vacaciones, las primeras en mucho tiempo. Una voz con tono profesional le preguntó si era el hijo de un paciente que había ingresado esa mañana en el hospital, y le dieron el nombre que figuraba en sus documentos. El maldito coronavirus. Por un momento se quedó aturdido. Su padre, rebosante de salud, animoso siempre, que jamás tuvo un dolor del que quejarse y que había entrado en los ochenta con la misma naturalidad con que había cruzado todas las décadas anteriores, estaba ahora en una cama de cuidados intensivos luchando con la muerte. Hizo la maleta a toda prisa, salió hacia el coche y arrancó a toda velocidad hacia su ciudad. 

Apenas veía los kilómetros, solo la necesidad de devorarlos cuanto antes. Y la imagen de su padre grabada en todo lo que miraba. Cuánto se lo había pensado antes de decidirse a tomar aquellos cinco días. Bien es verdad que los necesitaba después de un año lleno de complicaciones de todo tipo. Fue justamente él quien lo animó ante su resistencia a dejarle solo. No tenía que preocuparse; se las apañaría muy bien, vete y disfruta. Su padre, con su mirada serena y su enorme sabiduría de la vida, era el puerto en el que refugiarse siempre que algún nubarrón amenazaba el horizonte. Cuando murió su madre, fue él el que, tragándose su dolor, le sacó del profundo pozo en que cayó; él, que acababa de perder la mitad de sí mismo. Y luego, siempre discreto, optimista y positivo frente a todo, con el abrazo justo y el cariño contenido para no resultar empalagoso, pero siempre ahí, dispuesto a cualquier sacrificio por él. Y ahora podía irse sin un adiós. 

La carretera parecía no tener fin; solo los indicadores que señalaban la distancia daban fe de que efectivamente se iba acercando. Cuando al fin llegó al hospital, entró como una tromba y preguntó en recepción por la habitación de su padre. La enfermera le informó amablemente de que no eran posibles las visitas por el peligro de contagio. De nada sirvieron protestas ni súplicas, pero él vería a su padre aunque fuera lo ultimo que hiciese. Esa misma noche, aprovechando un cambio de turno, logró entrar en la habitación disfrazado de sanitario. Su padre yacía boca abajo, entre tubos y máquinas, agitándose levemente. Durante unos momentos se quedó mirándolo con los ojos humedecidos mientras se le acumulaban los recuerdos. Luego, lentamente, se acercó a su mejilla y durante un segundo le dio un beso que duró una eternidad. Dentro de unos días que fuera lo que quisiera.

miércoles, 2 de septiembre de 2020

El tribunal de los necios

Este escenario pandémico en que vivimos ofrece también aspectos colaterales que, aunque nada tienen que ver con él ni por su origen ni por su materia, contribuyen a aumentar la confusión en que parece sumida nuestra época. Quizá el futuro, que todo lo decanta, pueda explicar en su día lo que ahora solo podemos ver como un tiempo de desconcierto, en el que las únicas referencias que priman son los sentimientos viscerales o los criterios interesados de quienes aspiran a sacar su propio provecho intentando obtener el dominio global de nuestras convicciones. La preocupación por la epidemia y sus terribles consecuencias se entremezcla con otras inquietudes generadas artificialmente, estériles en sus consecuencias, absurdas la mayoría de las veces y sin capacidad para interesar más que a sus fanáticos. Elementos traídos por los pelos, que parecen brotar de repente y con sospechosa unanimidad, sin un motivo que lo justifique, y que tratan de explicarse como un producto de la evolución del pensamiento o de las pautas morales que lleva consigo el paso del tiempo. 
Uno de estos elementos que anda por ahí ahora en primera línea es el revisionismo histórico. No se puede ser progre si no se tiene una opinión negativa de casi todo lo que hicieron los que nos precedieron. Los valores ya no permanecen en el tiempo; los justicieros del pasado tienen tan claro dónde está la virtud que deben condenar y condenan a las tinieblas exteriores a aquellos de nuestros antepasados que hayan hecho algo que no se ajuste a su criterio, el único que vale. Se han erigido en portavoces del veredicto de los siglos y ay de aquel que ose defenderlos. Tendrá que vérselas en el banquillo ante este tribunal de necios. 
Ese afán de ser jueces de hechos sucedidos en otros tiempos da lugar a un vendaval que esquiva la crítica serena y objetiva y arrasa el sentido común, desde gobernantes que dictaminan mediante una ley la memoria histórica que debemos conservar, hasta el desmadre de turbas vandálicas que embadurnan y derriban monumentos y recuerdos de personajes de los que apenas saben nada. A veces, incluso, haciendo gala de sus propias contradicciones. Un ejemplo: el Museo Británico, para "romper amarras con el colonialismo", ha eliminado de su entrada el busto de su fundador, el naturalista Hans Sloane, porque al parecer, en el siglo XVII tuvo alguna relación con el esclavismo. Precisamente este museo, que si eliminara todos los objetos que trajo de sus colonias dejaría vacías la mitad de las salas. Pueden comenzar por la piedra de Rosetta o por los mármoles que Elgin arrancó del Partenón.