miércoles, 25 de septiembre de 2013

Un retrato actual

Una generación entera se emancipó de golpe de todo cuanto había estado en vigor hasta entonces. En las escuelas se introdujo el espíritu de rebelión contra lo que enseñaban los maestros, porque los niños debían aprender sólo aquello que les venía en gana. Las chicas se vestían con ropas masculinas y los chicos a su vez se depilaban para parecer más femeninos; la homosexualidad se convirtió en una gran moda, no por instinto natural, sino como protesta contra las formas tradicionales de amor. Las formas artísticas pugnaban por presumir de radicales y revolucionarias. La nueva pintura dio por liquidada la obra de Rembrandt y Velázquez, e inició los experimentos más extravagantes. En todo se proscribió el elemento inteligible. La melodía en la música se sacrificó por extrañas tonalidades que golpeaban los oídos, el teatro de siempre interpretó con absurdos montajes, la moda no cesaba de inventar estrafalarios modelos que acentuaban el desnudo con insistencia. En todos los campos se inició una época de experimentos de lo más delirantes, que querían dejar atrás, de un solo salto, todo lo que se había hecho y producido hasta entonces. Cuanto más joven era uno y menos había aprendido, más bienvenido era por su desvinculación de las tradiciones. Por fin la gran venganza de la juventud se desahogaba contra el mundo de nuestros padres. Pero en medio de tan gran carnaval, ningún espectáculo resultó tan patético como el de muchos intelectuales de la generación que, presos del pánico de quedar atrasados y ser considerados poco modernos, de maquillaron con fogosa rapidez e intentaron seguir también ellos, con paso renqueante, los extravíos más notorios. Todo lo extravagante e incontrolado vivió su edad de oro: el ocultismo, el espiritismo, la adivinación del futuro, el falso misticismo. Se vendía fácilmente todo lo que prometía sensaciones extremas más allá de las conocidas hasta entonces: toda forma de estupefacientes y drogas. En las obras literarias los únicos temas aceptados eran el incesto, la homosexualidad, la violencia y el sexo.
Si han leído esto con atención verán que podría tratarse de un retrato agudo y expresivo de nuestra época, sólo que es el que Stefan Zweig hace de la suya, a finales de los años 30. Conviene repasar viejas lecturas, aquéllas que nos dejaron los espíritus libres, sabios y dolientes, que vivieron antes que nosotros, porque en ellas suele haber un germen de advertencia, al tiempo que una mirada profética. Cómo es de cíclica la Historia y qué poco nos aprovechamos de sus enseñanzas. Aquel tiempo terminó con el hundimiento de los viejos valores de la civilización occidental y el triunfo sangriento de la irracionalidad, que impidió, con su tajo de muerte, contemplar el desarrollo de aquella generación. Y ante eso, ante el desmoronamiento de todo aquello que sostenía su concepción de ser europeo, Stefan y su esposa Lotte decidieron dar un adiós voluntario al gran teatro del mundo, quizá porque a la angustia de su visión se unió la conciencia de su imposibilidad de redención. No supo que de momento se equivocaba, pero el retrato que hace de su época nos resulta de sobra conocido.

domingo, 22 de septiembre de 2013

La lista del colegio

La lista del colegio Hay que ver cómo se las arreglan, entre editoriales y colegios, para crear cada año un septiembre negro para los padres. Tengo ante mí la lista del material que pide un colegio público de Gijón a una niña de primero, o sea, de seis años. Es una lista inicial, de carácter general, ya que luego vendrá la que exija el tutor correspondiente. Desde luego, formación completa sí que van a tener los pequeños educandos, a juzgar por la amplitud de tareas que promete tan gran número de adminículos, desde un lápiz concreto hasta una caja de toallitas húmedas, y desde rotuladores de una determinada marca hasta mil folios por cada alumno. Sí, mil folios, más las correspondientes libretas, que ya es papel. Y además, 50 euros en un sobre cerrado, que se unen a lo ya desembolsado por los libros de texto y se convierten en el negro colofón de la sangría de este dichoso mes, teñida a veces de angustia callada y sacrificios escondidos. Se dan explicaciones, claro, pero están más cerca del propósito de informar que de la finalidad de convencer. Se presenta siempre la formación del niño como el punto supremo al que se dirigen todos los esfuerzos, faltaría más, pero en este objetivo no se contempla el camino menos costoso, a pesar de que estamos en un tiempo de alifafes y ampollas en los pies. No estaría mal que algunos de los responsables del sistema educativo echase una mirada fuera de su aula y se convenciera de que la transmisión del conocimiento, el ejercicio de desarrollar las facultades intelectuales y morales de un niño, educar, no guardan una relación estrictamente directa con el grado de abundancia de soportes materiales. Realmente, a veces cuesta defender la enseñanza pública.
En esta pesadilla que viven los padres cada año intervienen muchos elementos conjugados entre sí: los que deciden los textos en los centros; las administraciones, que miran para otro lado; los libreros, que en muchos casos tienen aquí su negocio anual; las editoriales, a la cabeza de todos; una cadena de eslabones participando de este desaguisado, unos por omisión y otros haciendo su septiembre. Y por encima, ese vaivén cambiante de métodos de enseñanza, que es como una confesión: después de tantos planes de estudios, tantas reuniones de pedagogos y tanta experiencia acumulada, aún no se ha encontrado la forma de enseñar lengua o matemáticas. No importa, porque los padres jamás regatearán ningún sacrificio por la formación de sus hijos, y mientras se pueda convertir ese sacrificio en ganancia, pues a ganar todos. Menos los padres.
La lista de ese colegio, que se supone es similar a la de todos, seguramente podría tener la misma eficacia, o acaso más, con menos exigencias, aunque responda a un proyecto pedagógico particular. Y en todo caso forma parte de ese afán de tratar de corregir unos resultados educativos mediocres con una abundante ayuda de medios materiales, como si de ellos emanase la esencia del saber. Vendrán los pedagogos, psicólogos y sedicentes expertos de toda laya a explicarlo, pero tendrán difícil convencer a los padres de que los sencillos y baratos métodos con los que nos enseñaron a todos las primeras letras eran menos eficaces que los de ahora. Todo sea a la mayor gloria del negocio.

jueves, 12 de septiembre de 2013

El mito olímpico

Parece mentira, pero en el mundo que hemos construido, el prestigio, la grandeza, el nombre y la categoría de una ciudad se miden por el hecho de ser elegida para ser sede de unos juegos deportivos. Parece su garantía de preeminencia. Lo que infunde respeto y envidia no es ser un foco de cultura o un centro de investigación científica, ni su densidad histórica, ni ninguna cualidad artística o intelectual, sino que pueda ser escenario de un espectáculo lúdico durante dos semanas. Ese es el culmen de la fama y el desiderátum máximo de toda ciudad de hoy. Lo que hay detrás de ello -inversiones, carreras políticas, intereses privados de todo tipo, tiburones económicos- se tapa con el mantra de que los beneficios para la ciudad serán mayores. Lo que no siempre es cierto, desde luego, y no es la primera vez que se pone en evidencia el sinsentido de hacer unas obras costosísimas para quince días. En la Grecia clásica los juegos se celebraban siempre en la misma ciudad, y los vencedores recibían como premio una corona de olivo. Tuvieron un Píndaro que los cantó, pero también a un Eurípides, que pensaba de otro modo: “De los innumerables males que afligen a la Hélade, ninguno es de peor raza que la de los atletas... Ídolos de la ciudad, consumen su juventud entre vítores y fiestas, mas luego, al llegarles la vejez, nadie se acuerda de ellos... ¿Quién ha sacado a su patria de un apuro a fuerza de conquistar premios?”. Al menos entonces se detenían todas las guerras durante los días de los juegos.
Ver cómo alguien trata de correr, saltar o nadar más que nadie, es la nueva gran religión de nuestro tiempo, y tiene sus ministros, sus ritos, sus acólitos, sus templos y, por supuesto, sus fieles, que se cuentan por miles de millones; prácticamente todo el mundo. Cada cuatro años se celebra su ceremonia máxima, en un lugar decidido por un cónclave formado por un centenar de millonarios sin mucho que hacer, algunos de ellos representando a países cuyos atletas harían ya mucho corriendo en el patio de un colegio; ya me dirán que tienen que decir en Mónaco sobre dónde hay que celebrar los juegos, o en Aruba o en Fidji. Individuos bien conscientes de ser objeto continuo de pleitesía, que se pasan cuatro años recorriendo las ciudades candidatas, siendo agasajados con lo mejor que tiene cada una, en hoteles y restaurantes a cargo nuestro, y haciendo que elaboran sesudos y completos informes, que a la hora de la verdad ni ellos mismos tienen en cuenta, acaso porque se cruce por el medio algún que otro milloncejo ofrecido por alguno de tantos elementos interesados: cadenas de televisión, marcas deportivas, otras ciudades candidatas presentes y futuras. Y estos son a los que se les llena la boca con eso del juego limpio. Con esta gente es conveniente perder la inocencia cuanto antes. Como ha dicho alguien refiriéndose a nuestro caso, si ya lo teníamos casi todo construido, de dónde iban a sacar ellos tajada. A Madrid la han privado de los Juegos Olímpicos porque el trabajo bien hecho suele contar poco ante consideraciones bastardas. Lo mismo que sucede con muchas subvenciones oficiales y con la mayoría de los premios. No hay defensa contra ello.

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Pueblos


El verano es el tiempo en que los pueblos quedan con sus intimidades al aire. Lo que en el resto del año es espacio familiar y comportamientos sociales de confianza, ahora va a estar expuesto a miradas extrañas. Cuando se tiene visita no se dejan las camas sin hacer ni los platos sin fregar; eso puede pasar cuando se vive en la normalidad de lo cotidiano, pero no cuando se está a la vista de miles de curiosos que se acercan a conocer la casa. Y es así. Nuestros pueblos se llenan en verano de visitantes, en un vagabundeo estudiado unos, en estancia vacacional otros, en un intento de perpetuación de recuerdos algunos, y todos en un propósito de personalizar su disfrute, porque no todo es turismo de sol y arena, y frente al veraneante de tumbona y bronceador está el buscador de emociones más primarias, y frente al turista el viajero.
A lo largo de los caminos de España, el vagabundo de ojos atentos y con la mente vacía de prejuicios, encontrará pueblos de cualquier estampa y entraña. Los hay que han recibido de su pasado un conjunto monumental que les da un empaque señorial y un toque de distinción histórica que hacen que estén en la mente de todos; sería el caso de Santillana, Villanueva de los Infantes, Medinaceli y algunos más. Hay otros que, sin tener nada que destaque en particular, poseen un conjunto urbano armónico que trasluce su evolución histórica y hace que resulte un placer pasear por sus callejuelas; ahí están, por poner algún ejemplo, Urueña, Pals, Covarrubias, Sos, Ayllón, Pedraza, Morella, Atienza y tantos otros. Los hay también que poseen una obra excepcional inmersa en un conjunto menor, aunque digno de ella; serían los casos de Alcántara, Frómista o Guadalupe. Hay pueblos que son buenos exponentes de cómo la pobreza pretérita, al mantenerse sin medios para evolucionar, puede engendrar la riqueza posterior, esa que trae la invasión de visitantes que los inundan en todo tiempo; ejemplos pueden ser La Alberca, Aínsa, Albarracín o, en menor tono, Patones. Otros tienen su atractivo en un hecho literario, como Argamasilla de Alba, donde este viajero buscó siempre la sombra del hidalgo y su creador, hasta que un alcalde de escasas letras convirtió el edificio de la Casa de Medrano en un monstruoso engendro; por cierto, en perfecta demostración del principio de Peter, este alcalde dirige ahora un partido nacional. Y los hay que han elegido el turismo cutre, como Lloret de Mar, donde esta cutrez impregna todo el aspecto urbano; realmente hay pocos pueblos que se hayan vuelto tan feos como Lloret.
Hay una ruta de pueblos blancos y otra de pueblos negros y hasta hay uno azul. Y hay también otros, los más, que apenas tienen nada que ofrecer desde el punto de vista artístico o natural; sólo su modo de vida y el conocimiento de su esfuerzo cotidiano en el duro ejercicio de ganarse el sustento. Se visitan por eso, simplemente porque son pueblos, porque hay un viejo sentado al sol al que quizá se le pueda arrancar una historia, porque el perro que está tumbado en el medio de la calle apenas levanta la mirada cuando pasa el forastero, porque no hay más que una taberna en la que se juega al dominó, porque huele a pan.