miércoles, 19 de junio de 2013

Y allá a su frente, Estambul

La plaza de Taksim no es, ni mucho menos, el primer rincón de Estambul al que acude el turista, pero sí el que puede encarnar a la ciudad nacida en su segunda andadura, ya exclusivamente turca. Ataturk está allí en su sitio natural, presidiéndola. Acaso sea también el lugar más en consonancia con las ideas que dan pie a otra de esas primaveras, aunque no para las tanquetas, las barricadas y los destrozos, que para esos jamás es bueno ninguno. Y el viajero se da cuenta de que esto es accidental y que el meollo está en otra parte. Al fin y al cabo él no tiene más vinculación con la ciudad que la que quiera tener.
Estambul, desde lejos, parece tener mágico hasta el nombre, quizá por su sonoridad líquida aguda, que suena como un disparo de culebrina, porque rima con azul, o porque era el punto que tenía ante sí aquel pirata que cantaba alegre en la popa. Estambul suena mejor que Bizancio y aun que Constantinopla, y desde luego mejor que Istanbul, con acentuación llana, que es como los turcos la llaman. A Estambul el viajero puede intuirla sin saber muy bien qué es lo que hay que intuir, y por eso suele ir sin grandes estorbos en sus alforjas, que es la suerte más agradecida que puede tener un viajero.
Visto desde arriba da para mucho este rincón. No extraña que, estando donde está, en un paso clave para el comercio marítimo con Oriente y siendo punto en el que confluyen las dos grandes corrientes de la civilización mediterránea, haya sido habitado y disputado desde siempre. Aquel Byzas, griego él, bien sabía lo que hacía cuando se asentó allí. Luego, Constantino, en el 336, la reconstruyó a imagen de Roma; Justiniano, en el siglo VI, levantó la espléndida basílica de Santa Sofía y la embelleció aún más, y en el mal año de 1453, los turcos cayeron sobre ella y se la quedaron para siempre. Tan sólo desecharon su nombre, que debió de parecerles un trabalenguas muy poco turco, y la llamaron Istanbul. Nadie en Occidente la lloró ni jamás se reivindicó su pertenencia. Solimán, en el siglo XVI, la reformó a la turca y la llenó de mezquitas. Ataturk, en 1923, la hizo perder la capitalidad en favor de la pueblerina Ankara. Hoy tiene unos trece millones de habitantes y recibe cada año medio millón de inmigrantes de todo el país.
Estambul es fea y hermosa, abigarrada y plácida, oriental y occidental, engañosa y fiable, enervante y enamoradora, todo a la vez y como gozándose en ello y en ir a contrapelo de cualquier circunstancia. Cuando Ataturk la despojó de la capitalidad, ella creció hasta hacerse una de las mayores aglomeraciones urbanas del mundo; cuando el mismo padre de la patria impuso los caracteres latinos, no pareció afectarle mucho, porque su origen la amparaba. De Amicis, en su Constantinopla, la describió bajo el influjo del misterio que aún ejercía sobre el viajero decimonónico. Pierre Loti, en La Turquía agonizante, lamentó con nostalgia la desaparición de unas formas de vida que se iban, pero eso era en 1923. Hoy vería que Estambul no deja irse casi nada, como no sea lo que se puede llevar el turismo masivo, que ese sí que es un enemigo buscado.

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