miércoles, 26 de septiembre de 2018

El plagio

Vaya con el plagio. De todas las infinitas causas de crisis políticas, esta es una de las menos habituales; más bien parece propia de otros ámbitos, relacionados con la creación literaria, artística o científica. Ay, las palabras y las ideas a las que sirven de envoltura, qué escasas y qué difíciles de encontrar resultan casi siempre, y qué tentación la de apoderarse de las que se encuentras por ahí extraviadas sin dueño aparente. El plagio suele nacer de la vagancia y la comodidad, y casi siempre es demostración de incompetencia, confesión de la propia incapacidad, un quiero y no puedo que en el fondo viene a ser un tácito reconocimiento del talento ajeno. Los códigos éticos no escritos, al menos en Europa, son rigurosos con el plagiador; marcan su nombre, le apartan al montón de los tramposos y los no fiables. Al fin y al cabo se han apoderado de una propiedad ajena, lo que no sucede en el autoplagio, que siempre resulta más disculpable. Iriarte dedicó a "los que se aprovechan de las obras de otros y tienen la ingratitud de no citarlos", la fábula del hurón que reprochaba a su dueño que presumiese de ser el mejor cazador de conejos cuando en realidad los cazaba él, sin que el hombre le hiciera caso: Y se quedó tan sereno / como ingrato escritor / que del auxilio ajeno / se aprovecha y no cita al bienhechor.
El plagio tiene mala defensa, y pretender ejercerla suele ser peor remedio, porque no es fácil encontrar soportes sobre el que sostenerla. Si se descubre, lo mejor es reconocerlo, aceptarlo, huir de actitudes soberbias, olvidarse de disculpas absurdas y procurar evitar una querella. Todo lo que en este caso de la tesis del presidente no se hizo; aquí se salió a toque de rebato al contraataque negando primero, justificando después, embrollando siempre. Amenazando a los medios que lo publicaron y hasta tratando de introducir dudas sobre el propio concepto como si se pretendiera relativizarlo para modificar su dimensión; ahí está la portavoz del partido preguntándose extrañada si copiar 500 palabras sin comillas puede llamarse plagio. Claro que esta es la opinión de una bachillera, pero qué gran virtud la de saber guardar silencio.
Aprovecharse de las ideas de otros es tan viejo como el hombre, pero las motivaciones y sobre todo la percepción social de sus efectos han ido cambiando. Hubo períodos, como en el Renacimiento y el Barroco, en que, especialmente en el campo musical, era práctica habitual la reelaboración de piezas de otros compositores, que incluso veían con buenos ojos esta apropiación: el autor podía sentirse halagado al ver su obra convertida en fuente de inspiración, era un modo de hacerla más atractiva y popular, y en definitiva podía tomarse como un homenaje a su persona. Más que de plagiadores cabe hablar aquí de recreadores. El simple copión siempre fue despreciado. Moratín se dirigía a uno de ellos para aconsejarle que a los que te ayudan en tus obras, / no los mimes ni los trates; / tú te bastas y te sobras / para escribir disparates.
El plagio del presidente y su ya famosa tesis no afecta más que a su credibilidad personal y a la dignidad del cargo; a los ciudadanos nada. Por algo la política es la única profesión que puede ejercerse sin tener que demostrar conocimiento alguno.

miércoles, 19 de septiembre de 2018

El triunfo de lo trivial

El espectáculo no se detiene ni para tomarse un respiro. Eso sí, se renueva cada poco, aunque con un tono de ya visto y sin que a los protagonistas les importe la creciente sensación de hartazgo entre los espectadores. La misma casta de actores, los mismos escenarios, las mismas sobreactuaciones y una acción que parece inspirada en aquellas batallas a almohadazos que montábamos de niños entre hermanos cuando nuestros padres no estaban. La de ahora es la batalla de los títulos. Una caza desenfrenada de gazapos en el pasado académico de los contrarios, todos hurgando a la búsqueda de algún fantasma en forma de falso mérito que adorna indebidamente el currículum del rival. Los disparos van en todas direcciones y ya han causado dos bajas, una por cada bando, una ministra y otra presidenta de una comunidad, y hay algunos más en entredicho. Como suele ocurrir que los más vulnerables siempre son los más atrevidos y por aquello de no ver la viga en el ojo propio, el estallido se ha vuelto contra el presidente. Alguien se ha tomado la molestia de escudriñar su tesis doctoral y ha encontrado que hay unas cuantas cosas que aclarar. Y, naturalmente, se le piden aclaraciones. Mentiras, excusas, dilaciones, respuestas airadas, el ataque como defensa, silencios interesados y actitudes desafiantes ante la petición de explicaciones. El Gobierno sale en tromba a protegerlo; la vicepresidenta suelta su confuso discurso de siempre con el mismo impostado énfasis de siempre; la portavoz hace imposibles esfuerzos dialécticos, y el propio interesado advierte en el Congreso que algún grupo se va a enterar. Y todo por una tesis que puede que sea el orgullo del autor, según sus propias palabras, pero que, según los entendidos, es poco más que un trabajo de bachillerato en el que, además, trece de cada cien páginas son un plagio.
En realidad, todo este asunto de los títulos es intrascendente. Al ciudadano no le importa que quien le gobierna haya terminado un máster o no. Le importa más que mienta en ello, porque proyectará sus mentiras en todo lo demás. Le importan y le atemorizan la saña, el tono avieso que se oculta tras las palabras, el afán de destrucción del contrario, el imprudente y peligroso acento revanchista, que linda con el odio y reactiva viejos rencores. También nos sirve para varias cosas: por ejemplo, para constatar la calidad intelectual de muchos de nuestros políticos, para mostrar el rigor con que algunas de nuestras universidades otorgan sus máximas distinciones académicas y, sobre todo, para dejar clara la incapacidad de este Gobierno para percibir los problemas reales y su maestría en el viejo truco de crear un conflicto donde no lo había para luego aparecer como un salvador con la solución. El pueblo conciliaba bien el sueño sin preocuparse de dónde estaban los huesos de otro gobernante que murió hace más de cuarenta años, ni de cuestionarse ni por asomo de quién es la propiedad de la catedral de Córdoba. De verdad que hay otras cosas que le quitan el sueño. Hay escrita una hoja de ruta para los malos políticos que aquí parece seguirse fielmente: buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar los remedios equivocados. La escribió Marx, pero no el pelmazo de las barbas, sino el genio del bigote y el puro.

miércoles, 12 de septiembre de 2018

Covadonga

Mira, amigo, que este valle y estas montañas hay que verlas con ojos divididos entre la admiración por lo que nos muestran y la reflexión por lo que representan. Mira que este es un lugar de contemplación retrospectiva, salvo que se quiera quedar solamente en un oh espontáneo de asombro y en unas fotos, antes de dar media vuelta. Aquí, junto al Auseva, en la cueva que se abre en este marco de caliza, agua y bosque, al que la piedra azafranada de la basílica da un toque casi mágico, confluyen todos los caminos que quieran andarse en Asturias: el del historiador que pretenda desandar el largo proceso que concluye con la recuperación de la unidad española en 1492; el del asturiano que se entrega dócilmente a sus resortes de primigeneidad e identificación, sin análisis ni críticas; el del turista en busca de lugares emblemáticos o especialmente hermosos; el del peregrino cargado de fe que busca elevar su plegaria de consuelo o agradecimiento. Y Covadonga, encastillada en su mito y guarnecida por las actitudes, resiste bien todas las miradas y no defrauda a ninguno. Todo mito nace de una necesidad y, en su origen, mientras el grupo social lo abona y lo riega amorosamente, tiene todas las características y las consecuencias de lo verdadero, al menos para la comunidad que lo fomenta. Son la perspectiva y el rigor histórico los que habrán de desenmarañar la confusa urdimbre de hilos que el tiempo fue entrecruzando, hasta dejar a la vista, clara e insobornable, la lectura del tejido primitivo. En el caso de Covadonga esto se vuelve particularmente difícil todavía ahora, en su decimotercero centenario. Pero tampoco importa mucho.
Quizá vengas con algún resabio, que no es mala cosa siempre que no se le deje convertirse en un quiste dogmático, pero déjate llevar. Mira y respira. El valle se va cerrando. Dejas atrás La Riera, donde acaso aún se acuerden de la tabernera a la que los canteros habían de cortejar si querían beber buen vino. El arroyo corre pegado al camino; viene de la cueva y trae de ella el nombre y el agua santa. La última curva te va a parecer una curva inmisericorde con quien vaya desprevenido, al presentar de golpe la inmensa mole de roca, prolongada en el ábside de la basílica. Es preciso subir a la explanada para equilibrar un poco las dimensiones y recuperar algo de la perdida confianza en uno mismo. Y allí entenderás por qué viajeros de todas las épocas, desde reyes a papas, han expresado su admiración por la belleza de este paraje único. Y allí también tardarás muy poco en darte cuenta de que Covadonga es el lugar ideal para detenerse a mirar con calma en el propio interior en busca de alguna respuesta aún no encontrada. Todo te ayudará en este inmenso retablo de roca y verdor.
Y al final, amigo, te confieso que yo he llegado a la conclusión de que el mayor misterio y a la vez la mayor aportación de Covadonga, como la de otros centros similares, no residen tanto en su carácter histórico como en su condición catalizadora de voluntades y aunadora de sentimientos, referencia y recurso al que acudir cuando vientos ajenos alteran la calma, e inspiración perenne de un pueblo sencillo e imaginativo que allí busca aliviar sus penas.

miércoles, 5 de septiembre de 2018

De amarillo

Pues sí que han acertado los cerebros de la turra de Torra eligiendo el amarillo para pedir la libertad de sus compadres presos. Pero hombre, si el amarillo es el color asociado desde siempre al lado negativo de lo que nos rodea; si apenas hay entidad ni ámbito natural o humano que lo puedan presentar con sólidas connotaciones positivas, como no sean el oro y el sol. Color primario, sí, señalético y bien visible, también, pero cuánto hace porque escapemos de él. En el ámbito europeo es el color de la envidia y la cobardía, y en casi todo el mundo el de la traición y el narcisismo; el del azufre, el absurdo y la locura. Amarilla se llama la prensa que solo vende sensacionalismo y amarillos a los sindicatos vendidos al patrón; amarilla es una fiebre tropical y la cara de los enfermos del hígado; amarillo es el color que da mal fario a los actores, que jamás lo vestirán, y amarillo es uno de los avisos de la naturaleza: cuando vea un animal amarillo, cuidado con tocarlo; es posible que sea venenoso. Amarilla también era la estrella con que se señalaba a los judíos antes de meterlos en los trenes. A lo mejor, por eso a los de los lazos de ahora algunos les llaman lazis. También estos son excluyentes, pero, al revés que los otros, excluyen a quienes no los llevan.
La moda de los lacitos tiene el sentido de hacer visible algo que por sí mismo pasaría desapercibido; una llamada de atención hacia un problema olvidado por minoritario o porque ocupa un escaso espacio en la sociedad: una cierta enfermedad, una necesidad de algún determinado grupo social de poca visibilidad, un recuerdo, alguna situación penosa de escasa relevancia para la mayoría pero doloroso para quienes lo padecen. Humildes presencias en las solapas de las personas de bien, siempre por causas nobles y ajenas a toda conveniencia partidista. Hasta ahora. Ahora los han prostituido. Lo que era un signo solidario y bienintencionado que unía voluntades en favor de una minoría necesitada, ha sido convertido en el emblema de una preocupante fractura social, en causa de discordia y de enfrentamiento entre vecinos.
Con su amarillo a cuestas y su absurda presencia en los sitios más inadecuados, estos lazos sí resultan simbólicos, ya lo creo. Simbolizan el fanatismo nacido de una ignorancia deliberada de todo aquello que echaría por tierra el edificio de la gran falsedad de la historia inventada. Simbolizan la inmensa mentira de llamar presos políticos a quienes son simplemente unos políticos delincuentes. Simbolizan la pretensión de una superioridad autoatribuida y de un supremacismo carente de todo argumento racional, que trae ecos de triste referencia. Simbolizan el fin de un anuncio de neón, la evidencia de la cuesta abajo de una sociedad que se tuvo en otro tiempo por modelo de pragmatismo y modernidad en fecunda mezcla, y por avanzadilla del progreso, de la creatividad y del buen sentido. Cuánta exageración y cuánto papanatismo ha habido siempre por parte de algunos en estas miradas. Ahora todo ha quedado a la luz. Camelot era solo un espejismo, pero sus señores no; esos eran y son una penosa realidad.