miércoles, 30 de enero de 2019

La lección que nos deja la tragedia

Esta sociedad, que de ordinario se nos aparece tan áspera, crítica y crispada, cuando no insolidaria e indiferente, cada vez que tiene ocasión nos demuestra que todo es eso: apariencia. Bajo la coraza con la que pretenden uniformarla algunas corrientes ideológicas postmodernas late su verdadera esencia, esa que nos configura como seres humanos y que aflora en cuanto los sentimientos llaman a rebato para manifestar esa condición. Entonces llega la hora de la generosidad sin reservas, de la solidaridad, de las emociones liberadas a su antojo, de rechazar sin matices cualquier intento de división, de dejar aparte toda referencia a la política y de unir en un lazo sin fisuras todos los empeños y propósitos. La hora de mostrar la verdadera cara de nuestra sociedad.
El caso del niño de dos años atrapado en un pozo en un monte de Málaga sacudió el sistema emocional de todo el país, y el día a día de su rescate nos mantuvo a todos en un estado de expectación en el que se mezclaban un débil residuo de esperanza que se negaba a desvanecerse y una admiración real por el desarrollo del proceso. De todas las tragedias protagonizadas por el ser humano, quizá no haya ninguna más dramática que la que tiene lugar en las entrañas de la tierra, porque allí se rompen todos los asideros de la lógica que nos pueden ayudar a una lucha eficaz por conseguir un resultado feliz. Si, además, se trata de un niño, casi un bebé, el dolor se hace aún más colectivo, como si algo de esa pequeña vida nos perteneciera a todos.
Estas frenéticas horas de lucha contra todo nos han dejado, en su dolorosa intensidad, algunas conclusiones. Por ejemplo, la constatación del poderoso valor de la esperanza, aun cuando todo alrededor se empeña en decirnos que es vana. Nos han confirmado también que en situaciones como esta surgen siempre de pronto personas dignas de toda nuestra admiración, totalmente desconocidas hasta entonces; genios anónimos, ajenos por completo al estúpido carnaval mediático, que con su capacidad y su generosidad nos dan la verdadera dimensión del ser humano; profesionales que saben cumplir con su deber hasta mucho más allá de lo debido; ciudadanos de a pie que colaboran por detrás mediante iniciativas propias que facilitan la labor de los que actúan en primera línea. Confirman igualmente, una vez más, la enorme calidad humana de la sociedad española, su capacidad de compartir el dolor desde la sencillez de corazón y de unirse sin reservas ante la adversidad. Esa ingente obra de ingeniería, realizada en un tiempo asombrosamente breve y en la que se han movilizado medios públicos y privados de sitios muy diversos, viene a ser una metáfora de la inmensa fuerza de la unidad en lo importante ante un objetivo común. Nadie ha intentado sacar rentabilidad política; se ha evitado poner el yo por encima del todos. Quizá sea esa la lección más evidente que muchos deberían aprender y tener presente en el futuro. Posiblemente lo peor puede venir después: los buitres hurgando para encontrar carroña que llevarse a la boca. Seguro que ahora alguno aparecerá por ahí en busca de miserables réditos de audiencia.

miércoles, 23 de enero de 2019

Su colegio ideal

Estaba contemplando una vez más el camino por el que paseaba cada mañana. Solía llegar hasta un barrio de las afueras y allí se paraba a tomar su café antes de emprender el regreso. Y así todos los días desde que había estrenado la condición de recién jubilado. A veces coincidía con la salida de los chicos del instituto y se quedaba observándolos a través del ventanal del café, con la mente puesta en muchos años atrás. Era la misma escena de sus años de estudiante, las mismas carreras, las mismas risas desaforadas, las mismas conversaciones a gritos. Eso sí, más desinhibidos, con una idea bastante más cutre de la estética en el vestir, más ligeros de palabra y mucho más libres en su trato con el otro sexo. Pero, igual que entonces, forjando su equipaje para el futuro, según lo establecido, y haciéndolo inevitablemente a ciegas. Y más de una vez se había hecho una pregunta: si le dejaran volver a la juventud y elegir el colegio donde estudiar ¿qué tipo de centro elegiría? Desde la perspectiva de los años y de todas las experiencias vividas ¿cómo sería la escuela a la que iría si pudiera?
La suya había sido a la vez convencional y selecta; le había inculcado las normas sociales adecuadas para desenvolverse con éxito y dado los instrumentos para alcanzar una posición relevante en el mundo empresarial y jurídico, que es lo que había elegido. Efectivamente, había triunfado en la vida; se había creado una sólida reputación profesional, tenía una buena posición económica, era requerido continuamente para impartir cursos y conferencias, su firma era sinónimo de prestigio en el ámbito financiero. Sí, había tenido una espléndida formación, pero en ella nunca estuvo incluida la asignatura de cómo gozar de la vida. Tantos profesores que le inculcaron el valor de la seriedad y la solemnidad y ninguno que le hablara de las virtudes de una cierta dosis de frivolidad. Los estudios y el conocimiento son fundamentales, claro, pero nadie le había enseñado que amar la vida es saber perder el tiempo porque muchas veces es un tiempo ganado.
Había practicado el baloncesto, el fútbol y el atletismo, y todo eso ahora le era totalmente inútil. Lamentaba no haberse dedicado a algo que pudiera servirle después de los cuarenta: el billar, el tiro con arco, los bolos, el ping pong. Si ahora pudiera volver a educarse, inventaría un centro donde se enseñara que tomar las cosas con mayor ligereza es una de las formas de sabiduría. Aprendería a patinar, a silbar, a montar en parapente, a hacer volteretas, a tocar la balalaika, a hacer algún juego de magia, a distinguir a los pájaros por su canto, a saltar a la comba, a navegar en un pequeño velero, a tallar una figura de madera con una navaja. Buscaría un colegio donde se enseñara a escapar de las reuniones sociales, a decir no a muchas invitaciones, a deshacer amistades, a no reír por compromiso los chistes de otros, a saber renunciar a determinado trabajo. Trataría de encontrar una escuela donde poder aprender que la consagración plena al trabajo en aras del bienestar material limita los horizontes de la vida, que lo inútil también tiene un valor a corto plazo y que saborearlo puede resultar muy saludable para el espíritu. Bien mirado, pensó, aun estaba a tiempo.

miércoles, 16 de enero de 2019

El panorama

Seguramente el modo más cómodo de vivir la actualidad es asomarse a ella como el espectador que otea el movimiento del mar desde un mirador, sin riesgo y sin implicaciones, pero con una visión amplia que permita un juicio ajustado. Ya desde antiguo fue una aspiración de quienes llegaron a la conclusión de que lo más digno de conocimiento era lo que estaba dentro de ellos mismos; que la serenidad del ánimo estribaba en tomar distancia del escenario y observarlo con ojos curiosos, como quien contempla la función continua del gran teatro del mundo. Los filósofos crearon el concepto de la epojé, la suspensión del juicio sobre la realidad, y los eremitas se retiraban a lo más recóndito del desierto a pensar solo en sí mismos. Poder situarse fuera del giro de la actualidad diaria posiblemente sería la sabiduría suprema. La actualidad ajena, claro está, porque la propia cada día nos viene con su afán y su sorpresa y su desgarro, y con ellos conformamos nuestro vivir y con ellos nos insertamos en la rueda diaria de la vida. Así nos damos cuenta de lo que realmente somos: complementos directos de mil verbos y casi nunca sujetos agentes de ninguno, sin poder modificar la sintaxis del mundo. Y pues que la noria de la feria gira, nos queda el recurso de contemplar sus vueltas, aunque sólo sea para darnos cuenta de lo poco que conseguimos con ello.
Lo cierto es que nada de lo que ocurre, sea donde sea, nos es indiferente, bien porque afecte a nuestros bolsillos o porque toque nuestros sentimientos. Nos han subido los impuestos y aún andan por ahí los socios catalanes del gobierno pidiendo que se suban más, que hay que recompensar con más inversiones en su tierra el apoyo que le dan para que siga en la Moncloa. La aprobación de los presupuestos viene a ser la consecuencia de un chantaje por parte de los ventajistas de siempre, mientras otras regiones siguen esperando con sus problemas de despoblación e infraestructuras a cuestas. Aquí se nos van las fábricas en busca de acomodos menos costosos. Y ya solo nos queda una mina, quién lo diría. Y cruzar la cordillera por autopista cada año se nos vuelve más caro. Y los plazos que se prometen para la ejecución de las obras son nubes etéreas que se desvanecen sin siquiera verlas.
En Europa el brexit sigue trayendo de cabeza al que se va y a los que se quedan, y la noticia se acompaña de la de las turbulencias políticas que causa la inmigración en algunos países, mientras en el París de las eternas revueltas vuelven a volar, semana tras semana, las iras y los desmanes callejeros de los descontentos, esta vez vestidos de amarillo. En América se ha abierto una nueva incógnita en Brasil, y en Venezuela sigue el desvarío de su dictador, empeñado en convertir en miserables a los habitantes del país más rico de América. En el siniestro recodo donde habita la ausencia de libertad, nace el caso de esa chica árabe que logró escapar de la cárcel mental a la que la había destinado su familia y salió de ella con una mirada confiada, que ojalá no sea nunca contaminada por el desencanto.
No todo es desesperanza; también la actualidad se nutre de hechos positivos, solo que a veces hay que adivinarlos entre la letra pequeña, porque no venden en el mercado del pesimismo, que es lo que parece que hay que vender.

miércoles, 9 de enero de 2019

En los confines de nuestro mundo

Durante millones de años la humanidad vivió convencida de que la Tierra era el centro del universo. Luego nos dimos cuenta de que no, de que era ella la que se movía en torno al Sol, y entonces estuvimos seguros de que éste y los cuerpos que se veían junto a él ocupaban el lugar principal del cielo. Era nuestra casa en la inmensa bóveda que teníamos sobre nuestras cabezas y, por supuesto, todo giraba a su alrededor. La Creación se resumía en ella. Las ansias de comprensión de lo desconocido y del profundo misterio que rodeaba nuestra existencia se reducían a una minoría y sus respuestas se basaban más en especulaciones intuitivas que evidencias empíricas, pero terminaron descubriéndonos la realidad: que ocupamos un sitio importante solo porque es nuestro. Que nuestra Tierra no es más que un planeta pequeño, que gira en torno a una estrella mediana, que gira a su vez perdida en el extremo de una modesta galaxia, que rueda también por el espacio a una velocidad inimaginable junto a millones de otras galaxias mayores que ella. 
Pero para nosotros el Sistema Solar viene a ser el universo entero. Lo conocemos, dentro de lo que cabe, estamos familiarizados con los nombres de sus ocho planetas y sus satélites, con los planetoides y asteroides que lo componen y con los cometas que lo cruzan. Hemos podido llegar con nuestra técnica a todos sus planetas mayores y a otros lugares más remotos, e incluso puede cabernos la esperanza de ocupar con nuestra presencia física algunos de ellos, aquellos a los que la distancia y sus condiciones físicas lo permitan, pero sabemos que jamás podremos salir de él. Y sabemos también que no hay en él más vida que la nuestra, al menos pluricelular. Ahora, en la noche de este fin de año, la sonda "New Horizons" ha llegado a sus confines, a un asteroide situado a 6.600 millones de kilómetros de la Tierra. Se llama Ultima Thule y es un insignificante pedrusco rocoso en forma de ocho, de unos 35 kilómetros de largo y 15 de ancho. Las fotografías que envió muestran una superficie rugosa e irregular, aunque más interesantes serán sin duda los datos que no se ven: cómo será el frío a 6.600 millones de kilómetros del Sol, ¿habrá día y noche?, ¿qué tiene en común con nosotros ese pequeño hermano nuestro, hijo de la misma explosión solar? La sonda, después de pasar a su lado y enviarnos casi mil imágenes, siguió su camino hacia el espacio sin fin; más allá solo encontrará la inmensidad del vacío y la negrura de la nada.
Buscar explicaciones a una realidad incomprensible es sin duda la vocación del ser humano. Convertir el mito en una incógnita susceptible de ser objeto de estudio por parte de la razón fue quizás el mayor paso de su historia. Entre el primer hombre que miró el cielo estrellado y se preguntó por primera vez de dónde procedía todo aquello, y los que han diseñado la sonda que nos envía fotografías de Ultima Thule ha pasado apenas un instante en el reloj cósmico, es cierto, pero lo limitado no puede abarcar lo ilimitado. Es posible que quedemos para siempre a la puerta del misterio. Uno se conforma con admirar a esos científicos que tratan de desentrañar el enigma del origen de lo que nos rodea y de conocer hasta el último rincón de nuestro Sistema Solar, en el borde mismo de la infinitud.

miércoles, 2 de enero de 2019

Nuevo año

Y sin querer, nos damos cuenta de que ya estamos en otro año, así, casi a traición, que esto del tiempo ni avisa ni tiene remedio. Nos toca hacer un alto, por breve que sea, y mirar a nuestro alrededor en un ejercicio ritual que apenas sirve para otra cosa que para comprobar que ni el mundo ni nosotros damos muchos pasos en el camino de la perfección, aunque nos consuele saber que poco podemos hacer fuera de nuestro pequeño alcance. Otra cosa es nuestro balance personal, ese repaso interior que en diferente medida todos sentimos necesidad de hacer para examinar el estado de las cuentas de nuestra vida. Los propósitos hechos a uno mismo en el enero anterior y seguramente quebrados antes de febrero; las promesas nacidas de la mejor intención e incumplidas, como casi todas las promesas, con la intención de volver a hacerlas; la determinación firmemente tomada de cambiar aquello que hay que cambiar para dar un giro a las normas de nuestra vida; todo eso que constituyen los peldaños en los que pretendemos apoyar los pasos de nuestro progreso personal, examinado ahora en su estado y renovado una vez más. Así nos marcan los años, que por algo son medidas de ciclo natural y nos arrastran consigo en su girar. Ahí no cabe la disculpa de nuestra impotencia.
El 2018 se va sin gran duelo, como todos, con pocos motivos para echarlo de menos. Será que somos muy exigentes con nuestro bienestar y cada vez toleramos peor las adversidades que nos brinda el hecho de vivir en este planeta. Por ahí fuera hemos visto las habituales embestidas de la naturaleza, que trajeron miles de muertes y desgracias sin fin: volcanes, tsunamis, terremotos, inundaciones, casi todo en el mismo sitio. Hemos asistido también a la reedición de un fenómeno tan antiguo como el hombre: el de una inmensa riada de personas emigrando en busca de un sitio donde poder comer; lo llamativo es que desde las escrupulosas conciencias de la progresía se echa la responsabilidad a los países que los acogen en vez de a los gobiernos de los suyos. Se han dado las protestas de siempre en muchos lugares, y las politiquerías y habituales juegos a varias bandas en todos.
Aquí hemos tenido un inesperado cambio en la Moncloa, forzando al límite las líneas de la lógica, que ha dado lugar a un gobierno que vive cobijado bajo una carpa de retales de diversos colores, con el temor continuo de que un desgarrón lo deje a la intemperie. Ha surgido un nuevo líder en la oposición, se ha registrado un cambio en Andalucía que parecía imposible, por la banda de estribor ha aparecido un nuevo partido en el que se ven reflejados muchos ciudadanos, y continuamos con la torrada catalana y el infinito cansancio que produce.
Y a todo esto, el año entra con sol, un sol tímido, como si supiera que está fuera de lugar. Aún no ha llegado la nieve a las montañas. Ni siquiera el frío, que este invierno se hace de rogar. El frío es buen alimento de introspecciones y melancolías, quizá por eso callan los pájaros y se ocultan las flores. Quizá por eso también son frías las celdas de los monasterios y las tierras de todos los pueblos de alma quebrada por una eterna nostalgia. En fin, voy a ser original: feliz Año Nuevo.