miércoles, 28 de noviembre de 2012

Los ojos renacidos

Mientras todo lo que afecta a nuestra condición humana, las ilusiones, las esperanzas, la propia alegría de ver cada mañana, parece ir encogiéndose sobre sí mismo y debilitándose como si caminara hacia un letargo en espera de una resurrección, la naturaleza ha dado un paso inverso, como si quisiera darnos una señal de optimismo: los marchitos Ojos del Guadiana, de pronto, han vuelto a inundarse de agua. Uno recuerda el texto de geografía que estudió de niño y cómo este nombre aparecía en su imaginación como un lugar mágico y se hacía a sí mismo la promesa de visitarlo cuando fuera mayor. Un río que sale de repente de la tierra después de haberse ocultado debajo de ella tendría que ser un espectáculo triunfal. Un lugar digno de una bienvenida, a ver a qué otro dieron los dioses de los ríos el don de un segundo nacimiento. Pero aquellos Ojos se habían cegado ya hacía tiempo, no sabe uno si por la dichosa acción del hombre o por causas naturales, así que cuando decidió ir a verlos sólo encontró un montón de carrizales.
A uno siempre le ha fascinado el misterio del Guadiana, el río de las hipótesis, del que nadie sabe dónde situar su nacimiento, si en la serranía de Cuenca, con la unión del Záncara y el Cigüela, o en las lagunas de Ruidera; el río enigmático, que desaparece sin explicarse por qué y reaparece sin que se sepa dónde, porque sus famosos Ojos se habían secado. Dicen los hidrólogos que la verdad es que no existe ningún cauce subterráneo y que todo se reduce a filtraciones y afloramientos sin relación entre sí, pero eso otorgar el triunfo a la vulgar realidad. Es como decir que una lágrima es una combinación de hidrógeno y oxígeno. Lo cierto es que esto es un juego de escondite en el que nada es lo que parecía ser hasta ahora, un espejo de apariencias, porque ese hilo de agua que se puede cruzar de un salto y que figura en el rótulo como río Guadiana, no es más que una insignificante manifestación exterior de una actividad acuífera en el subsuelo, del que el río sale para darnos una pequeña cuenta de ella. De hecho, es sabido que bajo las tierras de La Mancha se esconde una enorme cisterna de agua. Nunca un río de cuenca tan sencilla y tan fácilmente abarcable creó tantas incógnitas.
 Ahora, en los Ojos volverán las eneas, carrizos y masiegas a mudar la apariencia de todo el entorno con la familiaridad de quien está acostumbrado a hacer lo que le da la gana en su casa, porque nada hay permanente en este mundo confuso entre el dominio del agua y de la tierra, ni los colores, ni los sonidos, ni el aspecto externo. Las seguridades han de venir de uno mismo, sobre todo en esas horas ambiguas de la tarde, cuando comienzan a vivir las incertidumbres y a morir lo conocido. Si la rama verdecida que la primavera hizo brotar en el olmo seco llenó el corazón del poeta de esperanza hacia la luz y hacia la vida, vamos a caer en la ingenuidad del símbolo y pensar que este renacer del manantial que había muerto acaso sea la imagen de que está próximo otro resurgir mucho más importante: el de la luz que anuncie que ya comenzamos a salir del túnel en que estamos.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Los jóvenes y la noche

Con el último lamento desgarrado en la fatídica madrugada comienza a ponerse en marcha la acostumbrada –y seguramente rentable- bambolla mediática, esa que sigue a cada tragedia tratando de hacernos el favor de informarnos de lo que aún no es posible saber, esa que adquiere a veces aires de paladín justiciero, la misma que en ocasiones nos ha enseñado su catadura más despreciable al dar por bueno el todo vale mostrando el morbo en planos cortos y prolongados. Ya no queda espacio público en el que no haya aparecido un desfile de personajes de toda laya dando su opinión sobre lo que se tenía que haber hecho, repartiendo los grados de responsabilidad, indicando qué leyes hay que modificar, o sea, explicando lo bien que lo habrían hecho ellos si hubiera estado a su cargo. Se han repartido culpas, empezando, como siempre, por los políticos, que siempre se las llevan todas. “Piove? Porco governo”, bramó el cabreado napolitano cuando comenzó a llover tras haber tendido su hamaca en la playa. Pues quizá tengan alguna, ya lo dirán quienes tengan que decirlo, pero en el trasfondo de este y de otros dramas semejantes, más allá de cualquier aspecto recogido en las leyes, uno se atreve a atisbar otro campo de responsabilidades más lejanas, más difusas y, desde luego, menos directas y en absoluto punibles legalmente.
Lloran unos padres la muerte de sus hijos. Esperan otros con el alma en vilo y el teléfono a punto. Viven cada noche del fin de semana con la angustia de esperar oír cuanto antes el ansiado ruido de llaves que ponga fin al insomnio y permita descansar lo poco que quede de la noche. Recuerdan quizá su juventud y comparan, y acaso se hundan en el desasosiego ante el temor de que esa noche le pueda tocar al suyo. Puede que se pregunten en qué han fallado y qué está en sus manos hacer ahora. Y esa pregunta no es particular; es la que nuestra generación debería hacerse en conjunto. Qué valores, qué gustos, qué inquietudes hemos transmitido a nuestros hijos; qué ventanas al mundo de la belleza les hemos abierto; qué criterios de juicio. Porque si su nivel de exigencia estética es tal que les da para acudir entusiasmados a oír a un pinchadiscos, pagando además una entrada carísima, deberíamos plantearnos si fuimos capaces de abrirles suficientes parcelas que, sin contravenir su condición de jóvenes, les ofrecieran otros horizontes de ocio y diversión. O a lo mejor no fue posible, porque la técnica ha introducido un elemento nuevo y sumamente seductor para los que están naciendo a la vida con ella, porque la vulgaridad que nos ahoga invade también los modos de entretenimiento, porque es más cómodo ceder que exponerse a ser llamados carcas, o simplemente porque la deificación en que últimamente se está teniendo a la juventud hace que se tienda a dar por sentado que siempre tiene razón. Parece mentira, pero a veces se percibe claramente en el fondo de muchos argumentos. O puede que haya de ser así, porque así, o de forma parecida, fue siempre. La mitad el mundo no puede comprender los placeres de la otra mitad, decía un personaje de Jane Austen, y ellos, evidentemente, están en la mitad distinta de los que ya salimos de esa etapa.