miércoles, 4 de septiembre de 2013

Pueblos


El verano es el tiempo en que los pueblos quedan con sus intimidades al aire. Lo que en el resto del año es espacio familiar y comportamientos sociales de confianza, ahora va a estar expuesto a miradas extrañas. Cuando se tiene visita no se dejan las camas sin hacer ni los platos sin fregar; eso puede pasar cuando se vive en la normalidad de lo cotidiano, pero no cuando se está a la vista de miles de curiosos que se acercan a conocer la casa. Y es así. Nuestros pueblos se llenan en verano de visitantes, en un vagabundeo estudiado unos, en estancia vacacional otros, en un intento de perpetuación de recuerdos algunos, y todos en un propósito de personalizar su disfrute, porque no todo es turismo de sol y arena, y frente al veraneante de tumbona y bronceador está el buscador de emociones más primarias, y frente al turista el viajero.
A lo largo de los caminos de España, el vagabundo de ojos atentos y con la mente vacía de prejuicios, encontrará pueblos de cualquier estampa y entraña. Los hay que han recibido de su pasado un conjunto monumental que les da un empaque señorial y un toque de distinción histórica que hacen que estén en la mente de todos; sería el caso de Santillana, Villanueva de los Infantes, Medinaceli y algunos más. Hay otros que, sin tener nada que destaque en particular, poseen un conjunto urbano armónico que trasluce su evolución histórica y hace que resulte un placer pasear por sus callejuelas; ahí están, por poner algún ejemplo, Urueña, Pals, Covarrubias, Sos, Ayllón, Pedraza, Morella, Atienza y tantos otros. Los hay también que poseen una obra excepcional inmersa en un conjunto menor, aunque digno de ella; serían los casos de Alcántara, Frómista o Guadalupe. Hay pueblos que son buenos exponentes de cómo la pobreza pretérita, al mantenerse sin medios para evolucionar, puede engendrar la riqueza posterior, esa que trae la invasión de visitantes que los inundan en todo tiempo; ejemplos pueden ser La Alberca, Aínsa, Albarracín o, en menor tono, Patones. Otros tienen su atractivo en un hecho literario, como Argamasilla de Alba, donde este viajero buscó siempre la sombra del hidalgo y su creador, hasta que un alcalde de escasas letras convirtió el edificio de la Casa de Medrano en un monstruoso engendro; por cierto, en perfecta demostración del principio de Peter, este alcalde dirige ahora un partido nacional. Y los hay que han elegido el turismo cutre, como Lloret de Mar, donde esta cutrez impregna todo el aspecto urbano; realmente hay pocos pueblos que se hayan vuelto tan feos como Lloret.
Hay una ruta de pueblos blancos y otra de pueblos negros y hasta hay uno azul. Y hay también otros, los más, que apenas tienen nada que ofrecer desde el punto de vista artístico o natural; sólo su modo de vida y el conocimiento de su esfuerzo cotidiano en el duro ejercicio de ganarse el sustento. Se visitan por eso, simplemente porque son pueblos, porque hay un viejo sentado al sol al que quizá se le pueda arrancar una historia, porque el perro que está tumbado en el medio de la calle apenas levanta la mirada cuando pasa el forastero, porque no hay más que una taberna en la que se juega al dominó, porque huele a pan.

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