miércoles, 21 de agosto de 2013

Final compartido

En las páginas de cualquier periódico, al lado del poderoso torrente de información global que nos muestra cada mañana el panorama del mundo, pudimos leer la noticia que eclipsó, al menos durante ese día, a todas las demás. Por entrañable y por cercana, y porque todo lo que se refiere a sentimientos como amor, compasión, fidelidad o desesperación nos hace sentirnos aludidos, como si en última instancia fuésemos también protagonistas indirectos. Conocemos demasiado bien esos sentimientos para no comprenderlos. Podrán no afectarnos, pero jamás nos serán ajenos. La humilde noticia informaba de que un anciano octogenario decidió acabar con el sufrimiento de su esposa, enferma terminal de Alzheimer, y luego con el suyo propio. Ella llevaba ya muchos años inmóvil en la cama y él se sintió sin fuerzas para esperar un tiempo que, si en buena lógica pudiera preverse corto, seguramente sólo pudo verlo como infinito. Y en la madrugada, cuando las angustias de la noche ya se han acumulado hasta oscurecer cualquier atisbo de luz, llevó a cabo su decisión.
No sé de nadie que pueda dictaminar con legitimidad sobre las conciencias, y quien se atreva a hacerlo allá el. La moral universal, esa que nos protege de la desaparición como especie, es eso, universal, y no puede regir las más íntimas turbulencias del corazón. Este anciano seguramente necesitaba poner orden en su pequeño universo, hecho de amor y desesperanza, y no se le fue ofrecida más opción que la fusión definitiva de los dos con las sombras del misterio inalcanzable. Abdicó de la vida para abdicar de su propio dolor.
Humano, profundamente humano. Allá donde no alcanza la consoladora luz de la comprensión que se callen los valedores de la justicia. ¿Quién puede saber de esa lágrima que quizá le asomó a los ojos en el instante antes de llevar a cabo el acto fatal? ¿Para quién fue su última plegaria y su último pensamiento cuando ya todo era irremediable? Una vida convivida con toda la intensidad y la dimensión que brinda un tiempo prolongado es capaz de hacerse un todo casi indivisible si está amalgamada por el amor, y esa indivisibilidad puede mantenerse hasta las últimas consecuencias. Cómo se va a resolver el tiempo final de nuestra existencia es una pregunta incontestable, porque su respuesta está grabada en el azar. Este anciano prefirió fundir el final de su esposa con el suyo propio, acaso porque no pudo soportar que el que estaba escrito para los dos fuera tan diferenciado.
Seguramente no conseguirá nunca una página de recuerdo en ninguna crónica del sentimiento, ni mucho menos podrá alcanzar la aureola épica de otros casos similares, como los de Zweig, Kleist o Koestler. Más bien puede que ocurra lo contrario, que le cataloguen como lo que no es e incluyan su acto en una de esas estadísticas de rígidos límites a las que va a parar todo sin diferencia de matices, pero uno quiere al menos dejar constancia de su comprensión, que es una virtud que no se lleva bien con el acto de juzgar. Ya está escrito: entre lo que existe y lo que no existe, el espacio es el amor.

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