miércoles, 25 de noviembre de 2015

El artículo de opinión

Es cierto que el artículo de prensa es efímero como una pompa de jabón. Lo es por su propia condición o por su propia circunstancia, ya esté nutrido por la actualidad o inserto en un medio que la sirva y por tanto comparta su caducidad. Decía Pemán que la inmortalidad del autor de un artículo en el periódico dura desde el desayuno hasta la tarde. Es todo lo que tiene. El gran Moloch necesita alimentarse continuamente sin hacer memoria ni detenerse en regusto alguno. No hay más que ver qué extraña sensación es la de leer el periódico del día anterior; cómo nos marca el vértigo del tiempo. Las palabras no envejecen por sí mismas, sino por lo que construyen mediante sus relaciones con las demás. En un tiempo en que la información se ha convertido en un torbellino vertiginoso, en que las noticias se quitan el sitio unas a otras en cuestión de minutos y las reflexiones sobre lo que nos rodea se hacen con 140 caracteres, el artículo de opinión en la prensa se nos aparece como uno de los últimos asideros que nos van quedando para ayudarnos a interpretar con la perspectiva necesaria la realidad cotidiana. En el acuerdo o en la discrepancia, pero siempre con el soporte del argumento razonado y, a veces, con la belleza de la palabra.
Ya no es posible pedirle la influencia que ejerció en otro tiempo en la política y en las costumbres y creencias de la sociedad. Hoy sería difícil repetir las consecuencias de aquel Yo acuso de Zola o de algunos artículos de Larra, por ejemplo. Tampoco cabe atribuirle la condición de poderoso modificador de opinión que tenía en los tiempos en que la sociedad estaba dirigida por una minoritaria clase culta frente a una amplia mayoría iletrada. Pero sobre todo es la propia mecánica de los medios y sus consecuencias directas lo que le hace recogerse en su refugio más valioso: la reflexión. Las exigencias de esta nueva etapa de la información en que hemos entrado de repente, con las redes sociales como principales protagonistas, son incompatibles con el razonamiento y el pensamiento reposado. Triunfan la inmediatez, la superficialidad, la intrascendencia, el apresuramiento en la elaboración de conclusiones. Asistimos a la victoria final de lo breve y al esplendor de lo instantáneo. El medio, con su enorme poder de seducción, vence al contenido, el análisis desaparece ante la facilidad de unas interpretaciones acríticas, y la búsqueda de la belleza formal queda desterrada por la vulgaridad, cuando no por el más absoluto desprecio al idioma. Ante esto, el viejo artículo de prensa tiene, paradójicamente, en su carácter opuesto su mejor garantía de supervivencia. Tras la inmediatez de la noticia, la visión sosegada; tras la reacción primaria, la opinión razonada; tras la redacción apresurada, quizá el placer de un texto convertido en obra literaria.
En fin, algo trascendente me parece que me he puesto. Será porque este es justamente mi artículo número mil en el mismo periódico a lo largo de veinte años. No es que tenga importancia alguna, desde luego, ni que sea de interés para nadie; sólo que yo mismo me admiro de ello.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

En nombre de Alá

Poco quedará ya por decir sobre esa noche de pesadilla parisina que encogió los ánimos del país vecino y aun los de todos nosotros, pero no es posible olvidar lo que la imaginación nos sugería sobre lo que podría suponer hallarse en ese momento en alguno de esos lugares, ante unas ametralladoras disparando indiscriminadamente. El horror encuentra una cálida acogida en la memoria; es un huésped agradecido y duradero; la fortalece, la hace sentirse viva, y por eso no lo suelta fácilmente. El horror cuesta mucho arrancarlo de allí donde se ha grabado. A pesar de que las cadenas de la telebasura siguieron a lo suyo, -la información nos llegaba en directo por otros dos medios más serios- será difícil enterrar aquellas imágenes, por más que vayan adquiriendo la terrible condición de ser habituales. Se han hecho todos los análisis posibles, incluyendo los de salón y tertulia barata, pero cuesta mucho dar valor a las explicaciones racionales cuando los sentimientos se encuentran afectados hasta el espanto y las consideraciones que uno puede hacerse sin gran esfuerzo indican que se trata de algo que va mucho más allá de la simple circunstancia, por atroz que sea. En nuestro caso es como una dolorosa revisión de aquellos terribles días de marzo en los que nos negamos a creer lo que veíamos hasta que el corazón lo confirmó con su dolor. El mismo propósito, la misma crueldad, los mismos asesinos, que Alá maldiga.
¿Por qué Occidente ha llegado a ser tan vulnerable? ¿Por qué esa sensación de indefensión ante unos fanáticos que se han aprovechado de nuestra acogida? Puede que una causa resida en la propia estructura de valores que constituye su misma esencia, nacidos tras una larga y dolorosa gestación: el concepto de democracia, la presunción de inocencia, el habeas corpus, la libertad de conciencia, los derechos humanos, la reinserción del delincuente. En su ingenuidad ha creído que su aplicación habría de ser universal, quizá porque sin ellos la vida no parece vida, pero con ello ha propiciado una sociedad porosa y receptiva, unas fronteras que apenas suponen obstáculo y unas leyes igualitarias, tolerantes y permisivas con todo aquel que llegue aquí. Una tentación.
Luego está eso tan habitual de que esto no es el islam, que es una religión de paz. Es viejo. Se viene oyendo desde que, aún en vida de Mahoma, degollaron a sus enemigos en Medina y desde que sus seguidores, poco después, se lanzaran a invadir a sangre y espada todas las tierras que pudieron. Y está en el Corán, donde hasta en once aleyas se ordena matar a los infieles allí donde se encuentren, y el Corán es la ley eterna, el punto donde confluyen por fuerza todas las tendencias doctrinales. Y además lo han dicho: os conquistaremos con vuestras leyes y os gobernaremos con las nuestras. Más convincentes serían los mandatarios musulmanes si denunciasen a los clérigos que prediquen la yihad, si diesen transparencia a sus enseñanzas en madrasas y mezquitas y si se pusieran al frente de las manifestaciones tras los atentados. Es cierto que la inmensa mayoría del mundo islámico rechaza la violencia y ama la paz. Por supuesto, todos los musulmanes no son terroristas, pero todos estos terroristas son musulmanes.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Políticos ocurrentes

En política la originalidad viene a ser la guinda que embellece cualquier propuesta. Más aún, el marchamo que da categoría de prócer eminente a quien la propone. La originalidad, como el cambio o el progreso, son términos neutros en contenido cualitativo; no implican en sí mismos ni bien ni mal, pero que el buen cielo nos libre de los políticos originales, como ya tuvo a bien librarnos de los salvapatrias y elegidos. Los políticos originales tienen a gala adueñarse de la ultramodernidad y andar siempre dos años luz por delante del resto de los vulgares mortales, ufanos ellos, asombrados de sus propias ideas, cuyo excelso brillo no les permite ver que la ultramodernidad suele ser un atajo de regreso hacia la caverna. En este país nuestro, tan viejo y tan de vuelta de todo, abundan siempre como setas en otoño, tanto en tiempos de cierta bonanza política como en momentos de aguas agitadas. En el primer caso lucen su ingenio sin más objetivo que eso, lucirlo, como si empeñaran todo su esfuerzo en demostrar aquello de la vaca, que cuando no tiene que hacer espanta moscas con el rabo. En el segundo suben tres decibelios el tono, refuerzan el acento enfático y se convierten en herederos de aquellos inefables arbitristas que tanto ocuparon las páginas de nuestra literatura desde el Siglo de Oro.
Es raro el día que no nos animan con alguna propuesta de esas que mejorarían nuestra vida radicalmente o insisten en las bondades de las que propusieron en algún momento sin que merecieran ninguna atención. Hay uno, por ejemplo, que lleva no sé cuánto tiempo dando la tabarra con algo así como el federalismo asimétrico, que uno no sabe qué santo del cielo político se lo pudo inspirar, pero desde luego no lo debió de hacer con gran claridad, porque nunca nos lo ha sabido explicar. Es el mismo que propone llevar el Senado a Barcelona para amansar a los secesionistas, o suprimir el Ministerio de Defensa, eso no sé muy bien por qué. Hay otro por tierras aragonesas al que se le aposentó bajo el cachirulo la idea de llevar la felicidad a sus paisanos declarando la fabla lengua vehicular de su comunidad; la fabla es la lengua materna de 500 personas. Otro saca la hoz y propone recortar los salarios por arriba hasta hacer que el mayor no exceda en diez veces el mínimo. Se ve que premiar la excelencia, el esfuerzo, la capacidad o el riesgo no está en los genes de su partido; nunca lo estuvo. Y puestos ya a reglamentar, ¿por qué no hacer efectiva a decretazo limpio la igualdad entre hombre y mujer? El mismo número en todas las listas. El mérito, la aptitud o el curriculum estarán supeditados a esto. Que pueda quedar fuera un genio y entrar un botarate sólo por ser del otro sexo, es algo que no tiene la menor importancia.
Los hay también algo más vulgares, como si la imaginación del autor no fuera precisamente un potro desbocado: a una alcaldesa en edad de jubilación se le ocurrió que bien podrían ser las madres de los alumnos las que se encargasen de la limpieza de los colegios. Y luego están los que buscan un prometedor futuro para su pueblo, como ese prócer catalán, que sueña para su tierra un estatus como el de Kosovo.
Por qué no se dedicarán a la heurística especulativa.

miércoles, 4 de noviembre de 2015

El oasis no existía

Va a resultar que casi nada es como parecía. Pocas veces un país ha visto desplomarse así su imagen por méritos propios, pocas veces sus dirigentes han hecho tanto por hundir su prestigio y por despertar el rechazo hasta de los más comprensivos, y pocas veces se ha hecho con tanta perseverancia. Es imposible que Cataluña encuentre algo que agradecer a esta generación de políticos, por más que pretendan ocultar sus actuaciones bajo la bandera de una nación con proyección de futuro universal. El modelo tenía el interior carcomido; si de algo era ejemplo era de lo que no debía ser imitado.
Habíamos oído hasta cansarnos que aquello era un oasis en medio de la ciénaga de corrupción y podredumbre que inundaba otros sitios y resulta que su máxima referencia era un clan familiar especializado en el robo y en la mentira. Nos convencieron de que eran casi una excepción en medio de las debilidades humanas, de que en la distribución de las virtudes cívicas y colectivas casi todas cayeron de su lado, y lo cierto era que la mayoría de las estructuras sociales y económicas estaban condicionadas por el soborno y la extorsión monetaria. Presumían de su famoso seny frente a la visceralidad de los demás y han elegido a extremistas radicales para gobernar sus principales ayuntamientos. Nos habían vendido como algo asociado a su forma de ser su europeísmo, su cosmopolitismo y su condición de guía y faro cultural del resto de los habitantes de la península, y ni siquiera se sonrojan haciendo el ridículo cuando afirman la catalanidad de Cervantes, Descartes, Leonardo, Santa Teresa, San Ignacio y otros. Llamaban a su presidente “muy honorable”, y se le encontraron muchos más millones robados que honor. Se la tenía como ejemplo de comunidad próspera, ahorradora y bien administrada y resulta que no puede pagar ni los medicamentos. Presume de su equipo señero como algo que es más que un club, y lo tiene castigado por la FIFA y multado por la UEFA por diversas ilegalidades, involucrado en pleitos por irregularidades en su fichaje estrella, con los máximos dirigentes investigados y con sus ídolos denunciados por fraude fiscal. O todo era un brillo engañador o la están despeñando por un tobogán muy inclinado ante su propia indiferencia. Qué nuevas definiciones hay que reescribir de aquella tierra que antes cautivaba afectos, según el verso de Verdaguer: “Mirando a Cataluña se siente robar el corazón”. Ya ve, mosén Jacinto, ahora bastante más que el corazón.
Y eso que se les ha dado todo lo que han ido pidiendo; por su sentido de Estado, decían, qué ironía. Hasta hemos renunciado a nuestra lengua para escribir sus nombres en la de ellos; y así decimos y escribimos Lleida, Girona o Catalunya, pero ellos traducen a la suya y ponen Saragossa y Espanya. Habría que ver hasta dónde llegó el límite de nuestra ingenuidad.
Lo siento por los catalanes del seny auténtico, los que aman a su tierra porque conocen su verdadera instalación histórica y miran atónitos cómo el partido de su burguesía tradicional se echa en brazos de los radicales extremistas que pretenden destruir el sistema que ellos defendían hasta ahora. Son una mayoría, pero callada. Quizá la esperanza esté en que alcen la voz de una vez.