miércoles, 28 de enero de 2009

Le esperan, señor Obama

Le esperan, ya lo sabe, le esperan en todas partes. Le esperan en su propio país los que le han votado con una radiante sonrisa de entusiasmo y los que le han mirado siempre con algún recelo; le esperan los optimistas y los escépticos, los progres y los que piensan que hay muchas cosas que merece la pena conservar; le esperan en los palacios y en las cabañas, en los despachos de Wall Street y en el comercio de la esquina que está a punto de quebrar; le esperan en Irak, en Jerusalén y en Afganistán, en el África de su padre y en la Europa que mira hacia usted como si fuera el destello de un faro en una noche de tormenta. Le han convertido en el Moisés que ha de guiarnos en esta travesía del desierto, con maná y varita para hacer brotar agua incluidos. Y sin embargo, desde el principio usted ha hablado de una realidad dura, de esfuerzo, de trabajo, de tiempos difíciles y de que no existen otras soluciones efectivas que las que se basan en el sacrificio de todos. Si hay desencanto, desde luego no habrá engaño.
Le ha tocado a usted ocupar un lugar vacante desde hace mucho tiempo: el de líder de una época desorientada, especialmente en el ámbito occidental, en la que las referencias que habían constituido la base de su andadura hacia el progreso material y social se han ido difuminando, quizá por haberlo alcanzado, y aquí cada uno tendrá su propia opinión sobre sus causas: pérdida de valores morales, descreimiento, codicia desmesurada de los agentes económicos, levedad intelectual de los dirigentes políticos, complejo de inferioridad ante nosotros mismos, buenismo irresponsable. Mire, un síntoma: medio mundo ha puesto en usted su esperanza porque es negro, ya ve qué frivolidad, como si a los problemas les importase tener enfrente a un blanco, a un mulato o a un cobrizo. Le imagino el día de su toma de posesión, acabada ya la fiesta, en la intimidad de su habitación, cuando por fin pudo ponerse la bata y las zapatillas, le imagino pensando en todo eso y, créame, me invade un gran respeto por usted. Porque evidentemente no cabe suponer ni por un momento que sea usted un inconsciente.
Ser la esperanza de alguien siempre resulta una responsabilidad que inquieta el ánimo; serlo del mundo entero tiene que producir una quemazón difícil de calmar. Por lo pronto debe entrañar una confianza infinita en sí mismo y en su capacidad para elegir sus equipos, tener muy claros los propósitos y una voluntad decidida de llevarlos a cabo por encima de todas las presiones de los grupos de poder, que en su país deben de ser especialmente fuertes. De todos modos, seguramente usted ya sabe que todos los políticos, incluso los mejores, están abocados al fracaso, porque es una profesión condenada a no poder cumplir nunca todas las expectativas. Luego, son las generaciones siguientes las que, difuminadas las manchas oscuras, sitúan a algunos en el pedestal de la memoria. Eso es lo que todos le deseamos, señor Obama, más que nada porque, en la situación en la que ha devenido el mundo, si gobierna bien para los suyos gobernará bien para todos nosotros.

viernes, 23 de enero de 2009

Lo que somos

Parece ser que este cuerpo que nos alberga se compone de cien billones de células, docena más o menos. No sé cómo han podido contarlas, pero eso dicen los científicos que, a diferencia de algunos políticos, no tienen ningún interés en mentirnos. O sea, que nuestro cuerpo no es más que un completo muestrario de especímenes celulares, eso sí, adecuadamente distribuidos. Aunque es evidente que las tales células no son idénticas en todos los cuerpos, al menos por fuera. Las de un servidor, por ejemplo, tienen bastante peor presencia que las de Monica Bellucci, qué se va a hacer, y entre las de Beyoncé, pongo por caso, y las de Chávez, cualquiera puede notar también alguna que otra diferencia visual. Se conoce que en esto de las células cada uno ha entrado en el sorteo sin haber sido consultado y sin ningún derecho de reclamación.
El caso es que somos tan sólo un conjunto organizado de células, en las que se asientan no sólo todas nuestras funciones físicas, sino los códigos genéticos, las claves fenotípicas, los condicionantes de nuestro aspecto externo y hasta lo que en el catecismo se llamaba las potencias del alma, es decir, el entendimiento, la memoria y la voluntad, que tienen su sede por los vericuetos del cerebro. Los científicos sospechan, incluso, que en el interior de alguna escondida cadena de aminoácidos se encuentra impresa nuestra trayectoria futura, tanto física como de conducta, con lo cual, hasta el mismo Destino, con mayúscula, termina reducido a unos nombres químicos. Ay si Sófocles, Shakespeare o Calderón lo supieran.
La ciencia, que es implacable, nos está poniendo a los humanos en el sitio que jamás creíamos ocupar. Somos una simple parte indivisible del gran conjunto químico universal. Ese que te mira cada mañana desde el espejo, que vive, lucha, piensa y duda, no es más que un inmenso conjunto de células organizadas según un esquema determinado, cuyas claves comienzan a conocerse cada vez mejor. Puesto bajo el microscopio, todo va teniendo un nombre y una fórmula. ¿Y los sentimientos? ¿Y el gozo tembloroso de una emoción? Ay, amigo; ahí nos quedamos. Vamos a creer que los sentimientos reposan solamente en lo más misterioso y profundo del corazón.

miércoles, 14 de enero de 2009

Dios en el autobús

En su obra La tournée de Dios, Jardiel hizo bajar al Sumo Hacedor a la tierra para que tuviera información de primera mano de la obra que había hecho. Ahora una asociación de discrepantes de su existencia ha decidido bajarlo, aunque sólo sea en nombre, al autobús. "Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta la vida", aconsejan. A simple vista da que pensar ese adverbio que parece reflejar una duda, porque si probablemente no existe también hay probabilidades de que exista. Lo de disfrutar de la vida lo tienen más claro; dan por sentado que los creyentes son unos pobres sufridores. Como reacción, otra asociación, esta vez de creyentes, ha fijado en otros autobuses el mensaje contrario: "Dios sí existe". O sea, que tendremos a nuestros medios de transporte público convertidos en soportes ambulantes de mensajes teológicos, aun más, teleológicos, con los que poder satisfacer nuestras ansias infinitas de conocimiento de la verdad. Dos mil quinientos años de preguntas, tratados enteros dedicados a argumentar sobre la causa primera, profundas disquisiciones desde las más altas cátedras escolásticas, las cinco vías tomistas, el argumento ontológico de San Anselmo, Agustín frente a Faure, Descartes frente a Nietzsche, todo ello resuelto en las chapas de los autobuses. No sé si habrá mayor metáfora de nuestro tiempo.
Nunca fue frecuente, ni siquiera en las circunstancias de total libertad ideológica, que los no creyentes hicieran apostolado, valga la expresión, acerca de sus convicciones. El que tiene fe siente la necesidad de compartirla; pretende llevar a los demás el mensaje de salvación que ha recibido, tanto por convicción personal como por cumplir el mandato que ese mismo mensaje conlleva. El ateo no siente esa necesidad; no gana ni pierde nada con que otros piensen como él; no espera ni teme nada. Y en todo caso, tratar de convencer a alguien de la existencia de una realidad tiene un sentido antropológico, pero hacer proselitismo a favor de un vacío no parece encajar con la idea de un pensamiento lógico.
El ateo de verdad, el que ha llegado a su convicción a través de un largo y doloroso proceso de búsqueda racional, le merece al que esto escribe un enorme respeto. Ha querido buscar ante todo la honestidad consigo mismo. Ha tratado de encontrar la verdad por todas las líneas que la razón humana le permite, sea cual sea esa verdad y lo que de ella se derive. Hubo de renunciar a creencias más consoladoras y a gozosas esperanzas de salvación porque no tenían encaje en el esquema racional de su entendimiento. El límite es su propia razón; más allá hay un no conocimiento y no se le puede poner nombre. Y es tan consecuente en su empeño de la búsqueda de la verdad que jamás cerrará las puertas a unas inquietantes preguntas que tratarán de colarse en su fortificado sistema: ¿Y si resulta que el misterio es realmente una condición de la existencia del hombre? ¿Si es algo que forma parte de su misma esencia? ¿Si hay una puerta que jamás podrá abrirse mediante la razón y solamente puede cruzarse a través de la entrega confiada a lo incomprensible?.

miércoles, 7 de enero de 2009

Retrato de un hombre

Fue para casi todos un hombre cualquiera, aunque no desde luego para el que esto escribe. Jamás originó titulares ni le iluminaron los focos de ningún tinglado televisivo, quizá porque las luces artificiales sólo saben alumbrar la superficie de la realidad, y sin embargo toda su vida puede muy bien considerarse como el símbolo anónimo de eso que alguien llamó la generación perdida, aunque fue más bien una generación partida. Le tocó vivir casi todo el siglo XX de principio a fin, un tiempo capaz de herir a sus hijos como pocos.
Era un idealista puro, de los que sienten mejor que comprenden y para los que el dinero o los bienes materiales son objetos que por lo visto son necesarios, y nada más. Un optimista sin causa; un filósofo de lo cotidiano; un empedernido soñador. A él le habría gustado ser geógrafo, pero de los románticos, de aquellos que medían meridianos a través de selvas y desiertos o discutían sobre las fuentes de los ríos recién descubiertos. A cambio le convirtieron en soldado de una guerra que nunca entendió. Le tocó combatir en los dos bandos, pasó hambre, miseria y miedo, vio morir a muchos de sus compañeros, pero salió indemne de cuerpo, aunque vacunado aún más que antes contra la política. Luego, la amarga posguerra, la dura realidad ahora mil veces empeorada, la difícil lucha por la supervivencia en un país destrozado y con una economía de racionamiento. Cuando se le preguntaba por ello, lo contaba con aquella indiferencia libre de salidas hiperbólicas o excesivamente sentimentales en la que siempre se mantuvo para hablar de sí mismo, pero a quienes le conocían bien les era fácil notar cómo, mezclado con ello, había ido aflorando un leve matiz de escepticismo.
-Eso es inherente a la vejez. La sabiduría gratuita de la vida; el máximo punto al que se nos permite llegar.
Como tantos otros, tuvo que ver cómo se apropiaron de los mejores años de su vida, esos que se alimentan con las ilusiones de la juventud, pero jamás miró hacia atrás con rencor ni resabio alguno. La vida, decía, es así, puro azar, y de nada sirve subrayar sus páginas más negras. Fue una de sus lecciones mejor aprendidas en las tensas horas de angustia en las trincheras, cuando la muerte no era más que un trágico sorteo. Eso y mantenerse libre de cualquier ambición más allá de su pequeño alcance, acaso porque también aprendió muy pronto que para no sentirse frustrado jamás en los deseos no hay que desear más que aquello que depende de uno mismo. Tal vez por todo ello tuvo siempre un sentido profundo de la amistad y aún mayor de la familia, entendidas las dos como el único mundo que merece la pena habitar.
Los hechos de cada vida, diluidos en el conjunto de la sociedad, pierden toda dimensión, se empequeñecen hasta la inadvertencia, se vuelven lisos y sin relieve. Pero referidos al ámbito individual de cada persona cobran una significación de montañas, y es en este punto de mira donde uno ha querido situarse con la palabra más entrañable de que ha sido capaz. No, no figuró nunca en ningún titular. Sólo fue un hombre cargado de amor y sabiduría. Se llamaba Antonio y hoy justamente habría cumplido cien años.