sábado, 28 de abril de 2012

Tango argentino

A pesar de todo, a un español no le resulta difícil la aproximación sentimental al ser de Argentina, ese país que suele buscar una sola causa para sus eternos males, sin más análisis que los inmediatos; una tierra de proverbial fertilidad, en la que dicen que se escupe y brota un ceibo; una nación a la que, a pesar de todo, no han podido derrotar sus políticos. Decía Clemenceau, ya a principios del pasado siglo, que Argentina es un país tan rico que se recupera durante las ocho horas que duermen los políticos. Un país de poetas y payadores, de gentes en busca permanente de referencias nacionales, que tiene su panteón popular de mitos en una trinidad: Gardel, Evita y Maradona. El primero es fácil de admitir; los otros dos ya causan más perplejidad, pero servirían a un buceador de los entresijos de las sociedades humanas para explicar muchas cosas de Argentina.
Y ante todo, Buenos Aires. Ciudad cantada y adjetivada de mil maneras por sus moradores, mestiza desde su mismo origen, capaz de crear un ethos tan propio que resulta imposible no identificarlo al primer golpe de vista, y un tipo, el porteño, al que el resto del país achaca la personalización de aquella frase con que alguna mente malévola ha querido resumir el carácter nacional: si queréis hacer un buen negocio, comprad a un argentino por lo que vale y vendedlo por lo que cree que vale. Cuando esto se aprecia en el mismo poder, se pueden explicar tantos fracasos. En la parte baja de la plaza de San Martín, paradójicamente situado frente a la llamada "Torre de los ingleses" por haber sido esta colectividad quien la regaló a la ciudad en 1916, un largo friso de mármol rinde homenaje a "los caídos en la gesta de las Malvinas y Atlántico Sur". Allí están grabados sus nombres, tan inútiles que no sirven ni para deshacer su anonimato. Tan inútiles como las muertes que recuerdan.
Pero tampoco puede decirse que Buenos Aires sea la definición de Argentina, porque en su evolución han intervenido factores exclusivos. Las industrias navales levantadas en las tierras húmedas e insanas de la Boca, necesitadas siempre de mano de obra, acogieron a un buen número de los emigrantes desesperados que soltaba la vieja Europa en sus crisis permanentes, un lumpen desconocido, pero nunca agresivo, que recibió y dio y terminó haciéndose autóctono. Los europeos venían como hijos del legado espartaquista y nietzschiano y de tantos y tantos legados, y sin embargo se dejaron diluir. Ni los pajueranos, ni los criollos, ni siquiera la herencia gaucha intervinieron decisivamente en esta nueva refundación porteña. Quizá esto explique en parte lo que sucedió luego, desde los años 30, lo que ellos llaman la Década Infame, hasta ahora, en que una señora erigida en nuevo mesías del peronismo, decide realizar un nuevo expolio.
Si el tango representa la expresión más depurada del modo de sentir rioplatense, ahí va uno de los más famosos, Cambalache, compuesto precisamente en esa década, pero, por lo visto, intemporal : “¡Qué falta de respeto, / qué atropello a la razón! / Cualquiera es un señor, / cualquiera es un ladrón”.

miércoles, 4 de abril de 2012

Semana Santa

El ciclo litúrgico cristiano culmina esta semana con la celebración del dogma fundamental de su doctrina, y el ciclo mundano culmina también en cierto modo su esperanza en unos días de escapada o al menos de dulce mirada a la nada. Es cierto que luego vendrá el verano, con sus vacaciones, pero ese es un tiempo en el que los cumplimientos de esos propósitos se distribuyen a lo largo de un amplio espacio. No hay otras fechas en que el país se paralice a la vez durante tanto tiempo, ni que las vidas de los ciudadanos se intensifiquen simultáneamente en afanes de cambio momentáneo. La crisis no puede medirse aquí con la misma vara que en el resto del año, porque saldría una dimensión equivocada. Y es que el pueblo es sabio. En una tácita reinterpretación del primum vivere ha traducido lo de vivir por algo más que un simple subsistir y aplicado aquello no tan profundo, pero sí igualmente filosófico, de a vivir que son dos días y que salga el sol por donde quiera.
Vuelven a su ciudad las leyendas urbanas para dejar constancia de que no lo son. Se llenan los hoteles de Levante con los que buscan un anticipo del verano, y los del norte con quienes prefieren andar más que tumbarse. Y los del centro y el sur con aquellos que quieren vivir una Semana Santa más pegada a su significado. Aquella semana de cine religioso y llamadas penitenciales se ha convertido en un tiempo bipolar, aún con viejas evocaciones de infancia. Las imágenes de la iglesia se cubrían con paños morados, los sermones giraban en torno a los novísimos, y el pecado y el arrepentimiento se convertían en un único e inquietante tema de reflexión. La noche del Viernes Santo, una gran procesión recorría la carretera a todo lo largo del pueblo. Se portaba a hombros el gran Cristo del templo, iluminado por las velas y acompañado de oraciones y cantos. Perdona a tu pueblo, Señor, perdona a tu pueblo, perdónale, Señor. Era el triunfo de una fe humilde y sin preguntas, una fe compartida por el pueblo en torno a su pastor. Ahora que el vendaval del tiempo se ha llevado todas aquellas hojas, a uno aún le queda un pequeño deje de ternura cuando recuerda aquellos rostros arrobados ante la figuración del misterio de su salvación.
Las procesiones que estos días recorren muchas ciudades de España entre multitudes mitad curiosas y mitad conmovidas, son una expresión menos depurada de aquellas. Recogidas y silenciosas las castellanas, aparatosas y coloristas las sureñas, pero todas con la única pretensión de herir las miradas por medio del desgarro, aprovechando el implacable realismo de nuestro arte barroco. Aquellas eran para vivirlas; estas para contemplarlas. En aquellas la fe adquiría su plenitud al amparo de los rincones más íntimos de cada corazón, allí donde no llegan las saetas ni el golpeteo de los tambores; en estas viene proyectada desde fuera sin más valor que el de una simple invitación. Pero, aun con todas sus connotaciones festivas o turísticas, perviven cada vez más vigorosas como expresiones de una fe secular que, sin ellas, perdería la más popular y querida de sus manifestaciones. Mal lo tiene el laicismo militante para desentender a esta sociedad de sus raíces cristianas.