miércoles, 31 de diciembre de 2014

31 de diciembre

Así, sin darnos cuenta, como siempre, se nos ha ido el año y asistimos a la llegada de uno nuevo con la misma cara de incredulidad de cada diciembre. Esto del tiempo es el mayor misterio que nos ha sido dado. Conocemos sus consecuencias, vaya si las conocemos, pero no hay forma de penetrar en sus causas. Sin embargo, esta ignorancia de algo que es la esencia de nuestra propia existencia no afecta a nuestra vida, que transcurre perfectamente con ella, quizá porque en el fondo sí sabemos qué es eso que llamamos tiempo, pero a condición de que no nos lo pregunten, según la conclusión agustiniana. 2014 pasa hoy al mundo de la memoria, a los estantes de ese archivo infinito que llamamos historia, de donde sólo puede liberarlo ocasionalmente el recuerdo personal, y no por mucho tiempo. No será un miembro muy honorable del conjunto, aunque tampoco desentonará demasiado con los que le precedieron.
  Esta noche celebraremos con la efusividad vocinglera de costumbre el hecho de que este planeta que habitamos pase por un punto determinado de su órbita, que por algo somos una especie simbólica y nos creamos rituales para sostener nuestro sentido de la vida. Pasaremos por alto el incumplimiento de los propósitos que tan firmemente nos hicimos en enero y seguramente nos propondremos firmemente otra lista, que tampoco cumpliremos. La fortaleza del espíritu y la debilidad de la carne, qué seríamos si no fuese así. Hay en esa condición volátil de que estamos hechos -humo, niebla, brisa-, algo enternecedor que nos dignifica como criaturas, porque, si bien las promesas que nos hacemos a nosotros mismos no suelen pasar de ser flores de un día, con las que hacemos a los demás tratamos de poner más empeño en su cumplimiento, quizá porque el honor sigue siendo una fuerza imprescindible para poder mirar a nuestros propios ojos sin sonrojo.
El año se va con un cierto aire crepuscular, como si se llevara consigo un pedazo de lo que fue un tiempo fundamental en nuestras vidas de ciudadanos. Se han ido los dos grandes actores de la Transición, uno físicamente, entre el afecto y el homenaje de todos, y otro retirándose a un segundo plano, también entre la consideración general por su decisiva labor. Después de casi cuarenta años, hubo un relevo en la Jefatura del Estado, así, sin grandes señales ni miradas vigilantes, casi como si fuese algo que estuviese dentro de la bendita rutina. Se han ido también empresarios importantes, futbolistas legendarios y famosos de diversos grados, entre ellos una mediática representante de la aristocracia. Fue el año en que por fin se sajó el grano purulento de la corrupción y salió el pus maloliente; esperemos que la herida haya quedado limpia y vacunada por mucho tiempo contra otros repugnantes microbios. El año también del envite de los nacionalistas catalanes, que al fin han escenificado la inanidad argumental de su guion en un espectáculo con tintes de grotesca farsa. Y el año en que la expectativa ya cierta de una recuperación, que tanto nos está costando, se enfrenta al riesgo incipiente de los nuevos populismos. Pero siempre queda la esperanza.

miércoles, 24 de diciembre de 2014

Noche de paz

De paz interior, se entiende, porque la otra debe de haber emprendido un viaje tan largo que aún no ha aparecido por la tierra desde que el hombre está sobre ella. Paz interior, que es el mejor deseo que uno puede ofrecer a su prójimo, porque es la única que cada uno de nosotros puede gozar sin la inquietud de que alguien pueda nada contra ella. La paz interior pertenece al reducto más privado y descansa en esa cámara sagrada que todos custodiamos dentro y cuya inviolabilidad es nuestra más preciada posesión. La paz interior no necesita de manifiestos, ni de palomitas picassianas, ni siquiera de un ramo de olivo; su símbolo estaría más bien en el sosiego de una mirada. Desear a alguien paz interior viene a ser sinónimo de desearle felicidad, eso que hacemos continuamente estos días sin pararnos a pensar en qué puede consistir la felicidad. Sí sospechamos que debe de ser un bien supremo a juzgar por el anhelo eterno y profundo que tenemos de ella.
Paz interior a los hombres de buena voluntad y a los de regular y hasta a los de mala, si es que pueden, porque mientras estén en paz con ellos mismos dejarán en paz a los demás. Paz a los que la buscan sin poder encontrarla porque algún aire frío se les coló en el fondo de la conciencia, o acaso porque la vida ha dejado de tratarlos con gesto amistoso. A los que sufren sin haber hecho nada por merecerlo y a los que sufren para que no sufran los demás.
Paz consigo mismo a los políticos enfermos de la pasión del poder que, con tal de satisfacer sus ambiciones personales, no vacilan en poner en riesgo realidades sociales sólidamente asentadas que constituyen lo más querido y sagrado de cualquier persona. A los que tratan de servirse de utopías irrealizables para llegar a mandar, a los de la crispación continua y a los de las pancartas contra todo. Días de paz a sus inquietas mentes y a sus agitadas aspiraciones.
Paz gozosa a los que han renunciado a vivir estos días en familia porque han querido llevar algún remedio y alivio allí donde la enfermedad envuelve en sufrimiento y desesperanza, y a quienes han partido a zonas de peligro y tratan de poner lo mejor de su parte para aportar un poco de orden y seguridad en aquel infierno. A todos, paz.
Paz de espíritu a quienes sufren la locura sanguinaria de esas bestias inhumanas que degüellan en nombre de su dios; a los que son masacrados por rezar ante una cruz; a las mujeres y niñas violadas y a los padres de esos niños que los monstruos fanáticos mataron en el colegio. Que sus asesinos no lleguen a alcanzar jamás ni un momento de paz en los escondrijos de sus conciencias.
Paz esperanzada a los sempiternos pesimistas que jamás pueden ver algo bueno en nuestras cosas; a los que, de buena o mala fe, creen que los males se arrancan con otros males; a los que se desesperan por las cosas que no lo merecen, que son casi todas, y a quienes sólo aspiran a vivir una vida sencilla con los suyos y con las pequeñas ilusiones y decepciones de cada día. Y a ti, que has tenido la amabilidad de leerme.

miércoles, 17 de diciembre de 2014

El chigre

Hay que escribir en pasado porque pertenecen ya a un tiempo distinto al de hoy. El viento de la modernidad los sepultó bajo nuevas decoraciones o bajo rótulos con nombres ajenos, o simplemente los hizo desaparecer, como si ya no tuviesen sitio en los nuevos usos sociales. Alguno quedará por ahí como testimonio, no sólo de un espacio físico de otro tiempo, sino de reducto único de relaciones humanas, porque, a pesar del inevitable televisor y de las máquinas tragaperras, era un microcosmos sobre el que alguien con afanes psicologistas tendría materia sobrada para establecer todos los esquemas, análisis y conclusiones que quiera. El chigre era desatador de conocimientos, desahogo de pequeñas miserias y lanzadera de nuevos quereres. Era, además, un espejo fiable de quienes lo frecuentaban por aquello de que en la mesa y en el juego se conoce al caballero. El chigre fue, tal vez, la mayor aportación asturiana al intento de vivir en comunidad.
El chigre podía tener las mesas de mármol o de madera. Si eran de mármol, con las patas de hierro forjado, el chigre casi casi podía ser un café. El mostrador era alto, y el chigrero se asomaba tras él con la prestancia de un rey que se dispone a arengar a sus mesnadas. Si el chigrero era de la costa, seguramente tendría colgada una fotografía del Sporting; si era de las cuencas, del Oviedo; si era de otras zonas, las dos o ninguna o cualquiera. En esto podía verse de todo.
En el chigre, como en la vida, siempre había unos que llevaban la voz cantante y otros que escuchaban y asentían según les fuera. El que se creía con la razón la defendía con todos los recursos verbales y gestuales a su alcance, que solían ser bastantes, sobre todo los últimos. El que sabía que no la tenía arremetía con fuerza para mantener la fachada y procurar entre tanto preparar una salida honrosa.
Al revés que nosotros, el chigre ganaba belleza con los años. Uno sigue creyendo que un buen chigre, un chigre de los de antes, un chigre de los que huelen a sidra, a oricios y a centollos, a fabada y a tortilla recién hecha, un chigre de mostrador alto y chigrero en su sitio, sin más adornos que los que se tercien y sin otras pretensiones que las de servir de marco amable a esos pequeños momentos necesarios para dar atractivo a la vida cotidiana, un chigre de esos puede con tres hamburgueserías a cuestas. También cree que ese chigre es una especie irrecuperable, al borde crítico de la extinción.
Guardando bastantes diferencias, el chigre cae dentro de lo que Ortega denomina cultura miope. Una cultura que habría que ensayar como reacción a la cultura présbita, que sólo percibe lo distante. La cultura miope exige a sus ideales proximidad, evidencia, poder de arrebatarnos y de hacernos felices; no tropieza a cada paso porque está acostumbrada a pequeñas distancias y no a vagas lejanías; se adapta mejor a la pequeñez de nuestra existencia, a lo limitado de nuestro entendimiento y a la debilidad de nuestros propósitos. En la cultura miope todo está hecho a la medida del hombre. Incluso la palabra, como en el chigre.

miércoles, 10 de diciembre de 2014

Necesidad de autoestima

En el reparto de defectos que los dioses hicieron a los países siempre nos dijeron que a los españoles nos había tocado la envidia. Pues no. Nuestro grado de envidia no es mayor que el que puedan tener franceses, italianos, ingleses o cualquier otro grupo humano; de hecho hay muchos que han demostrado practicarla bastante más que nosotros. No, nuestro defecto nacional es el de la autoflagelación. Parece como si nuestra divinidad nacional fuese el dios de los eternamente insatisfechos, el dios de los que se regodean en sus miserias y hasta las engrandecen para que sea mayor su sentimiento, un dios que exige darse latigazos en las propias carnes, un dios que podría tener el altar hecho de espinas para que sus fieles se sintieran a gusto. Sus devotos serían aquí ciertamente abundantes y encontradizos desde las cabañas a los palacios. Inexplicablemente, poseemos una inevitable tendencia a tener de nosotros mismos un concepto muy bajo, como si anhelásemos más la compasión que el respeto. Que alguien nos mire con misericordia, que de confesar a viva voz nuestros pecados de familia ya nos encargaremos nosotros. Parecemos de por sí inclinados al culto de ese dios de la autocompasión, y más cuando desde arriba siempre hay prohombres de humo y mensajeros que se complacen en alimentarlo.
Hablar mal de nosotros mismos se ha convertido en marchamo de progresismo; ningún progresista que se precie caerá en la tentación de resaltar algo bueno que se haga en España; hay medios y cadenas de televisión, como la Sexta, por poner un ejemplo, que tal parece que mantienen la atención de sus espectadores porque sienten curiosidad por ver si alguna vez dan una sola noticia positiva sobre nuestro país. Llamar a nuestras cosas de siempre con palabras inglesas, despreciando su nombre en nuestro idioma, es el colmo de la modernidad; alardear de catastrofista es muestra de estar bien informado; denigrar nuestro sistema y nuestras instituciones ante la mágica excelsitud de las de los demás da marchamo de cosmopolitismo intelectual. Sí, eso se tiene por síntoma de progresismo, cuando en realidad cabe considerarlo como una muestra de inmadurez, si no directamente de estupidez. Aquella famosa y triste quintilla que empieza “Oyendo hablar a un hombre fácil es...” podría ser la divisa a grabar en muchas frentes.
Ahora que la crisis nos lo oscurece todo, los autoflagelantes están a sus anchas. Vivimos momentos difíciles, pero una preocupación no debe anular una mirada objetiva; la que ve un país moderno y democrático, avanzado en lo social, con grandes infraestructuras materiales, con una historia larga y decisiva, un patrimonio cultural de primer orden y en primera línea en varios campos. En Andanzas y visiones españolas nos lo advierte Unamuno con el énfasis del observador que está seguro de sus conclusiones: “Os lo he dicho cien veces y os lo diré otras cien mil más: cuando oigáis a un español quejarse de las cosas de su patria no le hagáis mucho caso. Siempre exagera; la mayor parte de las veces miente. Por un atavismo mendicante busca ser compadecido y no sabe que es desdeñado”.

miércoles, 3 de diciembre de 2014

Muerte en el río

Como yo no tengo el corazón inflamado de ardiente fervor futbolero, seguramente todo lo que diga aquí tendrá muy poco interés y hasta puede que no pase de ser más que una tontería. Las cosas de la pasión sólo pueden ser comprendidas si se participa de la pasión misma; en otro caso se queda uno como simple espectador. Discurren ante nosotros como las sombras de una caverna en cuyo interior no alcanzamos a explicarnos lo que hay. Lo sucedido el domingo en torno a un estadio de fútbol es ante todo trágico y doloroso para los allegados de la víctima, pero además es absurdo. Quizá lo sean todas las muertes anticipadas a las decisiones de la naturaleza, pero cuando las circunstancias que la provocan son tan irracionales, se hace más dolorosa por incomprensible. ¿Qué puede incitar a personas ya maduras, con una vida familiar y laboral establecida, a radicalizarse en favor de una entidad deportiva hasta entregarle toda su mente y toda su capacidad de pasión? ¿Y qué méritos tiene esa entidad para recibir un regalo tan excelso? Ninguno, como no sea el de haber logrado meterse en el corazón de alguien hasta conseguir que la sintiera como propia. Remedando lo que Séneca decía sobre la patria, nadie quiere a un club porque sea grande, sino porque es suyo.
El fútbol es ese juego que dejó hace mucho de serlo para convertirse en una religión. Y en un negocio, un espectáculo, un opiáceo popular, un termómetro social, un desfogador de pasiones e incluso en un deporte. Sobre él se llega a depositar el honor de una ciudad o de todo un país; sus actores alcanzan cifras multimillonarias y aún mayor fama y reconocimiento popular; alimenta por sí solo todo un sector mediático; hace que en cada jornada de juego millones de personas se acuesten felices y otros tantos envueltos en amarga tristeza. Es denostado y criticado por la frivolidad que en esencia supone y por lo desmesurado de su dimensión, pero ante una gran final el mundo entero se detiene. Recuerdo la del Mundial que ganó España. En Tashkent, Uzbekistán. Las calles casi vacías y la noche ya muy avanzada, pero cuando el partido acabó las aceras se llenaron de jóvenes agitando banderas españolas y alguna holandesa; allí está prohibido exhibir en la calle banderas de otros países, pero esa noche se hizo una excepción. ¿Qué podía mover a aquellos jóvenes a seguir con tanto fervor un partido entre dos naciones tan lejanas? Pues la necesidad de encontrar un sustituto, aunque fuese ajeno, al espectáculo pasional que allí no tenían. El fútbol estaba ejerciendo una de sus más extraordinarias capacidades.
Sociólogos y psiquiatras habrá que puedan explicar en qué punto un aficionado normal y sin más pasiones que las deportivas se transmuta en un energúmeno violento con impulsos homicidas, capaz de recorrer seiscientos kilómetros para vérselas con las bandas equivalentes de otro equipo. Ese hincha que cayó en Madrid en un enfrentamiento entre hordas rivales murió en nombre de nada, sin más explicación que la sinrazón de una radicalidad de la que él mismo participaba. Y cuando la razón se ausenta surgen los monstruos.

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Amigo perro

Ahora que puede uno encontrarse en la calle con un jabalí y a unas nutrias sueltas por un parque, que las gaviotas se han vuelto agresivas aves de tierra adentro y que las palomas empiezan a parecer una plaga, podría ser ocasión para preguntarse sobre nuestra relación con los animales. Si siempre osciló entre la manifestación de dominio ante los más dóciles y el temor ante los fuertes o peligrosos, ahora los vientos de un ecologismo muchas veces acrítico están trayendo un escenario nuevo con interrogantes que el tiempo habrá de responder. Y no ya sólo en lo que se refiere a animales de ámbitos lejanos, sino incluso en los más cercanos a nosotros, como el perro.
Si el caballo fue fundamental para el progreso de la humanidad, el perro se hizo compañero y aportó a las relaciones hombre-animal unos componentes que sintonizan con lo más elemental y entrañable del sentimiento humano: lealtad, fidelidad, gratitud, afecto. En la historia y en la ficción, siempre presentes como elemento cercano, es imposible imaginar nuestra trayectoria personal y colectiva sin la existencia del perro. Yo recuerdo, de niño, haberme emocionado hasta las lágrimas con la historia del de Fiel amigo, y crearme aventuras perdido en la nieve y viendo cómo un valeroso San Bernardo venía con su pequeño barrilete a rescatarme. En ambos casos lo importante era el perro. Y ahora mismo, los que ayudan a la policía, a los ciegos, a los pastores y, sobre todo, a los que sufren de soledad, que es la peor dolencia del alma.
Con el hombre y a su lado siempre, soportando muchas veces una vida miserable, pero si en otros momentos el perro pudo quejarse de nosotros, ahora no parece que tenga motivos. Ahora se les viste con ropitas a la moda y lacitos en el cuello, se les hacen peinados y manicuras; hay quien confiesa que les celebran los cumpleaños y hasta les dan juguetes por Navidad; y al llegar su última hora les organizan un entierro con velatorio y funeral. Buena vida parece, no precisamente de perros. Hay casas en las que no se concebiría la vida sin ellos. Hasta hay parejas que renunciaron a los hijos porque prefieren tener perros. Es triste, pero allá sus mentes. Cada uno puede establecer sus criterios sentimentales y darles la práctica que desee; al fin y al cabo, por fortuna para ellos, los perros carecen del sentido del ridículo.
Lo más grave es el sometimiento que se hace de sus instintos y necesidades físicas. Pastores alemanes en pisos de sesenta metros, perdigueros condenados a no ver una presa en su vida, guardianes reducidos a ser animales de compañía. Al perro se le esteriliza, se le controla el celo, se le sustituyen los hábitos alimentarios, y el carnívoro que siempre fue prefiere ya comer unas patatas con zanahorias que roer un buen hueso. A esta contribución a la degeneración de la especie se le llama amor a los animales.
Perro amigo, desde siempre parte de la vida del hombre, quizá porque éste, al menos aquí, nunca le miró con otras intenciones. Decía Evelyn Vaugh que no sabía si la amistad entre el hombre y el perro sería tan duradera si la carne de perro fuese comestible. Habría que preguntar a los chinos
 

miércoles, 19 de noviembre de 2014

La lista del derroche

La lista que se publicó el domingo en la prensa con los nombres del despilfarro pseudocultural en Asturias es demoledora. Primero por la cantidad que supone, muchos millones de euros, y segundo porque retrata un tiempo y una clase política municipal a la que la brisa de la bonanza obnubiló hasta pretender convertir cualquier elemento intranscendente del pueblo en una categoría cultural. Cuántas ideas inanes convertidas en objetos de costosas inversiones; cuánta vanidad pueblerina, cuánta competencia de ocurrencias entre nuestros regidores locales. Lee uno la lista y se pregunta si esta región nuestra que habitamos y queremos, habrá adquirido de pronto una conciencia exagerada de lo que tiene; ella, que siempre se tuvo en poco. O acaso ha abandonado su natural pragmatismo para seguir el señuelo del maná del turismo, como si ofreciendo en cada rincón una baratija pudiera crearse una atracción insoslayable que fecundaría nuestros pueblos con la llegada de visitantes y sus dineros. De pronto Asturias se llenó de museos, aulas didácticas y centros de interpretación dedicados, por ejemplo, a la trucha, al salmón, al calamar, al quebrantahuesos, al urogallo, al lobo, y a otros temas más pegados a las formas de vida, como la leche, la conserva, la madera, la mina de montaña y hasta el movimiento obrero. Apenas hubo municipio en el que no se levantara alguna muestra de estas, ni tema que no estuviera representado. El interés que luego pudiera suscitar no pareció ser muy determinante a la hora de decidir.
No son proyectos fracasados, que eso sería comprensible y asumible; son realidades fracasadas. Edificios construidos y equipados tras una elevada inversión, que ahora parecen testigos de una época en que las fuentes manaban leche y miel, y de la acción de unos gestores que no parecieron tener más miradas que para el presente, y aun así con ojos miopes. Pero ¿alguien pensó en el día después de aparecer descubriendo la placa de inauguración? ¿En su capacidad de atracción, en los recursos precisos para su mantenimiento o en la demanda de visitantes que podía tener? Porque la realidad de hoy es que muchos están cerrados, otros quedaron a medio construir, algunos están sin inaugurar y otros se encuentran abandonados y amenazando ruina, y hasta hubo algunos que fueron derribados nada más terminar de construirse, como los casos de Corvera o El Entrego. Dos millones y medio de euros convertidos en escombros.
No fue sólo ese afán expositivo lo que contribuyó al derroche. Fueron obras de todo tipo, sin aparente sentido, cuya verdadera dimensión podemos enmarcar ahora. Y tampoco sólo en los pequeños municipios. En Gijón, por ejemplo, se construyeron dos estaciones de ferrocarril nuevas; las dos se derribaron al poco tiempo y se levantó una tercera casi en las afueras. Es cierto que desde un punto de vista exclusivamente estético es de agradecer, porque eran dos bodrios arquitectónicos, pero da idea de una indefinición costosísima que aún no se ha concretado definitivamente. A lo mejor, según quiénes gestionen nuestros fondos, la austeridad no es tan mala.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

El muro como símbolo

De símbolos nutrimos nuestra convivencia y de símbolos nos servimos para convertir lo abstracto en concreto, de modo que podamos comprenderlo según nuestras limitadas entendederas. Somos animales simbólicos, los únicos. La humanidad sólo avanza a través de símbolos, decía Hamsun, como si en su ausencia no hubiera sido posible el progreso. Hemos tenido que crearnos nuestras herramientas para aproximarnos a entender lo ininteligible o para representar ese concepto rebelde a cualquier definición literal. Con los símbolos accedemos al conocimiento de lo que carece de caracteres formales, nos explicamos lo que no tiene posibilidades descriptivas y hasta organizamos nuestra vida cotidiana. Pero sobre todo descubrimos que tenemos a nuestro alcance la lección permanente que nos enseñan con su capacidad de hacerse reflejo de una abstracción.
El símbolo que estos días se celebra es la caída de un muro, que se derribó hace veinticinco años, en una noche fácil de recordar para quienes pudimos vivirlo aunque fuera a través de las imágenes de televisión. Como siempre ocurre, y como es fácil de apreciar con el reposo que da el tiempo, la emoción del sentimiento se impuso sobre el significado que aquello tenía. Aquella salida masiva, las carreras con los brazos alzados, las caras iluminadas con una sonrisa mezcla de triunfo y de esperanza, los abrazos, los gestos enrabietados con las piquetas arrancando el hormigón, toda aquella explosión de impulsos reprimidos por la fuerza durante tantos años, estaban por encima de cualquier consideración sobre la trascendencia de aquel momento. Luego, el tiempo nos ayudó a ver la enorme dimensión simbólica que se encerraba en cada cascote que caía, y no digamos en cada vida arrancada al pie del muro, desde la de aquel chico, Peter Fechter, que fue el primero y que inspiró la famosa canción de Nino Bravo.
La dimensión simbólica del muro de Berlín, tanto su construcción como su caída, es enorme y ofrece una infinidad de lecturas, todas evidentes y fácilmente señalables. Si los símbolos suelen ser un medio de persuadir, pero no de demostrar, en este caso su valor reside justamente en lo que ha demostrado: que ninguna tiranía puede pensar que un muro es capaz de salvaguardarla del impulso más poderoso del ser humano, que es el de escapar de ella para ser libre; que la mentira impuesta por decreto y el engaño como instrumento de dominación ideológica siempre terminan volviéndose contra quienes los practican, y que aquella noche no asistimos solo a un derribo físico, sino al fin de una perversa utopía, puede que la más ambiciosa de la historia, pero desde luego la que más sufrimiento causó. Y simboliza también la hipocresía de los intelectuales progresistas de este lado, que desde los cómodos salones de sus casas occidentales, a miles de kilómetros, defendían el paraíso al que ninguno quiso ir. Y renuncias y negaciones oportunistas; los partidos comunistas eliminaron este término de sus nombres y se camuflaron bajo nuevas denominaciones; en muchos casos la ideología se fue debilitando sin encontrar más camino que el populismo.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

El arte de hoy

La condición del hombre como ser creativo tiene básicamente dos formas de manifestarse: a través de la ciencia o a través del arte. Ambas tienen una trayectoria tan larga como la misma presencia humana, pero han recorrido caminos inversos. Entre el hacha de piedra y el acelerador de partículas hay un proceso continuo de desarrollo del conocimiento en un claro camino de progreso. Sin embargo, entre la captación expresiva de los bisontes de Altamira y el punto y raya de cualquier exposición contemporánea, lo que se ve es como un itinerario de regreso, eso sí, con altibajos, algunos de ellos con espléndidas crestas. Parece como si, al revés que la ciencia, el arte no pudiera con los efectos de la entropía del Universo, o acaso como si en esto el hombre hubiese acertado a la primera. Entre el grado de conmoción que nos produce la obra de los griegos -y sus epígonos renacentistas y barrocos- en su lucha por plasmar lo sublime del hombre, y el de una escultura de Calder o Pevsner, por ejemplo, la diferencia es evidente.
Cuando el hombre se acerca por primera vez al hecho que le ha provocado la emoción y trata de apresarlo, lo hace guiado tan sólo por dos objetivos: la representación de la realidad o la consecución de la belleza, y en ambos casos el resultado es siempre una obra capaz de suscitar a su vez emociones. Pero una vez que este período se ha cumplido, a los artistas siguientes les parece que hay que "abrir nuevas vías", que el arte no es sólo eso, que no se puede hacer siempre lo mismo, y comienza a concebirse y a plasmarse la obra al margen de aquellas dos normas sagradas, es decir, despreciando la descripción de la realidad objetiva y cambiando el ideal de belleza pura o tratando de sustituirla por otra asensorial. Imaginemos, por ejemplo, que el motivo a pintar es un perro. El primer artista lo representará tratando de captar todos aquellos detalles que ayuden a establecer una continuación entre realidad y pintura: buscará el brillo de la mirada, el realismo en la actitud, las cualidades táctiles del pelo, etc. El segundo artista se encuentra con que la realidad ya ha sido captada y se convence a sí mismo -y a veces trata convencer a los demás- de que aquello no tiene más valor que el de ser una simple copia de la naturaleza y que lo que de verdad importa es la metarrealidad que se encuentra detrás de los condicionantes de los sentidos. Y pinta al perro con tres rayas. Es la diferencia, por ejemplo, entre el perro de Las Meninas y el perro de Picasso. ¿Cuál de los dos es mejor? Evidentemente el que más caudal de emoción suscite o, mejor, aquel con el que más se identifique el espectador.
Entonces, ¿qué hacer con el arte? ¿No hay posibilidad de andar más camino que el que ya se ha hecho? Focillon elaboró su teoría evolutiva del arte sobre la idea de una regularidad cíclica de carácter natural, por lo que se refiere sólo a un tiempo de medida generacional; no es aplicable a la visión global de la trayectoria artística del hombre. ¿Por dónde va a ir el arte? Quién lo sabe. Quizá a volver a andar el mismo camino con distintas preocupaciones estéticas y nuevas proposiciones intelectuales. O acaso está a la espera del artista genial que nos dé la respuesta, que ahora no se adivina.
 

miércoles, 29 de octubre de 2014

La flauta populista

En los tiempos en que había cantantes y canciones, María Ostiz decía en una de sus más famosas: “Con una frase no se gana a un pueblo / ni con un disfrazarse de poeta. / A un pueblo hay que ganarlo con respeto; / un pueblo es algo más que una maleta”. Qué será que en tiempos de horas bajas siempre aparece algún taumaturgo proponiendo el remedio de todos los males que nos afligen. De buena fe o por motivos menos nobles, siempre surge un Moisés que nos guiará hacia un Canaán en el que nadie ha estado jamás. De su mano iremos hacia la luz de un mundo nuevo donde reinarán la libertad, la justicia y la solidaridad. Más o menos como en los carteles de la Rusia soviética. En los últimos tiempos están apareciendo por casi toda Europa, con caracteres ideológicos y causas diferentes; en unos casos, como en Francia, por eclosión de un sentimiento larvado durante largo tiempo; en otros, como aquí, como un producto televisivo. Por suerte no son como los de los años 30. Su guerra es ideológica: fuera las viejas estructuras, las económicas y las de pensamiento; abajo las convicciones caducas; el individuo no es nada ante la masa. El pueblo, el pueblo, ese nombre sagrado del diccionario del político, aunque nadie haya podido explicar exactamente qué es. Los principios están en función de la oportunidad, esa es una base del populismo; la otra consiste en decir siempre a los ciudadanos lo que están esperando oír, halagar sus sentimientos elementales, presentar el horizonte que todos soñamos como algo fácilmente asequible, o sea, lo que los griegos llamaron demagogia. Ya se sabe: los amos del pueblo serán siempre aquellos que puedan prometerle un paraíso.
El líder populista encandilará a la gente con promesas maravillosas, pero evitará explicar cómo se propone hacerlas realidad, como si eso fuera lo de menos. De su habilidad para convencer de que existe una vía distinta y más sencilla depende su éxito. Luego, claro, alguien piensa y ve que no es fácil hacerse una idea concreta ni de la meta ni del camino, porque en su mismo propósito ya se insinúa la contradicción. Se asoma al mundo y contempla el abanico de organizaciones y modos sociales que el hombre se ha dado a sí mismo: tiranías comunistas, en las que términos como elecciones o libertades están prohibidos; dictaduras tribales, que vienen a ser lo mismo; regímenes teocráticos, que tratan de imponer por la fuerza a los no creyentes la misma sumisión a sus creencias en que tienen a sus fieles; sistemas populistas, que bajo una débil apariencia democrática ocultan una continua violación de los derechos humanos y sirven a un líder que se presenta como un mesías providencial e insustituible; y el ámbito de Occidente, de democracia parlamentaria, donde las libertades fundamentales son intocables, con un estado de bienestar institucionalizado, una economía de mercado y un sistema jurídico igualatorio y garantista. ¿A cuál de ellos pretenden llevarnos? ¿En cuáles se inspiran? La palabrería populista puede sonar bien, pero el cuento nos dice que los ratones de Hamelin siguieron la dulce música de la flauta sin preocuparse de adónde los llevaba, hasta que cayeron al río.

miércoles, 22 de octubre de 2014

Don Croqueta

No es España un buen país para que los pícaros -los tradicionales, no los de tarjeta y sillón en un consejo- puedan hacer carrera. Los conocemos muy bien, configuran gran parte de nuestra literatura hasta dar nombre a uno de sus subgéneros, tienen nombres tan universales como los de los grandes héroes de nuestra ficción. Sin ser especímenes exclusivos de nosotros, puede decirse que aquí han adquirido rango de miembros destacados entre los hijos de nuestra imaginación. No, no es este precisamente el lugar donde pueden hacer fácil carrera; nos resultan transparentes. Hacia 1760 llegó a Madrid Giacomo Casanova, aventurero, sedicente mujeriego, estafador y tramposo vocacional. Había andado por media Europa de enredo en enredo y de engaño en engaño, fingiéndose médico, militar y aristócrata, para lo que se inventó un título nobiliario. Vino a Madrid con el fin de ofrecer al ministro Conde de Aranda un invento: una especie de rifa, a la que se llamaría lotería. A cambio de la idea solicitaba que se le diera la administración general de la lotería y una participación en sus ingresos. Pero las cosas rodaron mal. Aquello no parecía estar muy claro y despertó desconfianza. El caso es que se creó la lotería sin darle nada y tuvo que marcharse, satisfecho con no acabar en la cárcel. Ya fuera de nuestras fronteras, dijo: "He engañado a austriacos, a turcos, a venecianos, a franceses y hasta al Papa; el único sitio de donde he salido engañado es de España".
La picaresca de siempre nos produce a estas alturas una cierta ternura, casi una mirada nostálgica por algo que ha perdido lo que tenía de simple modus vivendi para convertirse en un método sistematizado de corrupción. La diferencia entre el pícaro de antes y el corrupto de hoy es insalvable para nuestra voluntad de comprensión, por grande que sea. Si aquél nos merece una mirada tolerante, y hasta puede que cómplice por lo que tenía de riesgo y de ingenio, los de ahora no nos arrancan más que desprecio. Los dos son materia justiciable, pero siempre nos caerán mejor los tres ratas de La Gran Vía que toda esa caterva de sindicalistas, empresarios y políticos que se aprovechan de su posición para engordar sus cuentas en una inmunda exhibición de desvergüenza. A su lado, ese chico veinteañero que se ha convertido en noticia por su capacidad para la impostura viene a ser como el alivio de una simple marejada en medio de una violenta tempestad. Lee uno sus hazañas y le recuerda a aquel prototipo de personaje de la bohemia madrileña que aparecía en todas las recepciones donde hubiera algo que picar, con el porte lleno de dignidad y el estómago vacío. Claro que pronto era descubierto y le caía el mote de don Croqueta; fin de la carrera. A este de ahora no parece que le muevan motivaciones tan físicas, sino bastante más complejas, acaso afán de notoriedad, ilusión de pertenencia a otra clase social, simple vanidad o, dicho más claro por el forense, “una florida ideación delirante de tipo megalomaníaco”. El caso es que, al menos que se sepa, no desplumó a nadie, ni se aprovechó de su posición, ni trató de sacar ni un euro a ningún ingenuo. Casi es un ejemplo.

miércoles, 15 de octubre de 2014

La enfermedad

La lucha más importante que ha tenido que mantener el hombre a lo largo de su existencia en este mundo, la de tratar de pasar su breve vida sin dolor ni enfermedad, la ha librado contra un enemigo invisible. Y siempre la ha perdido. En el mismo hecho de la existencia se coló el germen de su propia destrucción, sin rostro ni materia, tan huidizo y cambiante que resulta indestructible. La historia de esta relación con ese ente misterioso que constituye la mayor angustia de nuestra vida es la historia de nuestro propio desarrollo intelectual. Para el hombre primitivo la enfermedad era la fuente del dolor, el mal por sí mismo, y sólo podía ser producida por espíritus malignos, a los que únicamente cabía enfrentarse con conjuros y sacrificios. Con el griego Hipócrates se aplicó por primera vez la razón y comenzó la búsqueda científica; la enfermedad no tenía nada que ver con dioses ni seres ultraterrenos, sino con causas físicas cercanas al enfermo, que producían el desequilibrio de los cuatro humores del cuerpo. En las terribles epidemias medievales la magnitud de la tragedia, el desconcierto y la impotencia dieron por indudable que sólo podían tener causas sobrenaturales: era la cólera divina en castigo por los pecados del mundo, o la maldición de alguna bruja, o la conjunción de quién sabe qué astros, nada a lo que poder ver para hacerle frente con medios materiales. Por fin, en algún momento, no tan lejano, el hombre pudo contemplar a su enemigo. Eran unos seres de formas extrañas, pequeños, muy pequeños, y se movían; eran seres vivos; por eso se les llamó microbios. Un feliz día, casi con aires serendípicos, se descubrió con qué se les podía matar. Las pavorosas enfermedades de tantos siglos, la tuberculosis, peste, sífilis y otras muchas, dejaron de causar terror. Quedaban los virus, inmortales e inmunes a todo, pero el hombre logró descubrir el modo de prevenirse de ellos. Las vacunas acabaron con temibles azotes, como la viruela, la rabia o la polio. Otra gran victoria, pero a la hidra eso no le importa. Cada vez que se obtiene un triunfo surge otro enemigo, que vuelve a convertirse en otro reto; el sida y el ébola son los últimos.
Siempre ha maravillado que la entropía del universo no afecte a la vida, pero a lo mejor esta es su compensación: su propio componente autodestructivo. La enfermedad es la fuente del dolor, que es el que nos da nuestra dimensión humana; hay quien lo acepta con la fuerza que da la fe, y quien lo convierte en una ofrenda de sacrificio ante quien ve el interior de las almas. Su presencia nos despoja de todo lo que hemos ido adhiriendo a nuestro ser a lo largo de la vida, y nos reduce todo a una única necesidad: la de recibir amor, comprensión y compasión, una mano que acaricie la nuestra como una fuente de gracia o una voz que nos susurre: te comprendo y quiero sentir contigo.
El ébola se vencerá, sin duda, pero otra angustia ocupará su lugar, y luego otra sustituirá a ésta, y así hasta el supremo final de todo. Tal es la condición que nos han impuesto para existir, ya lo advirtió un poeta doliente: la vida es una enfermedad; el mundo todo, el hospital, y la muerte nuestro médico.

miércoles, 8 de octubre de 2014

Las tarjetas de la vergüenza

Según se va sabiendo, las Cajas de Ahorro fueron algo así como el carro de heno que El Bosco pintó con su magistral y habitual desparpajo para enseñarnos qué somos en definitiva. Todos tratando de coger la mayor cantidad de heno posible, sin miramiento alguno ni asomo de rubor; todos a lo suyo con ahínco, y que de eso de la ética y las normas morales nos hablen en otra ocasión. Si uno se fija un poco más en el cuadro se dará cuenta de que el pueblo normal ha de luchar y pelear por conseguir un poco de heno de la parte baja del carro, porque no puede alcanzar a más. En cambio, los ricos y poderosos, desde sus alturas, se acercan al carro con solemne gravedad para llevarse lo que quieran. Lo que cualquiera de los señores consejeros de esa Caja se llevó sólo con su tarjeta es más de lo que ganaría en varios años ese señor que ves a las siete de la mañana tomando el autobús para ir a la fábrica. Y no hablemos de los que ni siquiera pueden hacer eso.
Las Cajas de Ahorro tuvieron siempre buena fama, ya ven lo que son las cosas. Cuántos tenemos nuestra infancia ligada a aquellas entrañables libretas con las que nuestras madres trataban de inculcarnos la virtud del ahorro. Y a sus colonias infantiles, y a sus publicaciones, y a sus actos culturales. Pero en algún momento se politizaron. Quedaron en manos de unos consejos de administración variopintos que, en muchos casos, tendieron a seguir más intereses políticos que los de sus clientes. Consejos muy representativos, eso sí; consejeros para dar consejos sobre la buena marcha de la entidad, aunque alguien quizá se pregunte qué puede aconsejar, por ejemplo, un sindicalista en cuestiones financieras a un presidente de un banco. El caso es que, o los consejos dados no fueron muy acertados o no se siguieron bien, porque ahora muchas de las Cajas han tenido que ser rescatadas y la mayoría han desaparecido, bancarizado o reconvertido bajo nombres extraños. Eso sí, uno se imagina la reunión de uno esos consejos de administración cuando se propone la concesión de tarjetas a sí mismos para disponer de ellas sin tener que dar explicaciones. Seguro que hay consenso. Todos dispuestos a sacrificarse por el bien de la entidad. Izquierdas y derechas, sindicalistas y empresarios, gobierno y oposición, juntos en armonía, aunados en un mismo pensamiento. ¿Quién acuerda voluntades / sin ser el Dios verdadero? / Don Dinero.
Pero no vale la hipocresía como norma moral. Si nos preguntásemos a nosotros mismos si en su caso hubiéramos hecho lo mismo, quizá no nos gustase la respuesta, y más cuando todo venía envuelto en un marchamo de legalidad. Si estos individuos tienen de la ética un concepto tan rastrero que la confunden con la legalidad, más responsables son los que justamente dan sello legal a estas prácticas, y más tratándose de unas entidades cuyos beneficios se supone que deben dedicarse a obras sociales y culturales. Y en general, todos aquellos que desde la altura de su posición aprovechan para arramblar legalmente con todo el heno que quieran, mientras los de abajo han de conformarse con lo poco que pueden conseguir tras una dura pelea.

miércoles, 1 de octubre de 2014

Vocabulario apócrifo

Bable: Versión idiomática cismontana del golem.
Banco: Institución que recurre al dinero de los contribuyentes para sanearse y a cobrar más a sus clientes para tener aún mayores beneficios. Es decir, a los mismos. // Entidad que nos cobra tanto por prestarle dinero a él como por prestárnoslo él a nosotros.
Banquete de boda: Comida por la que uno paga el triple de lo que vale y no puede elegir ni cuándo, ni qué, ni con quién, ni dónde comer.
Calle Corrida: Calle que se mantiene como lugar tradicional del paseo gijonés gracias a los precios de sus terrazas, que impiden sentarse.
Educación: Concepto en el que todo el mundo está de acuerdo en que tiene varios sinónimos -desastre, fracaso, confusión, mediocridad, sectarismo-, pero que debe de estar a gusto de todos, porque cuando alguien pretende arreglarlo todo el mundo se opone. // Regalo hecho por el Estado a sus parcelas autónomas, cuya devolución debería reclamar, por su propia salud.
ERE: Acrónimo de siniestro origen, que se sustantivó con el significado de robo, chanchullo, corrupción sindical y mangoneo político. Aplícase sobre todo en Andalucía.
Gastronomía: Algo que ha practicado la humanidad desde su inicio y que ahora se ha convertido en una religión revelada, una ciencia para iniciados, una filosofía mistérica, una engañifa metafísica.
Historia: Amable y hermosa dama, llena de años y de sabiduría, que ha de ver cómo los nacionalistas y algunos ignorantes indocumentados tratan continuamente de violarla.
Infierno: Conocimiento del mundo.
Inmigrante: Uno de los hombres con las ideas más claras.
Mas: Con o sin tilde, término polisémico donde los haya: adverbio, conjunción, signo matemático, pesadilla, fabulación, empecinamiento, hartazgo total.
Móvil: Prolongación de la mano de nuestros jóvenes. Cuando también se convierte en prolongación de su cerebro da lugar a un nuevo estado de sinrazón, que llaman nomofobia.
Podemos: Presente de indicativo de poder, que es un verbo transitivo. Falta por conocer el complemento directo.
Progresista: Antónimo de amante del progreso.
Risa: Contracción incontrolable de la boca que nos viene cuando oímos a algunos políticos y sindicalistas. También cuando oímos a algunos actores hablar de cultura.
Sexta: Cadena de televisión que mantiene la atención de sus espectadores porque están pendientes de ver si alguna vez da una noticia positiva sobre nuestro país.
Sindicatos: Organismos imperceptibles, cuyas únicas pruebas de su existencia son las imágenes de sus líderes diciendo cosas que nadie cree, y las de las andanzas de muchos de ellos por los juzgados.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Aventura escocesa

Los escoceses son esos tipos raros que tocan la gaita vestidos con una falda de cuadros, se apellidan casi todos Mac y viven en unas tierras altas y agrestes, envueltas en niebla y tradiciones. En sus largas noches alimentan la memoria con el orgullo de sus viejos clanes, que tan generosos fueron siempre como fuente de inspiración literaria. Sus valles y bosques cobijan castillos sombríos, todos con su fantasma respectivo, esos que pueblan las novelas de Joan Butler, aunque, según alguien ha escrito, el único fantasma que lo domina todo, hasta el punto de que nadie puede escapar de él, es el del pasado. Tienen como flor nacional el cardo, quizá porque es una planta que no se deja tocar impunemente. Es universal su fama de roñosos, pero ellos dicen que fueron los ingleses los que se la endilgaron para disimular su propia tacañería. Es también tierra de filósofos, escritores y gentes de fantasía; ahí están, a vuela pluma, Hume, Burns, Walter Scott y Conan Doyle. Desde luego, alguna imaginación tienen, porque han creado personajes como Peter Pan, Sherlock Holmes o Ivanhoe, y encima inventaron el golf y el whisky, con lo cual su aportación a la humanidad seguramente merece más de un agradecimiento. Y hasta supieron crear una leyenda sugestiva como pocas y hacerla creíble para que diera fama universal al lugar y, sobre todo, buenos beneficios al sector turístico local: el misterioso habitante del lago Ness, el recatado y tímido Nessie, quizá la criatura más rentable del mundo no siendo más que un nombre.
A lo largo de su historia han demostrado su buen sentido en algunos momentos en que había que demostrarlo. Por ejemplo, no tuvieron remilgo alguno a la hora de instalar plataformas petrolíferas en sus costas, eso que en otros sitios tanto parece escandalizar. La patria de Adam Smith y de David Hume, el economista del sentido común como norma inspiradora de las ideas y el filósofo del positivismo, no podía menos que aplicar los principios de la racionalidad. Luego el tiempo les dio la razón, porque en casi medio siglo no ha habido el menor incidente ecológico y sí una enorme fuente de riqueza.
Ahora han vuelto a vuelto a dar otra muestra de su escasa visceralidad, y eso que no les faltaron cantos de sirena de los libertadores en busca de un sitio en la historia prometiendo felicidad, bienestar, libertad, dignidad y un futuro de esplendor. Pero al final han llegado a la conclusión de que las gaitas están muy bien para tocarlas en familia y que las tradiciones y peculiaridades no pierden nada de su valor identitario porque la realidad política del país siga siendo más amplia. Sobre sus largos siglos de historia como nación independiente se han impuesto estos trescientos años de unidad, y así han decidido seguir. Debe de dar vértigo asomarse al vacío de la incertidumbre en un mundo cada vez más interdependiente, entre los recelos y las dudas de los demás, con los mercados desconfiados y vigilantes de la deuda, cuando las fronteras en Europa apenas son ya simples líneas en el mapa, tratando de hacerse acreedor de una bienvenida, aunque sea tibia, en el campo internacional. Y todo para conseguir tener el nivel de vida que se tenía antes.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Donde Asturias termina

Hacia occidente, la costa asturiana se cierra con el estuario más grandioso de todo el Cantábrico y con el encanto de los pueblecitos que lo miran. Vegadeo está justo allí donde el Eo comienza a convertirse en ría. Es villa amable, como cruce de caminos que siempre fue, con nobles fachadas y un centro urbano que combina el verdor de su parque con la elegancia de su entorno. Aún hoy conserva un cierto toque entre señorial y dominguero, que le viene dado por su tradicional condición de poderosa cabeza de una rica comarca agrícola y ganadera y hasta, en otros tiempos, industrial.
Y más al norte, oliendo ya el mar, Castropol. Apoyado en una barandilla del puente, este viajero piensa que Castropol ofrece sin ninguna duda la imagen más hermosa de todos los pueblos costeros de Asturias, y aun del Cantábrico. Un promontorio que penetra en la ría y, sobre él, un caserío blanco que se apiña en torno a una airosa torre. Blanco, verde y azul, una colina sobre el agua y una espadaña. Imágenes así sólo se ven en los cuentos. Ya en sus calles, nada hace cambiar la opinión del viajero. Casonas, iglesias y palacios le dan prestancia de ciudad. También Figueras tiene una larga historia, ligada a la aristocracia ochocentista, a su industria naval y a su condición natural, bella como pocas. El palacio Trenor, serio y austero, resalta entre el caserío; el pequeño puerto da fe de su tradición marinera, y, algo más retirado, entre árboles y jardines, el palacete Peñalba pone un exótico toque modernista, por si algo le faltaba.
La ría aquí luce en todo su esplendor. La línea de la orilla se vuelve ondulada y forma ensenadas, como la de La Linera, donde aún quedan vestigios de un antiguo molino de mareas. Algo más allá, ya en mar abierto, está la playa de Penarronda, a la que una gran piedra redonda y horadada da nombre. En la playa de Penarronda pueden encontrarse narcisos marinos y alhelíes de mar.
Todo esto es paraje protegido. La ría, convertida en hábitat de marisma, es el paraíso de quien quiera conocer la invernada o el paso migratorio de multitud de aves acuáticas, o simplemente de quien quiera asomarse a ella y dejar vagar la mirada sobre este paisaje singular. Nada es igual de un momento a otro. Las mareas son las dueñas de la imagen; la cambian, la embellecen o la normalizan a su propio ritmo. Pero en los campos el afán proteccionista del entorno dificulta iniciativas de desarrollo y proyectos de todo tipo. Los pueblos languidecen y los campos se van asilvestrando sin apenas brazos jóvenes que vean en ellos una ilusión. El contraste con el dinamismo del otro lado de la ría, donde se ha elegido un modelo de crecimiento más realista, se hace evidente nada más cruzar el puente.
Y el caso es que belleza tiene a raudales. A este viajero se le ha hecho tarde a propósito. Ha preferido quedarse para ver el sol poniente iluminar con sus rayos de ocaso este paisaje, que ahora está envuelto en colores tornadizos. Cuando llega la noche está convencido de que ha asistido a uno de los atardeceres más hermosos que pueden contemplarse por estas latitudes.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

Empacho catalán

Qué hartazgo ya de política catalana y de sus representantes. Qué tabarra sin fin. A todas horas, en cualquier medio, siempre presentes, en persona o como tema de comentario, oyendo su indignación y sus exigencias, diciéndonos que les robamos, amenazando con el adiós y haciendo negocio con él. Con los medios incomprensiblemente rendidos a su servicio. Cualquiera de ellos que diga dos frases seguidas ya tiene cabida en un noticiario. Conocemos sus caras y sus voces mucho mejor que las de los nuestros, sabemos lo que piensan y hacen como si no hubiera otros en el espectro político. Celebran su fiesta y parece que es la única del mundo. Pero, hombre, que todas las comunidades tienen su día. ¿Alguien sabe si en algún medio catalán se dedicó una sola línea al de Asturias? Y todos tenemos también hechos diferenciales, porque no somos clones, y nuestras tradiciones, y nuestros problemas, y nuestros éxitos y fracasos, y nuestros tontos y corruptos, aunque no lo sean en tan gran escala como los de allí, y todos los sitios tienen su historia, algunos mucho más trascendente y fecunda. Y también más humildad.
Se las arreglan muy bien para diluir las noticias de sus miserias y difuminarlas en el debate público entre lamentos de victimismo. Intentan decantar la Historia hasta convertirla en un memorial de agravios. Y de nada sirve tratar de contentar su voracidad, porque lo que se ha cedido ha sido inútil. En aras de una corrección política que hemos confundido quién sabe con qué complejo de restitución, hay una especie de condescendencia continua, casi de servilismo; se llega incluso a renunciar al idioma propio, que si govern, que si parlament, que si estatut. En nuestros correctísimos medios se tiene buen cuidado de escribir Girona, Lleida o Catalunya, mientras que allí se lee Saragossa, Terol o Espanya. Por aquí sería impensable decir Arturo Mas o Jorge Pujol, pero allí se habla del rey Felip o de Joan Carles.
Y el caso es que uno va por allí, habla con la gente y se da cuenta de que la distancia entre la clase política y el pueblo es mayor que en ninguna otra parte de España. El ciudadano de a pie, tanto el de las zonas urbanas como el de las rurales, no siente que tenga conflicto alguno con el resto de los españoles y sonríe con cierta condescendencia cuando se le comenta la imagen que dan sus políticos. Alguien me hace observar que allí tienen dos clases de problemas: los artificiales, que crean los políticos según sus intereses, y los que son verdaderamente importantes, como el paro, la inmigración, la corrupción o las listas de espera en la sanidad. El orden de preocupaciones de la clase política siempre suele tener pocos puntos de coincidencia con la de la sociedad real, pero en este caso el descuadre es mucho más ostentoso. Es el pueblo el que conserva ese “seny” que tantas veces se presentó como un rasgo propio de su carácter y que parece haber huido de sus dirigentes.
Pues seguiremos soportando a todas horas el desfile de personajes y personajillos que tratan de no perder protagonismo en ese intento algo infantiloide de reinventar su tierra, que en definitiva es lo que siempre ha sido: una región de la vieja Hispania.

miércoles, 3 de septiembre de 2014

La clase política

Hay que reconocerle a nuestra clase política, y supongo que a la de todas partes, su asombrosa capacidad de adaptación al medio. Nadie sabe hacer tantos quiebros a las circunstancias adversas ni sacar provecho de ellas. Según sople el viento de las encuestas se arría una vela o se iza otra. El rumbo no importa mucho; lo que importa es que el barco vaya siempre por delante de los demás, que el botín espera y sólo se presenta cada cuatro años. Las convicciones ocupan un lugar muy bajo en la lista de motivos de actuación; hay unos cuantos por delante de ellas. Si las circunstancias lo exigen, un mismo argumento se emplea para demostrar una cosa y la contraria; el propósito que hoy se ofrece como ilusionante y luminoso, mañana se desecha porque ya no tiene atractivo, o sea, porque otro lo hizo suyo; el camino que el lunes es válido para alcanzar una meta, el martes es un disparate si lo propone el adversario. Aquella frase de Groucho sobre los principios adquiere materia; se convierte en algo más que un ingenioso chiste.
Durante décadas hemos estado oyendo hablar de la necesidad de una regeneración democrática que dotara de racionalización a muchos aspectos de nuestro sistema, entre ellos el de un reparto de poder más ajustado a los resultados electorales. Se trataba de aplicar la norma más elemental de la democracia: que el ejercicio del gobierno corresponde al que obtiene más votos. Pues ahora que se intenta hacer que sea así, todos saltan en contra de quien lo propone. Todos a mirar las consecuencias y los arañazos que puede causar en sus carnes. Los principios democráticos tienen varias lecturas, y la más acertada es siempre la que uno hace, y la que hace el perdedor es que si la suma de los no votos, por heterogéneos que sean, es mayor que la de los votos del partido ganador, de nada le vale a éste haber vencido en las elecciones. Que el voto del ciudadano, en vez de ir al partido que ha elegido, vaya a beneficiar a otro mediante extrañas coaliciones no advertidas antes, no tiene importancia.
Con la clase política siempre con las espadas en alto, intentar poner remedio a algo se convierte en una labor casi milagrosa. Se nos dice, y nos lo confirman en todos los informes, que la educación de nuestros hijos tiene un nivel de calidad mediocre, pero cada vez que se propone una nueva ley se alzan en bloque las consabidas consignas de rechazo. Se critica la situación económica, pero que no se hable de austeridad para salir de ella. Es el “no” interesado, no vaya a ser que la cosa salga bien y beneficie al que la hizo.
Puede que sea una esclavitud más de la política, ese oficio lleno de esclavitudes que a veces rozan la dignidad personal; el diputado que ha de apretar el botón que le manda el jefe aunque vaya en contra de su propia conciencia sabe muy bien qué es eso. Pero no estaría mal que alguna vez alzasen la vista por encima del mezquino horizonte de su partido y pensasen en el bien general. Que al lado de las críticas se hiciesen aportaciones, que ante los problemas se ofreciesen a buscar remedios. Entre tantas encuestas como hacen podrían preguntar a los ciudadanos si están hartos de tanta ruindad.

miércoles, 27 de agosto de 2014

Por Los Oscos

Como pequeña escapada de verano, a uno le ha dado hoy por ir a Los Oscos. Y aquí está, caminando por un sendero que no sabe a dónde lleva y pensando que a estas tierras occidentales del interior las ha protegido la Historia con su desgana, que también puede ser una buena protección. Les ha dejado lo suficiente para poder mostrar las huellas de su presencia y, al mismo tiempo, les ha privado de muchas de sus esclavitudes. En sus prados y valles, inmensamente bellos, apenas hay más rastros ajenos que los mínimos que el hombre hubo de hacer para sobrevivir de la tierra y poco más. Ni un edificio rechinante, ni una silueta destemplada, ni un insulto de hormigón. Ni siquiera un eucalipto, que ya es bendita suerte.
Los Oscos, como Asturias, tienen un nombre plural, aunque quizá no haya zona de características más unitarias que esta, tanto físicas, como sociales o económicas. La división administrativa en tres municipios es eso, una división administrativa, si bien arraigada y de difícil modificación. En cambio el paisaje, la arquitectura, el habla, la gastronomía y la cordialidad de las gentes son comunes, como también lo son la inquietud actual por su cabaña ganadera y la esperanza de que los nuevos aires económicos traigan una diversificación de los recursos, especialmente a través del turismo. Base material no les falta; proyectos tampoco.
Efectivamente, esta vieja comarca puede ofrecer al viajero que huya de las bataholas playero-veraniegas un número de alicientes lo bastante grande como para que se le quede convertido en un recuerdo inolvidable. Esta es tierra de abundantes manifestaciones culturales, muchas de ellas en espera de una mano amiga que las ponga en situación de ser admiradas más fácilmente: interesantes conjuntos tumulares, castros prerromanos, antiguas explotaciones auríferas, el monasterio de Villanueva, casonas y palacios como el de Mon, ferrerías como la de Mazonovo, museos como el del marqués de Sargadelos, en Ferreirela, capillas, conjuntos rurales de gran valor etnográfico. Y en otro orden, montañas de laderas suaves y senderos de paso lento, que bordean praderías o se adentran en el bosque a la orilla de un río, camino de algún rincón donde quedarse un buen rato en silencio.
Villanueva se apiña junto a lo que queda de su viejo monasterio del siglo XII, que vivió una intensa vida hasta que la Desamortización acabó con él. Aún así, decrépito y malherido en todas sus estructuras, bien merece una visita, aunque sólo sea para sentir un pasado de espiritualidad que contrasta con la invitación panteísta que brinda el entorno. En San Martín la aristocracia rural dejó algunas muestras de arquitectura palaciega y la antigüedad prerromana media docena de castros y una espléndida diadema de oro repujado. Santa Eulalia se asienta sobre una suave ladera, al influjo de todos los aires y todos los soles. Es villa acogedora y apacible que ofrece, por ejemplo, seguir el camino que corre a la vera del río Agüeria, entre castaños y alisos, y llegar, tras poco más de una hora a paso tranquilo, hasta la cascada de Seimeira. Seguramente el visitante sentirá la sensación de ser un descubridor.

miércoles, 20 de agosto de 2014

Los derechos de los animales

Como un rito más del verano, todos los años aparece algún pequeño grupo de voces clamantes a favor de los derechos de los animales y contra cualquier actitud humana que atente contra su vida e incluso contra su libertad. Buena intención es, casi piadosa. De una elevada aspiración de confraternización universal y de solidaridad con todo lo creado. Las florecillas franciscanas en lectura actualizada. “¡Oh, hermanitas mías, tórtolas inocentes y castas! ¿Por qué os habéis dejado coger?”. Pero aquí no se trata de amor, que siempre depende del corazón, sino que se exhiben derechos, y entonces surgen algunas preguntas. ¿Se puede conceder derechos a quienes jamás podrán hacer uso de ellos ni se les pueden imponer los deberes que conllevan? Buen tema para sesudas disquisiciones. Como este otro: si se reconocen derechos a los animales es porque se cree que los tienen, y si los tienen es porque alguien se los ha otorgado, pero ¿quién? No pueden derivarse de la ley natural, porque es la propia naturaleza la que impulsa a otros animales a quitarles la vida. O sea, que el derecho a matar para vivir de unos está por encima del derecho a vivir de otros. ¿Cuáles son los derechos de los animales y de dónde salen? Pues quizá de medirlo todo con un rasero antropocéntrico; de pretender aplicar nuestra instalación mental, producto de siglos de desarrollo del pensamiento ético y filosófico, a una naturaleza que es amoral por esencia. La naturaleza exige nuestro respeto, por supuesto, aunque sólo sea por nuestro propio interés, puesto que formamos parte de ella, pero no cabe tratar de influir en sus propias normas.
En este caso, además, no es fácil entender qué se pretende ni cuál es el fin último del proyecto. Algo no encaja cuando sólo se oyen esas voces delante de una plaza de toros. Si se trata de respetar el derecho de los animales -se supone que de todos- a la vida y la libertad, parecidas protestas podrían hacerse ante las sedes de cazadores y pescadores, ante los mataderos, granjas, establos, acuarios, piscifactorías y zoos, ante las droguerías que vendan raticidas e insecticidas y, puestos ya, ante las farmacias que expenden antibióticos, que también las bacterias son seres animados y puede que tengan algún derecho. Porque ponerle unas banderillas en el lomo a un animal de media tonelada sin duda ha de causarle dolor, pero meterle una bala en el estómago a un gamo o clavarle un anzuelo en la garganta a un salmón, no debe de ser mucho más agradable. Se ve que también aquí hay derechos más dignos que otros.
Pues hasta el verano próximo ya no tendremos esas alegres reuniones aconsejando con sus pancartas y sus gritos a quienes entran a la plaza lo que tiene que gustarles y lo que no. Tuvieron que ser días de esfuerzo, porque tratar de convencer a alguien que no tiene ningún interés en ser convencido, procurar hacer cambiar de gustos a quienes están muy a gusto con ellos, debe de resultar un arduo trabajo. Puede que alguno, y sólo para recuperar fuerzas, se haya tonificado luego, por ejemplo, con un bocadillo de jamón ibérico de algún cerdo que hasta hace poco corría libre por la dehesa.

miércoles, 13 de agosto de 2014

El maldito virus

Como en uno de los más estremecedores relatos medievales sobre los terribles días de la peste negra, las noticias que llegan de África aterran por su dramatismo, pero aún más por el profundo misterio del que nacen. Muertes hay en todo el mundo y a toda hora, pero vienen encajadas dentro del cuadro de control que hemos logrado definir. Traen consigo una explicación que las justifica y con ella una posibilidad de defensa. Las terribles son las que llegan en masa desde más allá de lo desconocido, sin mensaje previo y sin razón de sí mismas, escondidas tras unas causas ocultas surgidas de la nada, como si no tuvieran más objetivo que recordarnos nuestra condición de seres vivos hechos de pura contingencia. El ébola nos aterroriza porque viene de lo más oscuro del tiempo a enseñarnos que ese misterio que llamamos vida tiene sus propias leyes evolutivas, y que todo nuestro progreso técnico no podrá jamás encauzarlas. Es más, parece como si captaran sus limitaciones y se adaptaran continuamente a él. El virus del ébola es un enemigo mucho más sofisticado que el bacilo de la peste.
En los escenarios de la tragedia, allí donde el impulso primario de la supervivencia se impone sobre todo, es donde la distancia de los siglos se hace irrelevante. El miedo anula todas las diferencias de tiempo y lugar. Estas gentes de hoy hacen suya la consigna de los habitantes de los pueblos medievales apestados, que se sintetizaba en tres adverbios: cito, longe, tarde. Había que huir pronto, lejos y tardar en volver. El terror ante la enfermedad termina volviéndose superior al que se tiene ante la propia muerte. Huir sin mirar atrás, y dichosos los que tienen a dónde ir, como ese misionero que no ha querido apurar su vocación hasta el final como el padre Damián en Molokai.
La racionalidad con que nos hemos ido armando ha despojado a la enfermedad y a sus causas de todos sus envoltorios sobrenaturales. Ya no hay flagelantes que nos enseñen la vía para alcanzar misericordia, ni culpas que echar a los judíos, ni danzas de la muerte que nos la recuerden para saber aceptarla, ni conciencia de ofensa alguna, ni contriciones de corazón, ni apenas fe. Sí una lejana esperanza, de la mano de la ciencia y, siempre, alguna caridad. Pero si la razón nos destrozó aquellos asideros ¿qué nos queda? El mismo terrible qué. ¿Qué sentido último tiene todo esto? ¿Qué enigma se esconde en las leyes de la evolución? Y otras preguntas menos abstractas: ¿De dónde salió el maldito virus? ¿Qué era antes? ¿De qué proceso surgió? En un rincón oscuro de lo más profundo de la selva africana, junto a un insignificante río, brotó este asesino que aterroriza a quienes lo sienten de cerca e inquieta a todos. ¿Estará incubándose ahora mismo otro en algún lugar, quizá con efectos aún más letales? Al final, la inteligencia y el esfuerzo del homo sapiens saldrán vencedores, al menos así ha sido siempre, pero seguiremos sin acertar a explicarnos lo contradictorio de las leyes que rigen la vida. A lo mejor, el tributo que hemos de pagar por formar parte del único planeta donde existe vida es el dolor y el sufrimiento, pero tampoco sabemos por qué.

miércoles, 6 de agosto de 2014

Los corruptos

Esa caterva de ladrones de cuello blanco que desfila cada día por los medios tras destaparse el escándalo de turno, es la inmundicia que desprende una sociedad llamada del bienestar, de la que han sido borrados todos los valores que no contengan números. Es como la inevitable espuma grasienta que se forma en la superficie de un cocido. Algo a apartar por repulsivo. Nos resultan tan familiares que ya hemos aprendido que forman un gremio variado, al menos en las formas. Están los que tratan de evadirse de pagar impuestos; están los que buscan convertir su indigno dinero en ganancia digna; está el prevaricador, que abusa de su autoridad para favorecer a algún amiguete del que espera algún beneficio; están los que aceptan sobornos a cambio de cometer una injusticia incumpliendo la ley, y están los que meten directamente la mano en la caja del dinero de todos. Todo un retablo de sinvergüenzas a los que pueden ponerse nombres y apellidos que todos tenemos en la mente. Todos merecedores de figurar con letras bien legibles en la lista del desprecio público. Mentirosos cínicos, cobardes ante las consecuencias, salen ante nosotros con la cara alta y la sonrisa prepotente, negándolo todo. Han robado nuestros dineros, han dañado la imagen de nuestro país, desacreditan a la clase a la que pertenecen, pero ahí están, altaneros, soberbios, displicentes, a menudo amenazantes y siempre despreciables, a cuestas con su miseria moral. Su mayor castigo es la cárcel y la privación del disfrute de sus rapiñas, porque el oprobio público no parece afectarlos; al menos no se le ha oído a ninguno algún lamento de arrepentimiento ni, mucho menos, algún propósito de restitución de lo robado. Están en todas partes, en todas las autonomías y todos los sectores, desde los sindicatos a los políticos, desde empresarios a tesoreros de los partidos, desde el que pesca en ruin barca hasta el gran prócer del oasis catalán de ejemplaridad. Quizá no haya más que antes y que sólo sea que ahora están más a la vista. Es evidente que en algunos casos han fallado los mecanismos de control, pero también está claro que las fiscalías y la policía actúan y que ya no resulta tan fácil como antes entrar en el limbo de la impunidad; eso es lo único positivo.
El último caso, el de ese individuo que encarnaba todas las esencias del pasado y el presente de Cataluña, se nos hace especialmente repugnante. Cuánta hipocresía, cuánto engaño, cuánto abuso de la buena fe. Él, que tenía el tratamiento de “muy honorable”, que ya es sarcasmo. Si el concepto de corrupción necesitaba algún paradigma para explicar su significado, ya lo tiene. La trayectoria pública de este tipo no parece tener más referencias que las de aquel discurso de Groucho: “No permitiré injusticias ni juego sucio, pero si se pilla a alguien practicando la corrupción sin que yo reciba una comisión, le pondremos contra la pared y dispararemos”. A medida que los velos se vayan levantando seguramente nos sorprenderemos de hasta dónde extendió la hedionda mancha de la corrupción, porque, como dijo alguien, hay tres grupos que gastan el dinero ajeno: hijos, ladrones y políticos. Aquí están los tres juntos.

miércoles, 30 de julio de 2014

Vuelos trágicos

El sello de este verano es la muerte que viene del aire. En una maldita sucesión de accidentes, fortuitos o provocados, en Ucrania, Taiwan, Mali o en el Índico, el hecho de volar se nos presenta en su verdadera dimensión de riesgo. Por una tormenta en el desierto, por un tifón en el mar, por la brutal estupidez de unos salvajes o por los misteriosos motivos que se ocultan en el océano, el caso es que no se recuerda una acumulación semejante de catástrofes aéreas, como si la ley de la gravedad se hubiese cansado ya de tantas burlas y hubiera decidido dar un escarmiento. Dicen que, según las estadísticas, se produce un accidente cada cinco millones de vuelos; visto de otro modo, que de los aviones que despegan se va a estrellar el 0,70 por ciento. De ahí a la seguridad absoluta hay sólo un paso, pero ese paso no se dará jamás, que por algo pertenecemos al ámbito de lo contingente y de él no podemos salir. Un medio aún más seguro, el ferrocarril, también tiñó de negro el verano por estos mismos días del año pasado. Cuando uno mira esa pantalla donde se refleja el seguimiento de los aviones y ve que apenas queda un espacio donde no haya un puntito, se maravilla de la perfección de la técnica que hace que todo ese enjambre esté en movimiento continuo sin chocar entre sí. Casi parece milagroso que no haya accidentes con mayor frecuencia. Una legislación universal y estricta, con acusada tendencia garantista, los avances tecnológicos o la continua mejora de los aparatos, entre otros factores, hacen que volar resulte un acto relativamente seguro y que sólo cuando ocurre algún hecho como los de ahora nos demos cuenta del riesgo que se conjura cada día. Vienen a recordarnos que la seguridad absoluta es una ilusión, que la vida sería inconcebible sin su componente de peligro y que por muchas y buenas medidas que se tomen siempre queda el azar, y a ese nadie puede reglamentarlo.
Cuando se va en avión sólo existen dos emociones: el aburrimiento y el terror, decía Orson Welles. De lo primero doy fe; las mayores dosis de aburrimiento que he soportado en mi vida están todas asociadas a un asiento en un avión. El terror, que puede no pasar de ser un simple temor, como una prevención de nuestro sistema de autodefensa ante un hecho que en definitiva es antinatural, se convierte en inimaginable cuando todo resulta ya irremediable. Cuando el momento final se hace evidente. Cuántos gritos desgarrados, cuántos nombres gritados en el último instante, cuando el avión ya cae sin control, cuántos recuerdos desesperados, cuántas contriciones de corazón. Nos sobrecogen estas catástrofes porque nos recuerdan nuestra incapacidad para ser dueños de nosotros mismos. Estamos configurados para no lograr jamás el dominio de las líneas que enmarcan nuestra existencia, porque siempre habrá un elemento incontrolado, que es el azar. Cómo contar con él sería la gran enseñanza de la vida, pero tampoco está mal aprender a vivir con él. Alguien ha escrito que el que no deja nada en manos del azar hará pocas cosas mal, pero hará muy pocas cosas.

miércoles, 23 de julio de 2014

El valle del Sella

Mira, amigo, que esta es tierra de largas remembranzas y aún más largos decires al cielo que nos alumbra. Me atrevo a decirlo de una vez: es tierra sagrada. Por estos valles del Sella, el Güeña y el Ponga, hace ya miles de años que se esconden plegarias a todos los dioses, quién sabe por qué. Acaso la debilidad del hombre ante este entorno, que le empequeñece hasta la insignificancia, haya grabado en su espíritu la certeza de que ha de haber alguien que esté de su lado y a quien hay que dirigirse con sacrificios e invocaciones para tenerlo contento. Que al habitante de la montaña no le azuzan los mismos miedos que al de la llanura, ni sus cielos son iguales, ni le rondan los mismos espíritus.
Por aquí el hombre ya sintió la necesidad de crear espacios ritualizados hace veinte mil años. En la cueva del Buxu, ahí, al lado de Cangas, los dibujos geométricos son ideomorfos que exceden la simple finalidad decorativa, y el bisonte y los ciervos que le dieron fama aparecen en una oquedad en forma de capilla, valga el anacronismo semántico. Y no muy lejos, se plasmó la inquietud por lo infinito en el dolmen de Santa Cruz, luego convertido por Favila en templo cristiano, o sea, un lugar sagrado sobre otro lugar sagrado. En esto las continuidades son recurrentes, como si hubiera temor de alejarse de los lugares elegidos por nuestros antecesores, aunque no de sus creencias. ¿Qué significan los dibujos y las líneas rojas grabadas sobre las piedras? Seguramente algo relacionado con la trascendencia del espíritu y con el misterio del más allá. Estamos en el Neolítico, época de descubrimientos técnicos y revoluciones en las costumbres, de reorganización social y de comienzo de la necesidad de fijar lugares donde una generación pueda transmitir a la siguiente sus valores.
Hacia la montaña, los lugares sagrados tienen advocaciones más concretas y mucho más cercanas a la madre tierra. Los vadinienses, ese pueblo que nos dejó en sus estelas funerarias todo un repertorio animista sobre sus creencias de ultratumba, rendían quién sabe qué culto al bien y al mal, a Belennus y a Tarannus, al sol y al trueno. Beleño y Taranes son hoy dos buenos lugares para seguir rindiendo tributo de admiración a la espléndida naturaleza, que todo lo abarca. Quién sabe si el Tiatordos no fue un dios, si por Los Bedules no suena la brisa con acento de plegaria, o si en lo más profundo del bosque de Peloño no suspira aún alguna xana enamorada sin más esperanza que la que pueda traerle la eternidad.
Y luego está, por supuesto, Covadonga, el santuario de los santuarios. Aquí se funden todos los caminos de Asturias. Aquí se mezclan todas las ideas hasta hacerse una. Aquí los símbolos particulares se deshacen para convertirse en símbolo único de todo un pueblo. Pocas veces un hecho histórico ha sido superado tan ampliamente por sus consecuencias como esta batalla, y aun hoy, el visitante que llega aquí, lo hace movido por el eco de aquella lejana llamada. Que sí, que esta es tierra sagrada y trascendente. De reinos que nacen, de osos que devoran reyes, de anhelos monásticos, de llamadas mágicas y de apariciones providenciales. Ándala despacio, amigo, a ver si me das la razón.

miércoles, 16 de julio de 2014

Otra vez Gaza

Suenan las bombas en ese conflicto sin fin que desgarra desde siempre a israelíes y palestinos. Suenan con su mayor acento del lado del más poderoso, pero a cuestas en ambos casos con su carga de inevitable injusticia y efectos indiscriminados. Suenan una vez más como la expresión de dos visiones irreconciliables de la historia y de la realidad, pero sobre todo de un concepto de la vida que en un caso atiende sobre todo a razones pragmáticas y en el otro tiene sus raíces en la palabra de la divinidad. Matar en nombre de Alá con la esperanza de gozar eternamente de una legión de huríes vírgenes tiene difícil antídoto. Responder equilibradamente a quien repite constantemente su voluntad de arrojarte al mar y da muestras continuas de intentarlo, no es algo que se pueda exigir. El abismo entre israelíes y palestinos va más allá de Sara y la desdeñada Agar; es de pensamiento, de carácter y de entendimiento de la vida; puede que también de preparación cultural. Frente a la eterna incapacidad palestina para organizarse en una sociedad ordenada y productiva, los israelíes han convertido su país en un ejemplo de modernidad y prosperidad; frente al fanatismo han desarrollado la libertad de conciencia tras acallar a sus ultraortodoxos; frente a los dogmas han sabido primar el principio de que antes está la persona con sus circunstancias cotidianas.
En un tono de comedia, la película Un cerdo en Gaza describe esta diferente mirada sobre la realidad: una activa y práctica que lleva al progreso, y otra pasiva y negativa que conduce a la frustración y la miseria. Un pobre pescador encuentra en sus redes un cerdo. Nunca había visto uno y no sabe qué hacer con él, pero sí sabe que si alguien se entera va a tener un grave problema. Así todo decide intentar sacarle provecho y trata de venderlo clandestinamente, pero todos se escandalizan y le aconsejan por su bien que lo arroje al mar. Hasta que contacta con los judíos de un kibutz vecino, que no tienen inconveniente en comprarle lo necesario para la inseminación artificial de las cerdas de su granja porcina, cuyo producto venden a los occidentales. También para ellos es un animal impuro, pero una cosa es no poder comer cerdo y otra no poder convertirlo en comida. Ante una misma norma, la intransigencia fanática de unos frente a la visión amplia de los otros; la miseria de la inacción frente al impulso emprendedor.
Es fácil darse cuenta de que sólo esta determinación ha sido y es capaz de mantener a Israel y darle esa dimensión de singularidad entre todas las naciones del mundo. Singular por su nacimiento y por su propia existencia diaria, por su voluntad de ser un país democrático en medio de una zona regida por fanatismos, por verse obligado a alimentar su propia paranoia, porque nadie ha sido condenado como él a vivir bajo una amenaza permanente, con dudas continuas sobre su futuro, y a tener que sacudirse cada día la sombra de un complejo de culpabilidad. Forzado a vivir con la incomprensión de las apoltronadas democracias europeas y de su autodictada corrección política, sin que valoren su labor de muro de contención del extremismo islamista. Singular, desde luego.

miércoles, 9 de julio de 2014

Donde el Nalón muere

El Nalón, cuando atisba ya su desembocadura, parece un río cansado, como si soltara un suspiro de alivio ante su inminente entrega. Se abre, se serena, recibe al Narcea con indiferencia y no le importa afeminarse el nombre convirtiéndose en ría. No es que tenga muchos motivos, apenas 130 kilómetros, poco para un río que se precie, pero el ser el más largo de Asturias, y aun de todo el Cantábrico, es un título que exige su esfuerzo. Y eso que ya no lava carbón ni soporta gabarras. El caso es que cuando por fin se libera de las revueltas que ha de dar por la Asturias central y llega a la llanura costera, se encuentra fecundando tres concejos: a la izquierda, Muros de Nalón; a la derecha, Soto del Barco, y en el centro, Pravia.
En Pravia decidió el rey Silo, un día del año 774, instalar la corte del apenas recién nacido reino asturiano. No era mala elección. Además de ser sus tierras, aquí había una vía romana que facilitaba las comunicaciones y un río que posibilitaba la salida al mar. Levantó un palacio, del que nada queda, y una iglesia dedicada a San Juan, que hoy constituye el ejemplar más antiguo del prerrománico asturiano y, desde luego, uno de los pocos bien documentados en cuanto a su autoría: Silo princeps fecit, se lee en su famosa piedra laberíntica. Y además, el buscador de emociones románicas tiene allí un precioso calvario, a pesar de las cicatrices que le dejaron los salvajes que lo quemaron durante la guerra.
Puestos a seguir, uno puede elegir el Aranguín, que es un río que hace honor al valle de su nombre en diminutivo, un río de pocas ambiciones y mucha belleza. Sus apenas 20 kilómetros dan para mucho. Por ejemplo para formar un espacio abierto y apacible que parece resumir el paisaje rural asturiano: pequeñas aldeas diseminadas a lo largo de las orillas, entre praderías y campos de cultivo, quintanas, hórreos, maizales y bosques. Por el Narcea, el valle se hace vega majestuosa, como si por allí anduviera un río centroeuropeo. Este es uno de los paraísos de los amantes del anzuelo y el sedal, que aquí vienen con la esperanza puesta en el salmón o, en todo caso, en la trucha. Cuando el Narcea llega a Forcinas muere suavemente, sin entender por qué le han hecho la jugarreta de tener que ser un afluente, a él, que es uno de los ríos más largos del Cantábrico.
Y hacia el mar, encontrará varias colinas como aquella en la que se detenía un arzobispo de Valencia, asturiano él, que cada vez que regresaba a su pueblo, al llegar aquí y contemplar este paisaje, ordenaba a su secretario: "Descabalga y arrodíllate. Estás en el paraíso". Algo parecido debió de pensar Rubén Darío cuando, a instancias de Pérez de Ayala, lo visitó por primera vez en 1905, porque después volvió durante tres veranos más. Se asentó en San Esteban, en Riberas y en San Juan, donde se cuenta que pasaba los días escribiendo, bebiendo ginebra con hielo que se hacía traer todos los días desde Oviedo, y haciendo cosas como bañarse desnudo por la noche en la playa. Al fin y al cabo estaba en un paraíso, según el arzobispo. Claro que eso no contribuía mucho a menguar su fama de bicho raro.

miércoles, 2 de julio de 2014

Los Arribes del Duero

Contemplado desde cualquier atalaya a su vera -Soria, Toro o Tordesillas, por ejemplo- , el Duero no ofrece la imagen del río de fiera frontera que fue durante aquellos duros e inciertos años en que las aspiraciones de un pequeño reino quedaban detenidas ante él. Un paralelo natural que, cuando se traspasó definitivamente, se quedó en lo que siempre fue: un perezoso andarín que se desliza desganadamente con su carga de fecundidad a cuestas. Río de viñedo y cereal, pausado como los romances que le cantan y sereno como el románico que tanto lame, hasta que, despertado de golpe de su largo y plácido sesteo por la llanura castellana, se encuentra con que la tierra comienza a inclinarse hacia el mar y ha de adaptarse rápidamente a este difícil paso; ha entrado en los Arribes.
Desde la Vía de la Plata, el camino que se desvía hacia la tierra de Sayago es camino de pueblos con hermosos sufijos en diminutivo, como una amable bienvenida al caminante: Fornillos, Bermillo, Fresnadillo, Sobradillo, Malillos. Es también camino para lingüistas, que tienen aquí motivos de estudio sobre la pervivencia de un viejo dialecto, el sayagués. Y para tomar un vino de recio color y brava catadura. En Fermoselle puede verse un sugestivo laberinto subterráneo de bodegas con arcos de granito, que hay quien remonta, aunque sin mucho fundamento, a época romana. Llegado aquí, ya se acerca a los Arribes.
Un pequeño barco acristalado e insonorizado, que parte de un embarcadero en la orilla portuguesa, cerca de Miranda de Douro, lleva al visitante por el río durante un trayecto de unos seis kilómetros. Es un paisaje fluvial magnífico. El Duero corre encajonado entre las dos orillas, salvando el desnivel entre la meseta y la llanura. Si no fuera porque las presas lo regulan, sería un torrente. Las dos paredes de roca llegan a alcanzar una altura de cuatrocientos metros, con lo que el mundo entero parece haber desaparecido tragado por el cielo. Vuelan águilas reales, ratoneros, milanos, alimoches, chovas, halcones y buitres. Los aficionados a la ornitología se vuelven locos alternando los prismáticos con el bloc de notas. Impone el silencio, roto tan sólo por el clic de las cámaras fotográficas. Este viajero quiere matar algo de su ignorancia y hace una pregunta al que tiene a su lado, pero ve que no es bienvenida y se dedica a seguir mirando el paisaje. Realmente las palabras estorban.
Fornillos de Fermoselle es un pueblecito de 70 habitantes, situado en el confín de España, a un kilómetro de los Arribes, en medio de un paisaje agreste y solitario. La agricultura aquí es de subsistencia y de mucho trabajo. La disposición del terreno y el rigor del clima obligan a crear bancales, en los que se ven olivos, almendros y viñas. Quizá pueda tener en el turismo un buen complemento, al menos así lo ha entendido una joven pareja, que decidió que aquello era su mundo y entre los dos habilitaron una vieja vivienda y la convirtieron en casa de turismo rural. Este viajero, que ha disfrutado en ella de un ambiente familiar y de una comida abundante y sabrosa, les desea de todo corazón el mayor de los éxitos.