domingo, 22 de septiembre de 2013

La lista del colegio

La lista del colegio Hay que ver cómo se las arreglan, entre editoriales y colegios, para crear cada año un septiembre negro para los padres. Tengo ante mí la lista del material que pide un colegio público de Gijón a una niña de primero, o sea, de seis años. Es una lista inicial, de carácter general, ya que luego vendrá la que exija el tutor correspondiente. Desde luego, formación completa sí que van a tener los pequeños educandos, a juzgar por la amplitud de tareas que promete tan gran número de adminículos, desde un lápiz concreto hasta una caja de toallitas húmedas, y desde rotuladores de una determinada marca hasta mil folios por cada alumno. Sí, mil folios, más las correspondientes libretas, que ya es papel. Y además, 50 euros en un sobre cerrado, que se unen a lo ya desembolsado por los libros de texto y se convierten en el negro colofón de la sangría de este dichoso mes, teñida a veces de angustia callada y sacrificios escondidos. Se dan explicaciones, claro, pero están más cerca del propósito de informar que de la finalidad de convencer. Se presenta siempre la formación del niño como el punto supremo al que se dirigen todos los esfuerzos, faltaría más, pero en este objetivo no se contempla el camino menos costoso, a pesar de que estamos en un tiempo de alifafes y ampollas en los pies. No estaría mal que algunos de los responsables del sistema educativo echase una mirada fuera de su aula y se convenciera de que la transmisión del conocimiento, el ejercicio de desarrollar las facultades intelectuales y morales de un niño, educar, no guardan una relación estrictamente directa con el grado de abundancia de soportes materiales. Realmente, a veces cuesta defender la enseñanza pública.
En esta pesadilla que viven los padres cada año intervienen muchos elementos conjugados entre sí: los que deciden los textos en los centros; las administraciones, que miran para otro lado; los libreros, que en muchos casos tienen aquí su negocio anual; las editoriales, a la cabeza de todos; una cadena de eslabones participando de este desaguisado, unos por omisión y otros haciendo su septiembre. Y por encima, ese vaivén cambiante de métodos de enseñanza, que es como una confesión: después de tantos planes de estudios, tantas reuniones de pedagogos y tanta experiencia acumulada, aún no se ha encontrado la forma de enseñar lengua o matemáticas. No importa, porque los padres jamás regatearán ningún sacrificio por la formación de sus hijos, y mientras se pueda convertir ese sacrificio en ganancia, pues a ganar todos. Menos los padres.
La lista de ese colegio, que se supone es similar a la de todos, seguramente podría tener la misma eficacia, o acaso más, con menos exigencias, aunque responda a un proyecto pedagógico particular. Y en todo caso forma parte de ese afán de tratar de corregir unos resultados educativos mediocres con una abundante ayuda de medios materiales, como si de ellos emanase la esencia del saber. Vendrán los pedagogos, psicólogos y sedicentes expertos de toda laya a explicarlo, pero tendrán difícil convencer a los padres de que los sencillos y baratos métodos con los que nos enseñaron a todos las primeras letras eran menos eficaces que los de ahora. Todo sea a la mayor gloria del negocio.

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