Las cataratas del Iguazú son de esas
cosas que resultan difícilmente ajustables al corsé de las descripciones. Son
más de los ojos que de las palabras, y del recuerdo silencioso que de la
narración. Aún así, uno quiere escribir sobre ellas, pero se hace el propósito
de renunciar al uso de adjetivos, porque ve cómo aún los más atrevidos se
convierten en tópicos. Dicen que la
UNESCO las ha situado en el segundo lugar de las maravillas
naturales del mundo, tras el glaciar de Perito Moreno. Uno no ha visto el tal glaciar y no sabe si es justo o no, así que ha de componerse su propia
escala, y ahí sí que están en un primero e indiscutible lugar.
Fue un español, cómo no, quien las
descubrió. Era el año 1541. Alvar Núñez Cabeza de Vaca, uno de los mayores
exploradores de todos los tiempos, había salido de Curitiba, en el Atlántico, y
trataba de llegar hasta Asunción siguiendo el río Paraná, cuando, guiados por
el enorme estruendo que venían oyendo durante muchas leguas, se encontró con
ellas. Cuentan las crónicas que, al verlas, sólo atinó a exclamar: ¡Santa María ! Y así se las denominó durante algún tiempo,
hasta que primó el nombre indígena: Y-guazú, agua grande. Una placa de
bronce, colocada en la roca de una de las cascadas, mantiene la memoria de su
descubridor.
El artífice de todo esto es el Iguazú,
que desemboca en el Paraná, 23 kilómetros más abajo de las cataratas. Es un
típico río de selva y llanura, que corre plácido entre el inmenso bosque que se
extiende a sus orillas; cien metros antes de los saltos nadie podría sospechar
el infierno que desatará un instante después: un laberinto de 273 cascadas dispuestas en un abanico gigantesco, que ponen en los ojos un brillo de ansiedad por tratar de abarcarlo todo y una exclamación inevitable en toas las gargantas.
Lo que todo esto suscita en quien lo
contempla no puede tener una sola definición; en última instancia depende de
los estados de ánimo y de los caracteres individuales, pero por encima de ellos
termina uniéndose en una sola sensación: asombro. Sería un hermoso sueño
perderse solo por aquellos senderos sombríos, eternamente humedecidos, que
serpentean entre la selva y la ribera. Perderse solo, en las horas del
atardecer, cuando se acalle el parloteo de los turistas y se oiga únicamente el
estruendo de las cataratas y el humilde goteo del arroyo que corre a tu lado.
Cuando el arco iris ya no llene de colores el gran espectáculo y sean las
sombras quienes pongan con su temblor la palabra muda que se precisa. Las
cataratas de Iguazú ni se explican ni se enseñan. Se recomiendan, y aquél a
quien la suerte le sea propicia, que haga caso.