miércoles, 25 de enero de 2023

Iguazú

Las cataratas del Iguazú son de esas cosas que resultan difícilmente ajustables al corsé de las descripciones. Son más de los ojos que de las palabras, y del recuerdo silencioso que de la narración. Aún así, uno quiere escribir sobre ellas, pero se hace el propósito de renunciar al uso de adjetivos, porque ve cómo aún los más atrevidos se convierten en tópicos. Dicen que
la UNESCO las ha situado en el segundo lugar de las maravillas naturales del mundo, tras el glaciar de Perito Moreno. Uno no ha visto el tal glaciar y no sabe si es justo o no, así que ha de componerse su propia escala, y ahí sí que están en un primero e indiscutible lugar.
Fue un español, cómo no, quien las descubrió. Era el año 1541. Alvar Núñez Cabeza de Vaca, uno de los mayores exploradores de todos los tiempos, había salido de Curitiba, en el Atlántico, y trataba de llegar hasta Asunción siguiendo el río Paraná, cuando, guiados por el enorme estruendo que venían oyendo durante muchas leguas, se encontró con ellas. Cuentan las crónicas que, al verlas, sólo atinó a exclamar: ¡Santa María! Y así se las denominó durante algún tiempo, hasta que primó el nombre indígena: Y-guazú, agua grande. Una placa de bronce, colocada en la roca de una de las cascadas, mantiene la memoria de su descubridor.
El artífice de todo esto es el Iguazú, que desemboca en el Paraná, 23 kilómetros más abajo de las cataratas. Es un típico río de selva y llanura, que corre plácido entre el inmenso bosque que se extiende a sus orillas; cien metros antes de los saltos nadie podría sospechar el infierno que desatará un instante después: un laberinto de 273 cascadas dispuestas en un abanico gigantesco, que ponen en los ojos un brillo de ansiedad por tratar de abarcarlo todo y una exclamación inevitable en toas las gargantas.
Lo que todo esto suscita en quien lo contempla no puede tener una sola definición; en última instancia depende de los estados de ánimo y de los caracteres individuales, pero por encima de ellos termina uniéndose en una sola sensación: asombro. Sería un hermoso sueño perderse solo por aquellos senderos sombríos, eternamente humedecidos, que serpentean entre la selva y la ribera. Perderse solo, en las horas del atardecer, cuando se acalle el parloteo de los turistas y se oiga únicamente el estruendo de las cataratas y el humilde goteo del arroyo que corre a tu lado. Cuando el arco iris ya no llene de colores el gran espectáculo y sean las sombras quienes pongan con su temblor la palabra muda que se precisa. Las cataratas de Iguazú ni se explican ni se enseñan. Se recomiendan, y aquél a quien la suerte le sea propicia, que haga caso.

miércoles, 18 de enero de 2023

Variable actualidad

Por una vez la actualidad parece darnos un descanso cambiando su habitual tono agresivo por otro mucho más intrascendente, sin perder un punto de intensidad mediática; más bien ganándola. No es que hayan desaparecido las sombras que oscurecen el mundo. La vida sigue con sus problemas y sus miserias a cuestas, con sus sufrimientos, sus injusticias y sus absurdos, pero lo que ha ocupado ahora las portadas y las tertulias de todos los medios es una serie de hechos que, uno por uno, tienen la misma trascendencia que la caída de una hoja en medio de la selva. La guerra de Ucrania continúa con sus secuelas de destrucción y muerte, el coronavirus sigue siendo una amenaza creciente, la cesta de la compra sube cada día de un modo imparable, la luz y el combustible andan por la nubes, la sanidad está pidiendo a gritos soluciones y el Gobierno pone patas arriba todo lo que toca para satisfacer a sus socios sin que parezca importarle las consecuencias y pasando por alto todos los daños gratuitos que se puedan ocasionar con ello; ahí tenemos a una jovial y jacarandosa secretaria de Estado riéndose con sus compis de los desastres que causa su ley del "solo sí es sí". Y con todo ello, de lo que se habla y de lo que se ocupan todos los captadores de audiencias desatando todo tipo de opiniones, es de unos cuantos hechos, más bien intrascendentes, todos de índole personal y a medio camino entre los ecos de sociedad y el cotilleo barato: confesiones de interioridades familiares y rupturas sentimentales.
En Londres el hermano del heredero al trono ha montado un real revuelo con un libro en el que desvela intimidades propias y de su familia sin la menor pizca de pudor y con un desparpajo sospechoso, que lleva inevitablemente a la pregunta sobre las motivaciones. Por aquí, más modestos, las cosas van de amores fallidos: el de la cantante y el futbolista, con una estúpida cancioncilla como curiosa herramienta de venganza, y el del escritor y la reina del couché, algo más discreto en su tratamiento informativo y procurando esquivar en lo posible el exhibicionismo de sentimientos.
Si este es el símbolo de la banalidad de la hora en que vivimos, si reflejara exactamente la realidad de nuestro mundo, tendríamos más motivos para la esperanza. Ojalá fuera siempre así, que las noticias más importantes que uno recibe tuvieran todas esa categoría de trivialidad, sin sustancia ni capacidad de acción, solamente alimentos para la curiosidad morbosa y quizá para alegrar algún suspiro de envidia. Si al menos sirven para distraer a alguien de la otra realidad, bien venidas sean.

miércoles, 11 de enero de 2023

En el tren

De Budapest al lago Balatón hay apenas cuatro horas de tren, que cubre un expreso de apariencia algo anticuada, aunque cómodo y veloz. Llamarle expreso quizá sea excesivo, porque se detiene en todas las estaciones, pero tiene porte de tal y, además, así figura en los paneles. Desde la ventanilla se ve un paisaje típicamente húngaro, un paisaje de bosquecillos, praderías y campos cultivados, casas diseminadas, pueblecitos de campanarios puntiagudos y verde, todo muy verde. Abunda el maizal y, a trechos, se ven grandes extensiones de girasol. Y el todopoderoso horizonte, único capaz de poner límite a la llanura.
En el tren todo es silencio. El húngaro es un pueblo silencioso, amable pero silencioso, como si hablar simplemente por hablar comportara el riesgo de dejar escapar sentimientos que necesitan una meditación previa. En una pequeña estación sube una pareja de viejecitos que se sienta a nuestro lado, él con un traje gris que denota claramente las huellas del paso del tiempo, y ella con un vestido que refleja cierta elegancia pasada de moda. Seguramente se han puesto sus mejores atuendos, porque hoy es un día importante: van a ver a su hijo a Balatonfüred y a pasar unos días con él. Él saca un pañuelo y limpia el asiento de ella antes de dejarla sentarse, luego acomoda como puede su maleta y se sienta; pronto se queda dormido. Ella no; ella es amable y comunicativa; su arrugado rostro muestra una dulzura matizada por unos ojos cansados que parecen haberlo visto todo. A pesar de la tremenda barrera del idioma, y valiéndonos de lenguas ajenas –italiano e inglés- podemos enterarnos de que en sus vidas han hecho presa todos los dramas del siglo, que fueron muchos. Son un reflejo individual, uno más, de la inmensa tragedia colectiva de su pueblo. Con su voz cadenciosa y sin poner el menor énfasis en ningún concepto, evoca su juventud, marcada por el dominio nazi, ojos adolescentes empapados de uniformes pardos, hambre, temor, recelo y miedo, un miedo irremediable. Luego, los libertadores comunistas, que impusieron una tiranía aún más larga y más vesánica, el levantamiento popular de 1956, la presencia de los tanques soviéticos por las calles de Budapest, la ciudad aterrorizada por la sangrienta represión, y de nuevo un miedo inacabable. Cuando después de más de treinta años llegó el primer resquicio de libertad, su país se anticipó a todos en conseguirla, pero entonces vinieron los sacrificios por levantarlo. A veces se pregunta por qué todo eso, qué destino rige los caminos del hombre hacia la maldad y cuál puede ser el valor de la inocencia para salir siempre derrotada. Qué sentido tiene activar la memoria, personal y colectiva, si el corazón ya ha tenido su buena dosis de sufrimiento y aún están tiernas sus cicatrices.
Pero ahora no. Ahora, cuando el tren aminora la marcha, se asoma impaciente a la ventanilla y se le ilumina la cara al ver que su hijo está esperándolos en el andén.

miércoles, 4 de enero de 2023

Otro año

Ha entrado el nuevo año de forma amable, con el invierno procurando no molestar, mostrando su cara más benigna y alterando sus propias normas, como si pretendiera parecerse a la primavera. Queda atrás otro año como todos, con las mismas miserias de siempre, con las ambiciones, las ansias de poder, las injusticias, la violencia y el dolor producido por unos cuantos y los ejemplos de nobleza y generosidad por parte de otros. Un retrato fiel de esta especie nuestra, que año tras año es incapaz de sacar consecuencias de sus errores. Han venido nuevas ideas de futuro y se han ido algunos que nos acompañaron durante mucho tiempo desde los titulares de los noticiarios en el día a día de la actualidad: Benedicto XVI, Isabel II, Gorbachov, Pelé. Nombres que, como todos, se irán diluyendo poco a poco en la memoria, sumergidos bajo el peso de otros que vendrán a ocupar su lugar a lo largo del año que empieza. En las sonrisas y las palabras de estos días hay continuas expresiones de deseos de paz y felicidad, puede que más de una ilusión fundada o acaso alguna triste desesperanza por algo que se avecina como irremediable, o quizá el gozo por algo que se espera, pero, por debajo de todo ello, lo que late en nuestro interior es un sentimiento de asombro e incredulidad ante el paso del tiempo. Como si no hubiera sido siempre el mismo o como si alguna vez, en algún momento desde la creación del mundo, se hubiera detenido o le hubiera sido concedido a alguien la facultad de detenerlo. Los hombres somos dados a amoldarnos a todo, pero a esto no nos acostumbramos. Y sin embargo, somos hijos del tiempo y el propio tiempo nos devora, ya lo escribieron y pintaron otros con la misma mueca de incomprensión.
Es tiempo de balances, de recuento de propósitos no cumplidos y de renovación de los que el año próximo volveremos a contar igualmente como sin cumplir, que por eso somos como somos, barro con algún leve reflejo encima que nos dota de categoría racional, pero no de fortaleza de voluntad. Fechas estas en que notamos como en ninguna otra el paso de los años sobre nuestra propia vida; parece que fue ayer y todo es ido. Los años pasan sin ruido, a tientas sobre nuestras almas y nuestras arrugas, sin ni siquiera un suspiro de cansancio; un caminar y caminar sin fin hasta que un día nos obligan a abandonar el sendero. Entonces no queda más que irse tan de puntillas como se vino. Dejar el recuerdo y el amor que se haya podido derramar y hacer mutis con la sencilla dignidad de la hoja que cae. Entretanto, procuremos ser felices.