miércoles, 26 de junio de 2013

Otro quinto centenario

Conmemorar efemérides con cierta fastuosidad sólo está en manos de quienes tienen el poder, o sea, los políticos. Y como los políticos siempre responden a la doctrina de su partido, se elegirán las efemérides en función de la cercanía ideológica o de la conveniencia de programa. Los no correctos políticamente, por importantes que sean, se procurará que pasen desapercibidos y quedarán a merced de lo que puedan hacer entidades culturales privadas, mientras que los que sobrepasan cualquier dimensión ideológica para entrar en la categoría de hecho nacional, están a expensas de lo que haga con ellos el Gobierno. No son estrictos criterios de objetividad histórica los que deciden lo que merece ser celebrado ni el grado de su celebración; lo hemos visto con algunos centenarios locales traídos por los pelos y lo veremos el próximo año con el más falso aún tricentenario de la “pérdida de las libertadas catalanas”. Parece que a menor importancia más entusiasmo, y a más localismo más importancia. En cambio, los que nos atañen a todos como nación, los que configuran nuestra historia común, parecen infundir un cierto pudor, al menos en las instancias más altas, lo que indica un estado de debilidad de la conciencia nacional y una autoestima en horas muy bajas. Ya el pasado año se ignoró el centenario de las Navas de Tolosa, quizá la batalla que decidió en mayor grado nuestra trayectoria histórica, y en este se lleva el camino de pasar por alto el quinto centenario del hecho que completó el conocimiento real de nuestro planeta: el descubrimiento del océano Pacífico.
Núñez de Balboa había oído hablar de la posible existencia de un mar al otro lado de la cordillera del Darién, y decidió ir en su busca con algunos de sus hombres. Los cronistas cuentan las terribles dificultades de aquella travesía por tierras desconocidas, a través de montañas y desfiladeros, abriéndose camino en la selva a golpes de hacha, en medio de un calor y una humedad sofocantes, atacados por animales salvajes y, sobre todo, por los insufribles mosquitos.
Se ha dicho que si cualquier otro país –Francia, Inglaterra o Estados Unidos, por ejemplo-, hubiera protagonizado estas páginas de la Historia, las habría tenido, por sí solas, como el justificante de su presencia en el mundo. Pero el caso es que fueron naves españolas las primeras en cruzar los dos mayores océanos, primero el Atlántico y luego el Pacífico, y las primeras en dar la vuelta al mundo, y fueron españoles quienes descubrieron y exploraron el río más grande de la tierra y el mayor espacio de mundo desconocido. El relato de los hechos de cualquiera de aquellos aventureros convertiría a Livingstone y Stanley en simples paseantes domingueros. Ya está bien de leyenda negra. Es curioso, pero el orgullo que nos falta a nosotros les sobra a otros; hay sitios en que es tenida como una gran hazaña lo que en la crónica de nuestra aventura americana sería sólo un hecho más, tan llena está de acciones asombrosas. No se trata de reeditar Glorias Imperiales, sino de reconocernos como fuimos, con las nubes y claros, sin pasión, pero tampoco en un permanente estado de contrición.

miércoles, 19 de junio de 2013

Y allá a su frente, Estambul

La plaza de Taksim no es, ni mucho menos, el primer rincón de Estambul al que acude el turista, pero sí el que puede encarnar a la ciudad nacida en su segunda andadura, ya exclusivamente turca. Ataturk está allí en su sitio natural, presidiéndola. Acaso sea también el lugar más en consonancia con las ideas que dan pie a otra de esas primaveras, aunque no para las tanquetas, las barricadas y los destrozos, que para esos jamás es bueno ninguno. Y el viajero se da cuenta de que esto es accidental y que el meollo está en otra parte. Al fin y al cabo él no tiene más vinculación con la ciudad que la que quiera tener.
Estambul, desde lejos, parece tener mágico hasta el nombre, quizá por su sonoridad líquida aguda, que suena como un disparo de culebrina, porque rima con azul, o porque era el punto que tenía ante sí aquel pirata que cantaba alegre en la popa. Estambul suena mejor que Bizancio y aun que Constantinopla, y desde luego mejor que Istanbul, con acentuación llana, que es como los turcos la llaman. A Estambul el viajero puede intuirla sin saber muy bien qué es lo que hay que intuir, y por eso suele ir sin grandes estorbos en sus alforjas, que es la suerte más agradecida que puede tener un viajero.
Visto desde arriba da para mucho este rincón. No extraña que, estando donde está, en un paso clave para el comercio marítimo con Oriente y siendo punto en el que confluyen las dos grandes corrientes de la civilización mediterránea, haya sido habitado y disputado desde siempre. Aquel Byzas, griego él, bien sabía lo que hacía cuando se asentó allí. Luego, Constantino, en el 336, la reconstruyó a imagen de Roma; Justiniano, en el siglo VI, levantó la espléndida basílica de Santa Sofía y la embelleció aún más, y en el mal año de 1453, los turcos cayeron sobre ella y se la quedaron para siempre. Tan sólo desecharon su nombre, que debió de parecerles un trabalenguas muy poco turco, y la llamaron Istanbul. Nadie en Occidente la lloró ni jamás se reivindicó su pertenencia. Solimán, en el siglo XVI, la reformó a la turca y la llenó de mezquitas. Ataturk, en 1923, la hizo perder la capitalidad en favor de la pueblerina Ankara. Hoy tiene unos trece millones de habitantes y recibe cada año medio millón de inmigrantes de todo el país.
Estambul es fea y hermosa, abigarrada y plácida, oriental y occidental, engañosa y fiable, enervante y enamoradora, todo a la vez y como gozándose en ello y en ir a contrapelo de cualquier circunstancia. Cuando Ataturk la despojó de la capitalidad, ella creció hasta hacerse una de las mayores aglomeraciones urbanas del mundo; cuando el mismo padre de la patria impuso los caracteres latinos, no pareció afectarle mucho, porque su origen la amparaba. De Amicis, en su Constantinopla, la describió bajo el influjo del misterio que aún ejercía sobre el viajero decimonónico. Pierre Loti, en La Turquía agonizante, lamentó con nostalgia la desaparición de unas formas de vida que se iban, pero eso era en 1923. Hoy vería que Estambul no deja irse casi nada, como no sea lo que se puede llevar el turismo masivo, que ese sí que es un enemigo buscado.

miércoles, 12 de junio de 2013

Tertulianos

Tertulia es una vieja y entrañable palabra que evoca buenos momentos: reunión de amigos, charla sin tiempo, diálogo distendido, controversia amistosa, mesa y café. Las tertulias han formado desde siempre parte de nuestra forma de ser y han sido un rasgo de nuestra actitud ante la vida. De la nuestra y de la de todos los pueblos extravertidos e intensamente sociables, como los mediterráneos; hay quien dice que su propio nombre viene de las reuniones que hacía Tertuliano, o acaso de tres Tulios romanos que se reunían de vez en cuando a cenar y charlar, o de ninguna de las dos, quién sabe. Lo cierto es que, ya desde los círculos literarios del Siglo de Oro, poblaron los cafés y casinos de toda España y formaron parte de nuestra historia cultural, aunque sólo fuera por ejercer el papel que las sesudas Academias dejaban libre. En ellas se ha dicho y oído lo mejor de lo que el español lleva dentro. En su anecdotario, en los míticos nombres de los cafés que las acogieron y en los miembros ilustres que las conformaron, se encuentra la intrahistoria más cercana y auténtica de nuestro modo de ser y de expresarse. Allí se cuecen todos los remedios, los juicios tienen autorización para ser enfáticos, y las propuestas para solucionar los entuertos del planeta son tan abundantes que parece mentira que pueda seguir tan mal. La tertulia de café, la de las conspiraciones ingenuas y las críticas al ausente, la de los genios incomprendidos y arbitristas repletos de buenas soluciones, la del poeta en busca de oyentes y quizá de un café con una magdalena, no ha pretendido jamás abdicar de su humilde condición de reunión primaria y entrañablemente humana.
Pero miren por dónde ahora las han convertido en un género televisivo. No hablo de esos programas que reúnen a unas cuantas personas desaforadas, gritonas, insultonas, malhumoradas, pregonando a voces lo más rastrero y primitivo de sí mismas y de los demás, que a su vez también se prestan al juego en un cambalache realmente repugnante. A esto no cabe dar el nombre de tertulia; cae directamente en la telebasura. Se trata de esas reuniones de apariencia más civilizada, que ya forman parte de todas las parrillas, y que presentan a unos cuantos de esos llamados tertulianos a hablar de lo que sea, siempre con un programa previo. Deben de resultar baratos –hay alguna emisora que les paga con vales de un centro comercial-, dan juego y no necesitan más que una silla. Si se mira bien, son casi siempre los mismos, brincando de mesa en mesa, a cuestas siempre con sus coletillas –alguien ya ha llamado a su modo de expresión el tertulianés- y su pretensión de dar a entender que saben de todo. A veces son terminales de los partidos políticos, que tienen así un modo subliminal y eficaz de crear opinión; a uno le han pillado confesando que recibía por el móvil instrucciones de su partido sobre lo que tenía que decir. En todo caso, lo que el espectador termina viendo es que se encuentra ante un nuevo género del mundo del espectáculo, habitado por profesionales que venden su propia presencia, cuando no se avienen a convertirse en actores que se interpretan a sí mismos. Por supuesto, no todos.

miércoles, 5 de junio de 2013

El montón de escombros

La Bienal de Venecia ofrece este año como representación de nuestro arte un montón de escombros. Así, como suena. Llegó un camión, levantó el volquete, descargó unas cuantas toneladas de piedras y materiales de desecho de construcción, y allí dejó la participación española. Posa la autora, -otro genio zaragozano, como Cecilia la del Ecce Homo, y que Goya nos disculpe- con gesto satisfecho, explicando que se trata de “una reflexión sobre el ciclo vital de los edificios”, pero lo que ve la mayoría de los visitantes, pobres mentes ignorantes, no es más que eso, un montón de escombros sin posibilidad de generar ninguna meditación. Pues que no se preocupen. Seguramente lo explicará algún crítico diciendo, por ejemplo, que se trata de un análisis intraconsciente del no ser ontológico en su calidad y condición de elemento deviniente dentro de una visión introspectiva e intemporal del mundo como proyección de los propios impulsos de búsqueda; o, digámoslo de modo más sencillo, una metáfora dualista del sentido ambivalente que seduce nuestra voluntad en forma de una entelequia inalcanzable, aunque siempre inmanente. Está claro ¿no? A ver, que se levante el que sólo vea aquí un montón de escombros. Y naturalmente no se levanta nadie.
En 96 años la vanguardia, al menos la de base objetual, ha recorrido un camino que va desde un urinario hasta un montón de escombros. A Duchamp ya se la había ocurrido exponer como escultura un botellero que había comprado y que luego tiró su hermana, que no debía de tener mucha sensibilidad artística; por cierto, del urinario tampoco se supo nunca más. Después, por esas ferias de la progresía y esos museos de arte contemporáneo que en los últimos años han surgido por todas partes, ha podido verse de todo, desde un folio arrugado sobre una mesa hasta un corcho clavado en una pared. Así están las limpiadoras de esas salas, que no se atreven ni a recoger una colilla del suelo por temor a estar destruyendo la obra maestra de algún genio. Y todo es arte, y todo requiere de nosotros una preparación especial para comprenderlo, y todo tiene, naturalmente, un precio. Cuánto se han reído de nosotros.
A la autora de esa descarga de escombros seguramente se le han ocurrido y se le ocurrirán muchas más creaciones similares, porque siempre encontrará a alguien dispuesto a pagar cualquier precio por un marchamo de vanguardista. Lo que resulta más difícil es saber en qué clase de expresión artística hay que incluir su obra, al menos la de Venecia. Evidentemente no es pintura; tampoco escultura. Acaso pueda incluirse en la arquitectura, eso sí, deconstruida, o sea, como hace Ferrán Adriá con la tortilla de patata. Más de un siglo de sucesión frenética de ismos, de búsqueda de la expresión de un arte conceptual, de intentos de sometimiento de la forma al subjetivismo más extremo, y hemos terminado en la consagración de lo meramente contemporáneo como categoría artística, en lo coyuntural, lo utilitario, lo estéril de conceptos. En un montón de escombros que acaso sea una metáfora del arte actual.