miércoles, 25 de abril de 2018

Olvido imposible

Qué especie es esta nuestra, que puede mostrar un grado tan extremo de contrastes en su conducta, capaz de actos conmovedores y de crímenes pavorosos, de amar al semejante hasta poner en riesgo su vida y de odiarle hasta acabar con él. No hay día en que la crónica de la actualidad no venga marcada por una variedad de hechos violentos salidos de su mano, de diversa condición y en diversos ámbitos, algunos de los cuales resultan difícilmente creíbles para una mente normal, sobre todo cuando las víctimas son niños y personas especialmente vulnerables. Es el mismo ser que tiene impreso en el libro de ruta de su vida un impulso permanente a luchar por algo que llama felicidad, que se alimenta de sentimientos, ilusiones y deseos que le llevan a ella, y que se siente atraído irremediablemente por la belleza, la bondad, la justicia y la verdad como guardianes del único paraíso al que le cabe aspirar en esta posada. No nos conoceremos nunca; nunca acabaremos de saber cómo somos ni cómo podremos ser; jamás dejaremos de tener que preguntarnos qué podemos esperar de nosotros mismos. No hay normas generales que nos permitan atisbar hasta dónde es capaz de llegar esta especie. La raíz que se oculta en la tierra siempre será un misterio para el árbol.
Acabamos de oír a unos asesinos que mataron, hirieron, secuestraron y deshicieron la vida de más de mil personas, pedir algo parecido a unas disculpas por sus crímenes. Eso sí, disculpas selectivas; solo por los que asesinaron sin que hubieran hecho nada por merecerlo, porque hubo otros, la mayoría, que están bien muertos. Ellos son los que deciden eso. Como jueces y ejecutores nombrados por sí mismos, no se arrepienten de sus hechos ni abominan de ellos. A tanta sangre vertida y a tanto dolor causado durante medio siglo se les da como compensación un tímido reconocimiento del daño producido y un hipócrita "lo sentimos de veras". Es la actitud propia de los asesinos que han perdido todo rastro de dignidad: manifestar empatía respecto al sufrimiento causado por su propia mano, quizá con la esperanza de que en el relato del futuro la amnesia se lo lleve todo menos eso.
Toda el agua de los ríos no bastaría para lavar las manos ensangrentadas de un homicida, escribe Esquilo. Las religiones ofrecen diversas respuestas y actitudes ante la ofensa recibida, desde la venganza, el ojo por ojo, a la mansedumbre y el perdón. El perdón es siempre una victoria, pero ha de decidirla y administrarla cada uno de forma individual; en lo más profundo de su ser está el concederlo o no, acudir al amparo del olvido o mantener la memoria de lo sucedido como un homenaje de recuerdo perpetuo a la víctima. Nadie que no sea él mismo puede obligarle a concederlo. La sociedad, en cambio, no tiene poder para otorgar ningún perdón que decrete el olvido de los crímenes, sobre todo cuando no puede menos que sentirse burlada ante un gesto escenográfico en cuyo guion faltan palabras como arrepentimiento, rendición, entrega de armas, colaboración. El instrumento de la sociedad es la justicia, que ha de ser doncella con los sentimientos a buen recaudo.

miércoles, 18 de abril de 2018

El título

Anda algo alborotado el vivir de nuestros diputados a causa del máster universitario de una presidenta autonómica, que, según aseguran sus denunciantes, reposa en algún lugar del limbo sin acabar de adquirir cuerpo material, a pesar de que figura en su curriculum. Estos políticos nuestros son especialistas en enredarse en trifulcas sin más trascendencia que un breve suspiro de satisfacción ante su agudeza, y en perder de vista lo que realmente tiene interés para todos. Pierden energías en criticar el color de los remos de la barca sin preocuparse de si de verdad va o no en la buena dirección. Santifican la anécdota y olvidan la categoría. O sea, lo del dedo y las estrellas. Un incidente de escasas consecuencias, que podría haberse arreglado con una simple corrección, una petición de disculpas y un tirón de orejas, se convierte en una tormenta de ámbito nacional, tema de debate inacabable en las tertulias de las cadenas populistas, en el nuevo sumidero de los valores éticos de la derecha y en el signo de que el tiempo de la purificación está llamando inexorablemente a la puerta. Relacionar todo este alboroto con el bienestar de los ciudadanos y establecer qué puede influir ese hecho en su vida cotidiana es el ejercicio pendiente de hacer, y que desde luego nadie tendrá interés en que se haga. La carga de artificiosidad nunca permite obtener una realidad destilada.
Para lo que sí sirvió fue para poner en marcha un movimiento generalizado de rectificación de currículos y reseñas personales, por aquello de ver pelar las barbas del vecino. Bien por sí mismos o porque todos pusieron en marcha a sus rastreadores para hurgar y detectar trampas y falsedades en los datos académicos de los otros, más de uno tuvo que apresurarse a modificar unas cuantas cosas de su historial y, lo más difícil, buscarse al mismo tiempo una justificación que le evitara un sonrojo excesivo. Y así hubo doctorados que se quedaron en licenciaturas y licenciaturas que pasaron a ser "cursó estudios de", carreras en universidades prestigiosas que se convirtieron en cursillos de quince días y graduaciones que simplemente desaparecieron. La lista de nombres para el rubor los incluye de todas las bandas, desde el centro a los extremos, sin distingos en las faltas y en los atenuantes. Queda luego en manos de los medios presentar a unos como más culpables que otros.
En la clase política caben todos, No hay exigencias académicas marcadas ni ninguna selectividad establecida, y eso se nota. Pero de poco les sirve a algunos inflar sus expedientes, porque la ignorancia es tan hueca que siempre sale a flote. Ahí tenemos, por ejemplo, a la alcaldesa de una ciudad como Barcelona llamando fascista a Cervera, muerto en 1909, doce años antes de la aparición del partido fascista. Sería por ser almirante, algo que a la chica esa debe de sonarle muy raro. Nadie exige ningún título y, si no se tiene, mejor trabajar en silencio, que al fin y al cabo lo que el ciudadano aprecia en el político, por encima de sus orlas y diplomas, son sus valores morales, la honradez, el amor a la verdad, la fidelidad a su palabra y su capacidad de compromiso con la búsqueda de soluciones a sus problemas.

miércoles, 11 de abril de 2018

Abril en Sevilla

A Sevilla se la adivina siempre sin saber cómo. Sevilla hoy ya no es Hispalis, ni apenas guarda nada de ella, que otros aires le soplaron; y lo cierto es que no fueron tan malos si la hicieron como hoy es: una de las ciudades más hermosas del mundo. Sevilla se hizo universal por sí sola, que ya es mérito, pero también por tantos como vieron en ella el escenario ideal para las cuitas y ensueños de sus personajes, llámense Don Juan o Carmen, Rinconete o Fígaro, Fidelio, Guzmán o maese Pérez. Seguramente no habrá ciudad española más fijada en la literatura, ni más cantada, ni más ligada al gran mundo de la creación artística. Fue tema de Mozart, Beethoven, Bizet, Verdi y Rossini, entre otros, y cuna de mil pintores y aún más poetas. De Velázquez y Murillo, de Bécquer y Machado. Imagen grabada en todos nosotros con favorables pretensiones de perennidad, horizontal en su río y vertical en sus torres, ajardinada de azahar y hecha fiesta entre vino y guitarras. Engarzada en leyendas de amores y milagros, en romances de pasiones reales y de judías arrepentidas, en el relato majestuoso de las crónicas de su pasado. Qué no tendrá Sevilla, si hasta los que se fueron a dar la vuelta al mundo volvieron a ella tras haber visto todo lo que había que ver a lo largo de los siete mares.
Hay ciudades tan ambiciosas de emociones que parecen estar hechas para cada uno de los cinco sentidos, como si no quisieran dejar nada sin el efecto de su influencia. Ciudades que atienden a todo, gustosas de que nada se vaya de ellas sin la huella perenne de su presencia. Sevilla, en abril, lo es. En Sevilla, hasta el olfato, que pasa por ser el sentido más reacio al placer, se rinde ante el aire empapado de azahar que corre por las callejas del barrio de Santa Cruz y que nadie sabe de dónde viene, si de Doña Elvira o del patio de los Reales Alcázares, si del parque de María Luisa o de todos los sitios a la vez, o acaso estuviese ya allí desde el principio del mundo, que es lo que parece. La vista se asoma al Guadalquivir por San Telmo y contempla una de las perspectivas urbanas más hermosas que pueden contemplarse; se oyen al atardecer saetas y guitarras con ritmo de sevillanas y se satura el gusto de tapas y finos en el Real de la Feria o en cualquier tasquita que uno encuentre. Y el tacto; el tacto es caricia y siempre habrá una mano sobre una piel morena con ansias de soledad. Abril se transforma en Sevilla hasta hacerla suya. El mes de transición mira aquí a los demás con aires de Pigmalión y Sevilla le muestra que nunca hubo una Galatea más dócil.
Esplendores así tienden a dejar en penumbra todo lo que se encuentra en su entorno, como si no tuvieran nada que decir o que enseñar. El buen viajero, ese que procura establecer bien las proporciones de lo que busca, lo sabe y de ningún modo olvida la provincia en su viaje, por corto que sea. Se va, por ejemplo, a Itálica para situarse en el tiempo, o a la marisma, para descubrir el espacio, y al final se da cuenta de que todo es el mismo espíritu.

miércoles, 4 de abril de 2018

Una mirada al país real

Bendita Semana Santa, que nos ha dado un respiro en medio de la agobiante matraca catalana. No se han muerto sus voces, qué va; suenan de fondo, pero ahora parecen más fuera de lugar que nunca, más inverosímiles, como un ruido extraño y discordante que no tiene cabida en estos días de vivir gozoso, tan largamente esperados. Qué buena ocasión para probar a huir por un tiempo de toda información sobre las miserias cotidianas de la política y dejarse llevar por el transcurrir de la vida en su estado más simple y más cercano a nosotros mismos, ese que alberga nuestras inclinaciones y guarda vivos nuestros deseos soterrados el resto del año. Disfrutar de lo que siempre nos pasa desapercibido, descubrir que existen mundos al margen de la información que nos sirven, hallar placeres desconocidos al alcance de nuestra mano y, de paso, librarse de ese tono gris y pesimista que algunos medios parecen empeñados en proyectar sobre nosotros, como si nuestro país fuese una excepción en la armonía del universo, sentenciado eternamente a ser un desastre y a no hacer ni tener jamás nada bueno. Si el estado del país se juzgara por el que se retrata desde las tertulias y editoriales de algunas cadenas y medios escritos o por las declaraciones de algunos personajillos, todos los que vivimos aquí mereceríamos poco menos que una medalla al mérito masoquista. No, no es la envidia el pecado nacional; no hay aquí más envidia que en otras sociedades. Es la estúpida tendencia a denigrarnos a nosotros mismos sin ningún objetivo crítico, incluso con un cierto aire de superioridad intelectual, y a veces hasta con cierto regodeo. Y eso a pesar de todas las evidencias.
Estamos en una perpetua, profunda y tremebunda crisis, según se encargan de certificar a cada momento los gurús de lo negativo, pero lo que pudo ver cualquier extranjero que nos haya visitado esta Semana Santa fue un país de gentes entregadas al disfrute de su tiempo libre, con sus calles llenas de vida, sus espacios comerciales a rebosar y sus terrazas y restaurantes abarrotados, con unos trenes modernos y unas autovías espléndidas, colapsadas por millones de desplazamientos hacia lugares de descanso, con las estaciones de esquí más concurridas que nunca y una ocupación hotelera rozando el lleno en playas y casas rurales. Un país con un alto nivel de vida, seguro y fiable, de gentes afables y hospitalarias; unas ciudades cuidadas y atractivas, en las que es fácil sentirse pronto como un ciudadano más. Un país vibrante y dinámico, que vive intensamente en la calle con toda naturalidad sus tradiciones religiosas, con orgullo y sin complejos. Un país en el que, a poco que ese viajero se fije, podrá darse cuenta de la distancia que hay entre los vericuetos por donde transita una gran parte de su clase política y la realidad que forjan día a día sus gentes.
Es este un país que vuela siempre por encima de sus dirigentes, como si tuviera un sentido especial para establecer las categorías de la vida. Por viejo, por zarandeado, por mediterráneo, o porque sabe que en la normalidad de cada día, vivida libremente, está todo lo que cabe esperar.