sábado, 14 de junio de 2008

Las señoras ministras

Estas señoras ministras es que no paran. Qué ingenio, qué cultura, qué capacidad para los hallazgos idiomáticos. También los ministros, no crean, pero parece que ellas son más lucidas en esta cuestión. Ya en los viejos tiempos, Rosa Conde, ¿se acuerdan?, decía que aquello de que el hombre es un lobo para el hombre lo había dicho Job, el pobre y paciente Job, que en su vida apenas dijo nada; se conoce que nunca había oído hablar de Hobbes. Rosa Regàs no llegó a ministra, pero sí a directora de la Biblioteca Nacional, seguramente gracias a su inmensa cultura, que acreditó con el descubrimiento de que Barrabás fue uno de los ladrones que crucificaron junto a Jesús. Su jefa, Carmen Calvo, fue más allá. En una sesión parlamentaria, un senador le rebatió un argumento con algo que ella misma había dicho y terminó: "Calvo dixit". Doña Carmen se sintió insultada y replicó que ella no era ni Dixi ni Pixi, para rematar con otra muestra de su amplio conocimiento: "Sí denota usted lo de la viga en el ojo ajeno". Preocupada por la lengua sí que se la veía, porque afirmó que estaba llena de anglicanismos. Carmen Calvo era ministra de Cultura.
Y ahora, Bibiana Aído, la que echa en falta la palabra miembra, a ver cómo soportar tal atentado contra la igualdad. Claro, ministra; si el brazo es un miembro del cuerpo la pierna será una miembra. Lógica aristotélica. Lo que no sé si pensó usted es que, si todas las terminaciones femeninas han de ser en a, habrá que decir poeto, profeto o Papo. Y que también los hombres podríamos exigir periodisto, socialisto o taxisto. Menos mal que ha venido usted a iluminar nuestra lengua.
Yo creo que doña Carmen y doña Bibiana bien merecen unos versos calderonianos:

Cuentan de Calvo que un día,
tan intrigada se hallaba
que sólo se alimentaba
de una duda que tenía.
¿Habrá otra, entre sí decía,
más iletrada que yo?
Y cuando el rostro volvió
halló la respuesta viendo
que la Aído iba diciendo
la memez que ella olvidó.

miércoles, 4 de junio de 2008

Nuevos vecinos

Creíamos que el mundo era ya un patio de vecindad donde nos conocíamos todos, y resulta que no, que hay vecinos que permanecían ocultos a todas las miradas, viviendo en los escondrijos más ocultos de la casa. En un rincón perdido de la selva amazónica ha sido descubierta una tribu primitiva de la que no se tenían noticias, ni nosotros de ellos ni quizás ellos de nosotros. La fotografía tomada por sus descubridores, al menos vista con estos ojos nuestros que tanto ven cada día, desprende una sensación de conmovedora ternura, como si estuviéramos ante la muestra más delicada de la ingenuidad de un niño: los habitantes del pequeño poblado miran con cara aterrada el helicóptero que acaba de descubrirlos; algunos corren a esconderse en la selva mientras que otros se quedan firmes y se disponen a defenderse apuntándolo con sus flechas.
Las sorpresas de esta pequeña bola que nos acoge no se agotan, y ese es nuestro gran regalo. Ni la red de redes, ni los sistemas de posición global que no pierden de vista nuestro coche, ni los satélites que fisgan hasta lo que tenemos cociendo en la olla son capaces todavía de despojar a este planeta de todos sus velos. La globalización aún no puede con los últimos retales que ocultan las zonas más íntimas de la vieja madre. Mientras nos dedicamos a escudriñar el espacio interestelar en busca de nuevos seres, teníamos aquí mismo, desde hace un millón de años, a alguien a quien no conocíamos.Ya tienen trabajo los antropólogos, etnógrafos y etnólogos. También los filósofos y moralistas, porque la pregunta de qué actitud adoptar ante ellos, que a lo largo de la historia ha tenido una respuesta rotunda y carente de vacilaciones, adquiere ahora, a la luz de un pensamiento más evolucionado y acorde con un humanismo de carácter universal, una naturaleza que parece impermeable a cualquier argumento. Es cierto que a su sencillo mundo de ciclos naturales y pulsiones originarias no ha llegado ninguno de los males que nos afligen a nosotros, pero tampoco ninguna de sus ventajas, que algunas tenemos. ¿Nos es lícito inmiscuirnos en su existencia, tratar de incorporarlos a nuestro modo de vida, instruirlos en nuestros conceptos éticos o imponerles nuestra propia conciencia acerca del bien y del mal? ¿Tenemos derecho siquiera aproximarnos a ellos, sabiendo que seguramente son vulnerables a enfermedades de las que nosotros estamos inmunizados, pero que en su caso quizá resulten mortales? Y por el contrario, ¿no estaríamos faltando a la debida solidaridad humana si no compartimos con ellos nuestros conocimientos y les hacemos partícipes del progreso que pueda mejorar sus vidas? Entre la tentación de tenerlos como los pequeños párvulos de la Historia a los que hay que dar un cursillo acelerado de puesta al día y la convicción de que quizá sea mejor dejarlos en paz dentro del modo de vida que les ha permitido llegar hasta aquí, no caben medias conclusiones, pero tampoco podría llegarse a ninguna convincente. Aunque todo esto no es más que un conjunto de bellas abstracciones. Es de temer que su destino ya esté sellado.