jueves, 17 de febrero de 2011

La sonrisa

A mediados de los años sesenta estaba de moda en todas las listas de éxitos Sor Sonrisa, una monjita belga que cantaba aquello de "Dominique, nique, nique, pobremente por ahí va él cantando amor". Con su guitarra, su cara de angélica inocencia y su voz acariciante, logró que una canción dedicada a un santo, Domingo de Guzmán, alcanzase récords de ventas inimaginables, en un momento en que la primera generación de la posguerra europea comenzaba a cuestionar los valores nacidos tras el fin de la contienda. La sonrisa de Sor Sonrisa no duró mucho. Abandonó los hábitos, tuvo problemas con el fisco, cayó en malas compañías, en la depresión y en el alcohol, y terminó suicidándose en el apartamento que compartía con una amiga. Hoy su canción es casi una pieza de un museo imaginario de sociología.
La sonrisa es siempre la expresión de un estado de ánimo. Puede ser tímida, como cuando sonreímos ante alguien desconocido para ganarnos su simpatía; puede ser irónica, enigmática, cómplice, maternal, cruel, agradecida, condescendiente. Y puede ser también tonta. Nuestro presidente ha adoptado la sonrisa como emblema de su persona y de su actuación política, pero uno se siente incapaz de clasificarla. Quizá bienintencionada, quizá hueca, quizá impostada, quizá innata. Habría que pensar en convocar un gran simposio de buceadores del alma humana para decidir a qué grupo adjudicarla, y aun así, no sé. Una sonrisa que ha conseguido llevarnos a la situación en que estamos merece por fuerza un nuevo apartado en el que poder incluirla.
A lo mejor es que mira más allá del ruin presente y busca la inmortalidad. A las grandes sonrisas de la historia, la de los kuroi griegos, las esculturas etruscas, el borracho velazqueño, el Bacchino malato caravaggesco o la Gioconda, hay que añadir ya para siempre la del presidente que rige nuestros destinos. Lo malo para todos es que no es inofensiva.