miércoles, 27 de diciembre de 2017

El año que se va

Como el tiempo va a lo suyo sin mirar a izquierda ni a derecha y sin que le importemos un comino, se nos escapa otro año, dejándonos un poco más viejos, quizá menos inocentes y ojalá algo más sabios. En realidad, no es el tiempo el que se va; él siempre se queda. Somos nosotros los que estamos condenados a caminar. La evidencia más segura que tenemos es que nunca podremos verlo bajo la forma de un presente eterno, así que apreciemos el instante que pasa y miremos sin excesivo respeto al que está por llegar. Pero ahora es momento de parada y mirada atrás, según manda la convención que hemos establecido en el calendario, que eso es en definitiva lo que llamamos año.
Este 2017 se va sin dejar grandes señales en la Historia del siglo, aunque sí en nuestro ámbito doméstico. Fue el año de la deriva catalana hacia el sinsentido, el año de unos cuantos iluminados que nos demostraron la eficacia de las mentiras y las falsas promesas mil veces repetidas, el año en que se derrumbó el mito del seny. Esa imagen de la Cataluña seria, culta, europea, dialogante e inteligente, demostró su verdadero interior de la mano de unos políticos mesiánicos, tan demagogos como cobardes, que la llenaron de esperanzas imposibles y luego las frustraron y la fracturaron en dos; la huida y la cárcel fue el resultado para algunos. Y el año en que se aplicó por primera vez el artículo 155 de la Constitución, y resultó que las estructuras no se derrumbaron ni siquiera temblaron, ante la cara de asombro de los agoreros, que habían preparado las trompetas del apocalipsis.
Fue también el año del comienzo del declive de los populismos, porque la capacidad de seducción siempre se mueve en proporción inversa al conocimiento que se va teniendo de la verdadera cara del seductor, y esta cada vez tiene más de amenaza que de promesa esperanzada. Igualmente este año nos trajo la explosión organizada y simultánea por parte del feminismo de la toma de conciencia del problema del acoso sexual del hombre a la mujer, no al revés, en la que se mezclan, además de la verdadera cuestión de fondo, buenas dosis de oportunismo, hipocresía, motivaciones políticas e intereses ocultos.
2017 nos deja también algunas novedades, unas inquietantes y otras trascendentes. Se avivó la tensión provocada por la amenaza nuclear de ese loco coreano con figura de tebeo y propósitos de novela de terror, y también de oriente nos ha llegado un nombre hasta ahora desconocido: el de los rohingya, un pueblo perseguido en Birmania y huido en masa a Bangladesh para escapar de su exterminio, en otro intento más de genocidio. En el mundo del dinero se avanzó en el afianzamiento del bitcoin, esa moneda que solo existe en las brumas de los bits y que uno no es capaz de saber exactamente en qué diablos consiste, y en el negro campo del dolor, lo de siempre: asesinatos masivos por atentados en Barcelona, Londres, Las Vegas, Egipto y otros lugares. Pero también es el año en que por primera vez se ha conseguido confirmar la fusión de dos estrellas de neutrones que permitió captar las ondas gravitacionales.
En fin, vamos a desearnos a todos un año 2018 capaz de mejorar el anterior y de traernos a cada uno el cumplimiento de alguna que otra ilusión.

miércoles, 20 de diciembre de 2017

Cuento de Nochebuena

Se detuvo una vez más para tomarse un respiro y tratar de calentarse las manos ateridas de frío. La nieve no paraba de caer. Ante él, el camino seguía subiendo hasta perderse entre los árboles. No recordaba que fuese tan empinado, tantas veces como lo había recorrido de niño cuando su madre le mandaba a hacer algún recado al pueblo. También entonces solía estar nevado ya a principios de diciembre, pero le parecía que nunca lo había visto tan cubierto como ahora; hasta tuvo que dejar el coche en el pueblo y seguir a pie hasta la pequeña aldea en lo alto de la montaña. El frío era cada vez más intenso. A su alrededor todo estaba solitario y silencioso, con ese silencio de nieve que se asienta en los corazones con la misma suavidad de los copos. De lo más profundo de la niebla llegó el sonido lejano de la campana de la ermita, la misma campana que le llamaba de niño. Igual que siempre. Igual que en aquellos años, cuando su madre le ponía guapo para ir a la iglesia y luego preparaba para los dos un cocido de domingo. Hoy además era Nochebuena, y el recuerdo se convertía en un torbellino de nostalgia que le confundía la mente. Todo volvía ahora de golpe después de estar tantos años arrinconado en su interior. Desde aquella maldita hora en que algo que había comenzado con una absurda discusión terminó en una ruptura total. Se habían dicho cosas muy duras, se habían gritado palabras que nunca habrían pensado que llegarían a decirse, ella le había echado de casa y él había prometido a voces que jamás volvería. Hacía ya quince años y en todo ese tiempo había cumplido su promesa, pero ahora estaba allí subiendo de nuevo el camino que le llevaba hasta el viejo rincón de su infancia.
Dios, qué silencio. Acostumbrado a su vivir diario, este silencio le parecía aún más hondo que el que guardaba en su recuerdo. Una vez más se preguntó qué clase de tontería estaba haciendo. No sabía qué iba a decir ni cómo iba a ser recibido; quizá ella quisiera ajustar cuentas, y en ese caso procuraría echar mano de sus recuerdos infantiles para no decirle todo lo que había ido acumulando en su interior a lo largo de esos años. La nieve arreciaba y la oscuridad crecía. Ya anochecía cuando llegó a la aldea. Había luz en su casa. Se detuvo un buen rato ante la puerta; al fin llamó. Oyó unos pies que se arrastraban. La puerta se abrió y vio la figura de su madre, más menuda que nunca. Durante un largo rato tan solo se hablaron con los ojos; luego le hizo pasar. El fuego de la chimenea creaba un ambiente cálido que reconfortaba el cuerpo frente al terrible frío del exterior. Su mirada recorrió aquella estancia que era su misma niñez. Todo estaba igual, como si el instante de hace quince años se hubiera congelado y ahora volviera a la vida: los mismos muebles, el mismo olor, el mismo ladrido lejano de algún perro solitario. En un rincón estaban el portal y las figuras de siempre, aquellas que él ponía con tanta ilusión cada Nochebuena mientras su madre colocaba las guirnaldas en las paredes. También ahora colgaban guirnaldas. De pronto su mirada se fijó en la mesa. Tenía en el centro una vela encendida y estaba adornada con un ramo de hojas de acebo con sus brillantes bayas rojas. Y algo más: había dos cubiertos completos en ella. La madre por fin habló y dijo suavemente:
-Todos estos años, en cada Nochebuena he puesto dos platos en la mesa.

miércoles, 13 de diciembre de 2017

Otra vez Jerusalén

Otra vez Jerusalén, la eterna, la de las mil disputas y los mil equilibrios, ahora a cuenta de la decisión de un dirigente político de situar en ella la embajada de su país. No parece uno de esos hechos que cambian el mundo, pero es que en esta ciudad intemporal hasta la palabra más inocua adquiere un envoltorio de trascendencia que dificulta la percepción de la realidad. Y es que Jerusalén ha pasado sus tres mil años de vida en un continuo desnudarse de paganismo para llenarse de divinidad revelada, y en ese empeño las palabras y las decisiones tienen consecuencias ajenas a lo cotidiano. No hay ciudad que haya conocido tanta gloria espiritual ni tanto dolor, ni que haya convertido los conceptos de único y exclusivo en parte consustancial de sí misma. Destruida diecisiete veces, treinta veces conquistada, situada en medio de un terreno inhóspito, alejada del mar y de los grandes centros culturales, capital más de corazones que de imperios, ningún otro nombre ha podido conservar una calidad mítica capaz de trascender cualquier tiempo histórico. Los que la dominaron ni siquiera intentaron sustituir su entraña, acaso porque era imposible, y solo el islam lo logró por la única vía posible: la de la espiritualidad. Pero esa captura se nos aparece como un añadido postizo, prendido a una leyenda sin reflejo de revelación.
En Jerusalén todo es intenso. Si alguna metáfora puede hacerse del revuelto mundo interior de la humanidad, sin duda ha de ser esta ciudad, atormentada como pocas y deseada como ninguna. Y bella también como ninguna. Cuando uno la contempla desde el otro lado del torrente Cedrón, sobre todo al atardecer, con la luz dorada del poniente que parece hacerla flotar sobre el fuego, hasta se siente inclinado a creer eso de que Dios dividió la belleza del mundo en diez partes; nueve se las dio a Jerusalén y la otra la repartió entre el resto. Brillan las cúpulas y se realzan los campanarios, se dulcifica la hosquedad de las murallas, y la imagen de la ciudad, enmudecida por la lejanía, permite sugerir su vida interior. En Jerusalén hasta los viejos muros, a cuestas con sus penares de siglos, las viejas callejuelas, que han visto todos los rostros posibles de las conciencias, los sonidos viejos de invocaciones infinitas, se vuelven materia de argumento para todos los razonamientos del espíritu.
La decisión del presidente norteamericano de instalar la embajada de su país en Jerusalén oculta seguramente un trasfondo interesado, al fin se trata de de un acto político, pero desde luego no va contra la inercia de la Historia. Mil seiscientos años antes de que apareciese el islam, Jerusalén ya era la capital del reino judío y lo siguió siendo siempre en el corazón de sus hijos, por dispersos que estuvieran. Su nombre aparece 850 veces en la Biblia y ni una sola en el Corán. “Que mi mano pierda su destreza y mi lengua se pegue al paladar si me olvidare de ti, Jerusalén”, pide el salmista y con él los judíos de todos los siglos.
Desde el Museo de Israel se ve cercano el moderno edificio de la Kneset, el Parlamento, y el pensamiento surge por sí solo en la mente del visitante: ahora que después de tantos siglos los judíos han logrado pasar de ser un pueblo en el tiempo a un pueblo en un espacio, no pueden concebir otro lugar para fijar su centro que el que siempre fue.

miércoles, 6 de diciembre de 2017

Y que cumplas muchos más

Está a punto de entrar en la cuarentena, esa época en que la vida alcanza el grado más próximo a la plenitud, y parece que no hubo nunca otro tiempo, de difícil que nos resulta imaginarnos sin ella. Hoy es su cumpleaños, el treinta y nueve, y no sabe uno si apagarle las velas entonando una alegre canción o dedicarle una mirada preocupada. Es todavía una dama de buen ver, lozana y saludable, pero ya hay por ahí unos cuantos tratando de encontrarle achaques sin cuento, y otros más faltándole al respeto y tachando su cuerpo de decrépito, a ella, que es la más joven de todas las de nuestro alrededor. Nació de un momento de inusual concordia en un tiempo difícil, bajo el buen augurio de haber conseguido lo que no pudo conseguir ninguna de sus predecesoras: satisfacer a todos sin contentar plenamente a nadie. Luego ejerció mansamente su función de amparo y de último refugio ante las borrascas, incluso cuando alguna de estas amenazó con convertirse en tormenta de naufragio. Pero ahora, en los últimos años, está siendo objeto de torvas miradas por sectores que desearían su fracaso, cuestionada de forma explícita por el nuevo partido aparecido últimamente, y hasta violada abiertamente por los representantes de un poder autonómico, que están donde están gracias a ella. Menos mal que ella misma albergaba su propia salvaguardia, que demostró ser la de España.
Pues aún está la cumpleañera con cintura flexible para seguir adaptándose a los tiempos vertiginosos que le ha tocado vivir, sin que se le salten los corchetes. Aun así, algún retoque sí que convendría hacerle. Por ejemplo, ampliar y blindar de forma inequívoca las competencias del Estado, devolviéndole algunas que, como la educación, se cedieron a las autonomías con más generosidad que prudencia. O modificar los criterios de representación electoral para evitar que partidos con media docena de votos alcancen un poder absolutamente desproporcionado a su implantación real. O incluir la supresión de los aforamientos de sus señorías. O eliminar los anacrónicos privilegios forales, que, al igual que en el caso anterior, contradicen a la propia Constitución en su artículo sobre la igualdad de todos los españoles. O dar al Senado una función más moderadora y con mayor capacidad de de decisión. O igualar los derechos de sucesión al trono entre hombre y mujer, cosa esta que parece ser la única en la que todos están de acuerdo. O, aunque parezca mentira, fijar en su texto de una vez por todas qué territorios forman España, a ser posible dentro del Título Preliminar, para evitar ocasionales tentaciones de reforma. Cosas todas que la harían a ella más fuerte y a nosotros más seguros ante los intentos de quienes se acogen a su amparo para destruirla. Lo difícil será conseguirlo con la clase política que tenemos ahora mismo.
Pero brindemos hoy por sus treinta y nueve años y por otros tantos que cumpla. Brindemos con sidra o con un vino de denso sabor castellano o con un albariño fresco y juguetón, con manzanilla o pitarra, con horchata o pacharán, y por supuesto con cava, que es bebida que parece avenirse bien con la Constitución.

miércoles, 29 de noviembre de 2017

La lengua que nos une

Estamos en un tiempo en que parece haberse instalado el culto a la división como algo deseable en sí mismo. Dividir, separar, diferenciar, aparecer distinto, esa viene a ser la tendencia. Elevar graciosamente lo pintoresco a la categoría de singularidad. Evidentemente la desigualdad es inevitable y necesaria, pero dentro de su misma esencia. Si el hecho diferencial nace de la propia naturaleza de la sociedad habrá que contemplarlo y regularlo en su caso; el riesgo surge cuando se alimenta artificialmente desde el ámbito político, porque vendrá seguido de un esfuerzo por eliminar elementos de cohesión nacional. Desde hace varios años estamos viendo cómo en algunas regiones ese esfuerzo se aplica a arrinconar todo lo posible a la lengua común de España, a sabiendas de que, una vez conseguido, ya todo será más fácil, porque las demás ligaduras -historia, sentido de pertenencia común, tradiciones y costumbres compartidas- son más fáciles de desatar. Si para eso es preciso privar a los padres del derecho a educar a sus hijos en la lengua de todos, pues se priva, y además con gesto satisfecho.
Seguramente una de nuestras asignaturas pendientes como nación es la de tomar conciencia de una vez por todas de que tenemos en común un patrimonio de valor incalculable que ya quisieran otros para sí: una de las más importantes y poderosas lenguas que existen. Es fácil deducir de ello nuestro deber de cuidarla y protegerla, si no por orgullo y sentido de identidad, al menos por conveniencia material traducida en términos económicos. Con el idioma ocurre como con la naturaleza o los monumentos artísticos, que los agredimos con total despreocupación, sin pararnos a pensar que no son nuestros y que no somos más que sus usuarios. Y aún en el caso de estos todavía pueden contar con alguna legislación a su favor, pero el idioma ni siquiera eso. El idioma sólo cuenta con la cultura, el cariño y el buen gusto de sus hablantes.
Podrían ser la mejor defensa si fueran intensos, pero no lo son; precisamente nuestra lengua sufre los peores ataques desde su propio seno. De los que la hacen de menos a la hora de dar nombre a sus negocios o sus productos; de los nacionalistas fanáticos, que hacen lo posible por eliminarla de los colegios; de los que deshacen su ortografía y desfiguran con toda desfachatez sus palabras para hacer una lengua nueva y presentarla como la propia de su terruño; de la moda de los jóvenes, cuyo lenguaje está muy poco por encima del monosílabo; del esnobismo y papanatismo de muchos, que la atiborran de barbarismos innecesarios; de los comerciantes y anunciantes con sus absurdos rótulos en inglés; de la mala intención de algunos; de la ignorancia de otros. No hay más que oír a muchos tertulianos, periodistas y no digamos a esos personajes que uno nunca acaba de saber por qué son famosos. A casi todos, con las debidas y honorables excepciones, que por suerte las hay, les oiremos cosas como estas: "Yo soy de los que pienso...", "estaba delante mío", "es una cantidad mayor a la de ayer" o esa progresista tautología del "todos y todas", exclusiva de cierta clase política. Más cuidado, por favor, que es lo mejor que tenemos.

miércoles, 22 de noviembre de 2017

Después de la borrasca

Ahora que la borrasca del nordeste se ha desinflado sin que haya llegado a causar una catástrofe de magnitud irreparable gracias a que el dique de protección ha demostrado su solidez, es el momento de echar una mirada al escenario y examinar lo que la embestida del temporal ha dejado al descubierto. Las aguas agitadas nos han puesto a la vista objetos que ni siquiera sabíamos que existían y removido arenas que parecían connaturales al paisaje porque siempre habían estado allí; ahora en cambio nos damos cuenta de que tienen otra significación. A marea baja no es posible mantener ningún engaño sobre el fondo del mar. Si alguna consecuencia útil nos ha traído este episodio es la de haber servido para, en unos casos, asombrarnos de no haber visto antes unas cuantas evidencias, y en otros para rectificar algunas posturas nacidas de algún complejo o de algún temor que se han demostrado infundados.
La primera víctima de esta aventura nacionalista es el concepto que Cataluña había logrado implantar en el resto de españoles. Se las había sabido arreglar para aparecer como nuestro sabio hermano mayor, ese que da ejemplo a todos y a todos mira desde la altura de su éxito, sin descender nunca a reconocer que buena parte de él se lo debe a todos. La vieja distribución de tópicos regionales había adjudicado a los catalanes el de eso tan indefinible que llaman "seny": un pueblo laborioso, práctico, pegado a la tierra, siempre cuidadoso en sus iniciativas y escasamente crédulo ante todo lo que no tuviera alguna consecuencia monetaria. Todo ha quedado deshecho. Una extraña amalgama de advenedizos radicales, elementos antisistema, burgueses de derechas con aspiraciones de izquierdas, nacionalistas de inmersión y elementos acríticos que siguen la estrella que creen que les lleva a su particular belén, todos unidos en el "procés", han conseguido dar una imagen de Cataluña próxima a la de una república de ópera bufa gobernada por algún pariente de Rufus Firefly. Porque todo fue una inmensa mentira. No había nada detrás de tanta palabrería solemne. Ni la historia que se había contado, ni las cifras, ni los apoyos, ni los planes que se ofrecían como sólidamente establecidos. Al otro lado de la pantalla en la que se proyectaba la luminosa imagen de la tierra prometida todo era un inmenso hueco; humo, polvo, sombra, nada. El único plan bien estudiado era el de asegurar la vía de escape de algunos en cuanto las cosas se pusieran mal.
Por el lado positivo, los efectos colaterales de toda esta chapuza han sido, entre otros, el de sacar a la luz la existencia de injusticias y agravios comparativos con relación al resto de España, entre ellas la diferencia de retribución entre los policías regionales y los estatales. Que los miembros de unos cuerpos policiales perfectamente prescindibles, como los autonómicos, cobren mucho más que los de la Policía Nacional o la Guardia Civil, en cuyas manos están no solo las labores propias de investigación, vigilancia y rescate, sino también el control y protección de todos los puntos sensibles del país, resulta incomprensible. Tan incomprensible como indigno para el Estado.

miércoles, 15 de noviembre de 2017

Aristas artificiales

Puede que la Historia deje marcadas en las piezas que ha ido forjando en su transcurso unas aristas que dificultan su encaje entre sí y que resultan muy difíciles de eliminar. Pero la Historia es el hombre; la hace el hombre, y si cambia el hombre cambia la Historia. La única fuerza que condiciona la Historia humana es la voluntad del hombre. Lo que ocurre es que se trata de una fuerza anárquica, dispersa, dividida por mil intereses, imposible de unificar, y de ello nacen los conflictos, todos los conflictos. Solo la buena disposición de la persona, su concepto del valor moral de la convivencia, y en último término la ley, pueden conseguir una sociedad de coexistencia armónica, con referencias culturales comunes, y homogénea en sus objetivos generales. Entonces, las aristas que dejó la Historia no son capaces de impedir el acomodo de todas las piezas en el conjunto.
En el caso de España y su eterna discusión sobre el encaje de sus tierras hay mucho de debate artificial. Las aristas dejadas por la Historia no son más agudas que las de otros sitios ni suficientes para generar roces de convivencia, ni mucho menos para desatar fuerzas centrífugas desintegradoras. Tanto el nombre como el concepto de España son anteriores a los de todas sus regiones. Los dos surgieron como significación de una unidad, aun cuando solo fuera geográfica, que pronto se fue completando con aportaciones políticas y sociales. Cuando, mucho más tarde, las circunstancias propiciaron una división en varios modos de organización territorial, los nuevos espacios nacieron ya dentro de una realidad previa, y a medio plazo terminarían por unirse.
Quizá la arista más innoblemente usada por los nacionalistas sea la de las lenguas autóctonas, que se convierten en la fuerza argumental de sus empeños; es sabido que la lengua es, junto con la religión, el aglomerante más sólido de una sociedad. La misma lengua que aumenta el acervo cultural del conjunto de la nación cuando conserva su capacidad de comunicación y de creación literaria, se convierte en un elemento inútil y hasta conflictivo cuando se hurga entre las hojas muertas para recomponer lo que sea con tal de tener una propia, que eso sí que da sello de diferencia y hasta eleva el rango de región a nacionalidad. Se dan casos en muchas regiones, cada uno con más o menos empeño de autoafirmación, que van desde la debida atención a lo que se considera un simple vestigio cultural, hasta pretender convertir un conjunto de hablas campesinas nada menos que en lengua oficial.
El caso de Cataluña nos está enseñando hasta qué punto una fantasía impostada, siempre con la lengua como arma ofensiva y en maridaje con otros ingredientes como odio, mentiras y algún gramo de bienintencionado amor al terruño, puede nublar el entendimiento. De tiempo en tiempo surge el libertador que lo agita y promete conducir al pueblo hacia un horizonte luminoso en un mundo de ensueño. Pero solo mientras el mar está sosegado; cuando comienza a inquietarse y las nubes se tornan plomizas amenazando con soltar rayos y truenos, todos se vuelven dóciles, mansamente arrepentidos, ustedes perdonen, todo fue virtual, no existen aristas que no se puedan limar. La buena vida bien vale una apostasía.

miércoles, 8 de noviembre de 2017

Las matemáticas

Vaya, por fin alguien de su mismo gremio viene a darnos la razón a los que siempre creímos que las matemáticas son una condena inútil e innecesaria para nuestros niños, más allá de los cuatro conceptos básicos que sí pueden resultar útiles en la vida diaria. Lo ha dicho el matemático Conrad Wolfram, de la Universidad de Cambridge: "Las matemáticas tradicionales ya no tienen sentido y probablemente el 80% del contenido de la asignatura no es útil y nunca lo usarás fuera del aula". No es que sea precisamente una afirmación original ni innovadora -cualquiera puede llegar a ella solo con ver su propia experiencia-, pero el caso es que nunca, en los despachos donde se decide la formación de nuestros hijos, ha habido alguien que haya creído conveniente tenerla en cuenta. Claro que lo que piensa este matemático no es que no sea necesaria su enseñanza, sino que ha quedado desfasada, porque se parte del error de confundir matemáticas con cálculo: "Las matemáticas son mucho más que el cálculo, aunque es comprensible que durante cientos de años se le haya dado tanta importancia, pues solo había una forma de hacerlo; a mano. Las matemáticas se han liberado del cálculo, pero esa liberación todavía no ha llegado a la educación. Ahí me planteé por qué obligamos a los estudiantes a dedicar tantos años de su vida a aprender lo que un simple móvil resuelve en segundos".
La crítica de Wolfram es solo de carácter metodológico, pero al menos se reconoce su inutilidad más allá de lo elemental. "¿Cuándo fue la última vez que multiplicaste 3/17 por 2/15?", pregunta como ejemplo. Pues hace mucho, profesor, toda una vida; desde los lejanos y felices años de la niñez, que sin eso habrían sido más felices, y desde luego pudimos vivir hasta ahora sin volver a multiplicarlos. Y no, tampoco, al menos yo, he vuelto a poner una vela en al altar de San Polinomio ni hecho ninguna visita al amigo Ruffini. Yo estoy de acuerdo con lo que otro matemático, John Allen Paulos, pensaba de ellas: "Las matemáticas son el modo por excelencia de disfrazar de seriedad afirmaciones carentes de contenido objetivo". Lo escribe entre medias sonrisas en El hombre anumérico.
Que las matemáticas sean consideradas una asignatura troncal, imprescindible, básica y cardinal en la enseñanza general, cuando debería ser un área de conocimiento exclusivamente vocacional más allá de sus fundamentos elementales, es uno de los aspectos más asombrosos de este y de la mayoría de los sistemas educativos. Todos ellos coinciden en que el objetivo último de cualquier acción en materia de enseñanza es conseguir una formación integral de la persona que le permita afrontar con el gozo del conocimiento todos los aspectos de la vida. Y mientras tanto, a nuestros jóvenes se les obliga a aprender saberes tan necesarios como factorizar polinomios y apenas se les enseña a entender aquello que sí van a encontrar en cuanto salgan a ver mundo: un monumento, un cuadro, un paisaje, un concierto o un pensamiento existencial. Frente al poderoso dominio de las matemáticas, qué pueden hacer la historia del arte, la música, la naturaleza o la filosofía con su humilde hora semanal, si es que la tienen.

miércoles, 1 de noviembre de 2017

La conjura de los necios

Durante el juicio de Nürenberg, al salir de uno de los interrogatorios a los jerarcas nazis, el juez comentó con asombro: "Pensar que todo esto lo montó una pandilla de lelos...". Resultaba difícil admitir que las fuerzas negativas del ser humano tuvieran tan enorme capacidad de acción, que el voluble éxito descendiera a convertirse en su aliado y que de la necedad y la estulticia pudiera brotar tanto mal. La indigencia intelectual no era inocua, al contrario; había demostrado tener mucha más fuerza a corto plazo que la más luminosa de las inteligencias, y allí estaban aquellos alienados de cara impasible para confirmarlo.
Los hechos de estos días en Cataluña no tienen ninguna aproximación con aquellos, por supuesto, porque el esperpento es un género que siempre está alejado de la tragedia, pero sí tienen en común la posibilidad de permitir dudar del nivel de la instalación mental de quienes propusieron los objetivos y trazaron las vías para alcanzarlos, y de paso, asombrarse de la inmensa cantidad de fe mostrada por quienes los siguieron con el corazón entregado. Pero ¿de verdad creyeron alguna vez estos iluminados que es posible crear un estado tan fácilmente? ¿De verdad supusieron que podían poner en marcha un nuevo país sin bancos, sin moneda, sin defensa, sin reconocimiento internacional, sin crédito en los mercados financieros, con sus empresas en proceso de fuga y con el principal mercado de sus exportaciones dispuesto a boicotear sus productos? ¿Pensaron en serio que se podía romper la larga y densa historia de un país secular con una reunión atolondrada de medio parlamento regional? ¿Es posible que creyeran que el Estado no iba a defenderse?
Esta absoluta vacuidad mental es lo que da miedo. Cuando el análisis sereno de las consecuencias se sustituye por un ciego voluntarismo sin más base que un voluble soporte sentimental, el final casi siempre es el mismo: el desastre. Ya se sabe que los necios se precipitan por donde los ángeles temen poner el pie. Ir de la mano de los cuperos, junts y demás advenedizos nutridos a los pechos del radicalismo y de una preparación tan refinada como sus pintas, ha traído consecuencias que van más allá de la aplicación de un artículo constitucional. Ha caído una vez más el mito del "seny", ese que a pesar de todo siempre sale a flote sin que se sepa muy bien por qué; han quedado al descubierto las debilidades de una sociedad adoctrinada por las mentiras de sus dirigentes y, aún más, se ha llevado a Cataluña hacia otra nueva sensación de fracaso, uno más dentro de una larga historia marcada por los fracasos. Uno de los maestros del periodismo catalán, Agustín Calvet, Gaziel, catalanista de mirada aguda y templada, dibujó hace ya más de setenta años un retrato de sus gentes que ha demostrado ser intemporal: "El catalanismo es el jugador que siempre pierde. Todo indica que no se trata de un jugador desdichado, sino de un mal jugador, cosa muy distinta. Sólo hará falta que se coloquen silenciosamente detrás de él, a ver cómo juega. No tardarán en descubrir que lanza espadas cuando debería lanzar oros, y envida cuando hay que pasar, y no acierta ni una. Pues bien, ese tipo de jugador es Cataluña".

miércoles, 25 de octubre de 2017

Función ya vista

Dicen que la Historia siempre repite sus actuaciones, bien como comedia o como drama, y que en definitiva todo es un eterno espectáculo ya visto. No hay referencia que sea inédita ni experiencia que no encuentre una alusión previa, al menos entre las grandes líneas argumentales de su crónica, que es la nuestra. La Historia -al fin y al cabo humana- no tiene tanta imaginación como para sorprendernos, y siempre nos enreda con parecidos guiones, incluso con los mismos escenarios. Lo que sí cambia son los espectadores.
Puede que algún barcelonés aún recuerde haber asistido a este mismo espectáculo en la plaza de Sant Jaume, en otro octubre de hace ochenta y tres años. Estaban sueltas parecidas pasiones nacionalistas y rebullían parecidos aspirantes a libertadores; había en la Generalitat un gobierno parecido, o sea, envuelto en demagogia y en manos de los radicales, presidido por Luis Companys. Cuentan las memorias de quienes lo conocieron que era un demagogo, atrapado entre la definición de catalanista españolista y la de españolista catalanista, y que terminó cediendo a la voluntad de los anarquistas y comunistas. Sí, todo fue parecido a lo que vemos estos días; lo que les diferencia es el final. Aquella tarde, el "molt honorable" salió al balcón de la Generalitat para proclamar que "en esta hora solemne, en nombre del pueblo," quedaba proclamado el Estado catalán, aunque, eso sí, de la República española. Vivas, euforia y gritos de los leales, y preocupación e inquietud en todos los demás. Hasta ahí más o menos el paralelismo. Lo que ocurrió después fue propio de un tiempo de convulsión que, por suerte para el actual sedicioso, y para todos nosotros, se encuentra muy lejano en la ley y en el pensamiento. La historia es tan conocida como triste. Esa misma noche, el general Batet, por orden del Gobierno de la República, sofoca la insurrección a cañonazos. Companys es detenido y encarcelado, aunque pronto es amnistiado. Tras la guerra se exilia a Francia, pero los alemanes le detienen y, tras ser entregado al nuevo régimen, fue juzgado y ejecutado.
Los cañones de ahora son el artículo 155 y la decisión de aplicarlo sin fisuras partidistas. El nuevo Moisés libertador de su pueblo da la impresión de serlo a su pesar, como si unas manos semejantes a las de entonces, cambiando las anarquistas por las populistas más los radicales sin sistema y los oportunistas de siempre, le obligaran a mantenerse erguido sosteniéndole como a un guiñol. El tiempo del viaje está hecho de engaños, falacias, amenazas, promesas imposibles, ocultación de la realidad, mentiras que se repiten hasta que suenen a verdad. Inventan el pasado, falsean el presente y magnifican el futuro, o sea, un triple engaño, y todo ello para llevar a sus ciudadanos a una sociedad distópica, tan ficticia como inquietante.
Los nacionalistas catalanes de antes y de ahora se alimentan de la convicción de que la gran fuerza cósmica les ha dado un destino injusto y de que su misión es corregirlo. Para ello quieren irse de España, pero quedándose con un trozo de la tierra de todos, es decir, rompiéndola, como si esta vieja nación fuese un álbum del que se pueden arrancar cromos cuando se quiera.

miércoles, 18 de octubre de 2017

El único argumento

Al final siempre son tres las fuerzas que motivan las decisiones que tomamos: la razón, los sentimientos o el bolsillo. Son las que nos mandan. Todos los actos que ejecutamos, cualquier hecho humano que analicemos, sea de nuestro pequeño ámbito personal o de los que están escritos en las grandes páginas de la Historia, tienen como origen alguna de estas motivaciones. Los que dicta la razón suelen dar resultados acordes con lo previsto, porque son fruto de un cuidadoso estudio previo que deja poco margen para cualquier sorpresa; por eso son generalmente los que dan un resultado más acertado. Los que nacen de los sentimientos tienen el riesgo de caer en la desmesura, que puede llevar a la grandeza o al ridículo, pero mostrando siempre un rasgo identificativo del carácter. Y los motivados por el afán de lucro material no son en definitiva más que el fruto del viejo oficio del mercadeo. En el caso del intento de secesión catalana se han ensayado los tres para atajarla.
El argumento racional tiene su base en la lógica y en la ley, y en este caso, además, en la trayectoria histórica, en el pasado común y en la suma de tantos azares, llantos y alegrías conjuntas, que algo deberían pesar. Pero la razón requiere un ejercicio intelectual previo y una disposición a admitirla y además es incapaz de mover el corazón. Su capacidad de influencia afecta a los campos diáfanos y congruentes emanados de la lógica, pero no influye en los escondrijos interiores donde residen las emociones. En este caso se muestra de poca eficacia.
Los argumentos sentimentales han adquirido gran fuerza por ambas partes. El brote de patriotismo español, hasta ahora solo intuido, que se manifestó de pronto en las calles catalanas; las banderas al aire, la desinhibición de las consignas, la pérdida del miedo a los calificativos, la salida del armario de algunos, aunque fuera solo asomándose por un resquicio, hicieron ver que las razones emocionales no estaban solamente de una parte y que no son más fuertes en los que más radicales se muestran ni descansan en lemas artificiosos ni en mensajes efectistas. Tampoco aquí parece decisivo.
El último argumento, el dinero, es el que pone más dosis de temerosa prudencia a la hora de tomar decisiones. La amenaza económica, la fuga de empresas, el temor a la recesión, la caída de todos los indicadores financieros y, sobre todo, la posibilidad de que la justicia haga recaer sobre el patrimonio personal de algunos el coste de la aventura, pesan más que mil razonamientos que el viento lleva. Ya se sabe lo que manda el dinero, pues que da y quita el decoro y quebranta cualquier fuero. ¿Puede el oro calmar las pasiones o hacer brillar la razón?, preguntaba el clásico. Sí, amigo; en este caso al menos, sí. Aunque uno lo duda, porque el menosprecio separatista de las advertencias por serias y autorizadas que sean, la negación de sus efectos y el consiguiente autoengaño sobre las consecuencias que se derivan de toda esta catástrofe económica, bien pueden tapar los oídos y hacer seguir hacia adelante.
Y al final, si estos tres factores de convicción fallan, se hace necesario volver al argumento de la razón, pero ya no para explicarla, sino para imponerla. La razón de la ley.

miércoles, 11 de octubre de 2017

La pesadilla

De pronto te encuentras con que ya no eres ciudadano español, o que si quieres seguir siéndolo tienes que dejar de ser asturiano. Te han puesto una frontera y una aduana en el Huerna y en todas las carreteras de salida de Asturias y ahora tienes que llevar un pasaporte cada vez que quieras cruzar aunque sea a la provincia vecina. Has dejado de ser también ciudadano europeo; ya no puedes circular libremente por los países de tu entorno; ahora te exigen pasaporte y visado. De momento sigues usando el euro, pero nada en él hace referencia a tu país porque ya no pertenece al banco emisor. Y resulta que tu Sporting y el Oviedo han sido expulsados de la Liga española y han tenido que montar la suya propia; ahora jugarán con el Tuilla y el Mosconia.
La Historia de España ya no tiene nada que ver contigo; te han enseñado la verdadera versión de Don Pelayo y su batalla, es decir, que contra quien se levantó realmente fue contra los tiránicos y crueles españoles que formaban el reino visigodo y que querían avasallar a las pacíficas gentes del Norte. Has hojeado los libros de Sociales de tu hijo y ves que esto es solo una parte muy pequeña del vuelco que ha dado toda la asignatura de Historia y hasta la de Geografía. Ya no puedes considerar tuyos Las Meninas ni el Quijote, ni el Museo del Prado o la Alhambra, porque están en un país extranjero. El único idioma oficial ahora es el bable o asturiano, como mandan que se llame. El español, esa lengua dominante impuesta desde fuera, queda en los planes de estudio como segunda lengua extranjera, con carácter opcional.
Tantas veces has oído en la televisión pública que España nos roba y que todo cambiaría para mejor, que lo has creído, pero lo cierto es que se ha frenado el crecimiento económico, se ha reducido un 20 por ciento el PIB y han subido los impuestos de forma insoportable. Tu empresa ha decidido trasladar su sede a Madrid y, aunque te han asegurado que no es más que un trámite administrativo, tienes miedo. Están a punto de cerrar las fábricas de esa sidra espumosa que alegraba la Navidad en toda España, porque los aranceles que han de pagar por vender sus productos a un país de la Unión Europea las hacen inviables. Además, al igual que el queso de Cabrales o las conservas, hace tiempo que sufren el boicot que los consumidores españoles han decretado a los productos asturianos. Y sí, tú tienes miedo, porque hasta ahora nada ha salido como te habían hecho creer. Y te sientes confuso y asombrado cuando piensas que todo esto lo han decidido unos cuantos individuos que en conjunto representan más o menos la cuarta parte de todos los asturianos.
Algo le hizo revolverse en el sofá. Abrió los ojos y volvió a cerrarlos apretándolos fuertemente para tratar de espantar los efectos de su imaginación. Todo seguía igual; era un maldito sueño. Entonces se acordó de sus amigos catalanes, con quienes tantos buenos momentos había compartido. Los conocía bien, e imaginaba lo que ellos y otros muchos estarían pasando. Allí este sueño maldito se convertía en realidad. Le gustaría poder hacer algo. De momento fue a comprar una bandera y la colgó en el balcón.

miércoles, 4 de octubre de 2017

Lo que queda al descubierto

Al igual que la tormenta que pone al descubierto la verdadera naturaleza del suelo que habíamos tapado y nos deja a la puerta la basura que teníamos oculta, los momentos de crisis nos descubren la auténtica sustancia de nuestros políticos y de todos esos personajes que parece que siempre tienen que decir algo en cualquier ámbito de decisión. Cuando la normalidad se quiebra y se siente el vértigo de las decisiones trascendentes, afloran, libres ya de disimulos, esos rasgos que definen realmente al individuo, y que solo conocen el espejo del baño y las zapatillas de andar por casa. En esos momentos podemos al fin conocer la verdadera cara de quienes hasta ahora han tratado de ocultarla. Nunca los que andan por cualquiera de los campos del poder fueron tan transparentes, eso sí, muy a su pesar. Esa definición de la política como el arte de engañar a los hombres es cierta, sí, pero siempre termina siendo un engaño con fecha de caducidad.
Por el lado de los sediciosos todo ha quedado muy claro; no les queda ni un solo rincón donde acogerse al disimulo. Ya sabemos lo que vale la palabra de su policía, su fidelidad a la ley que prometieron y el valor de su relato de la verdad. Se aclararon también las habituales medias tintas de algunos de sus personajes y personajillos: futbolistas, empresarios, clérigos, periodistas, actores, gentes de la farándula. Los que no tenían ya nada nuevo que descubrirnos son sus dirigentes, que parecen un desfile de figurantes salidos de algún retablo perdido en el tiempo, un calco de aquellos a los que ya se refiere una crónica decimonónica: Mas algunos dirigentes regionales jamás se detienen en su camino, y como se crean una nación para su uso particular, hacen poco caso de la nación verdadera.
Por el arco parlamentario nacional, la izquierda llamada moderada deja clara su eterna ambigüedad y su querencia a esconderse en la equidistancia: apoyo sí, pero ya veremos; la culpa es de las dos partes por igual. Lo que a la mañana es una afirmación rotunda, a la tarde se convierte en una interrogación; la declaración que se hace en Reus se oye justamente al contrario en Mérida. Luego está la extrema izquierda, y ahí sí que sabemos a qué atenernos. Los populistas se han quitado el velo definitivamente y han dejado ver por fin el fondo de su verdadero pensamiento: que España les importa un comino y que por ellos puede romperse en todos los pedazos que quiera, porque el derecho a decidir de una minoría siempre estará por encima de cualquier ley, aunque haya sido aprobada por la mayoría.
A cambio está el pueblo anónimo, que ha necesitado hacerse presente y lo ha hecho como mejor sabe, cubriendo las fachadas de sus casas con banderas nacionales como un acto de autoafirmación callada y un mensaje a quien corresponda de que lo que concierne a todos debe ser aprobado por todos. Pero tan solo es una respuesta de la sociedad silenciosa, o sea, del ciudadano de a pie, a cuestas con sus sentimientos y sus amores heridos. Ni una muestra en organismos públicos, en bancos, centros comerciales ni sitios parecidos. Será que los sentimientos más profundos solo admiten una manifestación individual para que puedan verse como auténticos. O puede que en el fondo no sea más que cobardía.

miércoles, 27 de septiembre de 2017

El verdadero argumento

Lo más decepcionante que uno encuentra en todo este disparate que montaron en Cataluña contra España es justamente la ausencia de su nombre y su significado en los argumentos que se dan para justificar las medidas tomadas para evitarlo. Resulta paradójico, pero la principal protagonista de la agresión no parece contar como una razón por sí misma. La mayoría de los argumentos que se escuchan en defensa de la unidad de España se sustentan sobre una base exclusivamente jurídica: que si la democracia, que si el Estado de derecho, el orden constitucional, el artículo dos, la soberanía popular, el respeto a la legalidad. Vale, pero es pura corteza. La apelación a las leyes siempre es un recurso argumental rotundo, sin réplica, pero inerte y desprovisto de corazón; en la fortaleza de su frialdad tiene su debilidad. ¿Y la España de veinte siglos de historia? ¿Y el largo camino recorrido juntos, con todas sus alegrías y dolores, sus éxitos y desilusiones, su lucha por la vida y sus momentos de vértigo ante la muerte, discutiendo en la abundancia y ayudándonos en la necesidad, pero siempre juntos? ¿Y los logros conseguidos? ¿Y todo lo aportado a la Historia con el esfuerzo común? ¿Y el sentido de convivencia y hermandad de destino a lo largo de tantos siglos? No, señores políticos. España es mucho más que el nombre institucional de nuestra ciudadanía. En sus campos y en sus tierras se han mezclado demasiadas sangres y fundido demasiados amores y proyectos para que todo acabe por un desquiciado arrebato provinciano de unos iluminados.
Bien están los soportes legales y las razones basados en artículos de algún código, pero lo que de verdad mueve los corazones son los sentimientos. Nadie da la vida por un artículo de una Constitución. Y en eso de los sentimientos hemos fracasado sin paliativos. Desde la derecha, la izquierda y no digamos la extrema izquierda. Sea por estúpidos prejuicios, por la supina ignorancia de de algunos, por el absurdo pudor de otros o por simple odio, se ha abandonado a su suerte el sentimiento de patria española sin ver que todo sentimiento necesita de vez en cuando una reafirmación. Nadie se ha cuidado de eso. El mismo concepto de patriotismo español se ha vuelto tabú; ahora se sustituye por ese extraño sintagma de patriotismo constitucional, como si la patria no fuera una realidad previa y necesaria frente a la contingencia de toda constitución. Empeñados desde el campanario del pueblo en inculcarnos el amor al terruño, nadie ha se ha preocupado de enseñar el amor a España.
Hay una desidia casi institucional en el hecho de reconocer en nosotros todo aquello de lo que podemos enorgullecernos, las virtudes, las hazañas, las aportaciones a la historia. Las efemérides pasan desapercibidas y ni siquiera se explican en los colegios. A veces quizá nos convendría recordar que no somos hijos del 78. Cuando, por ejemplo, uno lee el apasionado Elogio de España isidoriano, de hace 1.400 años, se da cuenta de lo profundamente enraizada que está en la Historia la idea de España, y no solo como concepto geográfico, pero sobre todo de la percepción que tenían de ella sus habitantes ya en la época visigoda, desde luego mucho más cariñosa que la nuestra.

miércoles, 20 de septiembre de 2017

La factura de cada septiembre

Bien a su pesar, cada septiembre se encuentra uno con un tema obligado sobre el que decir unas cuantas cosas, por más que resulte inútil. Comienzan los cursos escolares, se preparan las mochilas dormidas tras las largas vacaciones y empieza también la pesadilla de los padres para llenarlas. Tengo delante el libro de texto de Historia del Mundo Contemporáneo de primero de Bachillerato de un instituto público de Secundaria. 56 euros. Puedo asegurarles que no es de piel de becerro, ni está encuadernado con estampaciones en oro, ni sus 350 páginas desprenden un hálito especial de seducción que presente su estudio como una promesa placentera; más bien es de apariencia vulgar y tipografía anodina; incluso alguien podría vislumbrar en él algún ribete sectario, pero eso sería otra cuestión que se escapa de lo objetivo. Lo objetivo es que les clavan a los padres 56 euros por el tal libro. Y eso es solo el de una asignatura; los de las demás andan por el estilo. En total, el bocado que las editoriales se llevan este mes de cada familia de los alumnos les deja a estas sin resuello y a ellas seguramente con las cuentas ya salvadas para el resto del año.
En esta pesadilla que viven los padres cada año intervienen muchos elementos enlazados entre sí: los que deciden los textos en los despachos; las administraciones, que miran para otro lado como reconociendo su incapacidad para conjugar los intereses de todos; los profesionales que en última instancia deciden la metodología a seguir en la enseñanza de la asignatura; y, a la cabeza de todos, las editoriales, al fin y al cabo empresas con una cuenta de resultados. Una cadena de eslabones participando de este desaguisado, unos por omisión y otros haciendo su agosto en septiembre. Y por encima, ese vaivén cambiante de métodos de enseñanza, que es como una confesión: después de tantos planes de estudios, tantas reuniones de pedagogos y tanta experiencia acumulada, aún no se ha encontrado la forma de enseñar ni siquiera las asignaturas menos variables en su contenido. No importa, porque los padres jamás regatearán ningún sacrificio por la formación de sus hijos, y mientras se pueda convertir ese sacrificio en ganancia, pues a ganar todos. Menos los padres.
Si además tienen hijos en Primaria, este mes se convierte en un verdadero septiembre negro. La lista interminable de adminículos que se exigen como material escolar y que se une a lo ya desembolsado por los libros de texto, viene a ser el colofón de la sangría de este dichoso mes, teñida a veces de angustia callada y sacrificios escondidos. Se dan explicaciones, claro, pero están más cerca del propósito de informar que de la finalidad de convencer. Se presenta siempre la formación del niño como el punto supremo al que se dirigen todos los esfuerzos, faltaría más, pero en este objetivo no se contempla el camino menos costoso, a pesar de que no vivimos tiempos de vino y rosas. No estaría mal que los responsables del sistema educativo se convencieran de que el ejercicio de desarrollar las facultades intelectuales y morales de un niño, educar, no guarda una relación estrictamente directa con el grado de abundancia de soportes materiales. Y que antes de pedir a boca llena echasen una mirada fuera de las aulas.

miércoles, 13 de septiembre de 2017

Cambio de aire

Vivió toda su niñez en su pueblo de la comarca de La Garrocha, allí donde la Cataluña profunda se hace más profunda todavía. Desde niño, en el colegio le habían enseñado que vivía en el lugar del mundo más envidiado, el sitio donde se condensaban las esencias de todas las virtudes que escaseaban fuera de allí, especialmente en el territorio vecino. Él pertenecía a un pueblo único y singular, totalmente diferente de los que habitaban más allá del Cinca; solo había que ver lo evidentes que eran sus signos de identidad. Por ejemplo, su lengua, gloriosa e ilustre como pocas, su brillante historia, su carácter ahorrador o su personalidad, modelada por ese “seny” que escaseaba tanto en el resto de la península que ni siquiera tenían una palabra adecuada para denominarlo. Un pueblo privilegiado, luz y faro de su entorno, trabajador, emprendedor, austero e incomprendido. Eternamente incomprendido. Sometido desde siempre por un estado opresor que le roba y encima le desprecia. Tal como venían a enseñar los libros de texto, Cataluña era una realidad incompleta y postergada, a la que la Historia había tratado con injusticia adjudicándole unas circunstancias muy por debajo de sus merecimientos como unidad de destino universal. Que sí, que somos un pueblo especial. No, un pueblo no, una nación, que lo dice siempre la TV3, no como las cadenas estatales, que no cuentan más que mentiras anticatalanas.
Fastidiosos compromisos profesionales le obligaron a hacer un viaje por aquellas tierras al sur del Ebro y se extrañó de que aquellas gentes enemigas y opresoras le hablaran con amabilidad y hasta con admiración de Cataluña, de que a nadie le importaba que fuera catalán para invitarle a sus fiestas, y de que en sus mentes no había compartimentos estancos dictados por odios artificiales. No encontró rastro de desprecio alguno, más bien al contrario, un afecto general, aunque debilitado últimamente por la actitud hostil y amenazadora de los políticos de su tierra. Y descubrió que Cataluña solo fue un simple condado; que jamás llegó a ser un reino, y mucho menos independiente, y que lo de 1714 no fue una guerra entre dos naciones, sino una lucha dinástica por el trono español. Descubrió que las demás regiones tenían también su historia, su lengua y su cultura, en conjunto mucho más universal; desde luego no había ningún Nobel catalán. Que sus Juegos Olímpicos, igual que la Seat y tantas otras cosas de las que presumían, jamás habrían existido sin el resto de España. Que la mayoría de los catalanes ilustres -Dalí, Albéniz, Granados, D'Ors, Vives, Balmes, Claret, Fortuny, Prim- se quedarían de piedra si alguien les dijera que no son españoles, y aún más, que lograron su gloria no por catalanes, sino porque realizaron su obra en España. Y que se quedarían todavía más petrificados si contemplaran la incomprensible decisión de esta generación de romper sin ningún motivo lo que las generaciones anteriores edificaron con infinito esfuerzo. Y hasta que la fabada es bastante más sabrosa que los mongetes con butifarra de su pueblo.
Ahora sigue siendo culé, pero cada vez soporta menos el opresivo aire nacionalista de su tierra y, en cuanto puede, se escapa a Madrid, donde el único aire que siente es el libre y sosegado que viene de la sierra.

miércoles, 6 de septiembre de 2017

Una reflexión serena

Tiene el aspecto de alguien que ha visto mucho y que ha pensado más todavía en las cosas que le rodean, como si quisiera encontrar su explicación última. Habla con voz reposada, sin énfasis impostado, pero con rotundidad, tratando de justificar lo que dice, y desde luego con la liberadora despreocupación de quien ha decidido no estar esclavizado por la corrección política ni por el pensamiento único dominante.
-No, eso ya no. Cada día me importa menos lo que piensen otros y más lo que pienso yo. Y nadie me va a imponer cómo y cuándo lo tengo que decir.
No es muy viejo en años, pero debe de serlo en experiencias. Se expresa con la seguridad del que, después de búsquedas atentas con la mente bien abierta, ha creado un mundo propio de convicciones. Y no tiene miedo a las palabras, como quien está de vuelta de muchas cosas.
-Hay muy poca reflexión en lo que se dice, y por eso también hay pocas opiniones que tengan verdadero valor, y las que hay a veces se callan por miedo a ser apabullado públicamente por esa lista de adjetivos que los dictadores de la corrección política tienen siempre a punto, ya sabes, esos que terminan en "fobo" o en "ista". Mira ahora, por ejemplo, con los atentados de Cataluña. Nadie ha hablado en voz alta de lo absurdo de tener otra policía distinta de la de ámbito nacional. Nadie ha señalado lo que es: una redundancia sin sentido. Tenemos dos magníficos cuerpos estatales, ¿qué necesidad había de crear otros en las comunidades? ¿Se dan cuenta de lo que supone como fractura de un importante factor de unidad del país? ¿Se ha aumentado la eficacia? Porque lo que se ha visto en este caso, fue más bien lo contrario. Al fin, un enorme desembolso más solo para satisfacer a los que siempre estarán insatisfechos. Y así tantas cosas. Mira, la Transición fue quizá nuestro momento político más brillante al menos de los dos últimos siglos, pero tuvo dos graves defectos. Uno, fijar una ley electoral que permite a los partidos locales tener una representación en el Congreso que no se corresponde con el número de votos recibidos, lo que les convierte en árbitros de cualquier situación; en árbitros chantajistas casi siempre. Dos, conceder a las autonomías excesivas transferencias, sin pensar que algunas, como la de educación, era imprescindible que quedaran en manos del Estado, tal como ahora estamos viendo. Y voy a ir más allá: la misma división en comunidades autónomas, algunas de ellas formadas artificialmente a remolque del momento, para no ser menos que otras. Estaríamos toda la tarde hablando de ellas, pero miremos tan solo a lo que se ha llegado: debilitamiento de la conciencia nacional; ruptura del principio de igualdad entre los españoles; diecisiete modelos de organización administrativa; diecisiete permisos distintos para una misma cosa; calendarios escolares y materias de estudio diferentes según dónde se viva; impuestos desiguales; leyes comerciales y familiares dispares. Tarde o temprano se hará necesario pensar en un proceso de recentralización. Aunque quién sabe si lo mejor sería suprimirlas del todo; ya estamos viendo que fueron un fantástico regalo que hemos hecho a los que buscan destruir la unidad de España.

miércoles, 30 de agosto de 2017

El terrible Pérez

El lado más tenebroso de una amenaza de muerte siempre es el desconocimiento del criminal que acecha. El mal convertido en negras sombras, habitando quién sabe dónde, pero siempre cerca; la mente sin rostro que ha decidido cuándo ha de llegar nuestra hora final. Allá en lo profundo de los desiertos de Siria se esconden quienes dan las órdenes de acabar con nosotros por infieles. Sus siniestras figuras, todas envueltas en negro y con un machete en las manos, se nos aparecen como un icono del mal absoluto. Con su tétrica puesta en escena, sus escenarios de lúgubre desolación y sus espeluznantes mensajes sobre lo que nos espera, han impuesto un ritual que nos atemoriza solo con su exhibición. Cuando uno de ellos se dirige a nosotros con su pinta de fantoche salido del infierno, no podemos dejar de mirarlo, a pesar de todo, con un terrorífico respeto. Nos estremece su imagen imponente, como siempre lo es la imagen de la muerte. Son seres del ultramundo. Pues resulta que uno de ellos, ese tipo que nos amenaza con hacer sonar contra nosotros todas las trompetas del Apocalipsis, es el hijo de la Tomasa. Ese superhombre que promete hacer volver a España a los tiempos de Muza, la reencarnación de Abderramán y Almanzor juntos, esa fuerza oscura y terrible que dice tener nuestras vidas en sus manos, es un jovenzuelo de Córdoba, que se llama Mohamed Pérez y es hijo de una renegada llamada Tomasa Pérez Mollejas.
Tomasa tenía 17 años cuando un moro llegado en patera la debió de encandilar de tal modo que se volvió musulmana, se casó con él, le dio cinco hijos y terminó yéndose a Siria con todos ellos para combatir por Alá. Ahora el mayor, Mohamed, llamado el Cordobés, es el que aparece en los vídeos advirtiéndonos con el dedo en alto del fin de nuestra sociedad y del advenimiento del nuevo califato de manos del Daesh. Cuando por su tierra vieron al hijo de la Tomasa, con su voz aflautada y su pinta de paciente de un loquero, tronando terribles amenazas contra Occidente y contra todos nosotros, la chufla en las redes fue general. A lo mejor es una buena forma de defensa. Estos asesinos son inmunes a la piedad y a cualquier clase de sentimiento humano, pero no al ridículo. Si la trascendencia de su causa se convierte en objeto de risa, habrán perdido buena parte de su poder.
Cuesta trabajo entender que una pirueta hermenéutica de alguna sura del Corán o de todo el libro pueda desencadenar en el interior de alguien un proceso de tanta complejidad que conduzca a la autodestrucción. Cuesta trabajo creer que Alá sonría ante eso. Y cuesta trabajo creer que a estas alturas de la Historia alguien entienda las relaciones del hombre con la divinidad como una máquina de odio y muerte, en vez de lo que toda religión ha de ser en última instancia: un re-ligare individual con el ser que ilumina el espíritu de cada uno, personal, en línea íntima y callada. Si no hubiera tanta sangre y si no fuera porque no hay amenazas más temibles que las que nacen del fanatismo, la grotesca imagen de este terrible Pérez daría para otro sainete con este mismo título. Pero lo cierto es que se trata de una tragedia.

miércoles, 23 de agosto de 2017

Otra vez los fanáticos asesinos

Por segunda vez hemos sufrido el ataque de unos ignorantes fanáticos, y de nuevo el dolor en todos los ojos y el corazón envuelto en miedo y en incertidumbre. Desde aquella terrible masacre de los trenes, con la que descubrimos atónitos que un nuevo e imprevisible mal había anidado en nuestro país, no habíamos tenido de él más noticias que las que venían del exterior. Fueron trece años en los que todos los intentos asesinos de estos tarados fracasaron por el buen hacer de quienes habían de impedirlo. Pero ya se sabe que, por eficaces que sean los cuerpos de seguridad, y los nuestros lo son en grado sumo, la inmunidad absoluta siempre tiene una fecha de caducidad. Esta es una guerra que nos han declarado a largo plazo y durará mientras no se acabe con ellos.
La triste experiencia de estos casos nos deja siempre una secuencia que se repite con exactitud y que pone en evidencia las diversas posiciones y actitudes sociales, las positivas y las negativas, las que ayudan a fortalecer el ánimo ante tanto dolor y a vislumbrar una esperanza, y las que con su ruindad nos hacen de nuevo volver al bajo suelo de la decepción. Hay siempre tres aspectos que nos reconfortan con su plenitud y que dan la medida de nuestros valores como sociedad y nos ayudan a fortalecer la confianza en el modo de vida que nos hemos dado. Uno de ellos es el pueblo, la gente de la calle, generosa, solidaria, dejando en libertad a sus sentimientos más hondos, siempre dispuesta a la ayuda, incluso a riesgo de perder su vida. Otro son las fuerzas de seguridad, con su labor callada y tenaz, siempre eficaces, capaces de desentrañar en un tiempo mínimo el siniestro misterio de los asesinos. Y otro el triunfo de los símbolos como catalizadores imprescindibles de todos los sentimientos: las concentraciones, los minutos de silencio, los altares callejeros, las flores, las frases de siempre, tan bonitas y sinceras como inocuas. En el otro lado está la evidencia de la incapacidad de la clase política en general, pero sobre todo de los antisistema, para estar a la altura de la sociedad, la desunión, la búsqueda de ventajas partidistas, la cobardía del buenismo, la debilidad para tomar medidas como filtrar la inmigración o controlar las mezquitas y sus imanes, la falta de reconocimiento del fracaso de la multiculturalidad y de que coexistir no es lo mismo que integrarse.
Quizá el fanatismo sea la peor condición a la que puede descender el hombre y también el peor enemigo contra el que combatir, porque ni la todopoderosa razón, ni la clarificadora lógica, ni siquiera la evidencia suprema de la realidad son capaces de vencerlo. Es inútil razonar con un fanático; es inútil tratar de demostrarles que se equivocan, porque es que se quieren equivocar. No sé qué forma habrá de romper los velos que ciegan al fanático hasta la oscuridad, hasta confundir a la misma divinidad con la voluntad propia. Quizá habría que sugerir al cielo que Alá, Yaveh y Dios se reúnan y tomen algún acuerdo por unanimidad, como el de poner en los cerebros de sus devotos más radicales un par de gramos de cordura. Alá, desde luego, iba a tener mucho trabajo.

miércoles, 16 de agosto de 2017

El antiturismo

A unos cuantos individuos de mollera revisable, cortos en número pero largos en daño, les molestan los turistas que vienen a pasar sus vacaciones entre nosotros, y lo hacen ver públicamente pintarrajeando las paredes con mensajes insultantes e imperativos, como si fueran ellos los dueños de la ciudad. Tantos recursos empleados, tanto esfuerzo de imaginación, tanta inversión y tantas campañas para conseguir lo que ahora somos, una de las primeras potencias turísticas del mundo, y ahora unos majaderos con un spray pretenden echarlo todo por tierra. Son los profesionales del contra todo. Otro más de esos grupos, tan abundantes últimamente, que viven entre fobias perpetuas y, lo que es peor, tratan de trasmitírnoslas a los demás. Les come un odio indiscriminado hacia todo lo que suene a unidad, consenso social, éxito nacional, fomento de lazos de unión, a todo eso.
A estos tipos seguramente habrá de parecerles absurda la idea de millones de personas de que el paraíso está siempre en otra parte, que es algo así como el lema de todo viajero de voluntad libre. El viaje interior puede llevarnos por caminos sin polvo ni fatiga hacia el mundo que queramos plantearnos, sin tener que usar palabras de saludo ni de despedida; al fin y al cabo, del viaje alrededor de nuestro cuarto nunca se regresa. Pero muchas veces la exigencia se vuelve sensorial, y la necesidad de anular o de confirmar nuestro escepticismo acerca de lo imaginado, o simplemente nuestras limitaciones para vislumbrar caminos de plenitud interior, nos impulsa a ponernos en marcha en busca de lo intuido. Frente a la especie del Homo sedens se alza la del Homo girovagus. Es lo que yace en el fondo de todo buen turista.
Para el país que lo recibe, el turismo es una enorme fuente de ingresos, una industria limpia y sostenible que supone la creación de millones de empleos y, en nuestro caso, el 16 por ciento de la riqueza que producimos. Para el viajero curioso, ese que cifra siempre los resultados de su viaje en el grado de disfrute interior conseguido más que en la comodidad, salir de viaje es salir a buscar emociones, que es en definitiva el afán del hombre. Incluso cuando se ejerce de turista por simple moda o por el afán de no ser menos que el vecino, se viaja para poder vivir momentos novedosos, distintos a los cotidianos, pero siempre con la esperanza de que esos momentos resulten de una intensidad gratificante, o al menos interesante desde cualquier punto de vista.
Si el turismo llega a convertirse en un problema por una excesiva masificación, algo que realmente puede suceder aunque solo en puntos muy concretos, habrá que buscar soluciones desde arriba mediante una actuación bien estudiada, que puede incluir leyes restrictivas contra los turistas indeseables, campañas de promoción de nuevos espacios o medidas que disminuyan la concentración temporal. Desde luego, no dejarlo en manos de unos radicales insultones, que dan una imagen de todos nosotros que nada tiene que ver con la realidad de un país de tradición acogedora y hospitalaria. Respetemos al turista, que ya lo tratan bastante mal en algunos restaurantes y bares, con sus precios o sus camareros de gesto avinagrado.

miércoles, 9 de agosto de 2017

Tiempo de fiestas

Vaya uno por donde vaya en estas fechas, por cualquiera de los caminos de España y hacia cualquier destino que elija, se va a encontrar con una fiesta. Apenas hay lugar, por apartado que parezca, que no celebre a su modo el día de su santo protector, que en realidad toma forma de pretexto para ir durante unos días contra corriente de lo establecido por la rutina del resto del año. Si el viajero no tiene demasiada prisa y es amigo de compartir buenos momentos con cualquiera, hará bien en detenerse y mezclarse en el ambiente; seguro que no será mal recibido.
Ahora el mundo viene a ser una casa global y el acontecer universal ha engullido al particular, pero hasta no hace mucho la historia de nuestros pueblos era casi exclusivamente la de sus fiestas. El ciclo anual lo marcaban los pequeños sucesos cotidianos y alcanzaba su punto máximo el día de su santo patrono, fecha esperada como ninguna y culminación de un trabajo ilusionado durante los doce meses anteriores. Fiesta mayor, misa solemne, procesión, cohetes, romería, concursos, caballitos, tómbolas, puestos de tiro, olor a fritura y profesionales del descuido, de todos los descuidos. El elemento fundamental de la fiesta era la orquesta, que introducía el baile, y con él la posibilidad de proyectar algunos sentimientos inhibidos que ahora podían tener la ocasión de expresarse, incluso con algún roce físico. En el prado del pueblo se manifestaban aquel día, sin estridencias, los afanes lúdicos de unos mayores que podían, por unos momentos, rehacer los instantes de una juventud perdida y alterar un presente con escasas variantes; de unos jóvenes que se sentían protagonistas y sostenedores de la tradición, y de unos niños para quienes la sorpresa era un objetivo muy sencillo de alcanzar. Y al final, con el adiós del último feriante y la tristeza del espacio vacío en la amanecida, el paseo de la nostalgia por el prado silencioso, en el que tan solo quedaban los rectángulos de hierba verde que dejaron las tómbolas.
La fiesta forma parte de nuestra de nuestra instalación cultural como causa y argumento de infinidad de manifestaciones artísticas de todas las épocas. Como verbena, romería, encierro, danza, juego o en cualquiera de sus caras, se encuentra en la música, la pintura y la literatura, muchas veces con obras maestras. Pero no es esta categoría la que se cuenta entre sus fines, sino la de estar dentro de nosotros y ser parte de nuestra trayectoria individual como referencia de algunos de los momentos más gratificantes de nuestra vida. De aquellos en que por primera vez hicimos tantas cosas, de transgresiones toleradas, de caricias furtivas, de ilusiones de juventud, de promesas y deseos cumplidos a los sones de aquella música que siempre parecía sonar únicamente para acompañar el estado de ánimo de cada uno.
Vibran los pueblos con sus fiestas en este tiempo de verano. Hay quien prefiere las más humildes, las de pradera y bombillas de colores, porque el disfrute es más auténtico que en las que se estructuran desde arriba. Ya se sabe que lo difícil no es organizar una fiesta, sino asegurar la alegría. Pues en ambos casos eso en España se sabe hacer muy bien.

miércoles, 2 de agosto de 2017

Las noticias más tristes

Que las noticias del verano tengan como protagonistas a niños es la peor noticia de todas ellas. Los niños siempre aparecen en los medios sin pretenderlo y, por supuesto, sin miras propias ni intencionalidad oculta. En su alegre inconsciencia vemos los reflejos de la idea de una pureza primitiva, lo que convierte su desgracia en una tragedia mucho más dolorosa. Eso y su absoluta indefensión ante todo lo que acecha fuera del círculo de protección de los adultos. La pérdida de un niño es la pérdida más irreparable de cualquier sociedad, y en el plano individual el dolor más insufrible. Es el triunfo de la antinaturaleza. La destrucción de una esperanza y de un tiempo en el que todos hemos habitado con nuestros sueños siempre envueltos en la luz de una absoluta certeza. El dolor por ver que les es negado a otros lo mejor que hemos tenido. Por suerte, ninguno nos hemos curado de nuestra infancia.
En pocos días hemos visto demasiadas portadas dedicadas a sucesos relacionados con niños, unos víctimas mortales de desgraciados accidentes por descuidos ocasionales de los adultos de los que dependían, y otros víctimas afectivas de un conflicto legal. Es el caso del bebé inglés, afectado de una grave y rara enfermedad, al que un juez privó de asirse a una remota esperanza de curación. Cuando se rectificó ya era tarde, y Charlie murió dejando tras de sí unos cuantos doloridos interrogantes, entre ellos cómo se puede impedir a unos padres su derecho a intentar hasta el último recurso posible para salvar la vida de su bebé. O el de esa madre que se niega a entregar a sus hijos a un padre al que ha denunciado por maltratador, a pesar de que la fría racionalidad del código legal se lo ordene. El corazón no admite ninguna ley, pero la sociedad las necesita para poder sobrevivir, y en ese conflicto siempre hay un perdedor. ¿Qué habríamos hecho cualquiera de nosotros en el caso de esa madre? ¿Qué ciego impulso nos habría guiado? Lo único que uno tiene por cierto es que, ni en este caso ni en el anterior, le gustaría estar en el sitio del juez.
Maldito verano, que nutre su actualidad con nombres infantiles, golpeándonos no solo en lo que más sentimos, sino en lo que más necesitamos. Si los niños fueron siempre lo más valioso de cualquier grupo humano, en esta hedonista y despreocupada sociedad europea adquieren el valor añadido de un tesoro cada vez más escaso, aunque eso importa poco ante el inmenso dolor de ver el cuerpo sin vida de un pequeño.

miércoles, 26 de julio de 2017

Rutas para viajeros sin prisas

Como esta península nuestra es de una variedad apabullante, tanto en sus tierras como en su historia, puede uno dedicar su veraneo a perderse lejos de los enjambres playeros en busca de rincones bastante más sugerentes y mucho menos convencionales. Anda uno por las preciosas vegas del sur de la provincia de Madrid, las de los valles del Jarama y el Tajuña. Son tierras de trabajo callado y escaso afán de notoriedad, que no parece que reciban las miradas de atención que se prestan a otras rutas vecinas, mucho más famosas. Quién sabe por qué desconocida ley, en cualquier ámbito humano todo termina siempre basculando hacia un lado; expertos sobrarán que podrán explicarlo. El caso es que gracias a ello el viajero se mueve por aquí muy a gusto, al aire que le lleva, sin sensación alguna de encontrarse a dos pasos de la gran ciudad. La carretera serpentea entre colinas que bordean la vega del Jarama, y pronto se ve el cerro junto al que se apretuja Titulcia.
Titulcia tiene una historia digna de ser estudiada, desde su origen como ciudad romana hasta 1936, cuando, atrapada entre los dos frentes de la batalla del Jarama, quedó destruida por quinta vez en su historia, y por quinta vez fue reconstruida en el mismo sitio, a los pies de su cerro. Merece la pena subir hasta el Mirador de Venus para disfrutar del paisaje: la fértil vega, la laguna nacida sobre una antigua explotación de arena, los cortados sobre el Jarama, los dos puentes de hierro sobre el río y, a lo lejos, Ciempozuelos. Cerca se encuentra la Cueva de Los Vascos, una cavidad natural con hornacinas excavadas en las paredes.
Los buscadores de preguntas a las que no satisfaga ninguna respuesta sencilla tienen en Titulcia uno de sus lugares de culto: la Cueva de la Luna, que se encuentra bajo un restaurante con el mismo nombre. En realidad se trata de tres galerías subterráneas que confluyen en una rotonda central, bajo una cúpula. Se cuenta que fue obra del cardenal Cisneros, que la ordenó construir junto con una ermita, después de ver una cruz luminosa en el cielo en vísperas de la expedición de conquista a Orán. Se cuenta también que, tras enrevesadas operaciones matemáticas, se obtienen unas cifras que coinciden con la distancia que hay a Orán y con el radio de la Luna y con unas cuántas distancias más. Y se cuenta además que es un centro energético de gran potencial, especialmente perceptible por las mujeres, siempre que recorran sus pasillos con una vela encendida y se sitúen bajo la cúpula para recibir la energía del cosmos. Y hay quien dice, ay los escépticos de siempre, que no se trata más que de una simple caverna que pudo servir de bodega, sin más trascendencia. Lo cierto es que fue redescubierta en 1952 y que desde entonces, como siempre ocurre en estos casos, se han dado explicaciones para todas las tragaderas.
Es una tentación acercarse a Villaconejos para visitar el único museo del mundo dedicado al melón, y el viajero cae en ella sin remordimiento ni propósito de enmienda. El viajero aprende muchas cosas sobre el cultivo de esta fruta y, como está en la época de su sazón, aprovecha para endulzarse la mañana. Luego oye una voz amable que le informa:
-Oiga, que aquí no sólo cultivamos melones. Tenemos también un vino muy bueno y un aceite de aceituna cornicabra, que ni es tan ligero como el de arbequina ni tan fuerte como el de picual. Una gloria, tanto en la sartén como en la ensalada.
-Pues muchas gracias.

miércoles, 19 de julio de 2017

Un poder que quizá no tengamos

El ardiente verano, que está marcando registros de calor más altos de lo habitual, y algunas manifestaciones, como una gran grieta en un glaciar antártico, parecen confirmar que algo está cambiando en el clima. Nada anormal, si pensamos en el modo de ser de nuestro planeta. Buen objeto de estudio para los científicos y buen reclamo para los catastrofistas, agoreros, aprovechados y políticos oportunistas, que tienen aquí materia de resultados eficaces para conseguir sus fines sin coste ni desgaste alguno. En los peores casos, la verdad les importa tanto como la salud del planeta; lo que importa es señalar a un culpable entre los contrarios.
El cambio climático es una realidad, nadie lo duda porque es fácilmente comprobable. Se dice que la temperatura global ha aumentado un poco en el último siglo y que la tendencia es a seguir subiendo. Pero otra cosa es que nosotros tengamos que ver con eso. Por lo menos cabe dudarlo. En los cuatro mil millones de años de existencia que tiene la Tierra ha vivido en un continuo cambio climático. A un período glacial intenso sucedía otro de calentamiento. La última de las muchas glaciaciones que sufrió la Tierra, la Würm, terminó cuando ya el hombre estaba pintando las paredes de sus cuevas, hace unos 10.000 años, y desde entonces el planeta no ha dejado de calentarse, no precisamente por culpa de la acción humana. La Tierra no es un planeta tranquilo; toda su existencia fue una sucesión continua de crisis, como si fuese incapaz de completar su evolución. Ella misma genera sus propias emanaciones destructivas y las hace suyas en un continuo proceso; basta pensar que la actividad volcánica a lo largo de tantos millones de años lanzó y lanza más gases a la atmósfera que toda nuestra acción humana, lo que confirma la capacidad de nuestro planeta de regenerarse a sí mismo. La atmósfera y la capa superficial de la Tierra se comportan como un todo coherente que se autorregula. Ahora vivimos en un periodo postglacial, inicio de otro de calentamiento, y no parece creíble que, aun en el caso de que lográsemos eliminar toda actividad industrial se detuviera el proceso de evolución térmica del planeta. Decir que somos nosotros los causantes de la variación del clima es atribuirnos un poder que seguramente no tenemos. Nos creemos más de lo que somos. El hombre no puede controlar la Naturaleza.
Parece que siempre hay alguien interesado en que vivamos en perpetuo temor, alguien que encuentra beneficio en nuestro miedo, alguien que sabe sacar provecho de la inquietud del hombre por lo desconocido, como si a pesar de todo no siguiésemos aquí. La zozobra de la vida, convertida en un producto comercial. Por supuesto hemos de procurar cuidar este planeta porque es todo lo que tenemos y porque nos importa él más a nosotros que nosotros a él. Pero antes de aceptar cualquier afirmación o acudir a cualquier llamada por amplia que sea, conviene pensar e informarse, aunque sea a costa de salirse del círculo. La verdad tiene muchos enemigos. Puede, por ejemplo, estar en brazos de intereses ocultos o de los habituales demagogos que se apuntan a todas las causas.

miércoles, 12 de julio de 2017

Otra cara del populismo

Cada vez que los que gobiernan el mundo se reúnen para analizar su marcha y -se supone- tratar de buscar soluciones a alguno de sus problemas, allí aparecen unos cuantos grupos de violentos vociferantes destrozando todo lo que encuentran entre gritos contra la globalización. En algún descanso de su antiglobal actividad bien podrían tener la deferencia de explicar a los pobres ciudadanos los profundos conceptos de su ideología, a ver si logramos saber si ya estamos globalizados, o cómo hemos de hacer para desglobalizarnos, o si merece la pena hacer algo por globalizarnos del todo. O sea, que nos faciliten la comprensión del asunto, porque ningún estudioso del asunto ha dejado las cosas demasiado claras. A lo mejor es que la utopía no admite descripciones, o quizá que de todas las doctrinas sociales que han ido brotando al paso de las generaciones desde que se consolidó el derecho al libre pensamiento, esta de la globalización es una de la que más dificultades presenta para su comprensión. En su propia contradicción, resulta tan vulnerable, o tan sumamente fuerte, que brinda sus propias herramientas para que la ataquen. Sus enemigos se citan a través de la global internet, viajan en globales líneas aéreas, pagan en globales dólares y se visten, adornan, eligen a sus ídolos e incluso la comida y el ocio según la moda global. La verdad es que podían explicar un poco mejor qué es lo que buscan.
A uno le da la impresión de que tanta contradicción de conceptos tiene bastante que ver con la esencia misma del asunto. Globalización viene a ser sinónimo de universalización. Es decir, que se está contra el impulso que tiende a hacer universales las cosas. Pero entonces aparecen unas cuantas preguntas. ¿Se está a favor de que no se globalicen la técnica, la salud, el conocimiento científico, la democracia, los derechos? ¿Se pretende que cada civilización viva de su propia producción cultural? ¿Se reclama que no haya trasvases de conocimientos entre las distintas sociedades que habitamos este planeta? Pues entonces flaco favor le hacen estos reivindicadores a más de la mitad de la humanidad, si tenemos en cuenta que los avances técnicos y científicos, la medicina, el pensamiento filosófico, las teorías sociales y políticas basadas en los conceptos de libertad y dignidad individual son obra casi exclusiva de la otra mitad. Es decir, del denostado Occidente. Si cada uno se hubiera arreglado solo con sus ideas, medio mundo seguiría en el Neolítico.
Las movilizaciones suelen ir contra cualquier reunión del G20, del Banco Mundial, el FMI o algún organismo internacional de esos de los que la mayoría de nosotros apenas sabemos más que el nombre, pero en todo caso mucho ruido parece para tan oscuro objetivo. No es probable que, aun queriéndolo, estuviera en sus manos poner puertas a una marea que lo ha ido anegando todo desde el primer viajero que descubrió que, si vendía en Samarcanda un producto europeo, le pagarían con una seda que luego podría vender en Europa, con el consiguiente beneficio. Que le pidan cuentas a ese. Entretanto, y a falta de más propuestas que el mero vandalismo, seguirán etiquetados como una manifestación más del peor populismo.

miércoles, 5 de julio de 2017

El nuevo nombre de la mentira

La verdad es eso que a todos nos cuesta decir cuando no es aliada nuestra, aunque reconozcamos que es lo único que nos permite estar en paz con nosotros mismos. Dicen que nos hace libres, pero a la vez esclavos de sus consecuencias, una bendita esclavitud que trae consigo serenidad de espíritu y ausencia de temores. Sobre ella se sostienen el resto de virtudes, porque si ella se ausenta todo se apoyará sobre la falsedad. Pues ahora le ha salido una hermanastra a la que los turiferarios de la modernidad han aplicado el nombre de posverdad. Palabra extraña y sin mucho sentido, porque posverdad significaría después de la verdad, y después de la verdad solo hay un conocimiento más auténtico de la realidad. Desde luego no está la mentira, ni siquiera una especie de verdad ectoplásmica no sujeta a demostración, que es el significado que dan a la nueva palabreja. La posverdad viene a ser una verdad que se basa en fuentes no demostrables empíricamente, o sea, lo que llamamos una falsa verdad o al menos una verdad dudosa. "Toda información o aseveración que no se basa en hechos objetivos, sino que apela a las emociones, creencias o deseos del público", dice la definición propuesta para su inclusión en el diccionario académico. Según eso, papá Noel, por ejemplo, sería una posverdad. Y también el rapto de Europa, la Santa Compaña, el "España nos roba", la superioridad moral de la izquierda, la chica de la curva o las visitas de extraterrestres. Mentiras que, de tanto repetirse, acaban siendo tenidas por verdad. Es decir, lo que siempre hemos conocido como manipulación.
Y no, no es posible desdibujar los contornos de la verdad en beneficio de algo, porque hay una imposibilidad práctica de creer en lo que no es verdad. Russell, con su rotundidad acostumbrada, llegó a una conclusión muy clara: "Si algo es verdad, es verdad; y si no lo es, no lo es. Si es verdad debes creerlo, y si no lo es, no debes creerlo. Es fundamentalmente deshonesto y dañino creer en algo solo porque te beneficia y no porque pienses que es verdad".
La aparición de la posverdad como concepto a tener en cuenta es un indicador de algo que encontramos a lo largo de toda nuestra historia como seres humanos individuales y como sociedad: que lo que rige al mundo es el temor a la verdad. Es una característica nuestra: no queremos la verdad; solo queremos que se nos disfrace la mentira, y eso lo saben muy bien los que aspiran a dominar nuestras vidas. A los niños les queda la verdad como un adorno en el rostro que les trasluce una conciencia aún sin trabas y una ausencia de resabios. A los adultos, en cambio, la verdad es como un peso colgado del alma, que debiera ser pluma ligera y gratificante, pero que no lo es. Decir la verdad está coartado casi siempre por algún temor: el de exponerse a toda clase de improperios, el de que se vuelva contra nosotros, el de ser excluido del batallón de la progresía, el de quedar como ignorante o -el más noble- el de ofender. En cambio, los que desde sus propios intereses traman sus planes contra todos nosotros tienen en la mentira y la posverdad su arma más eficaz. Por eso su primer empeño es que no tengamos más remedio que aceptarlas.